jueves, 25 de marzo de 2021

Viajes. El precio letal del aire contaminado

Cuando la COVID-19 inició su mortífero avance por el planeta, Francesca Dominici sospechó que la contaminación atmosférica estaba elevando el número de muertos. Era la conclusión lógica que se desprendía de combinar todo el conocimiento científico previo sobre el aire contaminado y lo que se descubría cada día sobre el nuevo coronavirus. Las personas que viven en zonas contaminadas presentan una mayor probabilidad de padecer enfermedades crónicas, que a su vez las hacen más vulnerables a la COVID-19. Es más, la contaminación atmosférica puede debilitar el sistema inmunitario y causar inflamación de las vías respiratorias, lo que resta al organismo capacidad a la hora de combatir un virus respiratorio.

Una niña de dos años es tratada en un hospital de Ulan Bator especializado en enfermedades pulmonares. Su madre le ha pintado la frente con cenizas de carbón para ahuyentar a los malos espíritus. Pero la quema de carbón es justo la causa de que la capital de Mongolia sea una de las ciudades con mayor contaminación atmosférica del mundo. Los problemas respiratorios se agravan en invierno.

Una niña de dos años es tratada en un hospital de Ulan Bator especializado en enfermedades pulmonares. Su madre le ha pintado la frente con cenizas de carbón para ahuyentar a los malos espíritus. Pero la quema de carbón es justo la causa de que la capital de Mongolia sea una de las ciudades con mayor contaminación atmosférica del mundo. Los problemas respiratorios se agravan en invierno.

Foto: Matthieu Paley

Muchos expertos percibieron esa posible conexión, pero Dominici, profesora de bioestadística en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de Harvard, estaba especialmente preparada para verificarla. Ella y sus colegas llevan años creando una extraordinaria plataforma de datos que compara información sobre la salud de decenas de millones de estadounidenses con un resumen diario del aire que han respirado desde el año 2000. Así me lo explicó Dominici por videollamada el verano pasado desde su casa de Cambridge, Massachusetts, mientras en mi despacho doméstico de Londres el efímero alivio obrado sobre el tráfico por el primer confinamiento había llegado a su fin y los humos de escape volvían a enturbiar el aire.

Todos los años, Dominici adquiere información detallada (pero anonimizada) de cada uno de los aproximadamente 60 millones de estadounidenses de edad avanzada que están afiliados a Medicare: edad, sexo, raza, código postal y las fechas y códigos de diagnóstico de todas las muertes y hospitalizaciones. Toda esta información representa la primera mitad de la plataforma de datos. La otra mitad es todo un logro en sí mismo. Dirigidos por Dominici y por el epidemiólogo de Harvard Joel Schwartz, decenas de científicos empezaron por segmentar Estados Unidos en una cuadrícula de unidades de un kilómetro de ancho. A continuación trabajaron en un programa de aprendizaje automático para que calculase los niveles diarios de contaminantes en cada cuadrado durante un período de 17 años, incluso aunque en este no hubiese una estación de medida.

Un hombre pasa la escoba en una planta de procesado donde el carbón en bruto se transforma en briquetas para su uso en estufas y cocinas domésticas.

Un hombre pasa la escoba en una planta de procesado donde el carbón en bruto se transforma en briquetas para su uso en estufas y cocinas domésticas.

Foto: Matthieu Paley

Con esos dos bloques de datos, Dominici y sus colegas pudieron estudiar por primera vez los efectos de la contaminación atmosférica en cualquier rincón de Estados Unidos. Y extrajeron conclusiones preocupantes. En un estudio de 2017 descubrieron que, incluso donde la calidad del aire cumplía con los estándares nacionales, la contaminación estaba relacionada con unas tasas de mortalidad más elevadas. Eso significa que «el estándar no es seguro», me explicó Dominici.

Dos años después comunicaban que las hospitalizaciones por una serie de dolencias –entre ellas insuficiencia renal y septicemia, cuya relación con la contaminación apenas se había analizado– aumentaban cada vez que se agravaba la contaminación. Estos hallazgos se sumaron a la montaña de pruebas que demuestran los peligros de las PM2,5, partículas en suspensión de un tamaño inferior a 2,5 micras, unas 30 veces más finas que un cabello humano. Algunas de esas partículas –las del hollín, por ejemplo– logran pasar al torrente sanguíneo. Los científicos las han localizado (como también partículas todavía más minúsculas, las llamadas «ultrafinas») en el corazón, el cerebro y la placenta.

