miércoles, 17 de marzo de 2021

Viajes. Ensoñación ártica

Se dice que desde el instante en que el Ártico se infiltra en tu interior, nunca más dejarás de oír su llamada.Pero el Ártico nunca ha dejado de llamarme. Anhelo su aislamiento y su lento ritmo de vida.

Yo pasé mi infancia corriendo por la tundra y contemplando la aurora boreal mientras caminaba hacia la escuela en plena noche polar, el poético nombre que reciben esos dos meses de oscuridad que no son solamente el invierno, sino también un estado mental. Hace ya muchos años que salí de mi ciudad, Tiksi, un remoto puerto marítimo de Rusia a orillas del mar de Láptev, para vivir en grandes urbes de distintos países.

En este gélido paisaje del norte, mi imaginación vuela sin obstáculos que la frenen. Todos los objetos adquieren simbolismo, todos los colores se imbuyen de significado. No soy yo misma salvo cuando estoy aquí.

Viacheslav Korotki navega en solitario en su barca artesanal por las aguas de una estrecha bahía del mar de Barents, cerca de la Estación Meteorológica de Jodovárija. Ha pasado la mayor parte de su vida en remotas estaciones árticas y dice amar esta zona en concreto, en la que lleva viviendo 20 años.

Viacheslav Korotki navega en solitario en su barca artesanal por las aguas de una estrecha bahía del mar de Barents, cerca de la Estación Meteorológica de Jodovárija. Ha pasado la mayor parte de su vida en remotas estaciones árticas y dice amar esta zona en concreto, en la que lleva viviendo 20 años.

Foto: Evgenia Arbugaeva

Y lo mismo sienten los protagonistas de mis fotografías. A veces pienso que sus historias son como capítulos de un libro: cada uno revela un sueño diferente, pero están todos vinculados al amor por esta tierra. Está el ermitaño que se imagina estar viviendo a bordo de un barco en el mar y la joven que soñó con vivir junto a su amado en el confín del mundo; la comunidad que mantiene vivo su pasado y su futuro al seguir las tradiciones y relatar por enésima vez los mitos de sus antepasados. Y está el viejo sueño soviético de la exploración y la conquista polar. Cada sueño tiene su propia paleta cromática, su propia atmósfera. Cada persona que está aquí tiene sus propios motivos.

El primer sueño pertenece a Viacheslav Korotki. Durante años fue el jefe de la Estación Meteorológica de Jodovárija, una península del mar de Barents, una lengua de tierra yerma en la que, dice Korotki, te sientes como en un barco. Cuando lo vi por primera vez, reconocí su cazadora de lona, la que vestían los hombres de mi ciudad en la época soviética. Es un polyarnik –un especialista en el norte polar– y ha dedicado su vida a trabajar en el Ártico.

Korotki camina hacia un faro que dejó de prestar servicio hace más de diez años. Cuando se quedaba sin leña, arrancaba los paneles de madera del faro para calentar la estación meteorológica en la que vivía y trabajaba. Hoy esta estación ha sido sustituida por una instalación nueva.

Korotki camina hacia un faro que dejó de prestar servicio hace más de diez años. Cuando se quedaba sin leña, arrancaba los paneles de madera del faro para calentar la estación meteorológica en la que vivía y trabajaba. Hoy esta estación ha sido sustituida por una instalación nueva.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Esta emisora de radio de la antigua estación meteorológica transmitía datos de temperatura y precipitación, entre otros, a la estación de la ciudad más cercana, Arjángelsk, a casi 800 kilómetros. Korotki sigue transmitiendo datos cada tres horas, de día y de noche.

Esta emisora de radio de la antigua estación meteorológica transmitía datos de temperatura y precipitación, entre otros, a la estación de la ciudad más cercana, Arjángelsk, a casi 800 kilómetros. Korotki sigue transmitiendo datos cada tres horas, de día y de noche.

Foto: Evgenia Arbugaeva
La maqueta de un faro que Korotki está construyendo con cerillas parece proyectar una sombra del paisaje ártico sobre la pared de la estación meteorológica. El pequeño faro reposa sobre un libro de referencia soviético: Dinámica del hielo marino.

La maqueta de un faro que Korotki está construyendo con cerillas parece proyectar una sombra del paisaje ártico sobre la pared de la estación meteorológica. El pequeño faro reposa sobre un libro de referencia soviético: Dinámica del hielo marino.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Regalo de Año Nuevo de la fotógrafa Evgenia Arbugaeva, el loro Kesha hace compañía a Korotki mientras almuerza en la vieja estación meteorológica. Kesha es el nombre de un ave que en la época soviética aparecía en unos populares dibujos animados.

