viernes, 3 de mayo de 2019

Viajes. Las Cuevas de los Mil Budas

Los esqueletos humanos se amontonaban en la arena. Xuanzang, un monje budista que recorría la Ruta de la Seda en el año 629, veía en los blanquecinos huesos una advertencia de los muchos peligros que acechaban a quienes viajaban por aquella arteria, la de mayor vitalidad del mundo en comercio, conquistas y difusión de ideas. Las tormentas de arena del desierto, más allá de la frontera occidental del Imperio chino, lo habían extraviado de su rumbo, y se encontraba al borde del desmayo. El calor dibujaba espejismos, visiones de ejércitos amenazadores en las lejanas dunas. Aún más terror infundían los salteadores de caravanas en busca de un botín: seda, té y cerámicas hacia el oeste, rumbo a las cortes persas y mediterráneas; oro, gemas y caballos hacia el este, rumbo a Changan, capital de la dinastía Tang y una de las grandes metrópolis de la época.

Si Xuanzang no cejó, según dejó escrito en su famosa crónica del viaje, fue gracias a otro artículo precioso que también viajaba por la Ruta de la Seda: el budismo. A lo largo de la vía transitaron otras religiones (el maniqueísmo, el cristianismo, el zoroastrismo y, más tarde, el islam) pero ninguna influyó tanto en China como el budismo, llegado de la India en algún momento durante los tres primeros siglos de nuestra era. Los textos budistas que Xuanzang trajo de la India, a cuyo estudio y traducción dedicó los siguientes veinte años, sentaron las bases del budismo chino y alimentaron su expansión.

Hacia el final de los 16 días de viaje, el monje se detuvo en Dunhuang, un próspero oasis de la Ruta de la Seda convertido en una encrucijada de gentes y culturas que iba a dar a luz a una de las grandes maravillas del universo budista, las cuevas de Mogao.

A unos 19 kilómetros al sudeste de Dunhuang emerge de entre las dunas esculpidas por el viento un risco en forma de arco que cae más de 30 metros hasta un río orillado de álamos. A me­­diados del siglo VII, cientos de grutas horadaban el kilómetro y medio de pared rocosa. En ellas los peregrinos pe­­dían en oración cruzar sin so­­bre­­saltos el temido desierto de Takla-makan o, como Xuanzang, da­­ban gracias por la bondad de la travesía.

La aridez monocroma del desierto daba paso a una exuberancia de color y movimiento en el interior de las cuevas. Miles de budas brillaban sobre los muros de las grutas, vestidos con centelleantes ropajes de oro importado. En los techos flotaban apsaras (ninfas) y músicos celestiales con vaporosos atuendos de lapislázuli, demasiado delicados para haber salido de la mano de un ser humano. Junto a las etéreas imágenes del nirvana había detalles terrenales bien conocidos por los viajeros de la Ruta de la Seda: mercaderes de Asia Central, de nariz larga y tocado flexible; ajados monjes indios de hábito blanco; campesinos chinos trabajando la tierra. En la cueva más antigua, que data del año 538, Xuanzang habría visto de nuevo a aquellos bandidos, sólo que la pintura los mostraba cautivos, cegados y finalmente convertidos al budismo.

Cuando Xuanzang pasó por Dunhuang, no podía saber que sus traducciones de los sutras budistas inspirarían a los artistas de Mogao de siglos posteriores. Tampoco podía saber que más de 1.200 años después su obra conduciría al re­­descubrimiento, al saqueo y, en el siglo XXI, a la protección de las grutas. Todo cuanto el monje podía ver era que, en aquel lugar desértico de la periferia del Imperio, la fe budista se transformaba con cada pincelada dada en la oscuridad.

Para una religión que propugna la fugacidad de todas las cosas, las arenas siempre en movimiento de los desiertos del oeste de China bien pudieron parecer el entorno perfecto para una expresión artística tan magnífica. Pero el milagro de las cuevas de Mogao no es su carácter efímero, sino su sorprendente longevidad.

