viernes, 28 de enero de 2022

Viajes. Los mecanismos de reparación del ADN, una esperanza contra el cáncer

Todas las células de nuestro cuerpo sufren cada día más de 10.000 roturas en su cadena ADN. Unas lesiones que serían catastróficas si nuestro organismo no hiciera nada para repararlas. Pero ¿cómo lo consiguen? ¿Qué mecanismos se ponen en marcha en este proceso? Y lo que es más importante, ¿qué proteínas intervienen? Un equipo científico liderado por el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) y el Hospital General de Massachussets, ha identificado y visualizado por primera vez nueve nuevas proteínas implicadas en esa reparación celular a partir de una técnica pionera.

Bárbara Martínez, perteneciente al grupo de Metabolismo y Señalización Celular del CNIO, es una de las investigadoras que participó en este estudio, publicado recientemente en la revista especializada Cell Reports. Junto con Raul Mostoslavsky y su equipo del Massachussets General Hospital (Boston, EE.UU.), lograron visualizar esta maquinaria de reparación del ADN a un detalle nunca visto antes gracias a un sistema pionero que usa la inteligencia artificial aplicada a la microscopía de fluorescencia de alto rendimiento, lo que permite analizar y procesar cantidades masivas de datos en el menor tiempo.

"Conociendo cómo se producen las lesiones en el ADN y cómo se reparan, tendremos más información sobre cómo se desarrolla el cáncer y cómo podemos combatirlo".

Los científicos descubrieron que, en cuanto se produce un daño concreto en el material genético, como puede ser la rotura de la doble cadena del ADN, la célula activa unos mecanismos de respuesta que funcionan como una llamada de emergencia. "Rápidamente, unas proteínas se unen a esta lesión molecular para enviar señales de alarma que luego serán reconocidas por otras proteínas especializadas en reparar el daño", señala Martínez.

Inteligencia Artificial contra el cáncer

Los investigadores consiguieron analizar este proceso con ayuda de una nueva metodología basada en el machine learning, una disciplina del campo de la inteligencia artificial (IA) que permite a los ordenadores aprender por sí mismos y analizar datos masivos. La técnica ideada por el CNIO permitió analizar el proceso de reparación celular con un extraordinario grado de detalle y precisión, pues, hasta la fecha, un factor limitante para el seguimiento en el tiempo de la reparación del ADN era la imposibilidad de analizar la cantidad de datos generados de las imágenes tomadas por el microscopio.

Bárbara Martínez y Raul Mostoslavsky, profesor de la Escuela de Medicina de Harvard y coautor del estudio, explican a National Geographic España el funcionamiento de este mecanismo. Primero, aclaran, realizaron miles de fotografías de las células durante un proceso de reparación del ADN con un microscopio de fluorescencia de alto rendimiento, un dispositivo automatizado que va tomando fotografías de una gran cantidad de células en distintas muestras y condiciones. Luego introdujeron esa información en un ordenador, que, a través del proceso de machine learning, trataba de identificar los patrones en estas imágenes.

"Es como si el ordenador hubiese generado un mapa o una hoja de ruta de cómo se produce la reparación del ADN en una célula", aclaran los investigadores, quienes argumentan que ese esquema les sirve para determinar qué proteínas (y, por tanto, qué medicamentos) pueden afectar a la reparación del ADN, uno de los objetivos primordiales de los tratamientos oncológicos.

Según los investigadores, "es como si el ordenador hubiese generado un mapa o una hoja de ruta de cómo se produce la reparación del ADN en una célula".

Así, en una primera fase, introdujeron 300 proteínas diferentes y evaluaron en un solo experimento si estas interfieren en la reparación del ADN a lo largo del tiempo. Identificaron hasta nueve que participan en este proceso de reparación.

Pero, además, decidieron ir un paso más allá y monitorizaron visualmente las proteínas después de generar el daño genético, para lo que usaron por primera vez a gran escala una la microirradiación de ADN, una técnica que daña el ADN celular con ayuda de un láser.

“Observamos que muchas proteínas se pegaban al ADN dañado y otras hacían justo lo contrario: se alejaban de las lesiones. Que se unan o se despeguen del ADN dañado para dar paso a otras proteínas es un fenómeno relevante, pues se trata de una característica común de las proteínas reparadoras del ADN.

Una proteína crucial

Entre las nuevas proteínas, los investigadores identificaron una llamada PHF20, que se despega de las lesiones segundos después de que se formen para facilitar la unión de otra llamada 53BPI, una proteína muy importante en la reparación de las roturas. Al parecer, descubrieron que sin la proteína PHF20, las células eran incapaces de reparar el ADN y eran más sensibles a la irradiación que las células normales.

Objetivo: proteger las células sanas

Y¿cómo traducir este hallazgo en métodos más eficaces para luchar contra el cáncer? Resulta que el objetivo primordial de los tratamientos oncológicos no es otro que el de atacar a las células tumorales induciendo lesiones en su ADN, lo que acaba con la muerte de la célula. “Conociendo cómo se producen las lesiones en el ADN y cómo se reparan, tendremos más información sobre cómo se desarrolla el cáncer y cómo combatirlo, con lo que nos ayudará a desarrollar mejores terapias contra el cáncer protegiendo nuestras células sanas”, apunta Martínez.

"Nuestra técnica nos permitió encontrar factores de reparación del ADN totalmente nuevos, algo que puede tener una aplicación directa en la medicina contra el cáncer -argumenta Mostoslavsky-. Por ejemplo, hace unos años se descubrió que el medicamento Olaparib era efectivo para pacientes con cáncer de mama que tienen mutaciones en un factor de reparación de ADN. Desafortunadamente, muchos pacientes no responden a Olaparib, así que encontrar factores nuevos que puedan ser el blanco de medicamentos podría ayudarnos a incrementar nuestro arsenal de tratamientos contra el cáncer".

Según los científicos, "encontrar factores nuevos que puedan ser el blanco de medicamentos podría ayudarnos a incrementar nuestro arsenal de tratamientos contra el cáncer".

La principal ventaja de esta técnica pionera es, de este modo, su gran versatilidad, lo que podría dar lugar a tratamientos mucho más precisos. Podríamos evaluar, por ejemplo, cientos de datos en un tiempo récord, lo que nos permitiría hilar mucho más fino a la hora de elegir uno u otro medicamento. Sería como tener unas gafas especiales que nos permitan ver exactamente dónde estamos apuntando. Y eso, cuando hablamos de tratamientos contra el cáncer, es una gran ventaja.

En este vídeo, se observa cómo una de las proteínas descubiertas en este trabajo, RNF166, se dirige a las roturas de ADN, que aparece en color verde brillante.

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miércoles, 26 de enero de 2022

Pachinko. Itinerario por Vietnam de 15 días: ruta ideal para tu primer viaje

Organizar un itinerario por Vietnam de 15 días no es tarea sencilla. Este destino del Sudeste Asiático tiene tanto que ofrecer al viajero que resulta complicado condensar todos sus atractivos en dos semanas.

Pero no te preocupes que estamos aquí para ayudarte. Si lo tienes decidido y el dragón vietnamita es el destino de tus próximas vacaciones, échale un vistazo a esta ruta de dos semanas por Vietnam que hemos trazado tras nuestra experiencia en este país asiático.

Ruta por Vietnam de 15 días

Los imprescindibles de Vietnam
La Pagoda de Tran Quoc en Hanoi.

Estamos de enhorabuena, ya que Vietnam permitirá la entrada de viajeros vacunados y recuperados sin cuarentena dentro de poco y en breve tiene pensado restablecer la exención de visado para turistas extranjeros, entre ellos los españoles.

Antes de continuar con la ruta, puedes echarle un vistazo a nuestros lugares imprescindibles que ver en Vietnam en un primer viaje. También te recomendamos reservar aquí una tarjeta eSIM de Holafly para poder utilizar internet y organizar tu viaje por el país vietnamita con total tranquilidad.

Hanoi y Tam Coc (3 días)

Teatro de Marionetas de Agua en Hanoi, Vietnam
Teatro de Marionetas de Agua en Hanoi, Vietnam

La capital de Vietnam será tu primera toma de contacto con este país del Sudeste Asiático. Famosa por sus edificios gubernamentales y las agitadas callejuelas del Old Quarter, Hanoi es el destino perfecto para aclimatarse a los ríos de motos, al carácter de los vietnamitas y a su rica gastronomía que puedes degustar en sus mercados callejeros.

