martes, 28 de marzo de 2023

Viajes. La última batida de Tim Samaras, cazador de tornados

Pasan unos pocos minutos de las seis de la tarde del 31 de mayo de 2013. En el asiento del copiloto de un Chevrolet Cobalt de color blanco, el cazador de tormentas de 55 años mira atónito a la cámara de vídeo con la que el conductor del coche le está grabando. Un instante después se gira y vuelve a mirar por la ventana. Están en las afueras de El Reno, una localidad de Oklahoma, y los trigales relucen con un fulgor espectral, agitados por un viento despiadado. A menos de tres kilómetros y medio del vehículo, dos embudos nubosos gemelos descienden en espiral de una colosal nube negra. No es exactamente terror lo que percibimos en la voz grabada del hombre. Pero tampoco habla con la serena objetividad del científico.

«¡Dios mío! ¡Este va a ser enorme!», exclama.
Frunce el ceño y se frota la barbilla. Se llama Tim Samaras y ha pasado gran parte de su vida adulta en peligrosa convivencia con tornados. Son su obsesión, hasta el punto de que su mujer, Kathy, suele comentar irónicamente que su ma­­rido «tiene por amante a la Madre Naturaleza».

Esta primavera su aventura amorosa se había reanudado más tarde que de costumbre. «¿Dónde se han metido los tornados?», se quejó por Twitter. Pero entonces llegó el «mayo mágico» de los cazadores de tormentas, y con él, la cizalladura vertical del viento, producida cuando la masa de aire procedente del golfo de México eleva y enfría el aire que sopla hacia el este desde las Montañas Rocosas, una situación atmosférica que genera tormentas y que, de paso, hace saltar chispas en los foros virtuales de cazadores de tormentas de todo Estados Unidos. «¡Mal tiempo! ¡Una MARAVILLA de mal tiempo!»

La mañana del 18 de mayo Samaras se despidió de Kathy con un beso y comprobó que su hamburguesa de la suerte (una cheeseburger de McDonald’s, para entonces un poco mohosa) estuviera correctamente situada sobre el salpicadero de su Cobalt. Después, acompañado por otros dos miembros de su equipo (su hijo Paul, de 24 años, y Carl Young, meteorólogo de 45), partió de su casa de Bennett, Colorado, en dirección este, hacia las llanuras del Medio Oeste conocidas como el Corredor de los Tornados.

Durante los cuatro días siguientes Samaras y su equipo, llamado TWISTEX, recorrieron miles de kilómetros a través de Kansas, Oklahoma y Texas y encontraron por lo menos 11 tornados. Luego, tras una breve pausa de cuatro noches que pasó en casa, Samaras volvió a la carretera en una camioneta equipada con una gigantesca cámara de alta velocidad para estudiar los rayos en Kansas, aunque reconoció que pensaba llevar «un vehículo secundario para dar un rodeo» en caso de que surgiera algún tornado.

En el vídeo del 31 de mayo, Samaras está en el interior de ese vehículo secundario, el Cobalt. Es un cazador de tormentas listo para iniciar una nueva batida. Sin embargo, es obvio que esta vez es diferente, quizá porque el espectador sabe algo que Samaras ignora.
«Se dirige a Oklahoma City», murmura.

El tornado es hijo de varias tormentas formadas esa tarde a lo largo de un frente frío en el centro de Oklahoma. Se originó poco después de las seis de la tarde desde el extremo de la su­­percélula más meridional, donde el aire cálido y húmedo era predominante. Ahora es un monstruo denso y cargado de agua que gira en sentido antihorario en un ballet demencial a través de unas llanuras que parecen iluminadas por focos de un plató cinematográfico. Los árboles se agitan a su paso como poseídos por el demonio.

«Bueno, voy a parar», dice Young, que estaba filmando la tormenta mientras conducía.
El Cobalt se detiene. Samaras y Young se apean, igual que Paul, que está grabando la escena con otra cámara. Los tres se sitúan al borde del camino de grava y entrecierran los ojos para protegerlos de la lluvia. Mientras están ahí parados, un tercer embudo desciende del cielo.

«¡Tres vórtices!», exclama Young.

«Sí», dice Samaras. Cuando se gira hacia la cámara, parece fascinado por lo que está viendo.

«¡Guau! ¡Va a ser una cuña gigantesca!»

