martes, 26 de junio de 2018

Viajes. Irlanda, Dublín y la mágica costa oeste

Dublín es el primer faro al que acercarse para conocer la siempre pacífica pero nunca aburrida Irlanda. La música, la literatura, la diversión y la gastronomía compiten por el protagonismo de un casco urbano donde las sombras de James Joyce y Oscar Wilde se cruzan con músicos como Bono o escritores como John Banville y a veces incluso Benjamin Black en persona.

Esta es la capital mundial de la ficción y una meca para los amantes de la cultura, porque los escenarios de la novela Ulises de Joyce o el estudio de Francis Bacon en la Hugh Lane Gallery son reales. Como lo son los tres cuadros de Goya expuestos en la National Gallery, donde Velázquez, Zurbarán y El Greco comparten salas con el resto de los mayores talentos del mundo, desde El Bosco hasta Van Gogh y Picasso.

El Castillo de Dublín

La lista de museos imprescindibles –y, dato importante, gratuitos– es casi interminable: desde el espectacular Museo de Arte Contemporáneo (IMMA), hasta la deliciosa biblioteca Chester Beatty, un museo que acoge diferentes tesoros artísticos pertenecientes a las grandes culturas y religiones del mundo. La Chester Beatty se localiza junto al Castillo de Dublín, cuya recomendable visita guiada incluye la muralla medieval y las dependencias de Hacienda donde trabajó Bram Stoker, el autor de Drácula.

Dublín es un gran polo de arte, donde el teatro y la música se alían con los espacios naturales de una ciudad con pasado industrial y, por encima de todo, cosmopolita. El solemne National Concert Hall ofrece junto al repertorio clásico continuas propuestas para todos los públicos: infantil, familiar y alternativo, música de raíz y experimentación. Allí se puede disfrutar de grupos folk como Lankum un sábado por la mañana o verlos cualquier noche en el suavemente acanallado ambiente de salas como Vicar o pubs de tradición combativa como el Coblestone.

Dublín es un gran polo de arte, donde el teatro y la música se alían con los espacios naturales de una ciudad con pasado industrial.

Una leyenda, basada en históricas desigualdades económicas, dice que los distritos impares, al norte del río Liffey, albergan una ciudad mundana y menos apacible que los pares, al sur del río y tradicionalmente preferidos por las familias bien. Los elegantes barrios de Ballsbridge o Ranelagh, con sus apabullantes embajadas sobre Ailesbury Road, atestiguan esta realidad social que no impide, sin embargo, que hoy todo Dublín sea una ciudad perfectamente transitable y tan segura como cualquier otra capital europea.

Es un placer pasear por los tramos más verdes del Gran Canal, que traza una casi circunferencia en torno al centro urbano. Como lo es disfrutar de los elegantes alrededores de Parnell Street o las bulliciosas perpendiculares peatonales de la populosa O’Connell. Estas dos arterias comerciales por excelencia mantienen, pese a la aplastante actualidad de la moda, el aroma de un tiempo en que sastres y artesanos dominaban la zona junto a los vendedores que pregonan, hasta hoy, quesos, pescados y flores al aire libre.

Referencia inevitable de la modernidad urbanística, la enorme aguja de acero The Spire, clavada frente al edificio central de Correos (GPO) –donde estuvo el epicentro de la Insurrección de Pascua de 1916, que llevó a Irlanda a su independencia–, permite orientarse desde casi cualquier punto del la ciudad. Y nos sugiere, por ejemplo, caminar hacia Capel Street, acaso la calle más atractiva del lado norte por su rica tradición comercial y la increíble variedad en tiendas y restaurantes. Desde el épico roastbeef dominical del animado pub Slattery’s hasta los míticos trajes a medida de Louis Copeland enfrente, caminar por Capel Street equivale a trasladarse desde Vietnam hasta Moldavia en pocos segundos y poder elegir entre los pescados hawaianos del Poké, los brunch de autor de Brother Hubbard o las transgresoras copas del mítico Pantibar.

