jueves, 23 de mayo de 2019

Viajes. Colapso turístico en el Everest

Tras una hora de ascenso desde el último campamento de la arista sudeste del Everest, Panuru Sherpa y yo dejamos atrás el primer cadáver. El escalador muerto estaba de lado, como si dormitara sobre la nieve. Tenía la cabeza semioculta por la capucha de la parka. A los diez minutos esquivábamos otro cuerpo, el de una mujer envuelta en una bandera canadiense, sujeta por una botella de oxígeno abandonada.

En nuestro duro ascenso por la empinada pendiente, Panuru y yo avanzábamos por la cuerda fija, el uno pegado al otro, encajonados entre desconocidos. La víspera, en el Campo III, nuestro equipo apenas tuvo compañía, pero al despertarnos esa mañana nos quedamos boquiabiertos al ver desfilar frente a nuestras tiendas una procesión interminable de alpinistas.

Ahora, de pronto, atrapados en un atasco a 8.230 metros de altitud, no teníamos más remedio que avanzar al mismo ritmo que la masa, cualesquiera que fuesen nuestras capacidades y nuestras fuerzas. En la oscuridad previa a la me­­dianoche elevé la vista y contemplé el rosario de luces (las linternas frontales de los alpinistas) ascendiendo hacia el cielo negro.

Por encima de mí había más de un centenar de escaladores que avanzaban lentamente. En una sección rocosa encontramos al menos 20 personas enganchadas a la misma cuerda raída, anclada al hielo por una sola estaca, totalmente doblada. Si la estaca se soltaba, la cuerda o el mosquetón cederían al instante ante el peso de una veintena de escaladores en caída libre, que rodarían montaña abajo directos a la muerte.

Panuru, el jefe de los sherpas de nuestro equipo, y yo nos desenganchamos de la cuerda fija, viramos hacia el hielo abierto y emprendimos un ascenso en solitario: la opción más segura para un montañero experimentado. Al cabo de 20 minutos, otro cadáver. Todavía asegurado a la cuerda, estaba sentado en la nieve, petrificado por la congelación, el rostro denegrido, los ojos abiertos como platos.Varias horas después, al pie del Escalón de Hillary, una pared de roca de 12 metros que constituye el último obstáculo antes de coronar, aún pasamos al lado de otro muerto. La tez gris bajo la barba de varios días, la boca abierta como si gimiera por el dolor de la muerte.

"Solo la mitad de la gente que hay aquí tiene la experiencia necesaria para escalar esta montaña"

Más tarde averiguaría la identidad de aquellos cuatro alpinistas: el chino Ha Wenyi, de 55 años; la canadiense de origen nepalí Shriya Shah-Klorfine, de 33; el surcoreano Song Won-bin, de 44, y el alemán Eberhard Schaaf, de 61. Durante mi descenso desde la cima, cada vez que pasaba delante de aquellos cuerpos congelados, pensaba en la pena infinita que embargaría a los suyos cuando les llegase la noticia. Yo también había perdido amigos en la montaña. Se desconocía la causa exacta de aquellas muertes, pero muchas de las bajas ocurridas en el Everest en los últimos tiempos se han atribuido a la peligrosa falta de experiencia. Con escaso entrenamiento en altura, algunos escaladores son incapaces de evaluar sus propias fuerzas y de saber cuándo hay que desistir y dar la vuelta. «Solo la mitad de la gente que hay aquí tiene la experiencia necesaria para escalar esta montaña –me dijo Panuru–. La otra mitad, sin experiencia, son los que corren más peligro de muerte».