Excavadas entre los siglos IV y XIV, las grutas, con su finísima epidermis de brillos pincelados, han resistido los embates de guerras, pillajes, inclemencias meteorológicas y abandono. Se­­mienterrado en la arena durante siglos, este tajo solitario de roca de conglomerado es tenido hoy por uno de los principales museos de arte budista del mundo. Pero las cuevas son algo más que un monumento piadoso. Sus murales, esculturas y manuscritos ofrecen un retrato sin parangón de la sociedad multicultural que durante mil años prosperó a lo largo del gran corredor entre Oriente y Occidente.

Los chinos las llaman Mogaoku, «cuevas incomparables». Pero no hay nombre capaz de condensar su belleza e inmensidad. De las casi 800 cuevas cinceladas en la cara del acantilado, 492 están decoradas con más de 46.000 metros cuadrados de exquisitos murales, unas 40 veces la superficie de la Capilla Sixtina. También adornan el interior de las cuevas más de 2.000 esculturas, algunas de las cuales se cuentan entre las más eximias de su época. Hasta hace poco más de un siglo, cuando del desierto empezaron a llegar los buscadores de tesoros, una cámara que había permanecido oculta durante largo tiempo contenía decenas de miles de manuscritos antiguos.

Los chinos las llaman Mogaoku, «cuevas incomparables». Pero no hay nombre capaz de condensar su belleza e inmensidad

Tanto los viajeros que recorrían la ruta septentrional, más larga, como los que seguían la ruta meridional, más rigurosa, convergían en Dunhuang. Llegaban caravanas cargadas de géneros exóticos que hablaban de tierras remotas. El artículo más importante, con todo, eran las ideas artísticas y religiosas. No es de extrañar que, al ilustrar la mayor de las importaciones de la Ruta de la Seda, los pintores de Mogao utilizaran en sus murales elementos foráneos, desde los pigmentos hasta los temas representados.

«Las cuevas son una cápsula del tiempo de la Ruta de la Seda», dice la arqueóloga Fan Jinshi, directora de la Academia de Dunhuang, la institución que supervisa la investigación y conservación del monumento y la actividad turística. Llena de vitalidad a sus 71 años, Fan lleva casi medio siglo trabajando en las grutas, desde que en 1963 llegó a ellas recién licenciada en la Universidad de Pekín. Casi todos los monumentos de la Ruta de la Seda, explica Fan, sucumbieron al desierto o a los sucesivos imperios. Pero las cuevas de Mogao, un caleidoscopio de murales que plasma los primeros encuentros entre Oriente y Occidente, perduraron casi intactas. «La importancia histórica de Mogao es inconmensurable –afirma–. Al hallarse situada en un punto de tránsito de la Ruta de la Seda, apenas encontrará una pared que no dé fe de la mezcla de elementos chinos y extranjeros.»

Hoy Oriente y Occidente convergen de nuevo en Dunhuang, esta vez para tratar de salvar las grutas de la que podría ser la peor amenaza de sus 1.600 años de historia. Los murales de Mogao siempre han sido frágiles, y la finísima capa de pintura, víctima de la implacable guerra de corrosión que libran la roca y el aire. En los últimos años han sufrido la agresión doble de las fuerzas de la naturaleza y el auge del turismo. Empeñada en preservar las obras maestras de la Ruta de la Seda y a la vez contener el impacto del turismo, Fan ha conseguido el apoyo de equipos de expertos procedentes de Asia, Europa y Estados Unidos. Esta iniciativa de colaboración cultural a escala internacional, reflejo de la gloriosa historia de las cuevas, quizá contribuya a garantizar su supervivencia.

El origen de las cuevas fue una visión de luz. Una tarde del año 366, un monje errabundo llamado Yuezun vio mil budas de oro centelleando en un despeñadero. La visión lo movió a ex­­cavar en la roca una pequeña celda de meditación; tras él llegaron otros. Las primeras cuevas no eran más grandes que un ataúd, pero pronto las comunidades monásticas empezaron a abrir cavidades más amplias, ornadas con imágenes de Buda, para albergar actos de devoción colectivos. De esas grutas primitivas proviene el nombre popular de «Cuevas de los Mil Budas».