Los pubs de Temple Bar

Cruzar el río Liffey desde aquí significa caer en el corazón de Temple Bar, el barrio que ha quedado a ojos del mundo como símbolo de la marcha y el cerveceo dublinés por excelencia. Pero la oferta de esta zona, siempre muy concurrida, no se reduce a las excelentes y variadísimas pintas sino que incluye librerías, tiendas y espacios singulares como The Ark, especializado en actividades infantiles, la original The Gutter Bookshop o la imprescindible galería The Library Project, donde el español Ángel González reúne lo mejor sobre fotografía actual y fotolibros.

Asomarse al Trinity College es otra obligación porque el alma mater de Dublín por excelencia alberga uno de los campus más bellos y en su biblioteca se exhiben tesoros de la cultura occidental como el Libro de Kells y miles de volúmenes y manuscritos de todos los tiempos. Después de deambular por solemnes salones y patios apetece andar sin prisa por la peatonal Grafton Street, repleta de cafés, comercios y músicos que igual tocan rock, jazz o música clásica. Sin apenas desviarse, el viajero podrá disfrutar de los impagables paseos por St. Stephen’s Green o el parque de Merrion, los dos pulmones verdes entre los que se localizan algunos de los mejores hoteles y restaurantes de la ciudad.

Rumbo a la costa Oeste

Irlanda no se agota en la insomne Dublín y, a solo 60 km, es tentador visitar el yacimiento megalítico de Newgrange, que junto a Stonehenge y Carnac es uno de los más relevantes de Europa. Una sugestiva etapa antes de continuar ruta hacia el oeste hasta llenarse los ojos de Atlántico en la luminosa y colorida Galway. De espíritu dinámico, llena de gente joven y de vida nocturna, esta ciudad costera es conocida por las novelas policiacas de Ken Bruen (Galway, 1951) protagonizadas por el detective Jack Taylor; la serie de TV homónima resulta ideal para ambientarse antes de viajar allí.

La Universidad es uno de los motores de la vida social de Galway, aunque también lo son sus festivales, orientados a temas tan dispares y atractivos como las ostras, las carreras de caballos, el cine o la música medieval. Hace 500 años, el corazón de la ciudad era el puerto. El Galway City Museum reúne, desde la Prehistoria hasta el presente, variadas colecciones que permiten entender la historia local y el entusiasmo con que se prepara la ciudad para ser Capital Europea de la Cultura en 2020. Una estancia de varios días invita a bucear en el mundo de James Joyce a través de la Casa-Museo de Nora Barnacle, perderse en la librería Charlie Byrnes, visitar los primeros fundamentos constructivos en el Hall of the Red Earl, tomarse una pinta en el King’s Head o pasear a lo largo de la Salthil Prom.

La ciudad de Galway se prepara para ser la Capital Europea de la Cultura en 2020.

Los alrededores de la ciudad son generosos en tradiciones, gastronomía y naturaleza. Algo fácil de comprobar si se recorre la costa entre los acantilados de Moher y el Parque de Connemara, distantes de Galway unos 80 km al sur y otros tantos al norte, respectivamente. La bahía se nos ofrece así desde diversas perspectivas, con las poéticas islas Aran siempre a la vista. Se suceden alojamientos rurales, yacimientos arqueológicos y escenarios ideales para realizar excursiones a pie, sin descuidar las degustaciones de sabrosos mariscos, entre los que sobresalen algunas variedades de ostras.

Desplazarse por las carreteras de Connemara es un placer que se multiplica en cada sentido. Por un lado, la vista y el oído no se cansan de contemplar el lago y los paisajes en los alrededores de la abadía de Kylemore y sus amurallados jardines victorianos. Por otro, el olfato y el gusto se deleitan con el cordero asado y las verduras como las que se sirven en el Signal Bar de la estación de Clifden, la capital del condado.