Qué diferente era hace 50 años, cuando el 1 de mayo de 1963 James Whittaker, alias Big Jim, con la única compañía del sherpa Nawang Gombu, se convirtió en el primer estadounidense que alcanzaba el techo del mundo. Lo hizo por la arista sudeste, la ruta inaugurada en 1953 por el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay. Whittaker había escalado el monte McKinley unos años antes, y para Gombu era la tercera expedición al Everest. Tres semanas después de la ascensión de Whittaker y Gombu, en un arrebato de osadía sin precedentes, Tom Hornbein y Willi Unsoeld se abrieron camino por una ruta totalmente nueva, la arista oeste. (Los dos alpinistas habían coincidido en la expedición estadounidense-paquistaní al Karakorum de 1960.) Casualmente ese mismo día Barry Bishop y Lute Jerstad completaron la segunda ascensión estadounidense de la arista sudeste, y ambos equipos se encontraron al pie de la cima. Como ya había anochecido, se vieron obligados a pasar la noche al raso a 8.535 metros de altitud, una opción arriesgada y a la desesperada que por entonces nunca se había ensayado. Sin tiendas, sacos de dormir, hornillos, sherpas, oxígeno, agua ni comida, nadie daba un duro por ellos.

«Dios, qué suerte tuvieron –dice Whittaker–. Si llega a soplar el menor viento, no lo cuenta ninguno de ellos. Habría sido una catástrofe.»

Sobrevivieron los cuatro, aunque entre Bishop y Unsoeld perdieron 19 dedos de los pies. Y a pesar de que dos meses antes un accidente en la cascada de hielo del Khumbu se había cobrado la vida de John «Jake» Breitenbach, la expedición estadounidense de 1963 acabó convirtiéndose en la crónica de un éxito heroico.

Nuestro equipo estaba en el Everest para conmemorar el aniversario de aquella expedición. Sin embargo, nos encontramos con una montaña que se ha convertido en un símbolo de todos los errores del alpinismo actual. Si en 1963 solo habían alcanzado la cumbre seis personas, en la primavera de 2012 más de 500 atestaban la cima. El 25 de mayo, cuando coroné, había tanta gente allí arriba que no encontré un sitio dónde ponerme. Mientras tanto, un poco más abajo, en el Escalón de Hillary, se habían formado tales colas que algunos esperaron más de dos horas para hacer cumbre, temblando, perdiendo fuelle, y eso que el tiempo era excelente: si esas hordas de alpinistas se hubiesen visto atrapadas en medio de un temporal, como ocurrió en 1996, la cifra de muertos podría haber sido espeluznante.

El Everest siempre ha sido un trofeo, pero ahora que casi 4.000 personas han hollado su cima –y algunas más de una vez–, la hazaña tiene me­­nos categoría que hace medio siglo. Hoy, alrededor del 90 % de los montañeros que abordan la ascensión del Everest son clientes de expediciones guiadas, muchos de ellos sin una mínima competencia alpinística. Después de pagar entre 30.000 y 120.000 dólares para estar en la montaña, demasiados de ellos dan por hecho que harán cumbre, pues su ignorancia los lleva a no considerar los peligros y dificultades. Un buen número lo consigue, pero en condiciones atroces. Las dos rutas estándares, la arista nordeste y la arista sudeste, no solo adolecen de un tráfico peligroso, sino también de una contaminación repugnante: hay glaciares que desaguan basura, y pirámides de excrementos humanos en los campos más altos. Y luego están las víctimas mortales. Además de los cuatro fallecidos en la arista sudeste, en 2012 otros seis montañeros perdieron la vida, entre ellos tres sherpas.

El pico más alto del mundo está destrozado, pero aquellos que mejor lo conocen afirman que todavía tiene remedio.

Russell brice, de 60 años, dirige Himalayan Experience, la organización de expediciones guiadas al Everest más grande y sofisticada. Himex, como se la conoce, ha conducido 17 ex­­pediciones al Everest tanto por la cara nepalí como por la china. Brice, un neozelandés afincado en Chamonix, Francia, es famoso por imponer reglas estrictas y disciplina. Todo escalador y todo sherpa de un equipo de Himex recibe una radio y la orden de contactar con su base a diario. Se le exige llevar un transmisor de aludes, casco, arnés y crampones, y asegurarse a las cuerdas fijas. Los clientes no tienen otra opción que seguir el ritmo o dar media vuelta.