Las centrales eléctricas de carbón, como la de la imagen, son otra fuente de contaminación: una amenaza para la salud y el clima.

Las centrales eléctricas de carbón, como la de la imagen, son otra fuente de contaminación: una amenaza para la salud y el clima.

Foto: Matthieu Paley

Cuando estalló la pandemia, Dominici y su equipo decidieron cruzar los datos nacionales de calidad del aire con el recuento de muertes por COVID-19 que lleva a cabo la Universidad Johns Hopkins en el condado. Y, efectivamente, detectaron que las tasas de mortalidad por el virus eran más altas en los lugares con mayor contaminación por PM2,5. A nivel mundial, informaba el equipo en diciembre, la contaminación por partículas representaba el 15 % de las muertes por COVID-19. En los supercontaminados países del Asia oriental, la proporción ascendía al 27 %.

Los datos saltaron a los titulares. «A mí no me sorprendió en absoluto –me dijo Dominici–. Era lo lógico». Ella ya sabía lo que gran parte de los ciudadanos ignora: que el aire contaminado siega muchas más vidas, y con mucha más regularidad, que el nuevo coronavirus.

Los médicos revisan una radiografía de tórax infantil en un hospital de Ulan Bator en busca de signos de neumonía. La contaminación es un factor de riesgo.

Los médicos revisan una radiografía de tórax infantil en un hospital de Ulan Bator en busca de signos de neumonía. La contaminación es un factor de riesgo.

Foto: Matthieu Paley

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la contaminación atmosférica es responsable de unos siete millones de muertes prematuras al año, más del doble que el consumo de alcohol y más de cinco veces que los accidentes de tráfico. (Hay investigaciones que sitúan las cifras de muertes por contaminación por encima incluso de las de la OMS). La mayoría de esas muertes son consecuencia de la contaminación atmosférica exterior; el resto se atribuye en primer lugar al humo generado por las cocinas interiores de leña o carbón. Casi todas las muertes se producen en países en vías de desarrollo –solo China y la India asumen cerca de la mitad–, pero la contaminación atmosférica constituye una causa significativa de muerte también en los países desarrollados. El Banco Mundial cifra el coste económico mundial en más de cuatro billones de euros anuales.

En Estados Unidos, 50 años después de que el Congreso aprobase la Ley de Aire Limpio, más del 45 % de los ciudadanos sigue respirando un aire insalubre, apunta la Asociación Americana del Pulmón. Sigue causando más de 60.000 muertes prematuras al año, y eso sin contar los muchos miles de decesos asociados a una mayor vulnerabilidad a la COVID-19. La contaminación es un asesino invisible: no figura en los certificados de defunción. Quizás este año, me dijo Dominici, su solapamiento con amenazas tan nuevas como aterradoras (un virus descontrolado y los incendios forestales) nos ayude a reconocer el daño que lleva tanto tiempo infligiéndonos en silencio.

Una activista que lucha contra la contaminación se manifiesta en la plaza de Sühbaatar, a las puertas del Parlamento. El Gobierno de Mongolia ha hecho muy poco por desarrollar una energía limpia.

Una activista que lucha contra la contaminación se manifiesta en la plaza de Sühbaatar, a las puertas del Parlamento. El Gobierno de Mongolia ha hecho muy poco por desarrollar una energía limpia.

Foto: Matthieu Paley

Pero cuando el pasado diciembre la Agencia para la Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos (EPA) decidió no endurecer los estándares nacionales de calidad del aire para las PM2,5, sino mantenerlos en sus niveles actuales, obvió la investigación de Dominici y de los científicos de su propia agencia, cuyos cálculos decían que reducir el estándar anual un 25 % salvaría 12.000 vidas al año.

La brutal consecuencia de la mala calidad del aire quedó constatada sin atisbo de duda por un proyecto histórico de 1993, el llamado estudio de las «Seis Ciudades». Un equipo de Harvard analizó seis pequeñas ciudades estadounidenses y comprobó que los habitantes de la más contaminada tenían una probabilidad de morir prematuramente un 26 % superior que los que vivían en la más limpia. La contaminación les estaba robando unos dos años de vida.

