lunes, 30 de julio de 2018

Viajes. ¡Cochero, cochero! Moverse en taxi en el siglo XIX

El primer servicio de coches de alquiler del que se tiene noticia se remonta a 1654, cuando en Londres se fundó un gremio de maestros cocheros (Fellowship of Master Hackney Coachmen) encargado de regular el transporte público de la ciudad. Estos cocheros conducían carruajes de ámbito urbano, que se alquilaban por recorridos y que había que ir a buscar al centro de la City.

Pocos años después, Blaise Pascal, el célebre matemático, físico y filósofo –e inventor de un prototipo de calculadora mecánica–, organizó un sistema parecido en París. En 1661 creó con su socio el duque de Roannez una empresa dedicada al transporte urbano de personas, las llamadas carrozas de cinco sueldos (carosses à cinq sols), que desde el año siguiente cubrió cinco rutas en el centro de París.

Aunque la empresa pionera de Pascal fue de corta duración, en el siglo XVIII los coches de alquiler se convirtieron en presencia habitual en las grandes capitales europeas. El dramaturgo madrileño Leandro Fernández de Moratín, a la vuelta de un viaje a Londres, relató a sus amigos la impresión que le habían causado los "coches alquilones" que circulaban por las calles en gran número, "más de mil", según aseguraba, todos de gran pulcritud, comodidad y seguridad. También le sorprendió que los trayectos se pagaran con arreglo a unas tarifas ya establecidas. Lo único que no le gustó fue la vestimenta de los cocheros, al parecer poco cuidada y no ajustada a la calidad del servicio.

Carruajes con suspensión

Que Londres y París fueran las ciudades pioneras en poner en marcha este servicio se explica porque Inglaterra y Francia poseían una avanzada industria del carruaje. En particular, los maestros ingleses –integrados en el gremio Worshipful Company of Coachmakers, fundado en 1677– mejoraron el tiro, el diseño y el confort de los coches, a los que dotaron de un ingenioso sistema de suspensión. En el siglo XIX, el modelo más usual de los coches de alquiler fue el cupé, un carruaje de cuatro ruedas, cubierto, con dos plazas y tirado por un caballo. En Madrid, este vehículo se llamó simón, por un tal Simón González o tal vez por el gallego Simón Tomé Santos; los simones eran famosos por su mala calidad, a juzgar por el testimonio de escritores del Romanticismo como Ramón de Mesonero Romanos o Mariano José de Larra.

Si a mediados del siglo XVIII la capital francesa tenía unos 200 carruajes de alquiler, en 1815 eran casi 1.400, y en 1865 superaban los 6.000

El crecimiento urbano en el siglo XIX estimuló la expansión del servicio de coches de alquiler. Un ejemplo elocuente lo ofrece París. Si a mediados del siglo XVIII la capital francesa tenía unos 200 carruajes de alquiler, en 1815 eran casi 1.400, y en 1865 superaban los 6.000, en gran parte propiedad de una potente empresa: la Compañía Imperial de Coches de París. Este éxito se explica por las necesidades particulares de las nuevas élites burguesas. Para éstas los carruajes no eran únicamente un medio de transporte, sino también un símbolo de estatus.

Por muy cerca que se viviera de la sala de baile, de la ópera o del teatro, la etiqueta imponía llegar en coche de caballos para participar en la ceremonia de exhibición de riqueza e influencia. No por casualidad en Francia los actores se desean suerte antes del inicio de un espectáculo con la expresión "mucha mierda", que originalmente hacía referencia a la gran cantidad de excrementos equinos que los carruajes de los espectadores dejaban a la puerta del teatro. La cantidad de boñigas estaba relacionada con la taquilla.

En cada ciudad europea, los coches de alquiler fueron objeto de una regulación estricta, similar a la de los actuales taxis. En Madrid, por ejemplo, se hizo obligatorio el registro de los dueños y empleados dedicados al negocio del alquiler de coches, así como el control de los mismos. Éstos debían llevar pintado el número de licencia en la testera y en los faroles, y los cocheros estaban obligados a informar de los precios del servicio en un cartel colocado en el interior del carruaje.

Selección de personal

Un servicio de calidad no solo dependía del tipo de coche o de la selección de las caballerizas; también eran importantes las aptitudes y cualidades de los trabajadores y por eso las autoridades impusieron requisitos severos para acceder a la profesión. No valía cualquiera. Según un reglamento del Ayuntamiento de Madrid de 1860, los taxistas debían acreditar "las circunstancias de honradez y moralidad sin tacha, aptitud e inteligencia para la dirección y manejo de los carruajes y caballos, contar por lo menos seis meses en este servicio y tener 18 años de edad". Las malas conductas –como "la infidelidad, el escándalo, la embriaguez acostumbrada o la ineptitud en el manejo del carruaje"– quedaban anotadas en una cartilla y eran motivo de expulsión. Y al parecer había motivo para tomar precauciones, tanto en Madrid como en otras ciudades. En un artículo de 1867 se explicaba que los agentes de la autoridad en París debían conducir a las cocheras los vehículos abandonados en la vía pública "o cuyos cocheros estuvieran en tal estado de embriaguez que resultara peligroso dejarlos circular más tiempo".

Era usual que se formaran aglomeraciones de carruajes a la espera de los clientes, alterando la circulación

Sin duda, uno de los principales problemas históricos de este servicio de transporte fue el de las paradas, pues era usual que se formaran aglomeraciones de carruajes a la espera de los clientes, alterando la circulación, a veces, incluso, con enfrentamientos entre cocheros. En Madrid las quejas llegaron al extremo de que se prohibió que los simones se estacionaran en las calles y había que ir a buscarlos a las cocheras, aunque esta decisión municipal tuvo una breve vigencia y la necesidad obligó a buscar más lugares de parada en el centro de la ciudad.

El Ayuntamiento de Madrid puso tanto celo en mantener el buen orden del estacionamiento que decidió que los coches llevaran pintados los números de las licencias con los colores correspondientes a cada parada. Esta diferencia de colores propició la división de los simones en dos categorías. Los de primera clase –de colores rojos, amarillos, verdes y negros– se situaban en las paradas de mayor demanda de viajeros, y los de segunda, de color blanco, debían situarse en los puntos de menor demanda. De ahí que se hablara de coches de punto o plaza, por tener siempre el mismo punto de parada. Una vez realizado el viaje, debían volver al mismo lugar que habían dejado.

El problema de las tarifas

Los coches de alquiler estaban sometidos a un régimen de precios públicos, fijados por las autoridades. En el siglo XIX las tarifas dependían mucho del tipo de carruaje, ya que los había de uno o dos caballos con capacidad para dos o más personas; y también dependía de la hora del día y de la distancia y el tiempo del viaje. En general, los precios eran elevados y en la prensa aparecían numerosas quejas al respecto. Además, en ocasiones especiales las tarifas podían aumentar repentinamente. Por ejemplo, cuando el general Narváez, presidente del consejo de ministros, dio una fiesta en su casa, aquella noche "ningún coche se alquiló por menos de seis u ocho duros" cuando su precio habitual era de dos. Nadie protestó por el abuso; lo importante era presentarse en la fiesta sin ser menos que los demás.



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