Young está de acuerdo. «Podría ser un tornado de los que duran. Puede que esté varios kilómetros en contacto con el suelo.»
Vuelven al coche un par de minutos después y, al ritmo del limpiaparabrisas, se dirigen en silencio hacia el este, con la siniestra silueta del tornado al sur. Los relámpagos iluminan un cielo lóbrego, y las líneas eléctricas se sacuden con furia. El tornado en forma de cuña crece y crece, ocultando cualquier atisbo de sol y dejando a oscuras a los tres hombres del vehículo.
«Es muy violento», dice uno de ellos.

Detengamos el vídeo. Hagamos una pausa y pensemos una cosa: estos hombres no eran dados a la violencia. No eran buscadores de emociones fuertes ni investigadores kamikazes dispuestos a inmolarse en nombre de la ciencia. En particular, el legendario cazador de tormentas, inventor y explorador de National Geographic Tim Samaras era famoso por practicar su vocación con extrema cautela. La misión que él mismo se había asignado diez años antes (colocar sondas meteorológicas en la trayectoria de los tornados) era muy arriesgada, pero tomaba todas las precauciones posibles para mitigar el peligro. Ensayaba sin cesar la colocación de las sondas y tomaba nota del tiempo empleado. Estudiaba los partes meteorológicos como si las vidas de sus compañeros de equipo dependieran de ello. Planeaba rutas de escape. Y no dudaba en suspender una cacería si el estado de las carreteras no era bueno o el tornado estaba envuelto en demasiada lluvia para discernir con claridad su trayectoria. «No sé cuántas veces desistimos de colocar los aparatos porque él decía que era demasiado peligroso –recuerda Tony Laubach, miembro del equipo TWISTEX–. A veces era casi un fastidio. Le decíamos: “¡Podemos hacerlo!”. Pero él era muy cauto.»

¿Cómo reconciliar entonces esa realidad am­­pliamente aceptada con los trágicos sucesos que sorprendieron a aquellos tres hombres el 31 de mayo? ¿Fue un error fatal del perfeccionista Sa­­maras? ¿O quizá la tormenta de El Reno era un monstruo que superaba cualquier cálculo?

No sería extraño si finalmente algunas de las preguntas quedan sin respuesta, ya que el misterio era, y es, el verdadero ingrediente de la caza de tormentas. ¿Cómo se produce un tornado? En los últimos 40 años, gracias al desarrollo del Doppler y otras formas avanzadas de radar, los investigadores han adquirido cada vez más destreza en el seguimiento de las llamadas supercélulas (tormentas en rotación). A posteriori pueden clasificar la capacidad destructora de un tornado utilizando la escala de Fujita o la más moderna escala de Fujita mejorada, ambas bautizadas con el nombre del meteorólogo Ted Fujita, quien comenzó su carrera midiendo el daño causado por las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Pero según Howard Bluestein, uno de los principales expertos, «sencillamente no sabemos con certeza cuál es la diferencia entre las supercélulas que producen tornados y las que no».

Ese enigma fundamental fascinaba tanto al científico como al niño que Tim Samaras llevaba dentro. Desde los primeros tiempos, cuando los cazatormentas utilizaban mapas desplegables y buscaban cabinas telefónicas para recibir los partes meteorológicos, perseguir tornados significaba para él impregnarse de una mística gloriosa, aunque destructiva. «A mí me atraía la belleza absoluta de la propia tormenta», dice David Hoadley, que empezó en esto en 1956 y por lo tanto está considerado el padre fundador del colectivo de cazadores de tormentas. En su opinión, la arquitectura misma de este fenómeno resulta fascinante: la coherencia de un sistema en formación, cuando el aire húmedo y cálido atraviesa una tapadera de aire más frío y crea una corriente ascendente y después un yunque enorme; las nubes de tipo mammatus que se congregan bajo el yunque; las cintas nubosas denominadas bandas de alimentación que se precipitan hacia la tormenta; el descenso de una «nube muro», que suele preludiar la formación de un tornado; y finalmente el «eco en gancho», giratorio y en forma de garra, compuesto generalmente por granizo, restos arrastrados por el viento o pequeñas gotas de lluvia, que con frecuencia anuncia la violenta llegada del tornado. Y todo eso se forma como si saliera de la nada, en cuestión de minutos.