Aprovecharía el tercer día que estarás en Hanoi para hacer una excursión a Tam Coc, ubicada a 95 kilómetros de la capital vietnamita. Se trata de una ruta por un río que se incrusta en un paisaje lleno de hermosos arrozales y de rocas cársticas, sobre las que se pueden contemplar templetes o dragones de piedra.

Aquí te contamos qué ver en Hanoi, con todos los detalles sobre los lugares que puedes visitar en la capital vietnamita.

Montañas de Sapa (2 días)

Sapa, un imprescindible de Vietnam
Arrozales en Sapa, Vietnam

Las montañas de Sapa en el norte del país es uno de esos destinos que no puede faltar en un itinerario por Vietnam de 15 días. Su principal reclamo son las preciosas terrazas de arroz escalonadas que se tiñen de un color verde intenso entre mayo y julio.

Si viajas en verano el color de los tallos de arroz será amarillo, aunque también tiene su encanto. Además de los paisajes y las rutas de senderismo, otro de los alicientes de Sapa es conocer el modo de vida de las minorías étnicas hmonggiáy y red dzao.

Para llegar a Sapa desde Hanoi te recomendamos tomar un tren nocturno hasta Lao Cai, que dura unas 8 horas aproximadamente. Desde Lao Cai puedes tomar un minibús hasta Sapa.

Si viajas en temporada alta no olvides reservar con antelación el billete de ida y vuelta en tren nocturno, ya sea en la misma estación de Hanoi o en alguna agencia de viajes local. Para mayor comodidad, te recomendamos que consultes los horarios de los transportes y compres los tickets de tu viaje a Vietnam en baolau.

Bahía de Ha Long (1 día)

Bahia de Ha Long en Vietnam
Bahia de Ha Long en Vietnam.

La Bahía de Ha Long es probablemente el lugar más famoso de Vietnam, así que no podía faltar en esta ruta de dos semanas. Declarada como una de las 7 maravillas naturales del mundo, este lugar de ensueño está compuesto por más de 3.000 pequeñas islas de origen cárstico que flotan sobre un mar de color esmeralda.

Desde Hanoi hay autobuses que tardan 4 horas hasta el embarcadero de Ha Long, aunque si te quieres quitar de complicaciones puedes reservar directamente aquí un crucero de 2 días por la bahía de Ha Long con salida desde Hanoi.

Nosotros te recomendamos que pases al menos una noche a bordo de un velero de junco tradicional, ya que además de incluir la cena y el alojamiento suelen incluir excursiones a los puntos más importantes.

Eso sí, no te la juegues y ves con todo reservado con antelación porque al ser un lugar tan turístico suelen haber muchos timos y sorpresas indeseadas. Aquí lo barato sale muy caro.

Hue (2 días)

Los mejores planes para hacer en Hué, Vietnam
Puerta Este de entrada a la Ciudadela de Hué, Vietnam

Al ser un país tan alargado, te recomendamos que acortes tiempos con vuelos internos. Hay precios de billetes muy competitivos con aerolíneas locales. Por ejemplo, de Hanoi a Hué en avión sólo tardas 1 hora y 15 minutos. En tren o bus son más de 13 horas.

¿Y por qué incluimos Hué en este itinerario por Vietnam de dos semanas? Pues porque se trata de la antigua capital imperial del país y conserva algunos de los lugares históricos más importantes de este destino.

No te pierdas la Ciudadela de Hué, la pagoda de Thien Mu, las tumbas imperiales (cuya visita te puede llevar un día entero), el Mercado de Dong Ba o los antiguos edificios coloniales en Le Loi.

Puedes leer todo sobre qué ver en Hué en el anterior enlace.

Hoi An (2 días)

Hoi An entre los 10 lugares más importantes de de Vietnam
Atardecer en Hoi An, Vietnam.

La siguiente parada de nuestro recorrido por Vietnam es la ciudad de Hoi An. Desde Hué está a unas 4 horas por carretera en autobús. Hoi An es conocida por su precioso puente japonés o por sus edificios tradicionales, especialmente por las casas de mercaderes y los pabellones de asambleas.

Sin embargo, esta ciudad del centro de Vietnam también tiene algunas playas muy interesantes para descansar. Desde aquí también podéis hacer una visita rápida a Da Nang o las ruinas de My Son. Si te quedan en Hué, no olvides visitar alguno de sus célebres sastrerías.

Nha Trang (2 días)

Playas de Nha Trang
Playas de Nha Trang en Vietnam.

Mucha gente aprovecha su estancia en Hoi An para disfrutar de las playas. Sin embargo, el destino de costa más famoso de Vietnam es Nha Trang. Nosotros decidimos incluirlo en nuestro itinerario porque el viaje es muy intenso en cuanto a visitas y también por el calor y la humedad.

En este sentido, decidimos ocupar dos días enteros a no hacer nada en Nha Trang. En la zona hay muchísimos hoteles y resorts donde disfrutar de la arena y nadar en el Pacífico. La forma más rápida es viajar hasta el aeropuerto de Da Nang y desde allí tomar un vuelo a Nha Trang.

Ho Chi Minh City y Delta del Mekong (3 días)

El Delta del Mekong, final de un itinerario por Vietnam
Mercado flotante en el Delta del Mekong, Vietnam

Los últimos días de este viaje los vamos a pasar en el sur de Vietnam. Desde Nha Trang tomaremos uno de los vuelos baratos que en poco más de una hora te dejan en Ho Chi Minh City.

En la antigua Saigón puedes visitar el Museo la Guerra del Vietnam, la magnífica Oficina de Correos Central, el Palacio de la Reunificación, la Catedral de Notre-Dame de Saigón, el Mercado Bến Thành o la laberíntica Pagoda del Emperador de Jade.

Desde Ho Chi Minh City puedes hacer varias excursiones de un día muy interesantes como pueden ser los túneles de Cu Chi o el Delta del Mekong.

Si dispones de más tiempo también es interesante hacer noche en ciudades como Can Tho (donde puedes disfrutar de sus mercados flotantes) o Chau Doc cerca de la frontera con Camboya. Mucha gente suele aprovechar su viaje a Vietnam para visitar los templos de Angkor en el país vecino.

¿Qué te parece nuestro itinerario por Vietnam de 15 días? Si necesitas recomendaciones sobre tu ruta por Vietnam de dos semanas no dudes en dejar un comentario.

La entrada Itinerario por Vietnam de 15 días: ruta ideal para tu primer viaje apareció primero en El Pachinko.

via Pau García Solbes https://ift.tt/3G0cdwB

viernes, 21 de enero de 2022

Viajes. La épica ascensión al K2 por un equipo nepalí

Engullido por el vacío de la noche, Mingma Gyalje Sherpa trató de alumbrar el camino que tenía ante sí con el tembloroso círculo de luz de su linterna frontal, pero el frío le impedía pensar con claridad. Vestido con un grueso mono de plumas, una chaqueta de plumas por debajo, más dos capas de ropa interior larga, y respirando oxígeno de botella, debería estar bien. Pero en todas las cumbres que había coronado, en todas las ventiscas y gélidas tormentas que había soportado, jamás había sentido una temperatura como aquella, un frío penetrante, sobrenatural.

Sus nueve compañeros nepalíes y él soportaron unos vientos imprevisibles, unas temperaturas bajo cero y numerosos peligros para alcanzar el exigente pico en la época en que las condiciones son más extremas. Fue una hazaña que muchos habían dado por imposible. Nims elevó aún más la dificultad al ascender sin oxígeno.

Notaba el organismo al borde del colapso. Su lado izquierdo soportaba el embate de un viento formidable, y cada ráfaga lo acribillaba con zarcillos de hielo que traspasaban todo cuanto llevaba puesto. Pero lo que más le preocupaba era el pie derecho. Había sentido hormigueo, luego ardor y finalmente entumecimiento, síntoma previo a una congelación grave. Aquello, lo sabía muy bien, era señal de que su cuerpo estaba priorizando el flujo sanguíneo hacia los órganos vitales, sacrificando las extremidades para preservar el tronco. Y ni siquiera había entrado todavía en la llamada «zona de la muerte» –la región situada por encima de los 8.000 metros–, donde la escasez de oxígeno puede provocar alucinaciones, edema pulmonar y la pérdida del instinto de autoconservación.

