viernes, 20 de julio de 2018

Viajes. Recorrido desde San Francisco por el Big Sur, California

San Francisco es la menos americana de las ciudades de Estados Unidos. Aquí el europeo se siente en casa. La tolerancia y ligera sofisticación de sus habitantes, el gusto por la cultura y la vida saludable, sus parques y barrios... todo ello recuerda los valores del viejo continente, aderezados con la vitalidad y el sentido práctico americanos.

La ciudad de las 43 colinas

Esta hermosa urbe está además bendecida por la naturaleza. Abrazada por 43 colinas, San Francisco se desparrama a lo largo de una de las bahías más espléndidas del mundo. Cabe imaginar el alborozo de la expedición española cuando en la segunda mitad del siglo XVIII descubrió el abrigo perfecto para avituallar los barcos que regresaban de Manila. Y sobre todo, la de los misioneros franciscanos, que establecieron aquí su base al norte de las californias, Misión Dolores.

Océano agreste, misiones evangélicas, calles vertiginosas, presidios y ventanas indiscretas: la urbe norteña de California, así como la ruta de Monterey y Big Sur, están jalonados de imágenes de películas. De las clásicas de Hitchcock hasta Harry el sucio, el cine ha calado en sus carnes de un modo diferente a Los Ángeles. Artistas y escritores la han soñado tanto como vivido. Atrae por su aire de impermanencia, de huida. Oscar Wilde decía que si alguien desaparece se le acabará viendo en uno de sus pliegues. Descubrimos la ciudad en las páginas de Kerouac y Jack London; en tantas series de televisión, desde Calles de San Francisco a Full House. ¿De veras el misterio de la felicidad se refugiaba en las fachadas color pastel, en esas calles inclinadas en los flancos de cuyas aceras descansaban descapotables largos y sensuales?

Hoy el techo urbano es la nueva torre Salesforce (326 m), pero desde la clásica cima de la Coit Tower, rodeada de murales en su base, se abre el deslumbrante panorama de la bahía y las colinas. Y a bordo del ferry de Alcatraz la ciudad cobra una dimensión mítica. Pocas aglomeraciones urbanas dan tal sensación de libertad a sus habitantes. Cada barrio tiene su atmósfera particular: el pasado beatnik y hippy en North Beach y Haight-Ashbury, el mundo gay de Castro, el tecnológico de SoMa y el antes gueto latino y hoy barrio de moda, tapiz de culturas, de Mission.

Tras los pasos de Bogart

En La senda tenebrosa, Bogart, tras una operación, sale a la calle con una nueva cara y ve otra ciudad. Al regresar a San Francisco trece años después, también yo la encuentro cambiada. Ambos hemos vuelto a una de las ciudades del crimen, el hogar de Dashiel Hammet, el detective y luego autor de novelas inolvidables como El haltón maltés. Y ambos seguimos buscando el reflejo del cielo en los ojos de Lauren Bacall. El personaje que Bogart encarna ya no reconoce el rojo lavado y el verde sucio de las tiendas de Chinatown, la silueta oxidada del puente colgante, el barrio dormido de Presidio, donde vive Lauren y donde yo me alojé las dos veces que he estado en San Francisco.

Y sin embargo, lo esencial sigue aquí: la niebla colgada del Golden Gate Bridge, el milagro permanente de ciertos barrios, la fragancia de las magdalenas recién horneadas compitiendo con el nuevo olor a sulfuro que impregna algunos barrios. Mientras camino junto la hilera de casas victorianas de Pacific Heights pienso que siempre estamos en perpetuo cambio pero viajamos para encontrar lo que sigue igual. Paro un taxi cuesta abajo. En Powell St me subo al cable car, el tranvía que escala Nob Hill, la mejor manera de sentir el poder evocador de San Francisco. Desde arriba se divisan los muelles y el aéreo puente, a través del cual hice en mi primer viaje una excursión en bici hasta al puerto de Sausalito. La brisa del océano penetra en el cable car mientras desciende Hyde St con esos chirridos metálicos parecidos a los de un temblor de tierra y atraviesa Lombard, escenario del Vértigo de Hitchcock.

De la bahía a Chinatown

Una vez en Fisherman’s Wharf, la urbe se expande por la bahía. El barrio de Marina alberga las casas más elegantes de la ciudad y para comer hay mucho donde elegir en el Ferry Building, precioso edificio renovado en 2004. Por la tarde, voy a ver la colonia de focas en el muelle 39. Vago después por North Beach y me subo de nuevo al cable car para alcanzar el corazón de Chinatown, un barrio que apenas cambia.

En una casa de té de Main Street, barras y tortas de hojas verdes se amontonan en mesas como si fueran lingotes o boñigas de vaca. La penumbra delinea siluetas y contiene un mundo excluyente. Dos hombres beben té en un rincón junto a dos jaulas de canarios. Bajo Taylor Street y entro en una tienda donde me dan a catar una docena de tés chinos exóticos. Tras sumergir las hierbas un minuto en agua caliente, de púas surgen flores, de pequeñas perlas, junglas acuáticas, de anillos amarillentos, una tinta azul. Salgo flotando entre el sopor y la euforia. Las escenas de Chinatown adquieren entonces un cariz fantástico. Un grupo de mujeres yacen en camas haciendo gimnasia como si fueran mecanismos articulados. Un tendero introduce una gallina viva en una bolsa de papel y la ofrece a su cliente.