Por lienzo no tenían más que barro del río mezclado con paja, pero con el paso de los siglos los artistas de Dunhuang dejarían registrada en tan humilde superficie la evolución del arte chino y la sinización del budismo. Uno de los momentos álgidos de la creación artística de Mogao tuvo lugar entre los siglos VII y VIII, una época de apertura y consolidación del poder en China. La Ruta de la Seda estaba en su apogeo, florecía el budismo y Dunhuang guardaba lealtad a la capital china. Los pintores de cuevas de la dinastía Tang exhibían un decidido estilo chino, cubriendo las paredes de preciosistas narraciones budistas cuyo color, dinamismo y naturalismo infundían vida a un imaginativo paisaje. Más tarde, el País del Centro comenzaría a replegarse sobre sí mismo, para acabar aislado del mundo en el siglo XIV con la dinastía Ming.

«A diferencia de los budistas indios, los chinos querían conocer al detalle todas las manifestaciones de la vida posterior a la muerte –dice Zhao Shengliang, historiador del arte de la Academia de Dunhuang–. El propósito de todo este color y dinamismo era mostrar a los peregrinos la belleza de la Tierra Pura, y convencerlos de su existencia. Los pintores creaban la sensación de que el universo entero estaba en movimiento.»

Dunhuang se veía sacudida periódicamente por convulsiones más mundanas. Pero aun siendo conquistada por dinastías rivales, aristocracias locales y poderes extranjeros (entre 781 y 847 fue dominio tibetano), el proceso creativo no se detuvo en Mogao. ¿Cómo se explica tal perseverancia? Quizá fue algo más que una mera veneración de la belleza o del budismo. En vez de arrasar cualquier vestigio de sus predecesores, cada generación de dirigentes financiaba cuevas nuevas, a cuál más magnífica, y las adornaba con sus propias efigies piadosas. Las filas de ricos mecenas representados en la base de la mayoría de los murales fueron aumentando con los siglos hasta llegar a eclipsar las figuras religiosas de las pinturas. Quizá se lleve la palma la emperatriz Wu Zetian, cuyos deseos de proyección (y protección) divina la impulsaron en 695 a supervisar la creación de la estatua más grande del complejo, un buda sedente de 35 metros.

A finales del siglo X la Ruta de la Seda ya estaba en decadencia. Se seguían excavando y decorando cuevas (como la que alberga murales tántricos de contenido sexual, construida en 1267 bajo el dominio del Imperio mongol de Gengis Kan), pero a medida que se abrieron nuevas rutas marítimas y se construyeron navíos más veloces, las caravanas terrestres quedaron relegadas a la obsolescencia.

China, además, dejó de dominar buena parte de la Ruta, y el islam inició su larga migración más allá de las cordilleras de Asia Central. A principios del siglo XI, varias de las denominadas regiones occidentales (parte de la actual Xinjiang, en el oeste de China) estaban islamizadas, y los monjes budistas guardaron decenas de miles de manuscritos y pinturas en una pequeña cámara lateral anexa a una gruta mayor. ¿Ocultaban documentos por miedo a una in­­vasión musulmana? Imposible asegurarlo. Lo único seguro es que la cámara (hoy conocida co­­mo cueva 17 o cueva de la Biblioteca) fue sellada, enfoscada y disimulada con murales. El tesoro pasó oculto 900 años.

La cicatriz diagonal de una antigua duna de arena aún se aprecia en los murales exteriores de la cueva 17. En los albores del siglo XX, cuando un sacerdote taoísta llamado Wang Yuanlu se autoerigió en guardián de los santuarios, la arena enterraba muchas de las grutas abandonadas. En junio de 1900, cuando los obreros despejaban una duna, Wang halló la puerta secreta de una pequeña cueva atestada de manuscritos. Entregó algunos a las autoridades locales, confiando en que le va­­liesen una donación. Lo que recibió fue la orden de sellar la cueva con todo su contenido.