Mingma G. –así le llaman– apretó el botón de la radio, decidido de pronto a dar la vuelta. «¿Dawa Tenjin? ¿Dawa Tenjin?», llamó, sin recibir más respuesta que el aullido del viento. Distinguía a medias las luces tenues de varios compañeros que, un poco más arriba, avanzaban a duras penas en una fila discontinua. Pensó que debían de estar todos demasiado concentrados en lo que tenían entre manos, o quizá demasiado inmersos en su propio sufrimiento, para responder.

El campo hace las veces de centro logístico y estación de descanso entre las ascensiones, pero las brutales condiciones suelen convertir la estancia en un infierno.

Aun en los meses de verano, más clementes, el K2, que con 8.611 metros de altitud es el segundo pico más elevado de la Tierra, es una de las montañas más letales. Aunque tiene 238 metros menos que el Everest, alcanzar su cima exige un nivel técnico muy superior, con un margen de error casi nulo. Tras fracasar en el intento de coronar el K2 en 1953, el alpinista estadounidense George Bell declaró: «Es una montaña despiadada que intenta matarte». La descripción cuajó, en parte porque por cada cuatro escaladores que logran coronar y descender, un quinto no vive para contarlo.

Pero aquel día, casi cuatro semanas después del solsticio de invierno, cuando la inclinación de la Tierra aleja al máximo el hemisferio Norte del vivificante calor solar, en la montaña se registraban unas de las condiciones más extremas del planeta. En las cotas más altas la sensación térmica puede desplomarse hasta los -60 ºC, más o menos la temperatura media de Marte.

Sin embargo, era el momento con el que Mingma G. llevaba tanto tiempo soñando. Mientras golpeaba como buenamente podía el entumecido pie derecho contra el hielo en un intento desesperado de evitar la congelación, sabía que parte de sus compañeros estaban fijando tramos de cuerda a la montaña con una batería de tornillos de hielo, pitones y estacas, habilitando una ruta segura para avanzar hacia la cima.

Muchos montañeros de Nepal habían participado en ascensiones pioneras, pero ningún equipo exclusivamente nepalí se había anotado una primera ascensión histórica en solitario.

La mayoría de los montañeros expertos consideraría una auténtica locura la idea de escalar el K2 en invierno. Seis expediciones bien preparadas habían intentado tamaña gesta, y ninguna se había acercado ni remotamente a la cumbre. Daba la impresión de que los obstáculos eran demasiados: rachas impredecibles de viento huracanado capaces de arrastrar en un instante a una cordada de alpinistas, desprendimientos de roca y hielo que impactaban como fuego de artillería, un aire enrarecido en el que no se podía respirar ni pensar, y aquel frío extremo, inmisericorde. Hasta los equipos más decididos y experimentados se habían venido abajo en unas condiciones tan brutales, destruidos por conflictos personales y problemas de liderazgo a consecuencia de la presión y el peligro al que estaban sometidos.

En los últimos meses de 2020 llegaron al pie del K2, sobre el remoto glaciar Godwin Austen, en el lado paquistaní de la cordillera del Karakorum, unos 60 escaladores deseosos de hacerse con el último trofeo pendiente del montañismo de gran altitud, en opinión de muchos el más complicado de todos. Pero para Mingma G. y sus nueve compañeros de equipo, nepalíes todos ellos, la expedición ofrecía más que gloria personal. Era la ocasión de demostrar que Nepal, una nación conocida por tener algunas de las montañas más altas del mundo, era capaz de lograr lo que muchos creían imposible.

En aquel momento, mientras analizaba su situación, Mingma G. veía la esquiva cumbre del K2 a un tiro de piedra. ¿Pero a qué precio? Sabía por experiencia que una lesión grave podía cambiar su vida para siempre. Su padre, también guía de montaña, había perdido por congelación ocho de los dedos de las manos al quitarse los guantes para atar los cordones a un cliente extranjero en el Everest. ¿Y si uno de sus compañeros de equipo perdía una extremidad o incluso la vida? ¿Habría valido la pena hacer cumbre? Para Mingma G. y los miembros de la expedición, plenamente conscientes de los riesgos y del frío mortal que les helaba los huesos, la respuesta era unánime.

A la izquierda, Nirmal «Nims» Purja y Mingma Gyalje Sherpa, a la derecha.

En 2020, el concepto de hazaña pionera del montañismo parecía un anacronismo. A mediados del siglo pasado ya estaban conquistadas todas las grandes cumbres del planeta, las 14 montañas que superan los 8.000 metros. La primera fue el Annapurna I nepalí en 1950, a la que siguieron el Everest y el Nanga Parbat paquistaní en 1953; las demás se fueron conquistando una tras otra, hasta que en 1964 se cerró la lista con el Xixabangma tibetano.

Fue una carrera frenética de envites nacionalistas y, aunque todas aquellas montañas estaban en Asia, fueron equipos europeos los que conquistaron la mayoría de esas cimas. Pese a que prácticamente todas las expediciones de aquella época dependieron de grupos étnicos locales, como los sherpas, tibetanos y baltis que transportaban el material a los campos base y porteaban las cargas montaña arriba, las genuinas aportaciones de estos colaboradores indispensables rara vez quedaron reconocidas en los libros de historia.

Alcanzadas aquellas cumbres emblemáticas, el alpinista polaco Andrzej Zawada se planteó un nuevo reto. Todos los ochomiles se habían escalado en verano, cuando las condiciones son más favorables. Más difícil, razonó, sería hacer cumbre en invierno, la estación más dura. Zawada dirigió una expedición que puso a dos escaladores en la cima del Everest en el invierno de 1980, colocando así a Polonia en una sucesión histórica de conquistas invernales. Uno tras otro fueron cayendo los ochomiles, pero las cimas paquistaníes se resistieron con obstinación a los alpinistas invernales hasta bien entrado el siglo XXI. Ubicada ocho grados de latitud más al norte que los picos nepalíes, la cordillera del Karakorum es notablemente más fría y ventosa en invierno. Hicieron falta 31 intentos para que el Nanga Parbat se diese por conquistado en 2016; ya solo faltaba el K2.

Aunque en los medios generalistas queda eclipsado por el Everest, el K2 es considerado por los montañeros serios como un reto muchísimo mayor, en parte por su ubicación tan remota. Cuando en 1856 los británicos llevaron a cabo los primeros levantamientos topográficos del Karakorum, reemplazaron las designaciones de sus picos por topónimos autóctonos. El K1, por ejemplo, era conocido por los lugareños como Masherbrum. Pero como el K2 no es visible desde el pueblo más cercano –Askole, a una semana de travesía a pie desde la base del pico–, no tenía nombre.

Tras cuatro días de caminata por un terreno agreste, la silueta del K2 hace su aparición desde el sur, con su icónica forma piramidal cual punta de flecha que señala el cielo. Los escaladores perciben al instante su pronunciada inclinación, especialmente cerca de la cumbre, lo que significa que el más mínimo error se castiga con consecuencias casi fatales. Si te tropiezas con los crampones o te enganchas por equivocación a una cuerda fija en mal estado, es poco probable que tu caída se detenga antes de que te estrelles contra el glaciar, situado miles de metros más abajo.

El mal tiempo obligó a los montañeros a pasar semanas cobijados en el Campo Base, pero la predicción de una mejoría les infundió la esperanza de que podrían hacer historia.

Dado que el margen de error se reduce todavía más en invierno, el éxito –la supervivencia, en realidad– estriba en la logística: planearlo todo para las peores condiciones. Los grandes picos como el Everest y el K2 rara vez se escalan siguiendo un camino unidireccional hacia la cima. En lugar de eso, los equipos suelen subir y bajar para ir aclimatándose a altitudes cada vez mayores mientras van instalando una línea de cuerdas fijas y campamentos abastecidos con material crucial, como botellas de oxígeno, tiendas y cuerdas. En los últimos años se ha impuesto un estilo de alpinismo más rápido y ligero, pero el K2 en invierno requiere un esfuerzo colectivo a la antigua: cada individuo debe transportar varias cargas pesadas por un terreno peligroso, lo que exige un trabajo de equipo a la vieja usanza.

Mingma G. mide 1,75 metros, una talla considerable para un sherpa. Tiene 33 años, es ancho de espaldas y tiene una abundante melena que le roza los hombros. Cuando habla, te mira a los ojos y va al grano, lo que añade peso a sus palabras.