Regalo de Año Nuevo de la fotógrafa Evgenia Arbugaeva, el loro Kesha hace compañía a Korotki mientras almuerza en la vieja estación meteorológica. Kesha es el nombre de un ave que en la época soviética aparecía en unos populares dibujos animados.

Foto: Evgenia Arbugaeva

Fuera de la estación se oían el crujido del hielo al moverse y el silbido del viento en las antenas de radio. Dentro había silencio; apenas marcaban el paso del tiempo los pasos de Korotki y el chirrido de una puerta. Cada tres horas se iba un momento, y volvía murmurando observaciones –«Viento sur suroeste, 43 kilómetros por hora, rachas de hasta 65 kilómetros, tomando fuerza, cae la presión, ventisca inminente»– que acto seguido transmitía por una vieja radio crepitante a una persona a la que jamás ha puesto cara.

«Traje caprichos, como chocolate y fruta –dice Arbugaeva–. En el Ártico, estas pequeñas cosas son auténticos tesoros que [la meteoróloga y vigilante del faro] Evgenia Kóstikova recibió con una amplia sonrisa. Envolvió las manzanas en papel de periódico una por una, como si fuesen de cristal, para que no se congelasen».

«Traje caprichos, como chocolate y fruta –dice Arbugaeva–. En el Ártico, estas pequeñas cosas son auténticos tesoros que [la meteoróloga y vigilante del faro] Evgenia Kóstikova recibió con una amplia sonrisa. Envolvió las manzanas en papel de periódico una por una, como si fuesen de cristal, para que no se congelasen».

Foto: Evgenia Arbugaeva

Un día amanecí triste. La noche polar empujaba mis pensamientos en direcciones caóticas. Acudí a Korotki con un té en la mano y le pregunté cómo podía vivir allí, solo, en aquella monotonía diaria. Me respondió: «Tú esperas demasiado, e imagino que es normal. Pero no es cierto que aquí todos los días sean iguales. Mira, hoy has visto el fulgor de la aurora boreal y una fina capa de hielo sobre el mar, un fenómeno muy raro. ¿Acaso no fue maravilloso ver anoche las estrellas, tras más de una semana escondidas detrás de las nubes?». Me sentí culpable de mirar demasiado en mi interior y olvidarme de observar el exterior. Desde entonces fui toda ojos.

«El fin del mundo», son las palabras que escribió con pintura blanca el meteorólogo y farero Iván Sivkov en este cobertizo, situado cerca de donde atraca el rompehielos que todos los veranos lleva suministros al faro y a la estación meteorológica de Kanin Nos.

«El fin del mundo», son las palabras que escribió con pintura blanca el meteorólogo y farero Iván Sivkov en este cobertizo, situado cerca de donde atraca el rompehielos que todos los veranos lleva suministros al faro y a la estación meteorológica de Kanin Nos.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Kóstikova y Sivkov, con su perro Dragon, toman muestras de agua para medir la salinidad del mar que rodea la península de Kanin, donde confluyen el mar Blanco y el mar de Barents.

Kóstikova y Sivkov, con su perro Dragon, toman muestras de agua para medir la salinidad del mar que rodea la península de Kanin, donde confluyen el mar Blanco y el mar de Barents.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Kóstikova se mantiene caliente mientras lee junto a un pequeño calefactor. Cuando era niña, un amigo de la familia le contaba historias sobre la vida en el Ártico. A los 19 años entró a trabajar en su primera estación polar. Al instante supo que el Ártico era el lugar perfecto para ella.

Kóstikova se mantiene caliente mientras lee junto a un pequeño calefactor. Cuando era niña, un amigo de la familia le contaba historias sobre la vida en el Ártico. A los 19 años entró a trabajar en su primera estación polar. Al instante supo que el Ártico era el lugar perfecto para ella.

Foto: Evgenia Arbugaeva
La pareja se dirige hacia el faro, que en esta imagen onírica parece elevarse en el aire en medio de una fuerte ventisca. Este es uno de los pocos faros que quedan en el Ártico. Ahora están abriéndose nuevas rutas marítimas, y muchos buques cuentan hoy con modernos sistemas de navegación.

La pareja se dirige hacia el faro, que en esta imagen onírica parece elevarse en el aire en medio de una fuerte ventisca. Este es uno de los pocos faros que quedan en el Ártico. Ahora están abriéndose nuevas rutas marítimas, y muchos buques cuentan hoy con modernos sistemas de navegación.