Castro y Mission

En el sudeste de la urbe, donde el jazz y antiguos hippies conviven, hay otra San Francisco, la que se adentra en Castro y el antiguo barrio latino, Mission, salpicado de buenos restaurantes. Tras una comida ligera en el Dirty Water, entro en la misión Dolores, que sobrevivió al terremoto de 1906. Sus dos torres blancas, desiguales, destacan contra el cielo azul. Busco en el jardín la estatua del fundador de las misiones de California, fray Junípero Serra, nacido en Mallorca. El responsable de que el mapa de la onceava economía del mundo esté sembrado de todos los santos.

La Highway 1 se considera una de las grandes travesías americanas por su variedad de alicientes: misiones, centros de terapias alternativas, enclaves famosos gracias al cine.

Rumbo al Big Sur

Al dejar San Francisco la sucesión de colinas ofrece unas bonitas vistas entre San Mateo y San José. Es una densa región que comprende la Universidad de Stanford y el núcleo high-tech de Palo Alto y Cupertino. Ya en la Highway 1, solitarias playas y acogedores moteles hacen la ruta agradable hasta Half Moon Beach. Desde allí a Santa Cruz se ven las casas más lujosas de la costa y el viejo faro Pigeon Point. Una vez en San Gregorio empieza la Route 84, que pasa por frondosos bosques y pueblos tranquilos.

Santa Cruz es un buen lugar para pasear en sus espléndidas playas y tal vez divisar ballenas desde un barco. Viñedos, montañas e inesperados bosques de secuoyas desembocan en Pacific Grove, punto de partida de otra ruta escénica de 17 millas hasta Carmel.

Más allá de Bird Rock y el ciprés solitario que cuelga de un risco, fue en la llamada Spanish Bay donde Gaspar de Portolá fondeó la flota en 1769 para frenar el avance ruso por el norte. Monterey fascina en su Historic Park y afortunados los que vengan el fin de semana de septiembre en que se celebra el famoso Jazz Festival. De John Steinbeck, que nació cerca de Monterey, me gusta releer in situ sus Viajes con Charley, además del relato «Vuelo», que narra la huida de Pepe hacia las colinas para convertirse en adulto.

La misión de Carmel

Carmel es la perla de la costa. Stevenson, el autor de La isla del tesoro, escribió que sus contorsionados cipreses de copa ancha eran «los árboles más fantásticos». En Carmel está enterrado el ahora santo Junípero Serra y es el hogar de Clint Eastwood, que fue durante años su alcalde. Gracias al actor la misión de San Carlos Borromeo es la mejor conservada del camino real californiano. A un costado de la iglesia, que visito por segunda vez, desemboca el riachuelo que dio nombre al pueblo. En la playa vi una vez caminar una figura delgada con los andares de Harry el sucio.

El cinematográfico puente de Bixby aparece a lo lejos, colgado entre dos promontorios

Más allá de Carmel la ruta discurre por esa carretera de sueño hasta que me topo con el Bixby Bridge, colgado entre dos promontorios del acantilado. Es como la filigrana de un tren eléctrico o el esqueleto de un animal extinguido. Hay algo en el Bixby que nos hace olvidar para qué sirve un puente. Las colinas verdes se precipitan en el océano espumoso y las olas nos llaman, pero apenas hay accesos al mar. Una caminata en el parque Julia Pfeiffer nos adentra en el bosque hasta la escondida cascada MacWay. Del pintoresco sendero Northway Trail a veces se divisa el intermitente resoplar de un banco de ballenas grises a lejos.

Terapias alternativas

Camino a San Simeón nos detenemos en el Esalen Institute, que fue hotel hippy en los 60, paraíso nudista y yogui. Aquí Hunter S. Thompson, el creador del periodismo gonzo, llegó a trabajar como guardia de seguridad armado. En el enclave residieron o se inspiraron los creadores de varias terapias modernas –psicología humanista, gestalt, PNL, respiración holotrópica...–; ahora se ha convertido en un espacio donde vienen a darse golpes en el pecho los genios de Sillicon Valley que no podían dormir al darse por fin cuenta, como dice su director, Ben Tauber, huido de Google, «que habían revolucionado la conexión global con internet, sin que eso ayudase a la gente a conectar con sí mismos». Descalzos, con la mirada perdida en el vientre blanco del Pacífico, los genios arrepentidos purgan su gloria en las famosas aguas termales de Esalen.

El Parque Limekiln brinda un oasis de calma para un pícnic entre las majestuosas secuoyas. Desde 1890 los árboles ya no alimentan los hornos de cal, utilizados para elaborar el cemento que demandaban San Francisco y Monterey. Media hora de agradable paseo conduce a las canteras de piedra caliza. Antes de acabar el fascinante periplo por esta franja de la costa, nos damos una zambullida en la apartada cala Partington. Las aguas claras, casi gélidas, del Big Sur rejuvenecen al que tiene el arrojo de probarlas.



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