Creció en Rolwaling, un valle angosto al oeste del Everest. Está lejos del bullicioso valle del Khumbu, pero de Rolwaling han salido algunos de los guías sherpas más reputados. Mingma G. se crio oyendo contar a su padre y a sus tíos, todos ellos guías de montaña, historias sobre el Everest alrededor del fuego de la cocina en las frías noches de invierno. Las hazañas que relataban no se referían a los alpinistas extranjeros que cada primavera llegaban en masa a Nepal, sino a héroes autóctonos como Pasang Lhamu Sherpa, quien en 1993 se convirtió en la primera mujer nepalí que coronaba el Everest y que murió en el descenso, y su primo hermano Lopsang Jangbu Sherpa, que ayudó a los escaladores en el desastre de 1996 del que se hizo eco el libro Mal de altura y que falleció trágicamente cuatro meses después.

En 2006, cuando Mingma G. tenía 19 años, su tío se lo llevó a su primera expedición al Manaslu. Al año siguiente Mingma G. coronó el Everest mientras trabajaba para un operador francés, y en 2011 ya organizaba y dirigía sus propias expediciones. Fueron años difíciles. Entre 2001 y 2008, Nepal se vio sumido en una violenta insurrección maoísta, lo que alejó a muchos alpinistas internacionales. La competencia para guiar a los pocos que se atrevían a viajar a Nepal era intensa.

En la temporada de invierno de 2019-2020, Mingma G. improvisó su propio intento de anotarse el primer ascenso invernal del K2 con tres clientes de pago. Vivir en el Campo Base –situado a 4.960 metros de altitud– fue un suplicio. «Si lavábamos la ropa, tardaba más de una semana en secarse a menos que la pusiésemos delante del hornillo o de la estufa de gas», escribió al periodista de montaña Alan Arnette.

Al poco de llegar al Campo Base, contrajo una infección de las vías respiratorias altas y tuvo que retirarse de la expedición. Pero pronto estaba pensando en volver a intentarlo.

Ver más información en "Desafío invernal"

Y entonces llegó la COVID-19. Decenas de miles de guías, porteadores y cocineros se quedaron sin trabajo en todo el Himalaya. A las pocas semanas de volver del K2, el calendario anual de escaladas guiadas de Mingma G. desapareció de un plumazo, quedándose sin ingresos y con una pequeña empresa que sostener. Intentó convencer a algunos amigos para que se sumasen a un nuevo intento de coronar el K2, pero nadie quería pagar los 10.000 dólares que costaba tan solo el permiso para ascender hasta el Campo Base, más otras decenas de miles que exigía la organización de una expedición modesta.

Mingma G. se planteó abandonar la idea, pero tenía clavada una espinita. El sherpa Tenzing Norgay fue uno de los dos primeros humanos que pisaron la cumbre del Everest y, aunque es un héroe nacional cuya foto se exhibe con orgullo en innumerables hogares nepalíes, hubo de compartir aquel mérito con el neozelandés Edmund Hillary. En otras ascensiones pioneras también habían estado presentes montañeros nepalíes, pero ninguno había completado una primera ascensión histórica por su cuenta.

«Busqué en Wikipedia y constaté que no había ninguna bandera nepalí en la lista de primeras ascensiones de ochomiles en invierno –recuerda Mingma G.–. Me di cuenta de que si perdíamos el K2, nos habríamos quedado sin ochomiles».

Sabía que tendría que gastarse el dinero, aunque eso significase hipotecar el terreno que había comprado en Katmandú, y que constituía el grueso de su patrimonio. Consiguió convencer a dos hermanos, Kilu Pemba y Dawa Tenjin Sherpa, ambos mayores que él, con esposas, hijos adolescentes y décadas de experiencia en la alta montaña.

Pero sus familias tenían sus reservas. «Me costó convencer a las esposas de Kilu Pemba y Dawa Tenjin», recuerda Mingma G., que sigue soltero.

Había otro problema. Tras años de expediciones ininterrumpidas y las exigencias de llevar su propio negocio, Mingma G. descubrió algo con lo que un sherpa nunca habría contado: estaba en baja forma. Mientras esperaba en Katmandú a que se amortiguase la pandemia, una familiar empezó a insistirle para que saliese a hacer senderismo y rutas ciclistas. «Adelgacé mucho y empecé a recobrar la fuerza», dice.

Mingma G. no era el único sherpa con las miras puestas en el K2. Tres hermanos –Mingma, Tashi Lakpa y Chhang Dawa Sherpa, principales propietarios de Seven Summit Treks– comprendieron que Pakistán era uno de los pocos destinos de alpinismo todavía abiertos en las altas montañas de Asia.

Con unas tarifas inferiores a las de los operadores occidentales, Seven Summit Treks se había consolidado como una de las mejores empresas de expediciones de propiedad sherpa y cada temporada hacía subir al Everest uno de los grupos más nutridos. Ese mes de marzo, en vista del catastrófico año de cancelaciones, Seven Summit preguntó en las redes sociales si habría algún cliente interesado en una expedición invernal al K2. Enseguida se llenaron las reservas y se formó un grupo con alpinistas de Rusia, España, Irlanda, Turquía y el Reino Unido.

Los escaladores estaban a salvo, pero perder el campamento fue un duro golpe. «Estoy destrozado –publicó Nims en Instagram desde el Campo Base–. Ahora tengo que replantearlo todo».

El 21 de diciembre de 2020, el primer día del invierno, Mingma G. y sus dos compañeros de equipo emprendieron la ascensión del K2. Pocos días después estaban acampados a 6.900 metros de altitud, bajo una zona conocida como la Pirámide Negra, una masa prácticamente vertical de roca quebradiza, el primer gran desafío técnico. Se necesitaría una jornada entera de escalada de precisión con mochilas pesadas para llegar al Campo III, la plataforma de lanzamiento para cualquier intento serio de hacer cumbre. Pero había un problema: les faltaba cuerda.

Mingma G. sabía que había varios equipos aclimatándose en los campamentos inferiores, entre ellos otro grupo nepalí dirigido por un excéntrico exsoldado de las fuerzas especiales reconvertido en escalador, Nirmal (apodado «Nims») Purja. Mingma G. y Nims ya habían coincidido antes. «No nos presentaron formalmente, simplemente nos dimos la mano en una ocasión y yo le dije: "Soy Mingma G." […]. Él no necesitaba decir cómo se llamaba».

Eso fue en el año 2019, cuando Nims estaba en medio de una maratón que lo llevaría a escalar los 14 ochomiles del mundo en seis meses y seis días. Los medios de comunicación se habían hecho eco de la noticia, y Nims pasó de ser relativamente anónimo a una estrella de las redes sociales.

Lo cierto es que los dos hombres no podían evitar sentir cierta rivalidad. Ambos eran líderes de primera en su plenitud física, expertos en una de las actividades más peligrosas del mundo. Pero sus caracteres eran el día y la noche: Mingma G. era reservado y serio; Nims, descarado y divertido y, fiel a su estilo, había anunciado a sus seguidores de las redes sociales su decisión de anotarse la primera ascensión invernal del K2.

Así y todo, Mingma G. pensó que no perdía nada en llamar por radio y preguntar a Nims si tendría algo de cuerda de sobra. El equipo de este acababa de llegar a la montaña y los hombres todavía no estaban aclimatados, pero se ofrecieron igualmente a subirle un poco. A la mañana siguiente, los dos equipos compartieron té y charla en el campamento instalado al pie de la Pirámide Negra y descubrieron que ninguno de los grupos incluía clientes extranjeros. Todos querían el K2 para sí mismos.

Al día siguiente bajaron todos hasta el Campo Base para recuperarse. El cielo gris parecía anular el color del glaciar, y un viento pertinaz hacía volar cristales de hielo entre las tiendas de campaña. Era 31 de diciembre, y un pronóstico meteorológico adverso indicaba que tocaba descansar, si eso era posible en un lugar tan inhóspito.

Esa noche Nims se acercó a la tienda comedor de Mingma G. para invitar al equipo rival a una fiesta de Fin de Año. Al principio Mingma G. no tenía ganas de ir, pero Nims envió a dos compañeros de equipo para convencerlo.

Sin la indumentaria de alta montaña, Nims tiene una figura juvenil, con unas mejillas tersas y una barba rala que no casan con sus 37 años de edad. El exsoldado se enorgullece de estar siempre preparado. «Es algo que se aprende en el ejército –dice, salpicando su discurso con coloquialismos de pub inglés–. Siempre hay un plan alternativo. Si es que yo hago planes alternativos hasta para los planes alternativos, tío». Cuando el equipo de Mingma G. llegó a la fiesta, a Nims le faltó tiempo para abrir una botella de whisky.