El carbón y sus consecuencias son omnipresentes en Ulan Bator

«La sorpresa fue mayúscula. De hecho, el efecto que veíamos era tan grande que no nos lo creíamos», me dijo Douglas Dockery, autor principal del estudio, ya jubilado. Pero otro conjunto de datos a largo plazo aportados por la Sociedad Americana contra el Cáncer no tardó en confirmarlo.

Posteriores investigaciones han sacado a la luz otras dos verdades esenciales sobre la contaminación atmosférica: es perjudicial a niveles mucho menores de lo que se creía y obra estragos en muchos más frentes de los que se sospechaba. La inmensa variedad de efectos dañinos dejó pasmado a Dean Schraufnagel, profesor de medicina pulmonar de la Universidad de Illinois en Chicago, cuando en 2018 dirigió el panel que revisó y sintetizó décadas de investigación.

El aire contaminado, informó su comité, repercute en casi todos los sistemas esenciales del organismo. Puede causar alrededor del 20 % de las muertes por accidente cerebrovascular y enfermedad coronaria, desencadenando infartos y arritmias, insuficiencia cardíaca congestiva e hipertensión. Se asocia al cáncer de pulmón, vejiga, colon, riñón y estómago, y a la leucemia infantil. Perjudica el desarrollo cognitivo de los niños y eleva el riesgo de que los mayores desarrollen demencia o fallezcan de párkinson. Se han identificado vínculos plausibles con la diabetes, la obesidad, la osteoporosis, los problemas de fertilidad, los abortos… y la lista continúa.

Cecilia Persavento (a la derecha), técnica de investigación del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), prepara al bebé de Nuria Echevarría para someterlo a un escáner cerebral en el marco de un estudio que busca saber si la exposición a la contaminación atmosférica durante el embarazo afecta al desarrollo del cerebro, como determinados defectos congénitos y leucemia infantil.

Cecilia Persavento (a la derecha), técnica de investigación del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), prepara al bebé de Nuria Echevarría para someterlo a un escáner cerebral en el marco de un estudio que busca saber si la exposición a la contaminación atmosférica durante el embarazo afecta al desarrollo del cerebro, como determinados defectos congénitos y leucemia infantil.

Foto: Matthieu Paley

La otra cara de la moneda es menos aciaga: un aire más puro mejora la salud. Desde la entrada en vigor de la Ley de Aire Limpio de 1970, el descenso del 77 % de la contaminación ha alargado la vida a millones de estadounidenses. Las enmiendas de 1990 a la Ley evitaron 230.000 muertes solo en 2020, según una estimación de la EPA.

En otras regiones del mundo el aire está mucho más contaminado. El fotógrafo Matthieu Paley y yo visitamos Ulan Bator, la capital de Mongolia y una de las ciudades más contaminadas del planeta, sobre todo en su crudísimo invierno, cuando el carbón se convierte en un artículo de supervivencia. Se quema por toneladas en las centrales eléctricas de la ciudad y por sacos en las gers (o yurtas mongolas) que alojan a los migrantes pobres procedentes del campo.

«Ya no recuerdo cómo suena un pulmón sano –me dijo Ganjargal Demberel, una doctora que hace visitas a domicilio en uno de esos barrios–. Todo el mundo tiene bronquitis o algún otro problema, especialmente en invierno».

Incluso los europeos, tan avanzados desde el punto de vista medioambiental, conviven con una contaminación significativamente peor que la que soportan los estadounidenses. En Europa central y del Este sigue saliendo humo de carbón –devastador para la salud y para el clima– de las chimeneas de casas y centrales eléctricas. En Londres, donde llevo instalada 20 años, hubo un tiempo en que el carbón sumía la ciudad en una densa niebla mortífera, pero por fortuna aquello pasó a la historia mucho antes de mi llegada. En lugar de eso, ahora el país y sus vecinos continentales sufren los efectos de otro combustible tóxico: el diésel.

Las tasas de mortalidad por el virus son más altas en los lugares con mayor contaminación por partículas. A nivel mundial, la contaminación por partículas representó el 15 % de las muertes por COVID-19.