Foto: Evgenia Arbugaeva
































































































































Si necesitaban atención médica, no tenían más que un helicóptero lejano, que con mal tiempo podía tardar semanas en acudir

Conviví un mes con una joven pareja, Evgenia Kóstikova e Iván Sivkov, que recogían datos meteorológicos en otro confín gélido de Rusia. Kóstikova había propuesto a su amado reunirse con ella en el norte tras su primer año juntos en una ciudad de Siberia. Hacían observaciones meteorológicas, partían leña, cocinaban, atendían el faro y cuidaban el uno del otro.

. Kóstikova telefoneaba a su madre casi a diario, y a menudo le pedía que dejase el teléfono en modo altavoz para escuchar los sonidos de su lejano hogar.

«Cuando las morsas nos rodearon, la cabaña se movía –relata Arbugaeva–. Sus rugidos eran ensordecedores; costaba dormir por las noches. Además, el calor corporal que despedían hizo que la temperatura en el interior ascendiera muchísimo. El motivo de que hubiesen subido a tierra tal cantidad de ejemplares (unos 100.000) de esta inmensa colonia de morsas del Pacífico era el calentamiento climático,

«Cuando las morsas nos rodearon, la cabaña se movía –relata Arbugaeva–. Sus rugidos eran ensordecedores; costaba dormir por las noches. Además, el calor corporal que despedían hizo que la temperatura en el interior ascendiera muchísimo. El motivo de que hubiesen subido a tierra tal cantidad de ejemplares (unos 100.000) de esta inmensa colonia de morsas del Pacífico era el calentamiento climático,

Foto: Evgenia Arbugaeva

Tal vez gracias a su aislamiento, los 300 chukchi del pueblo de Enúrmino han preservado sus tradiciones, obteniendo el sustento de la tierra y del mar como sus antepasados y aferrándose a los mitos y leyendas que han pasado de generación en generación. Cazar es un honor, y los vecinos respetan las cuotas federales e internacionales a la hora de cazar morsas y ballenas para sacar adelante a su comunidad en el largo invierno. No lejos de Enúrmino pasé 15 días en una cabaña de madera con un científico que estudiaba las morsas. Durante tres días no pudimos salir por miedo a causar una oleada de pánico entre las aproximadamente 100.000 morsas que se habían aposentado a nuestro alrededor, sacudiendo la cabaña con sus movimientos y peleas.

"Si necesitaban atención médica, no tenían más que un helicóptero lejano, que con mal tiempo podía tardar semanas en acudir"

El sueño de la grandeza soviética se adivina cubierto de escarcha en Dikson, a orillas del mar de Kara. En los años ochenta, durante su apogeo, fue la capital del Ártico ruso, pero desde la caída de la URSS es una ciudad fantasma. Quizá nazcan nuevas ciudades a medida que la región se calienta, pero me duele ver el fracaso de la iniciativa humana a semejante escala.

Nikolai Rovtin se abstrae en sus pensamientos tras hablar de su esposa, fallecida el año pasado. Ahora vive solo en una estación meteorológica abandonada. Antes de que los soviéticos intentasen poblar el Ártico, vivía en una yaranga, la vivienda tradicional chukchi de madera y piel de reno.

Nikolai Rovtin se abstrae en sus pensamientos tras hablar de su esposa, fallecida el año pasado. Ahora vive solo en una estación meteorológica abandonada. Antes de que los soviéticos intentasen poblar el Ártico, vivía en una yaranga, la vivienda tradicional chukchi de madera y piel de reno.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Un cráneo de morsa reposa sobre una mesa en el garaje de un cazador. La carne de este animal es un alimento básico de la comunidad chukchi, que tiene asignada una cuota anual de morsas y ballenas. Los cazadores usan tanto arpones tradicionales como armas de fuego.

Un cráneo de morsa reposa sobre una mesa en el garaje de un cazador. La carne de este animal es un alimento básico de la comunidad chukchi, que tiene asignada una cuota anual de morsas y ballenas. Los cazadores usan tanto arpones tradicionales como armas de fuego.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Vika Taenom luce una prenda chukchi llamada kamleika mientras ensaya una danza tradicional en el centro cultural de Enúrmino. Muchas de estas danzas imitan movimientos animales; esta busca atraer gansos, patos y gaviotas.