La sensación de perseguir durante kilómetros un sistema atmosférico desde sus inicios soleados y aparentemente inocuos hasta el brusco descenso del tornado es una experiencia única, un eje en el que confluyen la vida y la muerte. «Es un subidón de adrenalina –confiesa el cazatormentas Erik Fox–. Puedes sentir el viento y la temperatura, oír el temporal y oler la humedad en el aire. Notas que el viento viene del sudeste a una velocidad de entre 40 y 65 kilómetros por hora en la superficie; pero un poco más arriba, la velocidad es de 100 kilómetros por hora, y más arriba aún, procedente del oeste, de más de 160 kilómetros por hora. Tienes esa cizalladura del viento y un punto de condensación de 21 ºC que indica mucha humedad. Todo eso lo puedes sentir, y sabes que será un gran día.»

Por las singularidades del clima y la topografía de Estados Unidos, cada año se forman allí más de mil tornados, muchos más que en cualquier otro lugar del mundo. Casi la mitad se registran en primavera, en los estados de las Grandes Llanuras. Centenares de fanáticos de las tormentas acuden al Corredor de los Tornados en vehículos equipados con radiotransmisores, ordenadores y cámaras. Albergan una esperanza inagotable, una aspiración nada modesta que no se conforma con que una de las supercélulas perseguidas produzca finalmente un tornado, lo que significa una probabilidad de 1 de cada 20.

Lo que anhelan es poder ver una bestia incomparable que se sume a la sagrada letanía de Los Más Grandes, cuyas fechas recitan con devoción los cazatornados como si fueran las fechas de nacimiento de sus hijos: 24 de mayo de 1973, el día del monstruoso tornado de Union City, Oklahoma, el primero que fue ampliamente medido; 26 de abril de 1991, fecha del llamado Brote de Tornados de las Llanuras, que produjo 55 vórtices y un número casi idéntico de documentales; y el 3 de mayo de 1999, día de la feroz tormenta de Bridge Creek-Moore, en Oklahoma, de la que el meteorólogo Joshua Wurman, creador del radar Doppler móvil (DOW), diría: «Incluso gente experta en evaluación de daños quedó sumamente impresionada por la magnitud de los destrozos causados por ese tornado».

Los destrozos. Además de sus cielos impolutos, bucólicas llanuras y sutiles contrastes de color, el Corredor de los Tornados tiene por suerte otra característica: está muy poco poblado. Aun así, hay una realidad innegable: el cazatormentas que anhela ver un tornado de dimensiones épicas ansía sin querer un episodio de devastación, con pérdidas de cosechas y ganado, y destrucción de casas y establos. El infame tornado de Bridge Creek-Moore dejó 36 muertos. Y el 22 de mayo de 2011, el tornado de vórtices múltiples y categoría EF5 (la más alta en la escala de Fujita mejorada) que hizo una mortífera visita a la localidad de Joplin, Missouri, dejó a su paso 158 muertos y más de un millar de heridos.

El 24 de junio de 2003, la proximidad a toda esa violencia destructora supuso la fama para Tim Samaras. Financiado en parte por la primera de las 17 becas de National Geographic que recibiría a lo largo de su carrera de cazatormentas, Samaras colocó en la trayectoria de un tornado F4 (de categoría 4 en la escala de Fujita) una sonda cónica roja de 20 kilos de peso, en las afueras de Manchester, en Dakota del Sur. La sonda de Samaras registró un descenso barométrico de 100 hectopascales, la caída más abrupta de la presión atmosférica medida hasta ese momento. Mientras tanto, la pequeña localidad de Manchester fue «literalmente absorbida hacia las nubes», como dijo Samaras.

Desde su infancia en Lakewood, Colorado, Tim tenía dos intereses que con el tiempo confluirían: el funcionamiento de las cosas y la me­­teorología. Su padre vendía trenes y aviones en miniatura a las tiendas de modelismo, y los fines de semana trabajaba de fotógrafo de bodas. El niño sostenía los focos mientras su padre hacía las fotos, y lo veía fabricar los modelos de aviones en el sótano de su casa. Cuando Samaras padre descubrió que a su hijo le encantaba trastear con todo tipo de aparatos, publicó un anuncio para comprar televisores usados y se los dio a Tim. Al poco tiempo, el pequeño los había desmontado, reparado y montado de nuevo.