Tuvo que ser otro encuentro con Occidente lo que reveló el secreto de las cuevas, e hizo saltar las alarmas patrióticas chinas. Aurel Stein, un estudioso de origen húngaro que trabajaba para el gobierno británico en la India y el Museo Británico, llegó a Dunhuang a principios de 1907, habiéndose valido para cruzar el desierto de Takla-makan de las descripciones que Xuanzang hiciera en el siglo VII. Wang se negó a mostrar al extranjero los legajos de la cueva de la Biblioteca, hasta que supo que Stein también era un gran admirador de Xuanzang. Gran parte de los ma­­nuscritos resultaron ser traducciones de Xuanzang de los sutras budistas que él mismo había traído de la India.

Tras varios días ganándose a Wang y varias noches sacando volúmenes de la cueva, Stein partió de Dunhuang con 24 maletas de manuscritos y otras cinco de pinturas y reliquias. Fue uno de los expolios más rentables de la historia de la arqueología, y todo a cambio de una mera donación de 130 libras esterlinas. Los servicios prestados granjearon a Stein el título de sir en Inglaterra, y un rencor eterno en China.

El botín de Stein reveló un universo multicultural de insospechado dinamismo. En los textos se identificó casi una do­­cena de idiomas, como el sánscrito, el tibetano, lenguas turcas y hasta el judeo-persa, además del chino. Muchos sutras estaban copiados en papeles usados que resultaron ser verdaderos retazos de la vida cotidiana de la Ruta de la Seda: el contrato de una compraventa de esclavos, el informe del rapto de un niño, incluso una disculpa por un comportamiento etílico, digna de un manual de protocolo. Uno de los objetos más valiosos era el Sutra del Diamante, un manuscrito de cinco metros impreso con matrices de madera en el año 868, casi seis siglos antes que la Biblia de Gutenberg.

El botín de Stein reveló un universo multicultural de insospechado dinamismo.

Otros (franceses, rusos, japoneses y chinos) siguieron los pasos de Stein, y en 1924 llegó el historiador del arte Langdon Warner, un aventurero americano que bien podría haber inspirado el personaje de Indiana Jones. Embrujado por la belleza de las cuevas, Warner contribuyó sin embargo a su destrucción al extraer torpemente fragmentos de una docena de murales y llevarse de la cueva 328 la exquisita estatua de la época Tang de un bodhisattva arrodillado. Aunque las obras de arte se encuentren hoy bajo la esmerada custodia del Museo de Arte de Harvard, los murales dañados y el hueco que dejó la escultura constituyen una visión desgarradora.

Emulando a Egipto y Grecia, China ha solicitado la devolución de las piezas de Mogao. La propia Academia de Dunhuang incluye en su libro sobre las grutas, en general de tono aséptico, un capítulo titulado «Los despreciables ca­­zadores de tesoros». Pero los conservadores de museos extranjeros aducen que sus instituciones han salvado tesoros que quizá se habrían perdido para siempre en las guerras y revoluciones de la China del siglo XX.

Más allá de estos puntos de vista encontrados, hay algo incontrovertible: la dispersión de las piezas de Mogao en museos de tres continentes ha generado un nuevo campo de estudio, la dunhuangología, y hoy expertos de todo el mundo trabajan para preservar los tesoros de la Ruta de la Seda.

Fan Jinshi nunca buscó ser la guardiana de las cuevas. Cuando en 1963 se presentó en la Academia de Dunhuang, esta shanghainesa de 23 años no imaginaba que pasaría un año entero en aquel lugar remoto, y menos aún toda una vida. Las cuevas eran impresionantes, pero Fan no soportaba la comida, la falta de agua corriente ni el hecho de que todo (casas, camas, sillas) fuese de barro. Entonces llegó la Revolución Cultural de 1966 y el régimen de Mao comenzó a liquidar templos budistas, creaciones culturales y símbolos foráneos en toda China. Las cuevas de Mogao eran un blanco lógico. El equipo de Fan no se sustrajo a la conmoción; sus 48 empleados formaron unas doce facciones revolucionarias que se dedicaban a criticarse e interrogarse entre sí. Pero pese a las luchas intestinas, las facciones acordaron que las cuevas de Mogao no se tocaban. «Tapiamos las puertas de acceso», cuenta Fan.