«Cuando nos la acabamos ya estábamos un poco alegres –recuerda Mingma G.–. Y entonces Nims abrió otra, y luego otra, y otra». Pronto todo el mundo estaba bailando y charlando sobre la meteorología y el plan.

A punto de alcanzar la cima, los 10 nepalíes entrelazaron los brazos y subieron la pendiente final para completar juntos la histórica ascensión.

Nims no es sherpa, sino magar, una etnia de los macizos centrales de Nepal. Se crio en Chitwan, un distrito de baja altitud más famoso por sus elefantes y tigres que por las montañas nevadas. A los 18 años se alistó en los gurkas, un regimiento militar británico de soldados nepalíes que resiste como vestigio del Imperio británico. Ser guía de montaña y alistarse en los gurkas son dos de las mejores oportunidades profesionales para los nepalíes ambiciosos: los gurkas cobran como un militar británico y tienen derecho a nacionalizarse como ciudadano británico.

Tras seis años en los gurkas, Nims se incorporó al Servicio Especial de Barcos, una unidad equivalente a los Navy SEAL estadounidenses. «Bueno, digamos que he estado destacado en zonas sensibles, dejémoslo ahí», decía en una entrevista de 2019. Pero en el libro que acaba de publicar, habla de sus experiencias castrenses, entre ellas un tiroteo en el que recibió un disparo en la cara.

«En las fuerzas especiales haces unas cosas que […] te sientes invencible –reflexiona Nims–. Pero después me fui a la montaña y me quedó bien claro que la naturaleza te pone en tu sitio». En 2019 dejó el ejército para dedicarse profesionalmente al montañismo y cumplir un sueño: coronar los 14 ochomiles en siete meses. La idea ya se había planteado antes, pero era la primera vez que alguien aceptaba el reto en serio.

Nims bautizó su propósito con el nombre de Proyecto Posible y reclutó a un equipo de guías nepalíes de élite para que lo ayudasen a diseñar las rutas y escalasen con él. Tras coronar una montaña ponía inmediatamente rumbo a la siguiente, a veces en helicóptero, lo que le permitía continuar aclimatado a la altitud. Recurría sin reparos a la botella de oxígeno y en algunos lugares se ayudaba de cuerdas fijadas por otros equipos, lo que según los puristas devaluaba sus logros.

Ahora, más de un año después, en su equipo del K2 había un veterano de aquel grupo, Mingma David Sherpa, un ágil guía de 31 años que hace las veces de lugarteniente de Nims. El decano del nuevo equipo era Pem Chhiri Sherpa, un sherpa de Rolwaling que a sus 42 años atesoraba dos décadas de experiencia en el Everest. Nims también reclutó a Dawa Temba Sherpa y a Mingma Tenzi Sherpa, montañeros con una dilatada carrera en ambos casos. El último miembro del equipo era el más joven: Gelje Sherpa, un guía de 28 años con un contagioso sentido del humor.

Mientras Gelje contaba chistes y pinchaba música en la fiesta de Fin de Año, empezó a cuajar una idea entre los dos equipos: ¿por qué no unir fuerzas? Tal y como recuerda Pem, las ventajas eran obvias: «Aceleraba el trabajo, y empezamos a colaborar. Al ser todos nepalíes fue más fácil».

Los sherpas que se dedican al montañismo tienen fama de ser por norma general personas apacibles que hacen gala de un marcado desapego budista para con los padecimientos de la vida, pero este oficio se cobra un alto precio. Además del dolor físico –quemaduras faciales por el frío, artrosis en las articulaciones y problemas crónicos de espalda–, todos habían perdido amigos y familiares en la montaña. Los últimos siete años habían sido especialmente crueles. En 2014 un alud en el Everest se llevó por delante a 16 de los sherpas más experimentados y paralizó la temporada de escalada, y en 2015 un terremoto mató a 19 personas en el Campo Base y a unas 9.000 en todo el país. Y ahora la pandemia acababa de tenerlos otro año entero en dique seco. También conocían la amargura que comporta un trabajo ingrato. «Pocos clientes extranjeros reconocen nuestra ayuda. Nos describen como simples porteadores anónimos o directamente hacen como si no existiésemos –dice Mingma G.–. Es como si se creyesen que no vamos a leer sus artículos».

A todo ello se sumaban unas crecientes tensiones, desde el momento en que los operadores nepalíes aspiraron a tener una participación mayor en el lucrativo negocio de los guías, durante años dominado por empresas extranjeras. «Nosotros somos de aquí y sabemos más que los guías extranjeros», afirma Mingma G. Admite que entre los operadores nepalíes existe una descarnada competencia, pero «el 90 % de los escaladores extranjeros solo se fían de empresas extranjeras».

Adjudicarse la primera ascensión invernal del K2 anunciaría a los cuatro vientos que los nepalíes pasaban a ocupar el lugar que les correspondía en el mundo del alpinismo, no solo en calidad de participantes, sino también de líderes. «Queríamos una primicia para nosotros, para la historia –explicaría Nims tiempo después–. Teníamos que formar equipo sí o sí».

Mingma G. se despertó el día de Año Nuevo con resaca. Pese a las temperaturas bajo cero, se había quedado dormido en la tienda sin meterse en el saco. Pronto oyó la voz de Nims, que por radio lo invitaba a volver a su campamento y tomar un té. Tenían que seguir detallando el plan.

«Lo hicimos por Nepal», declara Nims. Los montañeros cuyos nombres quedarán grabados en los anales del alpinismo son (fila superior, desde la izquierda) Pem Chhiri Sherpa, Mingma David Sherpa, Gelje Sherpa, Dawa Temba Sherpa, (fila central, desde la izquierda) Dawa Tenjin Sherpa, Nirmal «Nims» Purja, Mingma Gyalje Sherpa, Sona Sherpa, Kilu Pemba Sherpa, y (delante) Mingma Tenzi Sherpa.

A los sherpas les gusta decir que, para que un equipo de escaladores llegue a una cumbre y regrese sano y salvo, la montaña debe consentirlo. Por eso toda expedición al Himalaya empieza con una ceremonia de la puja, en la que se solicita a las deidades de la montaña permiso para escalar e implorarles un trayecto sin incidencias. Pero durante la primera quincena de 2021 quedó claro que el K2 no estaba dispuesto a recibir a ningún ser humano en su cima. Vientos de 160 kilómetros por hora azotaron la montaña durante días y las temperaturas se desplomaron muy por debajo de cero en el Campo Base, obligando a sus ocupantes a cobijarse en las tiendas.

Cuando el viento amainó ligeramente, el equipo de Nims hizo una rápida incursión al Campo II para revisar el material. «Todo destrozado», escribió Nims en Instagram. El material que habían dejado para el ataque a la cumbre –sacos de dormir, plantillas calefactadas para las botas, guantes de repuesto y gafas– había volado por los aires.

Pero el pronóstico meteorológico apuntaba a que el viento se calmaría a partir del 14 de enero. De regreso en el Campo Base repusieron con rapidez el material, y otro nepalí –Sona Sherpa, de Seven Summit Treks– se unió al grupo para ayudar a subirlo. Mientras tanto, Nims y Mingma G. reevaluaron su plan de ascensión. En lugar de pasar una gélida noche en el Campo IV, el tradicional campamento de altura situado a unos 7.600 metros de altitud desde el que se ataca la cumbre, los nepalíes proyectaban salir del Campo III y llegar a la cima en un solo día. Si todo salía bien –y era una apuesta arriesgada–, podrían coronar el día 15.

Algunos montañeros del Campo Base acusarían a posteriori a los nepalíes de ocultar su plan de llegar a la cima con un equipo puramente nacional, algo que Mingma G. no desmiente. «Cuando se juega el Mundial de fútbol, ¿alguien quiere que pierda su país? –explicó en una entrevista de ExplorersWeb–. Nadie, ¿verdad? Y el equipo y el entrenador jamás divulgan la estrategia para lograr ese objetivo. Pues esta vez nosotros hemos hecho lo mismo con el K2».

La tarde del día 13, cuando los nepalíes alcanzaron la cota de 7.000 metros, el secreto salió a la luz y varios grupos empezaron a ascender a su zaga. A la mañana siguiente, mientras aquellos equipos descansaban en un Campo II zarandeado por un viento feroz, los nepalíes siguieron avanzando hasta quedar justo por debajo del Campo III. «El tiempo fue un factor clave –recuerda Mingma G.–. Por debajo del Campo III soplaba un viento fortísimo; por encima la calma era total».

