lunes, 22 de marzo de 2021

Viajes. ¿Dónde han ido a parar todos los insectos?

No dejaban de llegar mariposas. Primero por millares; luego, por decenas, cientos de miles. Tenían las alas marrones por debajo y de intenso color naranja por arriba; al volar, parecían retazos de luz del sol. Era una estampa prodigiosa que quitaba el aliento e inspiraba no poco desconcierto.

Me topé con aquella nube de mariposas –técnicamente, una irrupción de ninfas de California– un límpido día de verano en la Sierra Nevada californiana. Estaba haciendo senderismo por Castle Peak con Matt Forister, biólogo de la Universidad de Nevada en Reno. Las mariposas de Castle Peak son una de las poblaciones de insectos más vigiladas del planeta: hace 45 años que todos los veranos se censan cada dos semanas. La mayor parte de los datos los recopiló el mentor de Forister, Art Shapiro, profesor de la Universidad de California en Davis, en fichas.

Una sábana retroiluminada recoge una gran cantidad de insectos nocturnos en una estación de campo de la Amazonia ecuatoriana. En lugares menos remotos, las trampas de luz revelan enormes declives en la cantidad de insectos, algo de lo que también dan fe los parabrisas de los coches. Las causas son el cambio climático, la pérdida de hábitat y los pesticidas.

Una sábana retroiluminada recoge una gran cantidad de insectos nocturnos en una estación de campo de la Amazonia ecuatoriana. En lugares menos remotos, las trampas de luz revelan enormes declives en la cantidad de insectos, algo de lo que también dan fe los parabrisas de los coches. Las causas son el cambio climático, la pérdida de hábitat y los pesticidas.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la estación Iyarina de Gomataon

Al digitalizar y analizar los datos, Forister y su equipo descubrieron que las mariposas de Castle Peak llevaban en declive desde 2011. Estábamos hablando de las posibles causas de esa situación cuando, cerca de la cumbre, a 2.775 metros de altitud, nos vimos envueltos en una nube anaranjada.

«La idea de que los insectos están sufriendo resulta chocante a la gente –dijo Forister, y señaló hacia la nube de mariposas que pasaban volan­­do–. Los insectos aparecen en masa, con lo cual se nos hace de lo más raro entender el problema».

Dicen que vivimos en el Antropoceno, una era definida por los impactos humanos sobre el planeta. Aun así, en muchos sentidos son los insectos los que dominan el mundo. Se ha estimado que en un momento dado hay 10 trillones de ellos vo­­lando, caminando, cavando y nadando a nuestro alrededor. En cuanto a variedad, las cifras son igual de impactantes: en torno a un 80% de los distintos tipos de animales del planeta son insectos. A ellos debemos que el mundo sea como es: sin insectos que las polinicen, la mayoría de las plantas con flores se extinguirían.

Si los humanos desapareciésemos de pronto, reza la famosa observación del biólogo Edward O. Wilson, la Tierra «se regeneraría hasta retornar al rico estado de equilibrio que existía 10.000 años atrás». Pero «si desapareciesen los insectos, el medio ambiente se sumergiría en el caos».

Por todo ello es chocante –y alarmante– que los científicos descubran una reducción en las poblaciones de insectos en la mayoría de las zonas que estudian de un tiempo a esta parte. Ocurre tanto en zonas agrícolas como en áreas agrestes, y con toda probabilidad, también en el jardín de su casa.

En muchos sentidos, son los insectos los que dominan el mundo: en torno a un 80% de los distintos tipos de animales del planeta son insectos

Entomólogos de Krefeld, en Alemania, recogieron insectos voladores durante dos semanas de agosto de 1994 y –en la misma ubicación, con una trampa idéntica– en agosto de 2016. La obtención de datos semejantes en 63 áreas protegidas alemanas arrojó un resultado impactante: entre 1989 y 2016 la biomasa de insectos se redujo un 76 %.

Entomólogos de Krefeld, en Alemania, recogieron insectos voladores durante dos semanas de agosto de 1994 y –en la misma ubicación, con una trampa idéntica– en agosto de 2016. La obtención de datos semejantes en 63 áreas protegidas alemanas arrojó un resultado impactante: entre 1989 y 2016 la biomasa de insectos se redujo un 76 %.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la Sociedad Entomológica de Krefeld.

