sábado, 21 de julio de 2018

Viajes. Soledad siberiana

A veces los cuentos de hadas se hacen realidad, solo que pueden tardar décadas.

Cuando era niña y vivía en la ciudad, a Elena Anosova le contaban historias fantásticas de una aldea frecuentada por alces y lobos, historias de un bosque infinito, caminos impracticables y un entorno tan inhóspito como amado.

Ya de adulta –ahora tiene 34 años–, esta artista visual visitó por fin el poblado que hace más de tres siglos fundaron sus antepasados, cazadores que formaron parte de las oleadas de rusos que, en busca de pieles, pusieron rumbo al este, se adentraron en Siberia y nunca regresaron.

El padre de Anosova nació allí, y la mayoría de los 120 vecinos de la población –cuyo nombre y ubicación quieren mantener en secreto– son familiares suyos, en mayor o menor grado.



En evenki, el idioma nativo, el topónimo significa algo así como «la isla». Un término que sintetiza a la perfección el trabajo de esta fotógrafa: la exploración del aislamiento y sus fronteras.

Para llegar en jeep a esta «isla» onírica y sin mar, hay una ruta sobre la pantanosa taiga subártica que puntualmente, en invierno, se congela. Pero el medio más rápido es el helicóptero, que dos veces al mes despega de la ciudad de Kirensk, a 300 kilómetros de distancia. Si va lleno, hay que esperar 15 días para ir, o para volver.

Una vez allí, Anosova descubrió que había mucho por hacer y poca prisa por partir. Hay que reunir a los caballos salvajes cuando hace demasiado calor para cazar en motonieve, recoger las cosechas en los invernaderos calefactados y preparar conservas para el invierno.

Se echa de menos el frío

El dinero en efectivo apenas es necesario, como no sea para alguna excursión a la ciudad, que se financia con la venta de pieles de marta cibelina. Tras visitar la aldea, la vida en la ciudad se antoja diferente. «Es difícil –dice Anosova–, añoras el silencio». Incluso el frío se echa de menos.

En junio la temperatura puede bajar de cero grados. Ella lleva en el iPhone una foto de la lectura de una reciente mañana de enero: -53 °C.

Una de las fotografías de este artículo muestra a un hombre con la cara cubierta de nieve. Para Anosova simboliza cómo se vive allí: «simultáneamente en lucha y comunión con los elementos».



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