El día 15 Mingma G. y tres compañeros se dispusieron a fijar cuerda por encima del Campo III, en dirección a un tramo conocido como el Hombro. Cuando progresaban por unas laderas nevadas que parecían no tener fin, de pronto les cortó el paso un laberinto de grietas abiertas en el glaciar por las que podía colarse una persona. Justo antes de llegar al punto en que suele instalarse el Campo IV se toparon con una grieta enorme que los obligó a retroceder varias horas para poder rodearla. Era el tipo de contratiempo agotador y descorazonador que tantas veces lleva a los montañeros a abandonar una expedición, pero Mingma G. y sus compañeros siguieron adelante. Tras localizar un tramo de nieve compactada –un puente de nieve– que cruzaba el campo de grietas, pudieron fijar cuerdas hasta el mismo Hombro.

Regresaron al Campo III y se unieron al resto del equipo para descansar a duras penas unas horas. «Era un tipo de frío diferente. Daba mucha sed. Costaba digerir lo que comías», recuerda Gelje.

En algún momento después de la medianoche del día 16, el equipo empezó a prepararse para dejar el Campo III. Por primera vez todos se ajustaron la máscara de oxígeno para atacar la cumbre. Menos uno. Nims había decidido responder a sus críticos escalando la Montaña Despiadada en invierno y sin oxígeno, una hazaña histórica por partida doble… si es que lo lograba. «No estaba totalmente aclimatado. Empezaba a tener congelación en tres dedos –recuerda–. Si no sabes hasta dónde eres capaz de llegar, puedes dar al traste con toda la expedición».

En grupos reducidos, los alpinistas empezaron a ascender por las líneas de cuerdas que Mingma G. había fijado laboriosamente hasta el Hombro. Su denodado esfuerzo dio frutos. Lo que el día anterior había llevado ocho horas, lo salvaron en apenas tres y en plena oscuridad, pero se había levantado un viento atroz.

Sintiéndose solo y percibiendo que aparecía la congelación, Mingma G. estaba a punto de abandonar su intento de hacer cumbre. Cuando nadie respondió a su llamada por radio, recurrió a su última opción: patear el hielo para mantener los pies calientes. «Sorprendentemente, funcionó».

Los primeros rayos del nuevo día alcanzaron a la mayoría de los montañeros ya en el Hombro, tratando de entrar en calor. El viento amainó y, pese a las temperaturas todavía árticas, amaneció un día perfecto. Más arriba se vislumbraba el último gran obstáculo de la ruta, el Cuello de Botella, un corredor de hielo al pie de un serac (un bloque de hielo colgante). Más allá del corredor los escaladores encontrarían pendientes fáciles que los llevarían directos a la cumbre, pero si una parte del serac se venía abajo mientras alguno de ellos estaba en el Cuello de Botella, probablemente sería la muerte para quienquiera que se hallase por debajo. Como queriendo recordar a los escaladores aquel peligro, más abajo del corredor se distinguía un funesto campo de bloques de hielo del tamaño de un frigorífico desperdigados.

Mingma Tenzi y Dawa Tenjin guiaron al equipo a través del traicionero paso, fijando cuerdas tras de sí para que los demás las siguiesen. Conforme subían, caían corredor abajo rocas menudas que de vez en cuando impactaban contra el casco de alguien. Poco más podían hacer que continuar.

Cuando el grupo se aproximó a la cima, iba al frente Mingma Tenzi, un especialista en fijar cuerdas que tenía 36 años, una sonrisa alegre y un diente de oro. Guio al equipo en las últimas horas y podría haber llegado a la cima antes que los demás, pero se detuvo justo antes de pisarla.

Uno a uno, los montañeros fueron subiendo para unirse a él. Nims respiraba trabajosamente el aire gélido y enrarecido, haciendo dos o tres inspiraciones por paso. Cuando el sol arrancó unos destellos a la suave cresta de nieve que cubría el segundo punto más elevado del planeta, los escaladores se congregaron en un único grupo.

Hacer cumbre juntos había sido idea de Nims, y cuando los 10 se reunieron, enlazaron los brazos y emprendieron la subida. Poco a poco recuperaron la voz y, como en un sueño, llegaron a ellos las palabras del himno nacional nepalí:

Tejido con cientos de flores…

Chal de infinita riqueza natural…

Tierra de sabiduría y paz, las llanuras,

los montes y las montañas altas…

Indemne, esta amada tierra nuestra,

Oh, patria nuestra, Nepal.

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El escritor y guía de montaña Freddie Wilkinson escribió sobre la Expedición al Everest de la iniciativa Perpetual Planet de Rolex y National Geographic en el número de julio de 2020.

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Este artículo pertenece al número de Febrero de 2022 de la revista National Geographic.



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Viajes. Sudán, entre la revolución y un futuro incierto

Un lunes por la mañana de finales de octubre del año pasado, la última revolución de Sudán se derrumbaba por momentos.

Apenas habían transcurrido dos años y medio desde aquel abril de 2019 en que tres décadas de dictadura islamista de Omar al-Bashir llegaban a su fin. El Consejo Soberano cívico-militar de la nación se alejaba del legado del presunto criminal de guerra y de 30 años de represión, genocidio, sanciones internacionales y la secesión de Sudán del Sur.

Pero hacia el mediodía del 25 de octubre de 2021, semanas antes del programado traspaso de poder a manos civiles, un nuevo golpe de timón desvió el rumbo de la nación africana. El presidente del Consejo Soberano, el teniente general Abdel Fattah al-Burhan, disolvió el Gobierno y decretó el arresto domiciliario del primer ministro civil. (El primer ministro ha dimitido, dejando al país sin liderazgo civil). Habló de estado de emergencia, pero los sudaneses entendieron que se trataba de un golpe de Estado y cientos de miles se echaron a las calles de la capital, Jartum, y del resto del país.

Conocido como Kush o Nubia, este reino se presentó durante mucho tiempo como un mero apéndice del vecino Egipto.

Como no podría ser de otra forma en un cambio de régimen del siglo XXI, todo se vivió en tiempo real desde las redes sociales, y yo asistí a ello desde la otra punta del mundo sin apartar la vista de la pantalla del portátil. Llevaba atenta a Sudán desde antes de la revolución, cubriendo la labor de los becarios de National Geographic Society que trabajaban en los yacimientos arqueológicos del norte de Sudán. Mi primer artículo sobre el terreno lo preparé en los últimos y paranoicos meses del régimen de Bashir, una época marcada por la escasez de alimentos y de combustible, las restricciones en el acceso a internet y la proliferación de puestos militares de control. Nuestro equipo de expedición había diseñado discretamente una ruta de escape hasta la frontera con Egipto en caso de que Sudán se sumiera en el caos.

Cuando en la primavera de 2019 cayó el Gobierno de Bashir, las imágenes que corrían como la pólvora llamaban la atención: un mar de jóvenes desafiando pacíficamente al régimen, exigiendo un mundo distinto. Destacaba una escena: una joven vestida con el tradicional traje blanco sudanés, de pie sobre un automóvil, señalaba hacia el cielo crepuscular y coreaba con la multitud: «¡Mi abuelo es Taharqa, mi abuela es una kandaka!».

Me quedé boquiabierta. Aquella no era una consigna en favor de un colectivo político o de un movimiento social. Los manifestantes se identificaban como descendientes del antiguo rey kushita Taharqa y de las reinas y reinas madres kushitas, conocidas como kandakas. Aquellos antepasados reales rigieron desde el norte de Sudán los destinos de un gran imperio que en su día abarcó desde el actual Jartum hasta las costas del Mediterráneo.

Bajo la dictadura de Omar al-Bashir, el sistema educativo sudanés omitía o censuraba la historia no musulmana del país y sus raíces en el África subsahariana.

El imperio de Kush –también llamado Nubia– fue sin duda alguna fabuloso, pero había quedado reducido a un par de notas a pie de página en los libros de historia del antiguo Egipto. Incluso en el propio Sudán, pocos alumnos escolarizados durante el régimen de Bashir aprendían algo sobre el remoto Kush. ¿Cómo se explicaba entonces que el legado de un reino antiguo, poco conocido incluso en los círculos arqueológicos, y ya no digamos entre los sudaneses de a pie, se materializase de pronto en un lema coreado por los manifestantes en las calles de Jartum?