La Sociedad Entomológica de Krefeld, una localidad alemana situada a orillas del Rin, almacena sus colecciones en un edificio que en su día fue un colegio. Las aulas custodian hoy cajas re­­pletas de frascos, llenos a su vez de insectos muertos que flotan en etanol. Si existiese una zona cero de la creciente preocupación por el declive de los insectos, sin duda sería este colegio.

«No contamos los frascos porque la cifra cambia cada semana», me explicó Martin Sorg, conservador jefe de la colección. Pero calcula que hay «varias decenas de miles».

A finales de los años ochenta Sorg y sus colegas se propusieron averiguar en qué situación se hallaban los insectos en los distintos tipos de áreas protegidas en territorio alemán. Para ello montaron lo que se conoce como trampas Malaise, una especie de minitiendas de campaña que atrapan cualquier insecto que vuele hacia ellas, como moscas, avispas, polillas, abejas, mariposas y crisopas y afines. Todo lo que acababa en la trampa se pasaba a un frasco.

La recolección se prolongó durante más de 20 años, primero en un punto, luego en otro, en 63 áreas protegidas, la mayoría en el estado de Renania del Norte-Westfalia, al que pertenece Krefeld. En 2013 los entomólogos regresaron a dos puntos que ya habían estudiado en 1989. La masa de insectos atrapados era una mínima parte de la recogida 24 años antes. En 2014 volvieron a muestrear ese mismo punto y se propusieron repetir el muestreo en diez o doce ubicaciones más. En todas las trampas obtuvieron resultados similares.

 A orillas del río Mosela, en Alemania, Martin Sorg, conservador jefe de la Sociedad Entomológica de Krefeld, transporta un frasco para muestras desde una trampa Malaise, un artilugio con aspecto de tienda de campaña destinado a atrapar insectos voladores. Los miembros de la Sociedad Entomológica de Krefeld hacen un seguimiento de este tipo de trampas desde la década de 1980.

A orillas del río Mosela, en Alemania, Martin Sorg, conservador jefe de la Sociedad Entomológica de Krefeld, transporta un frasco para muestras desde una trampa Malaise, un artilugio con aspecto de tienda de campaña destinado a atrapar insectos voladores. Los miembros de la Sociedad Entomológica de Krefeld hacen un seguimiento de este tipo de trampas desde la década de 1980.

Foto: David Liittschwager

Para interpretar los resultados, la Sociedad buscó la ayuda de otros entomólogos y estadísticos, que cribaron los datos con meticulosidad. Su análisis confirmó que entre 1989 y 2016 la biomasa de insectos voladores de las áreas protegidas de Alemania había descendido nada más y nada menos que un 76%.

Este hallazgo, publicado en la revista científica PLOS One, saltó a los titulares de la prensa internacional. The Guardian anunciaba un «Armagedón ecológico»; el New York Times, un «Armagedón de los insectos». El Frankfurter Allgemeine Zeitung declaraba que «estamos en medio de una pesadilla». Según el sitio web Altmetric, que rastrea la frecuencia con que se mencionan en internet las investigaciones publicadas, el estudio fue la sexta comunicación científica más citada en 2017. Sobre la Sociedad Entomológica de Krefeld, hasta entonces desconocida, cayó un diluvio de peticiones científicas y mediáticas que dura hasta hoy. «Y va para largo», me dijo Sorg, suspirando.

Desde la publicación de Krefeld, entomólogos de todo el mundo se han puesto a escudriñar registros y colecciones. Algunos científicos afirman detectar un sesgo en los es­tudios publicados; aducen que los que revelan cambios espectaculares tienen mayor probabilidad de publicarse que los demás. Así y todo, los resultados son inquietantes. Un equipo de investigadores que trabaja en un bosque protegido de New Hampshire descubrió que el número de escarabajos había caído más de un 80% desde mediados de los años setenta, al tiem­­po que su diversidad –el número de especies diferentes– había disminuido cerca de un 40%.

