lunes, 11 de marzo de 2019

Viajes. Toulouse, la dama del Languedoc

La llaman «la ciudad rosa». Pues de rosa, nada. Lo del ladrillo rosa y omnipresente que da el color dominante a los edificios es pura fachada, nunca mejor dicho. Lo que de verdad define a Toulouse y está en su ADN es la rebeldía, la heterodoxia. El primero en protestar fue el obispo-mártir en tiempos romanos San Cernín (en francés Sernin). En la Edad Media se vivió el capítulo de los cátaros o albigenses –Albi está cerca de Toulouse–, supuestos «herejes» exterminados hacia 1240. Con la Guerra Civil española la ciudad acogió a 100.000 refugiados republicanos; todavía hay unos 20.000 vecinos que descienden de ellos. El Instituto Cervantes de Toulouse conserva tesoros bibliográficos y documentales de aquella época. O sea, ciudad roja, más que rosa.

El ombligo de esta urbe de origen romano y poco menos de medio millón de habitantes es la plaza del Capitolio, inmensa y de las más armoniosas de Francia, cuyo nombre recuerda a los capitouls, los consejeros municipales de Toulouse en la Edad Media. El edificio de fachada clasicista que la preside aloja el Ayuntamiento y el Théâtre du Capitole. Detrás tiene un patio ajardinado y en la planta primera, salas con pinturas de la historia local.La cruz de Occitania, incrustada en el pavimento de la plaza, recuerda que esta es su capital regional y ciudad más poblada. Y en derredor, pórticos con los techos decorados.

Desde la plaza sube una cuesta, la Rue du Taur, que lleva hasta la basílica de Saint-Sernin. Según la tradición, este obispo cristiano del año 250 se negó a sacrificar un toro a los dioses paganos; así que lo ataron al animal y lo arrastraron por una cuesta. Sobre su sepulcro alzaron en el siglo XI una preciosa basílica cluniacense. Curiosamente, san Cernín estuvo predicando en Pamplona, ciudad de encierros taurinos, donde tiene una iglesia dedicada. Uno de sus discípulos, Fermín, se formó con él en Francia y regresó para ser obispo de la capital navarra. La basílica destaca por haber sido una de las etapas más gloriosas del Camino de Santiago en Francia, gracias al cual entraron en la Península nuevas ideas y estilos de arte y vida.

Este templo Patrimonio de la Unesco no es la única joya religiosa de Toulouse. Compite con el Convento de los Jacobinos (siglo XIII) de estilo gótico del Languedoc, que conserva un claustro con arcos y columnas que enmarcan conciertos y festivales de música que tanto gustan en la ciudad. Por cierto, aquí fue enterrado santo Tomás de Aquino, figura clave del siglo XIII para la filosofía escolástica y la teología.

Otro convento magnífico es el de los Agustinos, gótico también, convertido en el principal museo de la ciudad. La catedral de St.-Étienne, la pobre, no puede competir con estos edificios, por muy catedral que sea.

El ladrillo, a veces combinado con la piedra en una paleta cromática que va del rosa pálido al naranja chillón, es la cálida tonalidad que predomina en Toulouse. Se ve en los monumentos principales y también en más de setenta hôtels o palacetes espléndidos; durante el Renacimiento la urbe se enriqueció por el comercio del tinte azul añil o índigo, obtenido de la planta Isatis tinturia.

Varios de estos palacetes son hoy museos, como el Hôtel d’Assezat, sede de la Fundación Bemberg que exhibe pintura desde el Renacimiento (Veronés, Tintoretto, Lucas Cranach) a las vanguardias del siglo XX. Otro palacete del XVI, el Dumay, aloja el Museo de la Antigua Toulouse. Se pueden ver vestigios romanos y paleocristianos en el Museo St. Raymond. A los viajeros románticos les encantará el Museo George Labit, en un pabellón orientalista, con piezas, claro está, del lejano Oriente. Y así hasta una docena larga de museos.

Un capítulo aparte es la faceta «espacial» de Toulouse. La Cité de l’Éspace, ubicada en las afueras, es un recinto dedicado a la exploración aérea, donde igual se puede experimentar la ausencia de gravedad como entrar en una nave auténtica de las antiguas Soyuz soviéticas. En su interior, uno se pregunta cómo aquel cacharro rudimentario, con cables y tornillos que parecen los de un camión viejo, pudo volar al espacio. Más alejada del centro está la fábrica de aviones Airbus que se puede visitar y el museo aeronáutico Aeroscopie.

Pero bajemos de las nubes. Porque sería injusto hablar de Toulouse sin mencionar su vitalidad cultural. La ciudad adora el teatro –hay muchos, sobre todo los llamados téâtres de poche o microteatros– y la música, como demuestra la nutrida agenda anual de conciertos y festivales. Por cierto que el mítico cantante de tangos Carlos Gardel nació en Toulouse en 1890 con el nombre de Charles Romuald Gardes, aunque de niño emigró con su madre soltera a Argentina.

La ciudad tiene tres universidades y muchos estudiantes, lo que garantiza la animación. También se impone su reputada gastronomía: buenos vinos del sur, la saucisse de Toulouse –base del guiso cassoulet, que Astérix y Obélix buscaban como locos–, el estouffat o las delicias del pato, que se pueden adquirir en mercados como el acristalado Marché des Carmes. O el simple placer de sentarse en una terraza de la plaza St. Georges, o en los escalones del muelle Daurade a los que se llega tras un agradable paseo, para ver atardeceres rojos, o rosas, y los bateaux toulousains –algunos fijos son restaurantes– que surcan los canales de Brienne o del Midi, por donde el agua del Pirineo se abre paso hacia el Mediterráneo.



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