Vika Taenom luce una prenda chukchi llamada kamleika mientras ensaya una danza tradicional en el centro cultural de Enúrmino. Muchas de estas danzas imitan movimientos animales; esta busca atraer gansos, patos y gaviotas.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Cae la noche y los cazadores regresan a casa tras arponear esta ballena gris para consumir su carne. Según dicta la tradición, en el camino de vuelta los cazadores solo pueden hablar mentalmente, y solo para dirigirse a la ballena, pedirle perdón y explicarle por qué era necesario cazarla.

Cae la noche y los cazadores regresan a casa tras arponear esta ballena gris para consumir su carne. Según dicta la tradición, en el camino de vuelta los cazadores solo pueden hablar mentalmente, y solo para dirigirse a la ballena, pedirle perdón y explicarle por qué era necesario cazarla.

Foto: Evgenia Arbugaeva
«Cuando entré en aquella sala vacía, me imaginé la música sonando y las estrellas titilando al compás –recuerda Arbugaeva–. Pero entonces empecé a oír puertas que se cerraban de golpe en el pasillo y extraños crujidos. En mi confusa imaginación creí distinguir un ruido de pasos [...] y salí corriendo».

«Cuando entré en aquella sala vacía, me imaginé la música sonando y las estrellas titilando al compás –recuerda Arbugaeva–. Pero entonces empecé a oír puertas que se cerraban de golpe en el pasillo y extraños crujidos. En mi confusa imaginación creí distinguir un ruido de pasos [...] y salí corriendo».

Foto: Evgenia Arbugaeva
La aurora boreal lanza un hechizo de color sobre el monumento de una plaza abandonada de Dikson. La estatua honra a los soldados que durante la Segunda Guerra Mundial defendieron de un ataque alemán este puesto avanzado, en otra época próspero.

La aurora boreal lanza un hechizo de color sobre el monumento de una plaza abandonada de Dikson. La estatua honra a los soldados que durante la Segunda Guerra Mundial defendieron de un ataque alemán este puesto avanzado, en otra época próspero.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Los últimos niños que estudiaron en el colegio de Dikson ya son adultos, pero sus libros de texto siguen abiertos, congelados en el tiempo. Arbugaeva aguardó dos semanas de oscuridad y mal tiempo hasta que la aurora boreal le ofreció luz suficiente para fotografiar el lugar.

Los últimos niños que estudiaron en el colegio de Dikson ya son adultos, pero sus libros de texto siguen abiertos, congelados en el tiempo. Arbugaeva aguardó dos semanas de oscuridad y mal tiempo hasta que la aurora boreal le ofreció luz suficiente para fotografiar el lugar.

Foto: Evgenia Arbugaeva
El centro cultural, antaño un bullicio de actuaciones y festejos, lleva años abandonado. Su estilo arquitectónico soviético se repite en otras avanzadas árticas que se urbanizaron cuando la URSS se afanaba en construir infraestructuras a lo largo de la ruta marítima del Norte.

El centro cultural, antaño un bullicio de actuaciones y festejos, lleva años abandonado. Su estilo arquitectónico soviético se repite en otras avanzadas árticas que se urbanizaron cuando la URSS se afanaba en construir infraestructuras a lo largo de la ruta marítima del Norte.

Foto: Evgenia Arbugaeva
Una muñeca artesana yace en el gélido alféizar de una escuela abandonada de Dikson. En su mejor momento, en los años ochenta, la ciudad simbolizaba las ambiciones árticas y acogía una población de unos 5.000 habitantes.

Una muñeca artesana yace en el gélido alféizar de una escuela abandonada de Dikson. En su mejor momento, en los años ochenta, la ciudad simbolizaba las ambiciones árticas y acogía una población de unos 5.000 habitantes.

Foto: Evgenia Arbugaeva

Durante las primeras semanas no me convencían las fotos que tomaba en la oscuridad infinita de Dikson, pero de pronto estalló en el cielo la aurora boreal, que durante varias horas lo tiñó todo de colores de neón. Bajo la luz verdosa, un monumento al soldado se antojaba Frankenstein; después de todo, al final de la novela de Mary Shelley el monstruo huye hacia el aislamiento del Ártico. Y entonces la aurora se desvaneció y la ciudad empezó a esfumarse una vez más en la oscuridad, hasta hacerse invisible. 

National Geographic Society, organización sin ánimo de lucro que promueve la conservación de los recursos de la Tierra, ha ayudado a financiar este artículo.

*Evgenia Arbugaeva nació en Tiksi, en el Ártico ruso. Desde 2013 ha colaborado en varias ocasiones con la revista.

Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic.



via https://ift.tt/JKJLOL https://ift.tt/38Q0Jhp

No hay comentarios:

Publicar un comentario