Un estudio de las mariposas de los Países Bajos halló que su número había descendido casi un 85% desde finales del siglo XIX, mientras que un trabajo sobre efímeras en la zona norte del Medio Oeste estadounidense reveló que sus poblaciones se habían reducido en más de la mitad solo desde 2012. En Alemania, un segundo equipo de investigadores confirmó el grueso de los resultados de Krefeld. Hallaron que entre 2008 y 2017 el número de especies de insectos de las praderas y bosques del país –muestreados repetidamente en cientos de puntos de tres áreas protegidas muy separadas entre sí– había disminuido más de un 30%.

«Da miedo», afirmó uno de los investigadores, Wolfgang Weisser, profesor de la Universidad Técnica de Múnich. Pero «cuadra con la descripción que presentan cada vez más estudios».

 En las tierras altas de Ecuador hay numerosas especies de escarabajo tigre (y en el mundo hay más de 350.000 especies de escarabajo conocidas). Es probable que esta deprede otros insectos en el suelo del bosque. Las manchas naranjas quizás engañen a sus propios depredadores: le dan el aspecto de una hormiga aterciopelada, de aterradora picadura.

En las tierras altas de Ecuador hay numerosas especies de escarabajo tigre (y en el mundo hay más de 350.000 especies de escarabajo conocidas). Es probable que esta deprede otros insectos en el suelo del bosque. Las manchas naranjas quizás engañen a sus propios depredadores: le dan el aspecto de una hormiga aterciopelada, de aterradora picadura.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la Estación Biológica de Yanayacu.

Los humanos tendemos a cantar las alabanzas de las mariposas y odiar a muerte a los mosquitos, pero a la mayoría de los insectos no les prestamos la menor atención. Esto dice más sobre los seres de dos patas que sobre los de seis.

Los insectos son, con diferencia, las criaturas más diversas del planeta, hasta el punto de que los científicos siguen preguntándose cuántos tipos de ellos existen. Se ha dado nombre a aproximada­­mente un millón de especies de insectos, pero el consenso general es que hay muchas más –según estimaciones recientes, unos cuatro millones– todavía por descubrir. Una sola familia de avispas parasitoides, la de los icneumónidos, contiene alrededor de 100.000 especies, una cifra superior a la de todas las especies conocidas de peces, reptiles, mamíferos, anfibios y aves juntas. (La mera existencia de los icneumónidos, razonaba en una ocasión Charles Darwin con un amigo, bastaba para refutar la teoría bíblica de la creación, dado que ningún «Dios benéfico y omnipotente» habría diseñado un parásito tan siniestro y asesino). Hay otras familias de insectos igual de grandes; es po­sible que existan, por ejemplo, unas 60.000 especies de curculiónidos, comúnmente conocidos como gorgojos.

Se ha dado nombre a aproximada­­mente un millón de especies de insectos, pero el consenso general es que hay muchas más: estimaciones recientes apuntan a cuatro millones

Este «zoo» de la Estación Biológica La Selva, en Costa Rica, compuesto por bolsas llenas de hojas alberga cientos de orugas… y los huevos de avispas parásitas que hay en su interior. Los investigadores se apresuran a estudiar estas especies antes de que desaparezcan. «Es ciencia a la desesperada», dice el ecólogo Lee Dyer.

Este «zoo» de la Estación Biológica La Selva, en Costa Rica, compuesto por bolsas llenas de hojas alberga cientos de orugas… y los huevos de avispas parásitas que hay en su interior. Los investigadores se apresuran a estudiar estas especies antes de que desaparezcan. «Es ciencia a la desesperada», dice el ecólogo Lee Dyer.

Foto: David Liittschwager

Igual que presentan una variedad extraordinaria, los insectos están presentes en casi todos los hábitats terrestres, incluidos los más extremos. Se ha documentado la presencia de moscas de las piedras en el Himalaya a cotas de 5.600 metros de altitud, y de pececillos de plata en cuevas subterráneas a más de 900 metros de profundidad. La mosca de las riberas de Yellowstone vive a orillas de charcas hirvientes, mientras que la mosca de los lagos Belgica antarctica sobrevive al frío revistiendo sus huevos con una especie de gel anticongelante. Las larvas de una mosca conocida como mosca de los lagos durmiente, nativa de regiones semiáridas de África, se reducen hasta convertirse en partículas deshidratadas durante los períodos de extrema sequedad y entran en una suerte de animación suspendida de la que se han documentado recuperaciones al cabo de más de 15 años.