A los 13 o 14 años se convirtió en un radioaficionado; a los 16, en técnico reparador de radios, y a los 17, en encargado de un taller de reparaciones. No se molestó en solicitar el ingreso a una universidad. En lugar de eso, en 1977, nada más terminar los estudios secundarios, se presentó sin currículum ni referencias en el despacho de Larry Brown, del Instituto de Investigación de la Universidad de Denver. Brown vio algo en ese adolescente y lo contrató. «A las pocas semanas –recuerda–, era evidente que podía reparar cosas que habrían sido imposibles para la mayoría de mis técnicos más experimentados.»

La primera vez que persiguió una gran tormenta fue en Limon, Colorado, en 1990. Poco después siguió un curso de localización de tormentas ofrecido por el Servicio Meteorológico Nacional de Estados Unidos en el área de Denver. Samaras había heredado el amor de su padre por la fotografía, por lo que se puso a captar infinidad de imágenes de tornados, que suministraba sin cargo a Mike Nelson, el hombre del tiempo de la televisión de Denver. Los dos se hicieron muy amigos.

Samaras adoraba las maratonianas persecuciones por el Corredor de los Tornados, seguidas de noches enteras en la carretera conduciendo de regreso a casa bajo una lluvia torrencial. Durante una de esas cacerías, olvidó una hamburguesa con queso sobre el salpicadero del coche. Consideró que le había dado suerte, y a partir de entonces llevó siempre una cheeseburger de McDonald’s sobre el salpicadero. Las paredes de su casa estaban tapizadas de fotografías enmarcadas de supercélulas, y cada nuevo vehículo estaba equipado con más radios, antenas y cámaras que el anterior.

El aficionado a reparar todo tipo de aparatos se puso a fabricar sondas en el sótano de casa. Eran modelos que ya existían, pero que él mejoró de forma considerable al desarrollar un dispositivo más resistente y aerodinámico que no se rompía en pedazos al recibir el embate destructor de un tornado. Tras la histórica colocación de la sonda en Manchester, la genialidad de Samaras quedó debidamente reflejada en los anales de la meteorología, lo que lo convirtió en el primero entre sus colegas cazatormentas.

Su trabajo de ingeniero en Hyperion Technology Group le permitía tomarse semanas e incluso meses libres. Otras organizaciones científicas le hacían ofertas de trabajo que rechazaba por sistema. Para él, la independencia para investigar las tormentas, construir sondas y perseguir tornados valía mucho más que el dinero.

Pero hubo una propuesta que atrajo su interés. Fue en 2009, cuando Discovery Channel le ofreció una importante suma de dinero por ser uno de los protagonistas en la serie Cazadores de tormentas. El programa pasó a ser la principal fuente de financiación del equipo TWISTEX, y de paso convirtió al ingeniero con aires de Clark Kent en estrella televisiva. La experiencia tuvo aspectos positivos y negativos. Después de todo, Cazadores de tormentas no era ciencia, sino un programa de televisión.

Los productores de la serie parecían querer exagerarlo todo en aras de la espectacularidad, y Samaras llegó a preguntarse si había sido juicioso aceptar el trato. En cierto modo fue un alivio para él que en enero de 2012 la caída de la audiencia determinara el cierre del programa, y así lo expresó a sus amigos.

Una de sus preocupaciones era que el creciente número de cazadores de tormentas obstruyera las vías de escape. Así lo recuerda Geoff Carter, de Hyperion Technology Group: «En más de una ocasión comentó que alguien se iba a matar persiguiendo tornados, ya fuera un cazador, un aficionado o un grupo de turistas.

»Jamás habría podido imaginar que ese al­­guien fuera a ser Tim. Él estaba en el otro extremo del espectro.»

La primavera de 2013 supuso para Samaras una liberación y la posibilidad de «salir a cazar sin cámaras en la cara», como él mismo dijo en Twitter. Lo malo era que TWISTEX tenía que arreglárselas sin el dinero de Discovery.

Solicitó a National Geographic una ayuda de 80.000 dólares para financiar sus investigaciones sobre tormentas en Estados Unidos, y también sobre «supertifones» en el extranjero. National Geographic le concedió la mitad de la suma, el importe presupuestado para las operaciones en Estados Unidos, y dejó para más adelante la consideración del proyecto sobre tifones.