Cuando viajé de nuevo a Sudán en enero de 2020 para explorar estas cuestiones, la capital posrevolucionaria rezumaba energía. En Jartum, donde tan solo un año antes las mujeres podían ser azotadas en público por vestir pantalones, la juventud sudanesa bailaba en festivales de música y atestaba las cafeterías. Las vías públicas y los pasos subterráneos de la ciudad estaban decorados con retratos de mártires modernos –algunos de los aproximadamente 250 manifestantes asesinados en el transcurso y después de la revolución– y con murales de ancestrales reyes y deidades kushitas.

La historia de Kush fue expurgada por los antiguos egipcios, obviada por los exploradores europeos e ignorada por los estudiosos occidentales.

La ubicación única de Sudán en la intersección de África y Oriente Próximo, y en la confluencia de tres grandes afluentes del Nilo, hizo de esta tierra la localización perfecta para poderosos reinos antiguos, y la ha convertido en un territorio codiciado por imperios más recientes. En la Edad Moderna quedó bajo dominio otomano-egipcio, para luego pasar a manos británico-egipcias hasta 1956, fecha en que la República de Sudán declaró su independencia. Hoy su heterogénea población incluye más de 500 grupos étnicos que hablan más de 400 idiomas y se caracteriza por tener un elevado porcentaje de jóvenes: en torno al 40 % tiene menos de 15 años.

 Esta actividad se puede realizar después de que la revolución suavizase las restricciones que el islamismo imponía sobre la cultura popular y la vestimenta, incluidos los peinados modernos que ahora lucen muchos jóvenes en Sudán.

Por su tamaño, Sudán es el tercer país más grande de África, y la tercera nación árabe del mundo. (El topónimo procede del árabe bilād al-sūdān, que significa «tierra de las gentes negras»). Desde que se independizó, Sudán siempre ha estado regido por una élite política arabófona.

Antes de la revolución de 2019, tener un gobierno islamista y pertenecer a la Liga Árabe explicaba que al régimen de Bashir le interesase presentar a Kush no como un fenómeno netamente africano, sino como un legado de su poderoso aliado moderno, Egipto, y por extensión como un capítulo más de la historiografía de Oriente Próximo. Los vestigios kushitas como el yébel Barkal y El-Kurru se publicitaban como rápidas escapadas exóticas para los turistas occidentales que visitaban las ruinas de Abu Simbel, justo al otro lado de la frontera egipcia.

EL Yébel BarKal, el que fuera centro espiritual del reino kushita, es una colosal meseta de arenisca de 30 pisos de altura que descuella sobre el Sahara y domina la orilla occidental del Nilo en las inmediaciones de Karima, a unos 350 kilómetros al norte de Jartum. Hace unos 2.700 años, el rey Taharqa inscribió su nombre en la cima de esta montaña sagrada, chapándola de oro a modo de refulgente y triunfal mensaje a sus enemigos. Al ascender hoy a la cumbre solo se atisban vestigios de la inscripción. Al pie del macizo resisten las ruinas del Gran Templo de Amón, erigido originalmente por los egipcios que colonizaron Kush en el siglo XVI a.C. A lo largo de los cinco siglos que duró el dominio egipcio de Kush, el templo de Amón fue reconstruido y remodelado por los grandes nombres de los faraones del Reino Nuevo: Ajnatón, Tutankamón, Ramsés el Grande. La asimilación estaba a la orden del día, y durante aquella época las élites kushitas se formaban en escuelas y templos egipcios.

Las élites árabes musulmanas de Sudán monopolizan el poder desde hace mucho tiempo, pero los grupos relegados confían en que una nueva generación de sudaneses forje un futuro más inclusivo.

Los restos del templo de Amón que hoy admiran los visitantes, sin embargo, datan de una época posterior al colapso del Reino Nuevo y la decadencia de la hegemonía egipcia sobre Kush. En el siglo VIII a.C., el yébel Barkal se había convertido en el centro de Napata, la capital kushita desde la que una serie de líderes locales consolidaron el poder y viraron las tornas para sus antiguos colonizadores.

Piye, padre de Taharqa, ascendió al trono kushita en el año 750 a.C. Reunió sus huestes y con ellas marchó en dirección norte, hacia un Egipto debilitado, tomando templos y conquistando poblaciones hasta que se hizo con el Alto y el Bajo Egipto. Con un territorio que se extendía desde el actual Jartum hasta el Mediterráneo, Kush fue durante un breve período el imperio más vasto que controló la región. Durante algo más de un siglo, sus reyes Piye, Shabaka, Shabataka, Taharqa y Tantamani (o Tanutamón) encarnaron la XXV dinastía egipcia, llamada de los faraones negros.

A su triunfante regreso desde Egipto, Piye regresó al yébel Barkal y amplió el templo de Amón a una escala sin precedentes, decorándolo con escenas de la conquista kushita de quienes fueran sus colonizadores. Hoy, la historia de aquella conquista –con su plétora de carros de guerra kushitas aplastando a las tropas egipcias– yace bajo 4,5 metros de arena. Las pocas escenas que sobrevivieron al paso de los milenios fueron excavadas y documentadas arqueológicamente en la década de 1980. Al determinarse que eran demasiado frágiles para quedar expuestas permanentemente a los elementos, la mayor parte de ellas fueron enterradas de nuevo.

Una familia sudanesa de Karima visita las tumbas del cercano El-Kurru, donde en el siglo VIII a.C. fueron enterrados algunos de los primeros líderes kushitas.

¿Por qué hemos oído hablar tan poco de Kush? Para empezar, porque las crónicas historiográficas más antiguas sobre los kushitas son obra de los egipcios, quienes intentaron expurgar de los anales la humillante conquista que sufrieron y presentaron a Kush como uno más de los muchos grupos belicosos que alteraban la paz en sus fronteras.

Ese discurso fue aceptado sin mayor examen por los primeros arqueólogos europeos que llegaron a Sudán en el siglo XIX. Tras curiosear en los restos de templos y pirámides kushitas, afirmaron que aquellas magníficas ruinas no eran sino meras imitaciones de los monumentos egipcios.

Este concepto del reino africano se vio apuntalado por el racismo de la mayor parte de los eruditos occidentales. «La raza negroide nativa jamás desarrolló ni comercio ni industria alguna digna de mención, y debía su posición cultural a los inmigrantes egipcios y a la civilización egipcia importada», observaba George Reisner, arqueólogo de la Universidad Harvard que llevó a cabo las primeras excavaciones científicas de los templos y tumbas reales de Kush a principios del siglo XX.

Para el arqueólogo sudanés Sami Elamin, Reisner fue tan chapucero en el método como arbitrario en la interpretación. En 2014 Elamin y un equipo de arqueólogos cribaron un montículo de tierra extraída de la excavación de Reisner en la base del yébel Barkal. «Encontramos incontables objetos –dice Elamin–. Incluso estatuillas de deidades».

Elamin se crio en una aldea a escasos kilómetros del vecino yacimiento de El-Kurru, donde Piye y otros reyes y kandakas kushitas fueron enterrados. De niño, su abuelo lo llevaba a El-Kurru y le explicaba que aquellas ruinas eran «las tumbas de nuestros abuelos». Aquella experiencia inspiró a Elamin a estudiar arqueología en Jartum y hacer un posgrado en Europa. Hoy lleva varios años exca-vando en el yébel Barkal y otros yacimientos.

El papel de las mujeres sudanesas en la revolución de 2019 fue fundamental, pero muchas temen que su presencia quede diluida en futuros Gobiernos, ya sean civiles o militares.

Actualmente, él y un equipo de arqueólogos sudaneses y estadounidenses están tratando de localizar las viviendas y los talleres de los antiguos kushitas que durante milenios mantuvieron viva aquella capital espiritual. El yébel Barkal lleva un tiempo convertido en destino de moda entre los sudaneses, que en los días festivos suben la meseta y almuerzan a la sombra que proyecta sobre el desierto. Antes los visitantes apenas se fijaban en las ruinas que rodean el magnífico afloramiento de roca, explica Elamin. Pero eso está cambiando. «Ahora preguntan sobre los vestigios y la historia y la civilización a la que pertenecían», dice.

Elamin y sus colegas están encantados de conversar con sus compatriotas y mostrar este capítulo de la historia a una generación ávida de conocimiento. Como arqueólogos sudaneses, afirman, tienen la oportunidad y la responsabilidad de reunir a sus conciudadanos y mostrarles los logros de otras generaciones, por distantes que sean.