¿A qué obedece la formidable variedad de insectos? Se han propuesto numerosas explicaciones; la más sencilla apunta que los insectos son antiguos. Antiquísimos. Se cuentan entre los primeros animales que colonizaron el medio terrestre, hace más de 400 millones de años, casi 200 antes de la aparición de los dinosaurios. Una historia tan dilatada les ha permitido acumular una enorme diversidad.

 En una hoja de La Selva, unas avispas parásitas en fase de pupa se apiñan sobre la oruga moribunda que las ha alimentado, y a cuya población ponen freno. «El declive de las avispas parásitas es una catástrofe para cualquier ecosistema terrestre», dice Lee Dyer. El lugar ha perdido muchas especies de ambos tipos de organismos.

En una hoja de La Selva, unas avispas parásitas en fase de pupa se apiñan sobre la oruga moribunda que las ha alimentado, y a cuya población ponen freno. «El declive de las avispas parásitas es una catástrofe para cualquier ecosistema terrestre», dice Lee Dyer. El lugar ha perdido muchas especies de ambos tipos de organismos.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la Estación Biológica la Selva.

Ser capaces de ocupar una amplísima gama de nichos medioambientales probablemente ha tenido también su importancia. Los insectos son tan pequeños que un solo árbol puede albergar cientos de variedades, desde los que horadan la corteza hasta los que perforan las hojas, pasando por los que se alimentan de las raíces. Este tipo de «compartimentación de los recursos», como lo llaman los ecólogos, permite a muchas especies habitar más o menos el mismo espacio.

Otro factor es que los insectos, al menos desde el punto de vista histórico, han presentado bajas tasas de extinción. Hace unos años un equipo de investigadores examinó el registro fósil del mayor suborden de los coleópteros, el de los polífagos, un grupo en el que se incluyen los escarabajos es­­­carabeidos, los escarabajos de resorte y las luciérnagas. Descubrieron que ni una sola familia de este grupo se había extinguido en toda su historia evolutiva, ni siquiera durante la extinción masiva que marcó el fin del Cretácico hace 66 millones de años, un hallazgo que hace incluso más ominosos, si cabe, los declives recientes.

Los insectos se encuentran entre los primeros animales que colonizaron el medio terrestre, hace más de 400 millones de años, casi 200 antes de la aparición de los dinosaurios

En busca de respuestas

El congreso anual de la Sociedad Entomológica de Estados Unidos reúne cada otoño a miles de investigadores. El último se celebró en Saint Louis; la sesión que atrajo más asistentes se titulaba «El declive de los insectos en el Antropoceno».

Uno tras otro, los ponentes fueron presentando las aciagas evidencias. Sorg habló del trabajo del grupo de Krefeld; Forister, de la mengua de mariposas en la Sierra Nevada estadounidense. Toke Thomas Høye, investigador de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, hizo la crónica de la dismi­­nución del número de moscas que visitan las flores en el nordeste de Groenlandia, y Mary Berenbaum, entomóloga de la Universidad de Illinois, habló de la «crisis global de los polinizadores».

 Una trampa de luz colocada en la sierra Chiricahua de Arizona está dominada por grandes esfinges listadas y chinches escudo verdes. En esta zona, el equipo de Dyer no ha observado un declive en la población de orugas, pero en años anteriores, añade el ecólogo, esta trampa capturaba mayor cantidad y variedad de insectos.

Una trampa de luz colocada en la sierra Chiricahua de Arizona está dominada por grandes esfinges listadas y chinches escudo verdes. En esta zona, el equipo de Dyer no ha observado un declive en la población de orugas, pero en años anteriores, añade el ecólogo, esta trampa capturaba mayor cantidad y variedad de insectos.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la Estación de Investigación del Sudoeste, Museo Americano de Historia Natural.