Más contaminante que la gasolina, el diésel goza de una consolidada popularidad en Europa porque ofrece un consumo ligeramente inferior. Las transitadas avenidas de París, Barcelona, Roma o Frankfurt se ahogan en humaredas dignas de Londres. Noto la diferencia cada vez que regreso a Nueva York y respiro un aire perceptiblemente más puro que el londinense. Cuando vuelvo a Gran Bretaña, me preocupo por lo que esos humos puedan estar causando en mi hija adolescente, cuyos pulmones aún están desarrollándose y son vulnerables.

El problema de la calidad del aire en Europa no radica solo en un combustible en particular, sino también en los fallos políticos y normativos que permitieron al sector de la automoción seguir vendiendo vehículos cuyas emisiones dejaban muy atrás los límites legales. En 2015 salió a la luz pública que Volkswagen había programado 11 millones de coches diésel con un software que activaba los controles de contaminación durante las pruebas, pero los desactivaba el resto del tiempo. Las autoridades estadounidenses obligaron a la empresa a compensar a los clientes y reparar o recomprar los vehículos. Europa, en cambio, ha permitido que 51 millones de coches y furgonetas (de diversos fabricantes) sigan circulando con emisiones de dióxido de nitrógeno tres o más veces por encima del límite, según la Federación Europea de Transporte y Medioambiente. Un estudio halló que ese exceso de contaminación se traduce en cerca de 7.000 muertes prematuras al año.

En vez de obligar a los fabricantes a adaptar los coches a la normativa, Europa está dejando el problema en manos de las ciudades. En todo el continente son los ayuntamientos los que prohíben la circulación de los vehículos más contaminantes o penalizan a sus propietarios. Hay indicios de que este tipo de medidas anima a los conductores a abandonar el diésel, pero estas iniciativas locales no son ni de lejos tan eficaces como podrían serlo unas medidas tomadas en instancias superiores.

La preocupación por la contaminación llevó a Shashawnda Campbell (sentada delante) y a otros jóvenes activistas de Brooklyn y Curtis Bay, dos barrios del sur de Baltimore, en Maryland, a organizarse para frenar el proyecto de construcción de una incineradora. Los vecinos de la zona ya viven cerca de otras instalaciones contaminantes.

La preocupación por la contaminación llevó a Shashawnda Campbell (sentada delante) y a otros jóvenes activistas de Brooklyn y Curtis Bay, dos barrios del sur de Baltimore, en Maryland, a organizarse para frenar el proyecto de construcción de una incineradora. Los vecinos de la zona ya viven cerca de otras instalaciones contaminantes.

Foto: Gabriella Demczuk

El diésel y el carbón no son los únicos contaminantes atmosféricos, ni en Europa ni en el resto del mundo. El humo de la combustión de leña en chimeneas, estufas y cocinas, cargado de PM2,5, es un problema creciente. Los confinamientos de 2020 dieron a los científicos la inesperada oportunidad de ver qué ocurre cuando se paralizan temporalmente ciertas fuentes de contaminación. Mientras el virus asolaba el norte de Italia en primavera, Valentina Bosetti y Massimo Tavoni, pareja de economistas del Instituto Europeo de Economía y Medio Ambiente de RFF-CMCC, con sede en Milán, se vieron confinados en casa con sus tres hijos.

«En vez de matarnos entre nosotros, pensamos: hagamos algo con estos datos», me contó Bosetti.

Pese al parón casi total del transporte y la producción, el matrimonio descubrió que la calidad del aire no había mejorado tanto como creían muchos vecinos. «Los periódicos decían: el cielo está azul, es todo maravilloso –me dijo Bosetti–. Pero no era así». En los sensores alejados de carreteras y fábricas, los niveles de PM2,5 apenas descendieron un 16 %; los de dióxido de nitrógeno, solo un 33 %. Resultó que un sector de enorme envergadura seguía contaminando mientras la gente se quedaba en casa: la agricultura.