Aunque los equipos de Brice son relativamente grandes (hasta 30 clientes con sus 30 sherpas), apenas dejan rastro en la montaña, ya que retiran sus heces y residuos, una práctica minoritaria. Las iniciativas de limpieza del Comité de Control de la Contaminación de Sagarmatha, una especie de autoridad municipal del Everest, han me­­jorado el estado del Campo Base (los desechos humanos se depositan en unos bidones que luego se retiran), pero a mayores altitudes apenas se notan sus efectos. «Si todos los operadores dialogamos, podemos absorber las cifras de visitantes», insiste Brice.

Ojalá fuese tan sencillo, pero en esta ecuación hay más factores. Uno, ironías de la vida, es lo que ha mejorado la previsión meteorológica. En el pasado la falta de información hacía que las expediciones abordasen la ascensión cuando todos sus integrantes estuviesen listos. Hoy, con previsiones ultraprecisas generadas por satélite, todos los equipos saben exactamente cuándo se abrirá una ventana de buen tiempo, lo que a me­­nudo se traduce en ascensiones multitudinarias.

"Si todos los operadores dialogamos, podemos absorber las cifras de visitantes" explican los sherpas

Otro factor: los operadores de bajo coste no siempre cuentan con el personal, los conocimientos o el equipamiento adecuado para proteger a sus clientes si algo va mal. Las empresas más ba­­ratas suelen escatimar en el número de sherpas, y no siempre les exigen la debida experiencia. «Todos los clientes fallecidos el año pasado en el Everest subían con operadores de bajo coste y poco experimentados», afirma el estadounidense de origen argentino Willie Benegas, de 44 años, respetado guía de alta montaña y copropietario, con su hermano Damian, de Benegas Brothers Expeditions, que ha organizado 11 expediciones al Everest. Además de exigir a los operadores nepalíes los mismos estándares que a los internacionales, dicen los Benegas, el Ministerio de Cultura, Turismo y Aviación Civil de Nepal, regulador del montañismo en el Everest, debería fomentar una mejor formación de los sherpas para que trabajen al mismo nivel que los guías internacionales.

Hay quien propone limitar tanto el total de permisos por temporada como el tamaño de cada equipo a un máximo de diez clientes por grupo

Para evitar la masificación, hay quien propone limitar tanto el total de permisos por temporada como el tamaño de cada equipo a un máximo de diez clientes por grupo. Otros son escépticos. «Eso no va a ocurrir –sentencia Guy Cotter, neozelandés de 50 años al frente de Adventure Consultants, que ha organizado 19 expediciones al Everest–. Para Nepal el Everest es un negocio muy lucrativo al que jamás renunciarán.» En ese país de casi 30 millones de habitantes, que subsiste en el limbo, uno de cada cuatro vive en la pobreza. En 2006 concluyó una guerra civil de 10 años entre maoístas y leales al Gobierno. Después se abolió la monarquía y se formó un gobierno de coalición, pero los últimos siete años han sido profundamente tumultuosos, con partidos políticos beligerantes operando en el marco de una constitución provisional. El sistema político es «tan corrupto y tan inservible –ha declarado Kunda Dixit, director del Nepali Times–, que en realidad carecer de gobierno es una bendición, pues así no hay quien cometa barbaridades».

En la primavera de 2012 las expediciones al Everest dejaron en Nepal cerca de 9,2 millones de euros, según Ang Tshering Sherpa, propietario de Asian Trekking. El Ministerio se embolsó más de 2,3 millones en concepto de permisos abona­dos por los miembros de 30 expediciones extranjeras. «No olvidemos que Nepal es prácticamente un Estado fallido –dice Cotter–. Aumentar la intervención oficial no haría sino fomentar la corrupción.» También lo cree así el guía Dave Hahn, que ha coronado el Everest 14 veces. Esperar que el Gobierno nepalí articule soluciones es una ingenuidad, dice. «Los operadores deben unirse para implantar una autorregulación.»