El organizador de la sesión era David Wagner, entomólogo de la Universidad de Connecticut. Cuando le tocó hablar, llamó la atención sobre un «enigma». Todos los ponentes, apuntó, coincidían en que los insectos estaban en peligro, pero ese consenso se fracturaba a la hora de identificar la causa. Algunos lo achacaban al cambio climático; otros, a ciertas prácticas agrícolas u otras perturbaciones del hábitat de los insectos. «Es asombroso que tengamos tantos científicos estudiando el problema y sigamos sin saber con certeza cuáles son las causas de estrés», observó.

Unas semanas después de la sesión me reuní con Wagner en el Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York, que alberga una de las colecciones de insectos más amplias del mundo. Más o menos al azar, Wagner abrió un armario de Bombus (abejorros). En una gaveta había abejorros chilenos (Bombus dahlbomii), una de las abejas de mayor tamaño del planeta, antes muy comunes en gran parte de Chile y Argentina. En los últimos años sus poblaciones se han desplomado.

Otra gaveta guardaba especímenes de abejorro de banda ocre (Bombus affinis), que se distinguen por la zona rojiza del abdomen. Nativo del Medio Oeste y el nordeste de Estados Unidos, también era un insecto abundante, pero sus poblaciones han disminuido hasta tal punto que hoy figura en la lista de especies en peligro. «Ya no se ven», dijo Wagner.

Todos los ponentes coincidían en que los insectos estaban en peligro, apuntó Wagner, pero ese consenso se fracturaba a la hora de identificar la causa

Le pregunté a qué atribuía él la de­saparición de los insectos. En cierto sentido, dijo, la respuesta era obvia: «Con 7.000 millones de personas en el mundo, esperábamos estos declives». Para alimentarnos, vestirnos, guarecernos y desplazarnos, los hu­manos estamos obrando alteraciones sustanciales sobre el planeta: arrasamos bosques, aramos praderas, sembramos monocultivos, emitimos contaminantes a la atmósfera… Cada una de esas actividades constituye una causa de estrés para los insectos y otros animales. Las poblaciones de casi todos los grupos zoológicos están cayendo. «Nos consta que vivimos una crisis de la biodiversidad», afirmó Wagner.

Lo desconcertante es la tasa de desaparición de insectos que comunican los estudios más recientes. Resultados como los de Krefeld sugieren que están disminuyendo a ritmos sustancialmente más acelerados que otros grupos zoológicos. ¿Por qué? Una posibilidad son los pesticidas. Estos compuestos químicos pretenden aniquilar plagas, pero no distinguen entre los insectos que dañan los cultivos y aquellos que los polinizan. Sin embargo, en algunas zonas donde se han documentado declives abruptos –en las Montañas Blancas de New Hampshire, por ejemplo– el uso de pesticidas es residual. De ahí el enigma.

«Ahora mismo la cuestión es dilucidar hasta qué punto los insectos corren más peligro que otras especies –dice Wagner–. Es urgente. Creo que por primera vez la gente está preocupándose de verdad por los servicios que prestan los ecosistemas y los múltiples papeles que desempeñan los insectos en el sostenimiento del planeta».

En su variedad casi infinita, los insectos llevan a cabo incontables labores, muchas de las cuales pasamos por alto. Unas tres cuartas partes de las angiospermas dependen de los insectos polinizadores; las abejas y los abejorros son los primeros que nos vienen a la mente, pero también polinizan las mariposas, las avispas y los escarabajos. La mayoría de los cultivos frutales, desde manzanos hasta sandías, necesitan a los polinizadores.

Los insectos también son cruciales por su labor de dispersión de semillas. Muchas plantas dotan sus si­mientes de unos pequeños apéndices denominados eleosomas, ricos en grasas y otras sustancias nutritivas. Las hormigas se llevan la semilla, devoran exclusivamente el eleosoma y abandonan el resto, que acabará germinando.

