lunes, 11 de marzo de 2019

Viajes. Fukushima: paisajes después del tsunami

Lo más desgarrador de la ciudad de Namie es que todo parece en orden. La hierba verdeazulada de los prados parece fresca. Los ríos Takase y Ukedo fluyen resplandecientes bajo el sol. La barbería, la estación de trenes y el restaurante de cerdo frito parecen a punto de abrir sus puertas, lejos del caos y la destrucción que se abatieron sobre las localidades costeras un poco más al norte. En las prefecturas de Miyagi e Iwate, los relojes que las olas devolvieron a la playa se habían parado hacia las 3.15 h de la tarde, la hora en que el tsunami devoró ciudades enteras. Pero en la humilde localidad pesquera de Namie, los relojes siguen funcionando.

Namie es uno de los nueve núcleos urbanos situados total o parcialmente dentro de un radio de 20 kilómetros de la central nuclear Daiichi de Fukushima, designado por las autoridades como zona de acceso prohibido. Al igual que las otras ciudades de la zona de exclusión, Namie ya no existe. De sus 21.000 habitantes, 7.500 se han dispersado por Japón. Los otros 13.500 viven en alojamientos provisionales en la región de Fukushima. Son parte de los más de 70.000 refugiados nucleares desplazados a raíz del peor accidente nuclear ocurrido desde Chernobil.

El tusami provocó que 70.000 personas tuvieran que moverse de sus hogares y vivir en otras zonas de Japón

El fin de Namie comenzó en las caóticas horas que siguieron al terremoto del 11 de marzo. La ciudad se abre hacia el noroeste desde la central Daiichi. Sus habitantes, guiados por las noticias de televisión sobre el accidente nuclear y por las autoridades, se dirigieron hacia la zona más alta, en el centro de la ciudad.

Siglos de tsunamis en Japón

Subir a las colinas es un acto reflejo para los japoneses, condicionados por siglos de tsunamis, pero en este caso fue una decisión nefasta, porque se dieron de bruces con el penacho de aire cargado de residuos radiactivos. La gente se apiñó en refugios con escasas provisiones hasta el día 15, cuando otra explosión la obligó a desplazarse a Nihonmatsu.

En el número de julio, la popular revista Bungei Shunju llamaba a Namie «la ciudad olvidada», cuyos habitantes nunca recibieron órdenes oficiales de evacuación, ni cuando las explosiones de hidrógeno en las unidades 1 y 3 esparcían partículas tóxicas en toda el área de Fukushima.

Provistos de máscaras y trajes protectores, los desplazados son a veces transportados en autobús a la ciudad para recuperar pequeños efectos personales y comprobar el estado de sus casas. Los viajes son breves (de dos a tres horas) para reducir al mínimo el riesgo de radiación. Junko y Yukichi Shimizu, que vivían con su hijo, su nuera y su nieto de dos años, parecen abrumados mientras se mueven lentamente por su vivienda. El 26 de julio los acompañé durante una hora en una de esas visitas a la ciudad abandonada.

La vida tras el desastre

Yukichi, de 62 años, sella las ventanas con cinta aislante mientras contempla su adorado jardín, ahora asilvestrado. Su mujer, Junko, de 59, limpia el altar budista de la familia y recoge los pocos objetos que pueden sacar de la zona de exclusión: fotos, hierbas medicinales chinas y el quimono de su hija. Deja atrás las tablillas conmemorativas budistas.

«No hay nadie más para proteger la casa», explica. El ayuntamiento de Namie se ha instalado en unas oficinas improvisadas en Nihonmatsu. Sus funcionarios siguen expidiendo partidas de nacimiento, intentan tener localizados a los ciudadanos, que cada vez se van más lejos, y consultan a los expertos sobre el cesio radiactivo que ha vuelto inhabitables los 222 kilómetros cuadrados de Namie.

Muchos mantienen la esperanza de regresar cuando la central esté estabilizada. Pero la gente no podrá volver a sus casas en un futuro próximo, y el Gobierno empieza a considerar la posibilidad de comprar sus viviendas.

Mientras los suaves rayos del crepúsculo en­­vuelven el paisaje urbano en un cálido fulgor, la fresca brisa marina ondula nuestros sofocantes trajes protectores. Por un momento es posible olvidar que a pocos kilómetros, por la Ruta 6, el contador Geiger marca un nivel de radiactividad 600 veces superior al normal. Yukichi Shimizu, que cultivaba los arrozales y trabajaba en la construcción, observa su amada ciudad hoy sin vida: «¿De verdad sería peligroso vivir aquí?».



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