Ante las limitaciones presupuestarias, Samaras decidió dedicar la última quincena de mayo a dos proyectos diferentes. El núcleo principal de su actividad sería la investigación de los rayos, financiada por el Pentágono y llevada a cabo en un parque eólico de Kansas, entre otros sitios. Para desarrollarla, utilizaría una antigua camio­ne­ta de mudanzas reconvertida, equipada con una colosal cámara de alta velocidad a la que él había puesto el nombre de Kahuna, que podía captar hasta 1,4 millones de fotogramas por segundo. La caza de tormentas sería algo secundario, con un equipo humano reducido, menos recursos económicos y un solo coche que no consumiera tanta gasolina como la pesada camioneta Ram. Eso significaba utilizar uno de los vehículos de la pequeña flota de Chevrolet Cobalt (coches económicos y de consumo eficiente) que Samaras había adquirido para el equipo TWISTEX en 2009. Su propósito inicial había sido utilizar la camioneta como único vehículo de la caravana de TWISTEX que colocara las sondas en las proximidades de las supercélulas. Los Cobalt solo se usarían para adquirir datos meteorológicos desde una distancia segura. Pero cuando el equipo acabó sus cacerías de mediados de mayo, ya habían agotado la mitad de los fondos, por lo que decidieron renunciar a la camioneta y utilizar el Cobalt, que les ofrecía más kilómetros por depósito de combustible.

El 26 de mayo, Samaras publicó en Twitter: «Nos vamos a Kansas a perseguir rayos… y algún tornado». Lo acompañaban en el viaje otros dos miembros del equipo TWISTEX, y ambos se alegraban de formar parte del grupo. A Carl Young lo había conocido en 2002 en una convención de cazatormentas. Aunque Samaras tenía diez años de experiencia más que él en la persecución de tormentas, la brillantez como meteorólogo de Young era un gran apoyo para predecir los fenómenos atmosféricos de la jornada. El otro pasajero del Cobalt, Paul Samaras, había nacido el mismo día que su padre, pero 31 años después. Cuando las dos hijas de Samaras, Amy y Jennifer, eran pequeñas, las había llevado a cazar tormentas. Amy se asustó mucho cuando una piedra de granizo del tamaño de un puño resquebrajó el parabrisas y ya no quiso volver. Pero el pequeño Paul se entusiasmó desde el principio. Había heredado la pasión de su padre por la fotografía y pronto los miembros de TWISTEX se dieron cuenta de que el joven Samaras tenía un gran talento creativo.

Al final de la tarde del jueves 30 de mayo, los colegas y cofundadores de TWISTEX Bruce Lee y Cathy Finley habían finalizado un largo día de perseguir tormentas y conducían por la autopista 105, unos kilómetros al este de Guthrie, Oklahoma, cuando vieron un Cobalt blanco aparcado en el arcén. Junto al coche distinguieron tres figuras familiares que observaban una nueva tormenta que se estaba formando al norte, cerca de la carretera interestatal 35.

«¡Habéis ahuyentado la tormenta!», se quejó uno de ellos cuando los dos investigadores se unieron a sus colegas. Lee y Finley reconocieron que, en efecto, la tormenta parecía estar disipándose. El equipo de Samaras había encadenado una serie de decepciones. Primero se habían per­­dido un tornado EF4 el día 19 (según Samaras, por llegar «20 minutos tarde»), y al día si­guiente malinterpretaron los datos meteorológicos y per­­siguieron un frente tormentoso hasta Duncan, Oklahoma, con lo que se perdieron el tornado que arrasó gran parte de la localidad de Moore. Lanny Dean, un colega cazatormentas que estuvo en Moore, había llamado a Samaras para contárselo. «¡Maldición, me lo he perdido!» En más de dos decenios, Samaras había presenciado solo dos tornados F4, y nunca había visto un EF5 como el de Moore.

Ese día, el 30 de mayo, cuando anochecía sobre la autopista en Oklahoma, ya era evidente que el día siguiente traería consigo la clase de tiempo que solo a un cazador de tormentas le puede gustar. Los pronósticos anunciaban calor y humedad, lo que suponía una tremenda acumulación de energía en la atmósfera y suficiente cizalladura del viento para hacer que una tormenta empezara a girar. Todo hacía pensar que en algún lugar del estado, la Madre Naturaleza se disponía a ofrecer un glorioso espectáculo de terror.