En su variedad casi infinita, los insectos llevan a cabo incontables labores, muchas de las cuales pasamos por alto

Los insectos, a su vez, proveen de alimento a los peces de agua dulce y prácticamente a todos los tipos de animales terrestres. Entre los reptiles insectívoros figuran los geckos, los anolis y los eslizones; las tupayas y los osos hormigueros son mamíferos insectívoros. Entre las aves que se alimentan principalmente de insectos están las golondrinas, las bijiritas, los carpinteros y los chochines. Incluso las aves que de adultas son om­­nívoras a menudo dependen de los insectos al principio de su vida. El carbonero de Carolina, por ejemplo, cría a sus polluelos exclusivamente con orugas (necesita más de 5.000 orugas para sacar adelante una nidada). Un reciente estudio de aves de América del Norte descubrió que sus poblaciones también registran disminuciones pronunciadas: desde 1970 se ha perdido casi un tercio del total. Las especies cuya dieta se basa en los insectos figuran entre las más damnificadas.

Los insectos también ejercen una labor crucial de descomposición que mantiene en marcha el círculo de la vida. Al alimentarse de excrementos, los escarabajos peloteros contribuyen a devolver nutrientes al suelo. Las termitas hacen otro tanto al ingerir madera. Sin estos invertebrados, la ma­teria orgánica muerta –incluidos los cadáveres humanos– empezaría a acumularse. En condiciones óptimas, las larvas de moscardón son ca­­paces de consumir el 60 % de un cadáver humano en una semana.

No es fácil asignar un valor monetario a todas estas labores, pero en 2006 un par de entomólogos se propuso conseguirlo. Estudiaron cuatro categorías de «servicios prestados por insectos» –«enterramiento de excrementos, control de plagas, polinización y nutrición de la fauna»– y obtuvieron una cifra de 57.000 millones de dólares anuales tan solo para Estados Unidos.

En solo un año, los servicios que llevan a cabo los insectos ascenderían a 57.000 millones de dólares anuales únicamente en Estados Unidos

Cambios notorios

La Estación Biológica la selva apenas dista 55 kilómetros de la capital costarricense, San José, pero para llegar a ella hay que conducir dos horas en dirección norte y salvar un escarpado puerto de montaña.

Hace tiempo, una de las actividades nocturnas más interesantes que podían disfrutarse allí tenía lugar en un pequeño pabellón equipado con una sábana blanca y una luz negra que se dejaba encendida para atraer insectos. Estos se congregaban en aquella sábana en tales cantidades que los visitantes de la estación pasaban la noche en vela observándolos. En las dos últimas décadas, sin embargo, la escena ha ido perdiendo espectacularidad y hoy no tiene nada de particular. Dos visitas al pabellón en sendas noches bochornosas del pasado mes de enero dieron los siguientes frutos: tres polillas, un gorgojo, una chinche escudo y un par de moscas del mantillo.

«La primera vez que vine aquí, esto estaba abarrotado –dijo Lee Dyer, ecólogo de la Universidad de Nevada en Reno, acerca del pabellón–. Hoy ya no se ven insectos, uno o dos como mucho».

Dyer lleva trabajando en La Selva desde 1991. Su investigación se centra en la interacción entre los insectos y las plantas en las que viven, y entre los insectos entre sí. Muchos de ellos viven de otros insectos. Por ejemplo, la mayoría de las avispas parásitas ponen sus huevos dentro del cuerpo de las orugas, del que hacen uso como si de una despensa viviente se tratase: las larvas de avispa van comiéndose la oruga de dentro afuera. Otros insectos, los hiperparasitoides, desovan dentro o sobre el cuerpo de los parasitoides. Incluso hay insectos que parasitan a los hiperparasitoides.

Con la ayuda de estudiantes y voluntarios, Dyer ha estado recogiendo orugas en La Selva y criándolas para comprobar qué emerge de ellas: polillas en algunos casos, parasitoides en otros. Su objetivo no era hallar pruebas del declive de los insectos, pero la realidad le salió al paso. Una de sus doctorandas, Danielle Salcido, revisó hace poco 20 años de datos y descubrió que las orugas de La Selva son casi un 40% menos diversas que en 1997. La diversidad de los parasitoides ha caído todavía más, alrededor del 55%.

 El caballito del diablo de ébano vive junto a los ríos arbolados del este de América del Norte; este ejemplar de cinco centímetros procede de las Great Smoky Mountains. Come mosquitos, y es alimento de aves y ranas. Es una de las casi 3.000 especies de caballitos del diablo que se conocen.