Pueblos como Leenane y puertos como Killary son paradas ideales para cualquier día de excursión hacia Roundstone, donde los Twelve Bens, impresionantes montes de cuarcita, convocan a corredores y andarines de todo el mundo con sus doce cumbres engarzadas, ideal para una jornada de excursión. El valle del Lough Inach es otro de los hitos inexcusables de este paraíso para los amantes de la naturaleza, la fotografía y la pesca. Con una rica tradición de ahumados, la gastronomía local se suma a la artesanía, la joyería y el cristal tallado en docenas de pequeños comercios familiares.

Acantilados de Moher

Antes de embarcar hacia las islas Aran, conviene asomarse al colosal precipicio de los Acantilados de Moher: un muro de 8 km de largo y alturas de hasta 214 m. Sobrecoge verlos tanto desde los caminos que siguen el borde superior como desde el mar, a bordo de alguno de los barcos que zarpan del pueblo de Doolin y que también se dirigen a las islas Aran. Miles de aves anidan en los entrantes del acantilado y en las rocas desgajadas del muro –como la gigantesca Great Raven– y convertidas ahora en islotes fuera del alcance del hombre. Los frailecillos son los más vistosos, pero también se ven diferentes especies de gaviotas y halcón peregrino.

Las Islas Aran

Culminar el viaje en las islas Aran, ya sea en ferry desde Galway o en avioneta, es un sueño. Toda la potencia del mar frente a la roca perfila el horizonte heroico del pequeño Kilronan, el núcleo de la mayor de las tres ínsulas, Inishmore (Inis Mór). Unas horas aquí o en sus hermanas menores, Inishmaan e Inisheer (Inis Meáin e Inis Oírr), bastan para comprender la épica de estos pescadores que gozan –y sufren– el privilegio de esa salvaje belleza.

Conocidas también por la lana de sus ovejas, con las que se tejen los famosos jerseys de Aran, las tres islas son un refugio de la lengua y las tradiciones irlandesas, de ahí que hayan atraído a escritores de diversas épocas. J. M. Synge, por ejemplo, pasó allí varios veranos a finales del siglo XIX, o el cineasta Robert J. Flaherty, que en 1934 rodó el célebre documental Man of Aran.

Otro de los atractivos del archipiélago son sus vestigios de la Edad de Hierro, como la fuente y el fuerte amurallado de Dún Aonghasa o las ruinas de las Siete Iglesias, lugar de peregrinación desde el siglo VII. Ambos lugares se hallan en Inishmore y, como el resto del territorio, son abordables por carretera en coche, bicicleta o en itinerarios guiados en microbús de unas tres horas.

La emoción alcanza su cenit al contemplar las colonias de focas y delfines desde los promontorios más occidentales de la mayor de las islas. En un involuntario ejercicio de simetría con Dublín, el archipiélago de Aran se antoja como un último faro de este viaje irlandés y, tal vez, también el primer faro de Europa.

El monte Croagh Patrick

Solo mide 762 m de altitud, pero congrega a un millón de peregrinos al año. Esta montaña pedregosa que se eleva al norte de Connemara, es un lugar venerado desde hace 5.000 años que saltó a la fama gracias a san Patricio. El santo pasó en la cumbre 40 días en el año 441 d.C. durante los cuales ayunó, oró y se dice que expulsó de Irlanda a las serpientes. Desde entonces, el también conocido como The Reek es un enclave sagrado al que muchos devotos suben descalzos para emular al santo. La ruta desde el Centro de Visitantes Teach na Miasa –a 8 km de Wesport– dura 2 h de ascenso y 1h30 de descenso. Se puede acudir alguno de estos tres días: Garland Friday, el último viernes de julio; Reek Sunday, el último domingo de julio; día de la Asunción, el 15 de agosto. Otras fechas interesantes son el 18 de abril y el 24 de agosto, cuando se produce el fenómeno del Rolling Sun: el sol emerge sobre la cumbre y rueda ladera abajo a lo largo del día.



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