Ha pasado casi medio siglo, y Fan lidera hoy una revolución cultural bien distinta. Bajo la luz vespertina que inunda su despacho en la Academia de Dunhuang, la directora, una mujer menuda de corto cabello cano, señala hacia el risco de color pardo que se vislumbra tras la ventana. «Las cuevas padecen casi todos los males», dice, y de un tirón acusa a la arena, el agua, el hollín, la sal, los insectos, la luz del sol… y los turistas. Fan supervisa a 500 empleados, pero ya en los años ochenta reconoció que a la Academia no le vendría mal la ayuda de conservacionistas extranjeros. Puede parecer una ob­­viedad, pero colaborar con extranjeros es un asunto delicado en los monumentos del patrimonio cultural chino, y el saqueo sufrido hace un siglo en Mogao sigue alimentando suspicacias.

Tras la ventana de Fan, el cielo se oscurece de pronto. Se ha levantado una tormenta de arena. No capta la atención de Fan, pero sí le recuerda el primer proyecto que llevó a cabo con uno de los colaboradores más antiguos de la Academia, el Instituto Getty de Conservación (GCI). Para evitar la invasión de la arena, que había enterrado varias cuevas y dañado sus pinturas, el GCI levantó en las dunas una serie de vallas oblicuas que redujeron a la mitad la velocidad del viento y disminuyeron el avance de la arena en un 60 %. Hoy la Academia ha encomendado a retroexcavadoras y obreros la plantación de anchas hileras de vegetación desértica con idéntica misión.

Los esfuerzos más laboriosos se llevan a cabo en el interior de las cuevas. El GCI ha instalado sensores higrotérmicos y también cuantifica el flujo de turistas. El proyecto de más entidad se llevó a cabo en la cueva 85, una gruta de la dinastía Tang en la que los expertos del GCI y de la Academia trabajaron durante ocho años para concebir un cemento especial para readherir los segmentos de mural desprendidos de la roca.

En un lugar tan antiguo, abundan los dilemas. En la cueva 260, una gruta del siglo VI que el Courtauld Institute of Art, de la Universidad de Londres, usa de «cueva de estudio», estudiantes chinos han empleado recientemente micropinceles para limpiar la superficie de tres pequeños budas. Los ropajes rojos pasaron de ser casi invisibles a tornarse resplandecientes. «Es mara­villoso ver la pintura –dice Stephen Rickerby, el conservador que coordina el proyecto–. Pero se nos plantea un dilema: el polvo contiene sales que pueden dañar la pintura, pero eliminarlo la expone a una luz que la degradará.»

A ese dilema se enfrenta Fan Jinshi: cómo conservar las cuevas sin dejar de acercarlas al público. En 2006 visitaron Mogao más de medio millón de turistas. Los ingresos han fortalecido a la Academia de Dunhuang, pero la humedad de tantos alientos podría ser el peor enemigo de los murales. Hoy los turistas sólo pueden acceder a una serie rotatoria de 40 cuevas, abiertas de diez en diez.

Quizá la tecnología di­­gital ofrezca una solución. Basándose en el proyecto de fotodigitalización de 23 cuevas realizado con el Archivo Internacional Me­­llon de Dunhuang, la Academia ha emprendido su propia maratón para digitalizar las 492 cuevas decoradas (por ahora llevan 20 grutas). El esfuerzo es la contrapartida de la iniciativa internacional de digitalización de los manuscritos de la cueva 17, hoy dispersos.

El sueño de Fan es reunir los archivos digitales de Oriente y Occidente para recrear la plena experiencia tridimensional de las grutas, ya no in situ, sino en un moderno centro de visitantes propuesto para ser construido a 24 kilómetros de las cuevas. El centro aún está en fase de planificación, pero Fan cree que reunir todos los tesoros de Mogao, aunque sea virtualmente, garantizará que sus glorias nunca vuelvan a verse enterradas en la arena. «Será –como ella dice– una manera de preservarlas para siempre.»



via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2LtNVEu

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