El caballito del diablo de ébano vive junto a los ríos arbolados del este de América del Norte; este ejemplar de cinco centímetros procede de las Great Smoky Mountains. Come mosquitos, y es alimento de aves y ranas. Es una de las casi 3.000 especies de caballitos del diablo que se conocen.

Foto: David Liittschwager

Fotografía tomada en la Estación Biológica de la Universidad de Tennessee.

Los parasitoides contribuyen a mantener a raya a muchas orugas que atacan los cultivos, lo que significa que su merma podría traducirse en ma­yores pérdidas agrícolas. (Salcido descubrió que dos grupos de orugas tendentes a generar una explosión poblacional estaban ganando terreno, aun cuando la mayoría de las orugas en general estaban en declive). La pérdida de interacciones entre orugas y parasitoides también implica que podrían estar deshaciéndose cadenas tróficas, en muchos casos sin darnos tiempo a identificarlas.

«Yo estudié literatura en la universidad –dijo Dyer–. Y estas interacciones, estas historias, son como poemas». Cuando se pierden a semejante escala, «es como prender fuego a una biblioteca».

La mayor parte de los datos entomológicos a largo plazo proviene de la zona templada, Europa o Estados Unidos. Pero en torno al 80% del total de las especies de insectos vive en los trópicos, razón por la cual los hallazgos de Dyer y Salcido podrían revestir especial importancia. Aunque La Selva está rodeada de tierras agrícolas, lo que añade a la ecuación problemas como la fragmentación de hábitat y el uso de pesticidas, Dyer cree que una de las causas principales del declive es el cambio climático. En concreto apunta al incremento de fenómenos meteorológicos extremos, como son las inundaciones. Muchas especies de insectos «son extremadamente susceptibles, sobre todo en los trópicos, a la meteorología extrema –dijo–. No están adaptadas a grandes fluctuaciones, sin más».

Dan Janzen y Winnie Hallwachs son dos ecólogos tropicales de la Universidad de Pennsylvania. Pasan parte del año en Filadelfia y la otra al norte de la ciudad de Liberia, en el oeste de Costa Rica, en una casa que comparten con cualquier animal que tenga a bien instalarse en ella, incluidos arañas látigo y murciélagos siricoteros de Pallas.

El paisaje circundante es muy distinto del de La Selva: bosque seco tropical y, montaña arriba, bosque nuboso en vez de selva de tierras bajas. Pero también aquí los dos ecólogos han observado un declive llamativo en el número de insectos. Hallwachs recuerda que a mediados de los años ochenta la luz de la pantalla del ordenador atraía por las noches tal cantidad de bichos que tuvieron que montar una tienda de campaña dentro de la casa y meterse en ella con el ordenador.

«Ahora, todo insecto que se acerque a mi escritorio por la noche acaba en un tubito de plástico con alcohol», dijo Janzen. Llevaba 15 días en Costa Rica y solo había capturado nueve insectos.

Janzen y Hallwachs también atribuyen buena parte del declive al cambio climático. Janzen, de 81 años, recuerda que cuando empezó a visitar Costa Rica en 1963 la estación seca duraba cuatro meses. «Ahora dura seis meses, así que todos los seres que habían organizado su existencia alrededor de un cuatrimestre sin agua se dan de bruces con otros dos meses de sequía. Se les acaba el alimento, se desorientan, todo se desmorona».

 En las Great Smoky Mountains de Tennessee, Graham Montgomery, doctorando de la UCLA, recoge insectos de entre el follaje con la esperanza de poder reproducir un inventario realizado hace 70 años. Dado que no abundan los datos a largo plazo de las poblaciones de insectos, la magnitud de su declive no está clara.

En las Great Smoky Mountains de Tennessee, Graham Montgomery, doctorando de la UCLA, recoge insectos de entre el follaje con la esperanza de poder reproducir un inventario realizado hace 70 años. Dado que no abundan los datos a largo plazo de las poblaciones de insectos, la magnitud de su declive no está clara.

Foto: David Liittschwager

¿Qué opciones hay para revertir estas funestas tendencias? En cierta medida, y como es natural, dependerá de la causa. Si es principalmente el cambio climático, entonces cabe pensar que el único modo de cambiar las cosas pasa por tomar medidas a nivel planetario que reduzcan las emisiones. Si los principales culpables son los pesticidas o la pérdida de hábitat, las acciones a escala regional o local podrían tener un gran impacto.