La agricultura industrial moderna contamina a gran escala. Existe un estudio que la identifica como la mayor fuente de PM2,5 de Europa, el este de Estados Unidos, Rusia y Asia oriental. Las enormes cantidades de estiércol y los abonos químicos desprenden amoníaco, que al reaccionar con otros contaminantes atmosféricos crea las diminutas partículas. Los científicos lo saben desde hace tiempo, pero Bosetti confía en que esta demostración inequívoca en el mundo real despierte entre los políticos la voluntad de tomar medidas.

China sigue encabezando las listas mundiales de muertes por contaminación atmosférica, pero en los últimos tiempos ha hecho grandes avances en la limpieza de sus cielos, mientras que la respuesta de la India ha sido prácticamente ineficaz. Las ciudades indias copan nueve de los 10 primeros puestos de la lista de niveles de PM2,5 que compila la OMS. El coste humano es horrible: casi 1,7 millones de muertes prematuras al año.

La niebla flota en el aire mientras unos hombres trabajan en el proyecto de una presa en Faridabad, cerca de Delhi. Nueve de las diez ciudades más contaminadas del mundo están en la India. Se calcula que en 2019 murieron prematuramente en este país 1,7 millones de personas a causa de la contaminación.

La niebla flota en el aire mientras unos hombres trabajan en el proyecto de una presa en Faridabad, cerca de Delhi. Nueve de las diez ciudades más contaminadas del mundo están en la India. Se calcula que en 2019 murieron prematuramente en este país 1,7 millones de personas a causa de la contaminación.

Foto: Saumya Khandelwal

La polución en la India procede de una increíble variedad de fuentes contaminantes. En las zonas donde no hay recogida de basuras, los desperdicios se incineran en las calles. Los frecuentes cortes del suministro eléctrico convierten los generadores diésel en una imagen habitual. Los campesinos y los indigentes urbanos queman madera, estiércol e incluso plástico para cocinar y calentarse. Y cada otoño se ciernen sobre Delhi humaredas procedentes del Punjab y Haryana, donde los agricultores queman los campos para limpiarlos tras la cosecha.

«Es como vivir en una cámara de gas», me dijo Jyoti Pande Lavakare, escritora y activista de Delhi. En los peores meses, cada vez que sale a la calle, «me entra dolor de cabeza por la contaminación. Mi hija también tiene cefaleas; a veces incluso náuseas. Y te lloran los ojos». Los estadounidenses supieron fugazmente lo que es la contaminación típica de Delhi el pasado otoño, cuando algunas partes del oeste del país se vieron engullidas por el humo de los incendios forestales.

Lavakare vivía en California, pero en 2009 se trasladó a Delhi con su marido e hijos para estar cerca de los abuelos. Le sorprendió lo mucho que había empeorado la contaminación en la India. Sus padres no entendieron que comprase purificadores de aire, pero una vez instalados notaron mejoría. Entonces llegó 2017 y a su madre le diagnosticaron un cáncer de pulmón.

«Avanzó a toda velocidad –recuerda Lavakare–. Los médicos decían: "Claro, ¿ves de dónde viene? Toda la vida en el norte de la India, la capital mundial de la contaminación"». Murió en 2018.

Para entonces, Lavakare había cofundado un colectivo que luchó con éxito para que el Parlamento debatiese la cuestión. Escribió un libro, Breathing Here Is Injurious to Your Health (Respirar aquí es perjudicial para la salud), sobre la muerte de su madre. «Lo hemos probado todo –me dijo–. Y no veo que estemos avanzando mucho».

Hubo una época, durante la década de 1990 y principios de 2000, cuando pareció que las cosas podían cambiar en Delhi. Obligada por el Tribunal Supremo, la ciudad exigió que los autobuses y los omnipresentes rickshaws a motor se pasasen al gas natural comprimido. Pero el crecimiento económico no tardó en dejar atrás todas las medidas anticontaminación. El parque móvil indio se cuadriplicó con creces entre 2001 y 2017. La fabricación de ladrillos se intensificó para alimentar el auge de la construcción, y los hornos de carbón donde se fabrican no filtran el humo.

Sí ha habido un punto positivo: la iniciativa para dotar a los indios de las áreas rurales de alternativas a las humeantes cocinas de leña y carbón ha reducido la contaminación interior y está salvando cientos de miles de vidas al año. Pero en lo relativo a la contaminación exterior, la India lleva una década sin mejoras significativas. «No hemos registrado la más mínima disminución en ninguna de las ciudades», me dijo Sarath Guttikunda, director del grupo de investigación Urban Emissions.