Lee y Finley dijeron a los demás que no pensaban quedarse. Ya había demasiados cazatormentas en los alrededores, cientos de ellos. Tim no les reveló los planes de su equipo. La camioneta de estudio de los rayos estaba aparcada en Alva, Oklahoma, dos horas al norte de donde se encontraban en ese momento. TWISTEX aún tenía por delante otras dos noches de investigación sobre rayos. Mientras tanto, Samaras había estado hablando con Lanny Dean acerca de la posible colocación de los dispositivos que habían estado preparando, unos aparatos que miden las ondas sonoras de baja frecuencia de los tornados. Pero Dean trabajaba además de guía turístico de tornados, y el 31 de mayo estaba ocupado. Así pues, si los dos cazatormentas querían desplegar ese día sus dispositivos experimentales, la responsabilidad de hacerlo tendría que recaer sobre Samaras y su equipo.

«Se están formando tormentas al sur de Watonga. Día peligroso para Oklahoma. ¡No perdáis de vista los partes!»

–Último tweet de Samaras, 31 de mayo de 2013

Desde el principio hasta el final, la tormenta fue a la vez magistral y feroz. Durante todo el día se habían dado las condiciones para la formación de una supercélula. A las 13.30, con un cielo plomizo, los meteorólogos de Oklahoma City ya anunciaban fuertes granizadas en la re­­gión situada unos 30 kilómetros al oeste del área metropolitana y que uno o más tornados podían amenazar la ciudad. Al norte de El Reno, un yunque oscuro se materializó sobre la localidad de Kingfisher. Al oeste, un fuerte aguacero descargó sobre Greenfield, y más al oeste aún, una tor­menta independiente se abatió sobre Weath­­erford. Todas las señales preconizaban que la tormenta se estaba organizando como una supercélula que se desplazaría hacia el este, en dirección a El Reno.

Hacia las cinco de la tarde el número de tormentas se había reducido a tres, un frente que avanzaba a 40 kilómetros por hora y cuya sección central se dirigía hacia El Reno. A las 17.30 se formó una vasta nube muro bajo la corriente ascendente de una supercélula y se mantuvo girando a baja altura, unos nueve kilómetros y medio al oeste de la ciudad. Al norte se formaron otras nubes en forma de murallones, ocultas intermitentemente por densas cortinas de lluvia. Al oeste de Kingfisher descendió el primer tornado, con múltiples vórtices.

Algo más estaba sucediendo al sudoeste de El Reno. Pero durante varios minutos –una eternidad– una impenetrable cortina de lluvia ocultó la forma que estaba asumiendo la tormenta. Después, más o menos a las seis menos cinco, se levantó ligeramente el muro de lluvia y apareció una estructura informe que colgaba como una cuerda deshilachada sobre los campos iluminados por una luz fantasmagórica.

Justo antes de las 18.04, una cuña negra como el azabache golpeó el pavimento de la carretera Reuter y los trigales a ambos lados de la misma, cinco kilómetros al sur de la interestatal 40. De la cuña salieron múltiples vórtices. Mientras el tornado se formaba hacia el sur, iba atrayendo más aire húmedo. Entonces reveló sus mortíferas intenciones, arrasándolo todo a su paso. Las construcciones de ladrillo quedaron pulverizadas. Un establo de vacas lecheras desapareció por completo. Cerca de la intersección de la calle 15 y la carretera South Airport, un agente de la policía local salió de la oficina un momento y vio que la tormenta se acercaba. Cuando se le taponaron los oídos por el repentino descenso de la presión, se apresuró a conducir a su familia al sótano de un vecino, donde permanecieron varios minutos oyendo el estruendo del viento mientras destrozaba su casa.
El apetito del monstruo era voraz y al mismo tiempo caprichoso. En los aproximadamente 40 minutos que le quedaban de vida esparció pacas de heno por un trigal, desmontó maquinaria y dispersó sus piezas en varios kilómetros a la redonda, arrojó un camión a una laguna y seccionó toda la planta superior de una vivienda. Y durante su breve paso por el mundo, el tornado atravesó la autopista, entró en el mercado de ganado OKC West y, según cuentan, levantó por el aire siete reses y un remolque de nueve metros de largo y los depositó en un prado, un kilómetro al sur de la interestatal 40. El remolque quedó destrozado. Las vacas sobrevivieron prácticamente sin un rasguño.