En un esfuerzo por proteger los polinizadores, la Unión Europea ha prohibido la mayoría de los pesticidas neonicotinoides, relacionados por va­­rios estudios con la disminución de insectos y aves. El pasado otoño el Gobierno alemán adoptó un «programa de acción para la protección de los insectos» que reclama la restauración de su hábitat, la prohibición de usar insecticidas en ciertas zonas y el abandono gradual del glifosato, un herbicida de uso habitual. (Es posible que el glifosato esté liquidando plantas de crucial importancia para los insectos, y además podría estar alterando su sistema inmunitario).

Recientemente un grupo de más de 50 científicos de todo el mundo propuso una hoja de ruta para la conservación de los insectos. Recomendaba «tomar medidas drásticas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero», preservar más áreas naturales que hagan las veces de refugios para los insectos e imponer controles más estrictos sobre las especies exóticas. (El colapso del abejorro chileno y tal vez también del abejorro de banda ocre se debió a la introducción de abejas europeas). El colectivo también instaba a reducir el uso de fertilizantes y pesticidas sintéticos.

«Podríamos hacer muchas cosas, al margen de cómo acabe todo esto, que serían buenas prácticas –dijo Wagner, uno de los integrantes del grupo–. Yo encabezaría la lista con cualquier medida que tenga que ver con el cambio climático. Si dejásemos de usar pesticidas con objetivos estéticos, como en los céspedes domésticos, estaríamos haciendo un favor al planeta».

Una de las contadas organizaciones del mundo dedicadas expresamente a la conservación de los invertebrados es la Sociedad Xerces, radicada en Portland, Oregón. (El nombre alude a la mariposa xerces azul, endémica de la península de San Francisco y que se extinguió en la década de 1940 por culpa de la urbanización). Un día, poco después de haber subido a Castle Peak, acompañé a su director, Scott Black, a visitar algunos de los proyectos colaborativos de la sociedad en el valle Central de California. En el trayecto en coche, Black recordó un Mustang que compró en 1979. Tenía que lavarlo constantemente porque estaba siempre lleno de insectos. Ahora rara vez tiene que despegar insectos muertos del coche. Este fenómeno ha llamado tanto la atención que ha llegado a conocerse como «efecto parabrisas».

Black tenía que lavar aquel Mustang del 79 constantemente porque estaba siempre lleno de insectos. Ahora rara vez tiene que despegar insectos muertos del coche

Dejábamos atrás kilómetro tras kilómetro de cultivos perfectamente ordenados. En otros tiempos el valle albergaba pequeñas explotaciones perimetradas por ribazos de hierba en los que podían refugiarse los insectos; hoy, dijo, la tendencia es arar de una carretera a otra. «Lo que veo es una ausencia de hábitat».

Por fin llegamos a Bixler Ranch, una finca de 520 hectáreas que cultiva almendras y arándanos. Hace unos años los propietarios decidieron colaborar con Xerces para plantar seto vivo y reincorporar parte del hábitat autóctono perdido a lo largo de medio siglo de agricultura cada vez más intensiva. Uno de estos setos, de más de un kilómetro, alternaba arbustos altos, como rosales de Woods y saúcos blancos, con otros de menor porte, como salvia blanca y verbena de California. Era un día cálido de finales de verano y las plantas parecían sedientas. Aun así, zumbaban a su alrededor abejas cortadoras de hojas y abejas del sudor. «Tenemos cantidad de datos que demuestran que si haces esto, ellas vuelven», dijo Black.

«Las plantas y los insectos son el tejido de este planeta –prosiguió–. Lo estamos desgarrando en jirones y tenemos que volver a urdirlo». 

Ver tabla: el mundo de los insectos

Ver infografía: cruciales y en regresión

Elizabeth Kolbert, autora de "La sexta extinción", es colaboradora de la revista. David Liittschwager está especializado en fotografía de la naturaleza. Jason Bittel, autor del artículo de marzo sobre las abejas, ha colaborado desde Costa Rica.

Este artículo pertenece al número de Mayo de 2020 de la revista National Geographic.



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