Con la COVID-19, las muertes «son instantáneas. Los efectos de la contaminación atmosférica, en cambio, son acumulativos. Es una pandemia a cámara lenta», afirma Lavakare.

En Estados Unidos, la polución añade una dimensión extra a la marcada desigualdad racial del país. Según ha revelado un estudio, los estadounidenses negros están expuestos a 1,5 veces más PM2,5 que la población general, y la disparidad es más racial que económica.

Una máquina rocía agua para reducir el polvo en una obra de Delhi. Este polvo, que puede contener sustancias químicas nocivas, es una de las principales fuentes de contaminación atmosférica de la ciudad. La quema de basuras, los fuegos para cocinar, los generadores diésel y las centrales eléctricas de carbón también envenenan el aire.

Una máquina rocía agua para reducir el polvo en una obra de Delhi. Este polvo, que puede contener sustancias químicas nocivas, es una de las principales fuentes de contaminación atmosférica de la ciudad. La quema de basuras, los fuegos para cocinar, los generadores diésel y las centrales eléctricas de carbón también envenenan el aire.

Foto: Saumya Khandelwal

«Los estadounidenses negros ricos respiran más contaminación que los estadounidenses blancos pobres, sistemáticamente», me dijo Dominici. Y la brecha va en aumento. «En la limpieza del aire de este país, estamos incidiendo en las zonas donde viven los blancos».

En 2013, cuando Shashawnda Campbell estudiaba en un instituto del sur de Baltimore, se enteró de que el estado había aprobado el proyecto de instalación de una nueva incineradora a un kilómetro y medio del centro. Su reacción fue inmediata: «No. Es lo que nos faltaba. Aquí ya apesta; ya tenemos contaminación de sobra».

Los barrios de Brooklyn y Curtis Bay, donde vivían Campbell y sus compañeros de clase, son pobres y tienen una significativa proporción de población negra y latina. La zona ya bregaba con una incineradora de residuos médicos, una planta química, un vertedero y un enorme almacén de carbón al aire libre. «Que nos pongan todas esas cosas aquí no es casualidad. Es a propósito –se quejaba Campbell–. En otros sitios nadie las quiere. Pero a nosotros no nos preguntan si las queremos».

Las empresas construyen instalaciones contaminantes en esas zonas porque el suelo es más barato y los residentes suelen tener poca influencia política, me dijo al respecto George Thurston, profesor de medicina medioambiental en la Universidad de Nueva York. «Evitan los barrios más ricos cuyos vecinos tienen voz y voto. Buscan ubicarse donde vayan a encontrar menos resistencia».

Campbell no estaba dispuesta a permitir que una vez más se saliesen con la suya. Agrupados en un colectivo que llamaron Free Your Voice (Libera tu Voz), ella y un grupo de compañeros organizaron una recogida de firmas casa por casa. «Sabíamos que teníamos que resistirnos», recordaba. Tardaron tres años, pero el proyecto de la incineradora se frenó. «Fue increíble ver que lo conseguimos. Logramos cambiar las cosas».

Hoy en día Campbell visita centros educativos para enseñar a los niños cómo se combate el racismo medioambiental. Un entrenador de su antiguo instituto le contó que no conseguía formar un equipo de baloncesto «porque todos los chicos tienen asma. No aguantan corriendo». El verano pasado, en las marchas de Black Lives Matter, otros manifestantes le confesaron que jamás se les había ocurrido relacionar la contaminación con la violencia policial. «Todo forma parte del mismo racismo, en diferentes manifestaciones», dice ella.

Al otro lado del continente, el adversario de Anthony Victoria no es una incineradora, sino la economía de consumo, al menos en su forma actual. Este joven vive en Inland Empire, una región de California antaño conocida por sus plantaciones de cítricos. Situada a cien kilómetros tierra adentro de los puertos mercantes de Los Ángeles y Long Beach, hoy es un centro de almacenes –de Amazon, Target, Walmart– que distribuyen importaciones de China y otros lugares. Victoria lo describió así: «Tienes un barrio de viviendas y un megaalmacén gigantesco en la acera de enfrente».