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Construido poco antes de que el país se independizase en 1956 e inaugurado 15 años más tarde, el Museo Nacional de Sudán es un espacio cavernoso y mal iluminado, sin climatización que proteja las piezas del calor y el polvo implacables de Jartum. La mayoría de los objetos se exhiben en anticuadas vitrinas de cristal y madera, con amarillentas etiquetas escritas a máquina. Pero está lleno de tesoros. Una estatua de granito procedente del yébel Barkal, un Taharqa a escala ampliada, domina la entrada, y enormes esculturas de los gobernantes kushitas flanquean la galería de la planta baja.

A la vuelta de la esquina de donde monta guardia Taharqa se expone una de las piezas más famosas del país: un brillante busto en bronce de César Augusto. Se cree que fue el trofeo de guerra de una reina kushita, la tuerta Amanirenas, que luchó contra los romanos en Egipto hacia el año 25 a.C. La etiqueta del museo obvia especificar que el busto es una copia. El original, sustraído por las fuerzas coloniales poco después de su hallazgo en 1910, está en el Museo Británico.

A las puertas del museo me reúno con Nazar Jahin, guía turístico y miembro de Artina («Nuestro Arte»), un colectivo de estudiantes organizado durante las protestas de 2019 para brindar apoyo a las maltrechas instituciones culturales sudanesas. «Al último Gobierno no le importaba nada la historia», me cuenta. Buena parte de ese desinterés era consecuencia de la rígida interpretación del islam del anterior gabinete. «Si hasta el ministro de Turismo dijo que las estatuas estaban prohibidas», recuerda Jahin, sacudiendo la cabeza.

Pero el futuro se dibuja prometedor, añade. La embajada de Italia y la Unesco comprometieron fondos en 2018 para reformar el museo (un proyecto actualmente pospuesto por la pandemia), y desde la revolución son más los sudaneses que visitan el museo y lugares como el yébel Barkal y la antigua capital de Meroe.

«Esto es importantísimo –afirma Jahin–. El primer paso es que los sudaneses conozcan su historia. Si la conocen, podrán protegerla».

Planteo entonces una cuestión delicada: ¿cómo responden los grupos étnicos que viven en zonas de Sudán que nunca formaron parte del Imperio kushita –tribus de los montes Nuba, por ejemplo, o de Darfur– cuando se les pide que se identifiquen con una historia antigua que ellos sienten ajena? El régimen de Bashir tiene la infausta fama de haber fomentado las diferencias étnicas y religiosas para impedir que un país tan diverso se uniese contra la élite política arabizante de Jartum. Jahin frunce el ceño y medita. «Buena pregunta. La verdad es que tenemos mucho trabajo por delante».

Como muchos jóvenes de su país, Jahin niega que «árabe» sea una identidad sudanesa. «Si alguien me dice "Mis raíces se hunden en Arabia Saudí" o algo del estilo, yo no me lo creo –afirma con rotundidad–. Creo que nuestras raíces son las mismas o muy parecidas […]. En general, somos sudaneses. Con eso basta».

La imagen de la kandaka revolucionaria vestida de blanco en medio de los manifestantes, apuntando al cielo en su invocación de reyes y reinas kushitas, ha sido inmortalizada en forma de arte callejero por todo Jartum y en el mundo entero. Pero cuando me veo con Alaa Salah a principios de 2020, en mi segundo viaje a Sudán, la encuentro irreconocible con su pañuelo morado y sus ropas oscuras, sentada en la concurrida terraza de una cafetería a orillas del Nilo Azul.

A sus 23 años, Salah se convirtió en uno de los rostros de la revolución sudanesa, lo que catapultó a esta estudiante de ingeniería a figura internacional invitada a hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU sobre el papel de la mujer en el nuevo Sudán. Me cuenta que en el colegio apenas le enseñaron nada sobre la historia del antiguo Kush, de manera que tuvo que descubrirla por su cuenta. Unos años antes había ido a ver las pirámides de Meroe, y regresó obnubilada: «¡Tenemos muchísimas pirámides, más incluso que Egipto!».

Cuando los manifestantes que ocupaban las calles de Jartum se arrancaron a corear «Mi abuelo es Taharqa, mi abuela es una kandaka», explica Salah, pretendían blandir con orgullo la resistencia y bravura de los reyes ancestrales. De ese modo sentían que también ellos pertenecían a aquella milenaria civilización de líderes fuertes y valientes, en especial en el caso de las mujeres, quienes desempeñaron un papel crucial en las protestas.

Alrededor del 40 % de la población del país es menor de 15 años, y muchos jóvenes sudaneses están redescubriendo su historia al tiempo que los expertos tratan de iluminar el legado de Kush, oscurecido por la sombra del antiguo Egipto.

«Siempre que veas a una mujer joven luchando en la calle por Sudán, ten por seguro que es una valiente que no se arredra ante nada –explica–. Es fuerte, una guerrera, como las kandakas».

Sin embargo, en los casi tres años transcurridos desde la caída de Bashir, el papel de las mujeres ha ido quedando más y más relegado. Es lo que más preocupaba a Salah cuando conversamos, garantizar la seguridad de las kandakas actuales y su adecuada representación en cualquier eventual Gobierno de transición. Desde la entrevista, el golpe de Estado –que, con la amenaza de reimplantar un régimen represivo, adquiere tintes de contrarrevolución– ha comprometido aún más la situación de la mujer sudanesa.

En mi último viernes en Jartum cruzo el Nilo Blanco para visitar la ciudad de Omdurman, donde un cementerio rodeado de calles bulliciosas alberga la tumba de Hamed al-Nil, jeque sufí del siglo xix. En torno al 70 % de los sudaneses se identifican con el sufismo, una expresión mística del islam. Las órdenes sufíes (o tariqas) del país desempeñan por lo general una marcada influencia sobre la política interior, y los sufíes que se sumaron desde Omdurman a las protestas de 2019 ayudaron a derrocar al régimen.

Cada viernes, al caer el sol, cientos de seguidores de la tariqa Qadiriyya se reúnen en el cementerio para llevar a cabo el dhikr. Hombres con túnica verde y roja golpean sus tambores a ritmo lento y acompasado; la multitud los mira y se balancea. El tamboreo gana velocidad y empiezan entonces las danzas y los cantos. La ilaha illa Allah. «No hay más Dios que Alá», repite la multitud, envuelta en nubes de incienso y polvo. Cuando concluye el dhikr con un clímax de danzas y cánticos, la gente se dispersa, algunos obedeciendo a la llamada a la oración que llega desde la mezquita, otros recorriendo el cementerio entre las sepulturas.

Sudán acoge una de las mayores comunidades sufíes del mundo. Sus líderes ejercen una poderosa influencia, y algunas órdenes sufíes apoyaron el levantamiento popular que derrocó a Bashir.

Hay varias tumbas recientes, adornadas con los colores de la bandera sudanesa. En ellas reposan algunos de los manifestantes asesinados durante la revolución, estudiantes que proclamaron en las calles que también ellos eran reyes y kandakas. Al observar cómo unos estudiantes presentaban sus respetos ante una de ellas, me llamó la atención la fragilidad que proyectaba el nuevo Sudán, como si fuese una vasija milenaria de valor incalculable que se desenterrase con el mayor cuidado. Ahora el golpe de Estado ha envuelto en una mayor incertidumbre si cabe a una nación y una generación ávidas de democracia y estabilidad.

¿Puede la historia antigua de Sudán convertirse en fuerza unificadora de una tierra a menudo dividida por distinciones raciales y étnicas? Se respira el cambio, pero nadie sabe si será real y duradero.

Casi todos los magníficos palacios y templos de Kush desaparecieron hace mucho tiempo, saqueados y engullidos por la arena. Pero muchos monumentos a los muertos siguen ahí: las pirámides de los reyes y las kandakas que montan guardia en el desierto, las tumbas de los jeques y las lápidas de los manifestantes universitarios que llenan los cementerios urbanos. Son los que resisten mientras los regímenes caen y renacen, diciendo a quienquiera que desee escuchar: por esto hemos luchado. También nosotros estuvimos aquí.

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Kristin Romey es la editora de arqueología de National Geographic. La fotógrafa Nichole Sobecki firmó las imágenes del reportaje «Informe: Kenya», publicado en noviembre de 2020.

National Geographic Society, comprometida con la divulgación y protección de las maravillas de nuestro planeta, apoya la labor de la Exploradora y fotógrafa Nichole Sobecki en África.

Este artículo pertenece al número de Febrero de 2022 de la revista National Geographic.



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