De los 2,3 millones de euros generados al año por los permisos, solo una pequeña cantidad revierte en la montaña

«El Ministerio es un armatoste burocrático –dice Conrad Anker, de 50 años, director de la expedición de 2012 copatrocinada por National Geographic–. De los 2,3 millones de euros generados al año por los permisos, solo una pequeña cantidad revierte en la montaña.» (Para la redacción de este artículo se contactó repetidas veces con el Ministerio, que declinó pronunciarse.)

El llamado sistema de oficiales de enlace ilustra a la perfección esta disfuncionalidad, insiste Anker. A cada expedición se le asigna un oficial de enlace del Gobierno, que costea el propio equipo y cuya misión es verificar que se cumple la normativa. Pero el oficial de enlace jamás los acompaña en el ascenso. Según Anker, deberían sustituirse por guías de montaña cualificados y con voluntad de patrullar la montaña y hacer valer las normas. Otra necesidad del Everest es un equipo permanente de búsqueda y rescate.

Hace diez años Anker fundó con su mujer el Khumbu Climbing Center (KCC) en la aldea de Phortse con la idea de mejorar la competencia alpinística de los sherpas y de ese modo incrementar la seguridad de quienes viajan al Everest. Muchos de los más de 700 sherpas formados en el centro trabajan actualmente en la zona, contratados por los operadores. Al fin y al cabo, casi siempre son los sherpas quienes se ocupan de los rescates. Danuru Sherpa, exalumno del KCC que ha coronado 14 veces el Everest, dice haber sacado a rastras de la montaña al menos a cinco personas para impedir que se matasen.

«Uno de los problemas más obvios es que los clientes no respetan el saber y la experiencia de los sherpas», explica Anker. Y en parte ellos mis­mos tienen la culpa. La mayoría de los sherpas son budistas tibetanos, reacios a la confrontación por cultura y por principios religiosos. «A veces los clientes desoyen sus consejos y encuentran la muerte –prosigue Anker–. Para muestra lo ocurrido el año pasado. Estamos intentando ayudar a los sherpas a ser más asertivos.»

«Uno de los problemas más obvios es que los clientes no respetan el saber y la experiencia de los sherpas»

La tecnología moderna, ya omnipresente en el Everest (todos los ocupantes del Campo Base tienen acceso a un móvil o a Internet), también podría hacer que la montaña fuera más segura. El pasado verano, en una reunión con el Ministerio, Anker propuso que junto con el permiso de ascenso se expidiera una tarjeta de identifica­ción «que contendría datos que podrían salvar la vida de un alpinista o de un sherpa». Llevaría la foto del escalador y un código QR, una especie de código de barras que, «al escanearlo con un smartphone un guarda de montaña, revelaría toda la información pertinente: edad, experiencia, historial médico, alergias, seguros, parientes... Todo».

Según Anker, los burócratas de Katmandu se quedaron mirándolo, mudos y perplejos. «Hasta saqué mi móvil para mostrarles cómo funcionaría –dice–. Es fácil.» Pese a todos los problemas que aquejan a la montaña, el Everest sigue sin tener parangón. Siempre habrá quien desee ascender al pico más alto del mundo, porque pisar el Everest es mucho más que soportar aglomeraciones y montones de basura. Es tan alta e indiferente a nuestros de­­seos de conquistarla, que tarde o temprano exige a sus escaladores un acto de autosuperación.

También hay belleza en el Everest. Nunca ol­­vidaré las vistas cautivadoras desde el Campo III, el remolino de nubes que ascendía por el Cwm Occidental como un alud proyectado a cámara lenta y marcha atrás. O el crujido de los crampo­nes en el laberinto cristalino de la cascada de hielo del Khumbu. Atesoraré el recuerdo de escalar con amigos aquella montaña. Puse mi vida en sus manos y ellos, la suya en las mías.

Por momentos como esos, los alpinistas vuelven una y otra vez al Everest. No es simplemente cuestión de hacer cumbre, sino de rendir respeto a la montaña y disfrutar del camino. Ahora depende de nosotros devolver la cordura al techo del mundo.



via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2VGaMMI

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