En EE. UU. los vehículos eléctricos evitarían miles de muertes y un gasto sanitario de 72.000 millones de dólares al año. En China, la mejora de la calidad del aire a inicios de 2020 puede haber salvado más vidas que las segadas por el virus.

El verdadero problema es el incesante flujo de camiones que atraviesan los barrios de gente obrera, de color e inmigrantes. «La pausada violencia de la cadena de suministro es lo que realmente vampiriza la energía, la salud y los medios de vida» de las personas, me dijo Victoria. El Centro de Acción Comunitaria y Justicia Medioambiental, un colectivo para el que trabajaba cuando hablé con él, entregó a los residentes contadores manuales para que registraran el tráfico de camiones. A lo largo de la Ruta Estatal 60, que discurre de este a oeste, cuantificaron 1.161 en una hora.

«Ya se imaginará qué efectos negativos tiene algo semejante en la vida de las personas –prosiguió–. Nuestras comunidades se conocen como zonas de muerte por diésel». La COVID-19 se ha cebado en algunos de esos almacenes. «Hay gente que está muerta de miedo», me contó Victoria, operarios de almacenes «ya inmunocomprometidos por la contaminación» que ahora sienten terror por si llevan el virus a casa, donde tienen unos hijos y unos padres con asma o con cáncer.

También aquí se vislumbran indicios de cambio. El colectivo de Victoria compartió sus recuentos de camiones con la Junta de Recursos del Aire de California, cuyas normativas suelen ser pioneras en el país. El año pasado la Junta implantó una nueva: los fabricantes deben empezar a introducir camiones con cero emisiones en el estado antes de 2024, y la proporción de camiones nuevos no contaminantes tiene que aumentar de forma constante hasta 2035. La Junta también prevé endurecer el requisito de que los barcos paren sus motores y se conecten a la red eléctrica terrestre mientras están atracados, o bien usen tecnología de captura de la contaminación. En conjunto, las normativas marítimas y viarias «tendrán un efecto enorme», aseguró Joe Lyou, presidente de la Coalición por el Aire Limpio, con sede en California.

Al igual que muchas medidas de reducción de la contaminación atmosférica, las nuevas normativas también recortan las emisiones de carbono culpables del calentamiento climático. Ambas comparten una misma causa: nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Y eso significa que virar hacia una energía más limpia, lejos del petróleo, el gas y el carbón, es urgente no solo para evitar un aterrador futuro de sequías, inundaciones, incendios forestales y tormentas, sino que también redundará en beneficio de nuestra salud actual, y las comunidades más afectadas serán las que más lo agradezcan. Según la Asociación Americana del Pulmón, el simple hecho de electrificar el parque móvil evitaría miles de muertes en Estados Unidos y ahorraría 72.000 millones de dólares en gasto sanitario al año.

Victoria ve en ello un rayo de esperanza. Sectores como el de la fabricación de camiones eléctricos pueden llevar a su comunidad nuevas oportunidades económicas junto con un aire más puro. «No tenemos por qué sacrificar nuestra salud o la calidad del aire a cambio de un puesto de trabajo» dice.

La contaminación atmosférica y el cambio climático comparten causa y solución, pero funcionan en escalas temporales diferentes. Una de las características más sorprendentes de la contaminación atmosférica es la rapidez con la que mejora la salud cuando desaparece. Los cierres económicos a los que obligó la COVID-19 el año pasado frenaron temporalmente las emisiones de carbono en todo el mundo, pero la cantidad total de carbono presente en la atmósfera siguió aumentando, con el consiguiente agravamiento de la amenaza a largo plazo del cambio climático. En contraste, hasta las reducciones más modestas y localizadas de contaminantes como las PM2,5 o el dióxido de nitrógeno se traducen de inmediato en un número menor de ataques de asma, infartos y muertes.

En China, los investigadores llegaron a una conclusión impactante: la mejora de la calidad del aire durante el confinamiento de principios de 2020 salvó más de 9.000 vidas, según un estudio, y unas 24.000, según otro; más vidas de las que se cobró el virus, al menos según las estadísticas oficiales de China, que sitúan el número de víctimas de la COVID-19 por debajo de las 5.000. Los científicos comprenden desde hace tiempo que la mayor calidad del aire salva vidas, afirma Kai Chen, epidemiólogo de Yale y autor principal del primer estudio. Pero «es espectacular» verlo en directo.