Pero 25 minutos antes de esa insólita hazaña, la tormenta había descargado sobre la localidad de El Reno unas piedras de granizo del tamaño de pelotas de béisbol, mientras el tornado se dirigía hacia el sudeste en dirección al aeropuerto regional. Un poco más al norte, tres pares de ojos contemplaban desde un pequeño vehículo blanco el progreso del tornado, que había cruzado la carretera South Chiles y se desplazaba hacia el este a más de 32 kilómetros por hora de velocidad. Eran las 18.12 horas.

Volvemos a poner en marcha el vídeo.

«El aeropuerto se ha salvado por los pelos», comenta el conductor, Carl Young.

Tim Samaras contesta su teléfono. Parece que habla con un periodista. «Sí, sí, tenemos el tornado a unos 450 metros de distancia… Realmente no puedo hablar mucho ahora –dice–. Está al sur de El Reno… Va a mantenerse mucho tiempo en tierra y se dirige a Oklahoma City.»

Samaras cuelga. El tornado ha absorbido tanta humedad que está envuelto en lluvia. «Está bien cubierto de lluvia –dice Young, mientras fuerza la vista para distinguir algo a través del diluvio que cae sobre el parabrisas–. Ni siquiera se ve bien lo que está haciendo ahora mismo.»
«Bueno, ahí hay una señal de stop –dice Samaras levantando la voz al ver que ante ellos aparece la autopista 81–. Si hay alguna posibilidad de plantar los aparatos, tenemos que ir al este, seguir hacia el sur y desplegar nuestros instrumentos cuando el tornado tuerza al oeste. Es nuestra única posibilidad.»

Mientras reducen la velocidad al acercarse a la intersección, la cuña negra ocupa todo su campo visual al sur. «¡Uf! –murmura Young–. ¡Menuda bestia!»

Pero nadie en el coche puede saber cuán grande es realmente el monstruo que hay debajo de la oscura nube. No ven que el tornado está arrancando postes telefónicos, ni que ha golpeado con uno de ellos una camioneta ocupada por dos cazatormentas aficionados –ha levantado el vehículo y a sus pasajeros por el aire y les ha arrancado las botas antes de dejarlos sin vida en el suelo, 275 metros más allá–. Tampoco ven que el tornado rompe las lunas de un vehículo con la fuerza del granizo, le arranca el motor y lo arrastra durante 15 o 20 segundos. Solo distinguen una negra masa borrosa indicadora de la violencia de la bestia.

La autopista 81 está despejada. De hecho, está cerrada al tráfico en dirección sur. En dirección norte está la vía de escape más inmediata. Casi todos los demás cazadores de tormentas han huido de los alrededores de El Reno. Samaras y su equipo podrían huir también. Ya lo han hecho muchas veces en el pasado. Pero hay otros factores que considerar. La carretera está practicable. El tornado es de proporciones épicas. Y ellos están cerca de su trayectoria. Está decidido: el equipo TWISTEX colocará sus sondas.

«Muy bien», dice Samaras en tono aprobador, mientras Young cruza con el Cobalt la autopista y continúa por el camino de grava.

«Esa cosa se está moviendo a 50 o 60 kilómetros por hora hacia el este», murmura Samaras. Es evidente que está desconcertado. Al sur, el cielo es un turbulento caldero gris. La cuña y la lluvia ocultan el tornado. «Ah, ahora lo veo», anuncia. Y después, con fastidio, añade: «No, quizá no. Lo siento. Era solo la lluvia».

Lo que ve, cuando finalmente lo ve, es algo que Tim Samaras no había visto ni volvería a ver nunca. Es el espectáculo que ha hecho huir a los cazatormentas experimentados. De pronto, el tornado tuerce bruscamente hacia la izquierda. Por lo general, es la señal de que el vórtice se está disipando, pero en este caso crece aún más.

