miércoles, 1 de julio de 2015

Viajes. Navegar sobre hielo

El protagonista de esta singular historia se llama Ramón Larramendi y nació en Madrid hace ahora 49 años. Tendría solo 13 o 14 cuando cayó en sus manos un libro sobre la conquista de los polos y en ese momento su destino quedó marcado por el hielo y los desafíos extremos. A los 19 realizó su primer viaje de expedición a Islandia, atravesando con esquís y pulkas los tres glaciares más extensos de la isla. Con los 20 cumplidos, tras presentarse a un concurso de radio y ganar el premio, llevó a cabo su primera travesía de Groenlandia sobre esquís. Allí conoció a sus amigos daneses y a los primeros inuit. Su vida de explorador polar por las extensiones heladas y desiertas de una naturaleza adversa y azarosa no había hecho más que empezar. Una vida de aventura y también de exploración geográfica, una trayectoria siempre inquieta que lo llevaría a unir su pasión por los grandes retos con la investigación científica. La aventura propiamente dicha dio comienzo en 1986, con aquella modesta pero ambiciosa expedición a Groenlandia, gracias al patrocinio obtenido tras su paso por el programa de radio. Al año siguiente, invitado de nuevo a Groenlandia por un amigo danés a quien había conocido en la travesía, surge la idea de una nueva gran expedición por el Ártico. Aquel no fue un viaje cualquiera sino una iniciación, un aprendizaje entre los pueblos esquimales de Groenlandia y Alaska. Tres años (de 1990 a 1993) de formación y entrenamiento, mil días de recorridos en contacto con unas 60 comunidades inuit asimilando las costumbres y la sabiduría de la gente del hielo, educándose en la ciencia de la supervivencia en tierras polares e instruyéndose en una nueva lengua, el groenlandés occidental. Tenía entonces 24 años. «Una buena edad para plantearse aquel desafío y aceptarlo –dice Larramendi–. Atrás quedan esos momentos de la juventud que inducen al lanzamiento ciego, y aún no faltan el deseo ni la fuerza.» Durante ese tiempo recorrió 14.000 kilómetros en trineo de perros y kayak, desde el sur de Groenlandia hasta Alaska. Tres años decisivos para el futuro de Larramendi y de la travesía polar. Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos en 1993, cuando el protagonista de nuestra historia y sus acompañantes, ya de vuelta de aquella zambullida ártica, contactan con National Geographic Society en Washington, D.C., y, tras pasar por los trámites correspondientes, entregan al director de la revista el material fotográfico y escrito de su aventura entre los hielos y los esquimales. Su viaje iniciático se convierte en un extenso reportaje en el número de enero de 1995. Sin embargo, habrá que esperar a 1999 para que este relato haga historia. Es en la travesía realizada en marzo de ese año desde Siberia hasta el polo Norte geográfico, la primera expedición geográfica española con esquís al polo Norte, cuando a Larramendi se le mete entre ceja y ceja una idea y una posibilidad: navegar sobre el hielo, creando para ello el Catamarán Polar, como lo bautizó en un principio y al que posteriormente llamaría Trineo de Viento. «La ruta escogida –cuenta– fue la que partía del lado siberiano, más larga que por el lado canadiense pero con corrientes algo más favorables. Tras sobrevolar Rusia hasta Khatanga, en la península de Taymyr, y ser transportados en helicóptero hasta el extremo septentrional del archipiélago de Severnaya Zemlya, la Tierra del Norte, fuimos depositados el 27 de febrero de 1999 en las proximidades del cabo Artichesky, a una latitud de 81° 41’ N. Por delante, más de 1.000 kilómetros de peligrosa banquisa.» El avance se hace lento, difícil. Las jornadas de marcha, interminables. «Comenzamos con cinco o seis horas diarias efectivas, para ir subiendo gradualmente hasta ocho o nueve. Nuestro ritmo siempre era el mismo: una hora de marcha y unos pocos minutos para comer y beber algo antes de continuar. Cuando el frío era muy in­­tenso, apenas podíamos parar dos o tres minutos sin quedarnos congelados. Para mantener un buen ritmo avanzábamos muy poco abrigados, intentando evitar uno de los grandes problemas del Ártico, el sudor, que al congelarse forma una coraza de hielo que congela a quien la lleva. Cuando la temperatura desciende por debajo de los -35 °C, la nieve se torna arenosa y el rozamiento con el trineo es extremo. Cuando esto ocurre, la marcha es especialmente dura.» Y es aquí, en este recorrido penoso, donde Larramendi, inspirándose en la filosofía de los trineos inuit, empieza a concebir una manera más eficaz de trasladarse por las superficies heladas, un ingenio que es capaz de vencer las furias de la naturaleza aprovechándose de ellas, una má­­quina de estructura y manejo sencillos que no contamine ni resulte gravosa económicamente. Así, empieza a dibujar mentalmente una especie de catamarán deslizándose sobre el hielo como lo hace sobre el agua, empujado por el viento.

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