Mientras que es imposible obviar el impacto mortal de la pandemia, la contaminación recibe mucha menos atención, aunque se cobra muchas más vidas. Una de las razones, me sugería Dominici, es la dificultad de vincular la contaminación con muertes concretas. Una de las personas que han logrado cambiar esa tendencia es Rosamund Adoo Kissi-Debrah, la activista contra la contaminación atmosférica más conocida de Gran Bretaña.

Ella Roberta Adoo Kissi-Debrah vivía cerca de una avenida muy transitada de Londres, donde el diésel es una de las principales fuentes de contaminación. Ella sufría asma grave y a menudo era hospitalizada durante los picos de contaminación. Murió de asma en 2013, a los nueve años.

Ella Roberta Adoo Kissi-Debrah vivía cerca de una avenida muy transitada de Londres, donde el diésel es una de las principales fuentes de contaminación. Ella sufría asma grave y a menudo era hospitalizada durante los picos de contaminación. Murió de asma en 2013, a los nueve años.

Foto: Hollie Adams, Getty Images

Su hija mayor, Ella, falleció de asma a los nueve años en 2013. La familia vive a 25 metros de una de las vías más transitadas de Londres, la South Circular Road, y ella está convencida de que los gases de escape del tráfico enfermaron a su hija. Durante años libró una batalla legal para demostrarlo. Maestra de profesión hasta que la tragedia le cambió la vida, hizo de su desgracia un éxito de concienciación pública al lograr que la contaminación figurase en el certificado de defunción de Ella como factor contribuyente de su muerte.

Tras la muerte de Ella, Stephen Holgate, especialista en asma de la Universidad de Southampton, vio que muchas de las hospitalizaciones de la niña –entre ellas la última– coincidían con picos de contaminación. Con un aire más puro, concluyó, Ella bien podría seguir viva. Como madre, «es muy difícil de asimilar», me confesó Kissi-Debrah.

Su madre, Rosamund, maestra reconvertida en activista, luchó contra la contaminación atmosférica y logró que figurase en el certificado de defunción de Ella. El pasado diciembre un forense le dio la razón.

Su madre, Rosamund, maestra reconvertida en activista, luchó contra la contaminación atmosférica y logró que figurase en el certificado de defunción de Ella. El pasado diciembre un forense le dio la razón.

Foto: Serena Brown

En la primera investigación de 2014, el médico forense concluyó que Ella había fallecido de insuficiencia respiratoria aguda y asma, sin considerar ninguna causa externa. Kissi-Debrah insistió y su lucha recibió una amplia cobertura mediática. Conseguir que la contaminación figurase en el certificado de defunción –algo sin precedentes en el Reino Unido y quizás en el mundo– tal vez le reportase un flaco consuelo, pero entrañaba un valor moral y político. Si una sentencia judicial dictaminaba que el aire británico había contribuido a segar la vida de una niña, la conclusión inequívoca sería que estaba poniendo en peligro otras vidas y que era imperativo hacer algo al respecto.

Kissi-Debrah sabe que las respuestas no son complicadas. Las normas estrictas tomadas sobre una base científica dan resultado, siempre que los Gobiernos velen por su cumplimiento. «Mi hija no fue la única», me dijo. Para el resto de los niños y niñas de Londres, «quiero un cambio real».

El pasado mes de diciembre, durante la segunda investigación, Holgate comparó a Ella con «el canario de una mina de carbón». Declaró que Ella había sufrido más de dos años de continuas «experiencias cercanas a la muerte» antes de sucumbir. El forense dictaminó que la contaminación atmosférica –que cerca de la casa de Ella superaba los límites legales británicos– había contribuido a su muerte. Por una vez se ponía cara a los siete millones de vidas que cada año siega el aire irrespirable. Y era la cara de una niña preciosa.

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Ver "Cómo Estados Unidos limpió sus cielos".

Ver gráficos "Efectos de la contaminación sobre el organismo".

Ver gráfico "Desigualdad atmosférica".

Este artículo pertenece al número de Abril de 2021 de la revista National Geographic.



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