En un minuto se hincha de manera grotesca y multiplica por dos o por tres su diámetro inicial de un kilómetro y medio hasta superar a cualquier otro registrado hasta ahora. Alrededor del tornado original –que de pronto ha empezado a moverse a una velocidad de entre 65 y 80 kilómetros por hora, con una velocidad interna del viento cuatro veces superior– se forman cuatro o cinco vórtices secundarios con vientos que rozan los 485 kilómetros por hora. La tormenta hace un viraje brusco y, sin perder fuerza, sube hacia el norte por la carretera Alfadale, arrasándolo todo a su paso, en dirección a la carretera Reuter, donde tocó tierra por primera vez.

Mientras el Cobalt se acerca a la intersección de Reuter y Alfadale, Tim Samaras mira hacia el sur por la ventana del copiloto. Cuando ve lo que ve, su voz suena a la vez calmada y apremiante. «De hecho… hum…, continúa –dice–. Este lugar es muy malo.»

El vídeo se interrumpe a las 18.20, tres minutos antes de que la tormenta y sus cazadores se encuentren.

Menos de una hora después, a las 19.06 de ese viernes, un sargento de la oficina del sheriff pasó por la carretera Reuter y divisó un vehículo aplastado en un campo de colza. Pero como seguía lloviendo y granizando, el campo estaba demasiado enfangado para que pudiera atravesarlo. Regresó mas tarde, esa noche, y se acercó al coche por el lado del conductor. En el asiento no había nadie, pero enseguida vio al copiloto. Por la radio de su coche, pidió ayuda para sacar un cadáver de un vehículo destrozado.

El teniente que se dirigía al lugar del accidente descubrió casualmente un cuerpo en una acequia, tumbado boca abajo a casi medio kilómetro al oeste del vehículo. En uno de sus bolsillos encontró una cartera con documentación a nombre de Carl Young, de South Lake Tahoe, California. El número de identificación del vehículo blanco permitió determinar que pertenecía a Tim Samaras, nombre que figuraba en el permiso de conducir hallado en el bolsillo del hombre sentado en el asiento del copiloto.

Un kilómetro y medio al sur del coche blanco siniestrado, unos bomberos habían hallado otro vehículo aplastado y, a escasa distancia, flotando en un riachuelo, el cuerpo de un cazatormentas aficionado de 35 años, de nombre Richard Henderson, empleado en una compañía petrolífera. Otros dos hombres fueron encontrados muertos en sendos vehículos un kilómetro y medio al oeste del lugar donde Henderson perdió la vida. En la carretera interestatal 40, el tornado también había arrancado a una madre y a su hijo pequeño del coche donde viajaban y los había depositado sin vida en un campo sembrado de restos de la destrucción. En total, la tormenta se cobró 22 vidas, incluida una familia de seis guatemaltecos que se habían refugiado en un canal de desagüe y fueron arrastrados por la corriente.

Al alba, el agotado teniente decidió echar un último vistazo por la carretera Reuter. Con la primera claridad del día, descubrió otro cuerpo, también boca abajo en la acequia, a cinco metros de donde había hallado el otro cadáver. Llamó a la oficina del forense y esperó a que llegara.

Kathy Samaras y su hija Amy viajaron en avión a Oklahoma City tres días después del tornado. Querían visitar el lugar del accidente. Les sorprendió que el director del tanatorio de Oklahoma City se negara a cobrarles. «Murió cuando estaba investigando, para tratar de salvar vidas en nuestra comunidad», les dijo con firmeza, y no quiso hablar más del asunto.

Pero no todo está tan claro. Pese a los otros tres vídeos que han aparecido desde la tragedia (uno grabado por un cazatormentas cuyo coche se encontraba a medio kilómetro del Cobalt cuando este desapareció de la vista, otro grabado por otro cazatormentas en el que puede verse a lo lejos un vehículo pequeño que cae del cielo, y un tercero recuperado de la cámara de Paul Samaras), nadie sabrá nunca lo que sucedió a las 18.23 horas del 31 de mayo de 2013. ¿Pudo el equipo TWISTEX ver el tornado antes de que los alcanzara? ¿Estaban intentando plantar las sondas, huían del tornado o se habían detenido? ¿Levantó el coche uno de los violentos vórtices? Para el resto de la comunidad de cazatormentas, hay una pregunta mucho más inquietante: si le ha pasado a Tim Samaras, ¿no podría pasarles también a ellos? Todos conocen la respuesta. Pero ni uno solo ha abandonado la persecución. Tampoco lo habría hecho Tim Samaras. 



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