sábado, 8 de mayo de 2021

Viajes. La migración de las aves

Mientras el sol se pone en el estuario de Thames, en Nueva Zelanda, decenas de agujas colipintas se acomodan perezosamente por el litoral de la bahía, con las plumas encrespadas por el viento.

La marea está subiendo y cubre la llanura donde las aves han estado clavando sus largos picos en la arena para extraer gusanos y cangrejos. A medida que el mar avanza, dejan de comer y caminan tierra adentro, arrastrando torpemente sus cuerpos rollizos. Feúchas y con un plumaje anodino, no parecen muy interesantes. A medida que el cielo se tiñe de naranja, empiezan a recogerse. Con tantas horas de descanso podría parecer que son muy sedentarias, pero nada más lejos de la realidad. Seis meses antes emprendieron un épico viaje para llegar hasta aquí volando directamente desde Alaska. Por increíble que parezca, no hicieron ni una parada. Volaron durante ocho o nueve días sin dejar de batir las alas: unos 11.500 kilómetros, más de la cuarta parte de una vuelta al mundo.

Llegaron escuálidas y con un aspecto desastroso. Ahora han engordado para emigrar de regreso a Alaska, donde crían durante el verano. Van a volar unos 10.000 kilómetros hasta llegar al mar Amarillo. Allí pasarán unas seis semanas, a lo largo de una costa que se reparten China, Corea del Norte y Corea del Sur, alimentándose y descansando antes de volar otros 6.500 kilómetros más.

Las agujas colipintas llevan miles de años repitiendo esta migración, pero solo en las últimas décadas se ha podido trazar un mapa de su ruta. Aunque las migraciones de las aves han generado admiración durante siglos, los nuevos hallazgos científicos están contribuyendo a desmitificarlas y, a la vez, a sumar motivos para apreciar semejantes hazañas. Además, los científicos están descubriendo cómo la actividad humana y el cambio climático están afectando y quizá poniendo en peligro estos viajes ancestrales.

El hecho de que las agujas desapareciesen de Nueva Zelanda durante los meses de cría hizo pensar a los maoríes que las aves que ellos llaman kuaka

eran unos seres misteriosos. Ese pensamiento se refleja en un dicho maorí sobre las cosas inaccesibles: «¿Quién ha visto alguna vez un huevo de kuaka?». En la década de 1970 los observadores de aves y los biólogos ya sospechaban que las agujas de Nueva Zelanda eran las mismas que anidaban en Alaska. Sin embargo, hubo que esperar hasta 2007 para que los científicos pudieran trazar sus rutas migratorias.

El mar Amarillo es un lugar de paso fundamental para millones de aves acuáticas migratorias. Sin embargo, el imparable desarrollo del litoral de China y de Corea del Sur está mermando los hábitats que las aves necesitan para alimentarse y descansar. A medida que se va construyendo en los tramos de costa, las aves limícolas se ven obligadas a competir por el alimento en unos arenales menguantes.

El mar Amarillo es un lugar de paso fundamental para millones de aves acuáticas migratorias. Sin embargo, el imparable desarrollo del litoral de China y de Corea del Sur está mermando los hábitats que las aves necesitan para alimentarse y descansar. A medida que se va construyendo en los tramos de costa, las aves limícolas se ven obligadas a competir por el alimento en unos arenales menguantes.

Foto: George Steinmetz

Bob Gill y Lee Tibbitts, biólogos del Servicio Geológico de Estados Unidos, formaron parte de un equipo que capturó un pequeño número de agujas a las que implantaron unos transmisores vía satélite. Entre marzo y mayo las siguieron en su migración hacia el norte. Habían calculado que las pilas de los transmisores no durarían más allá del verano y, efectivamente, uno tras otro fueron fallando. Excepto uno. El 30 de agosto de 2007, una aguja colipinta conocida como E7 partió de Alaska con su transmisor aún en funcionamiento.

Los investigadores siguieron al ave mientras pasaba por Hawai, Fidji y, por fin, el 7 de septiembre, por la punta noroccidental de Nueva Zelanda. «Fue como una película de suspense porque la pila ya estaba fallando», recuerda Tibbitts. Aquella noche E7 se posó en el estuario de Thames. Con ocho días y ocho noches, y 11.500 kilómetros, sigue siendo el vuelo migratorio sin paradas más largo de cuantos se han registrado. «Es una hazaña desconcertante y asombrosa», afirma Gill.

El seguimiento de E7 sirvió para aumentar la curiosidad que las migraciones de las aves siempre han despertado. ¿A dónde van? ¿Cómo pueden volar tan lejos? ¿Cómo son capaces de hallar el camino hasta los mismos puntos de invernada y de veraneo año tras año? Los avances en el seguimiento por satélite y otras tecnologías están permitiendo a los investigadores indagar sobre estas cuestiones con una precisión sin precedentes.

Mientras recorre el espléndido bosque boreal de Alberta, en Canadá, Michael Hallworth, ecólogo del Centro de Aves Migratorias de la Smithsonian Institution, escucha los cantos de la reinita de Connecticut, un ave canora con el pecho amarillo y un anillo blanco alrededor de los ojos. En cuanto Hallworth y sus colegas divisan un macho que habían marcado con un dispositivo electrónico, rápidamente tienden una red entre dos árboles, colocan un altavoz detrás de la red y lo conectan a un teléfono móvil. Escondido tras un árbol, Hallworth reproduce la grabación del canto de un congénere macho, una trampa para que la reinita venga a comprobar si algún competidor ha entrado en su territorio. Huelga decir que el macho marcado acaba cayendo en la trampa.

Una bandada de ánsares nivales inunda el cielo del refugio del Bosque del Apache, en Nuevo México. Esta especie llegó a estar casi extinguida, pero hoy sus poblaciones son tan numerosas que están deteriorando las zonas de cría y amenazan a otras especies. Llegan hacia el mes de noviembre desde el norte de Canadá y pasan unos tres meses en la zona. A finales de febrero la mayoría ya habrá partido.

Una bandada de ánsares nivales inunda el cielo del refugio del Bosque del Apache, en Nuevo México. Esta especie llegó a estar casi extinguida, pero hoy sus poblaciones son tan numerosas que están deteriorando las zonas de cría y amenazan a otras especies. Llegan hacia el mes de noviembre desde el norte de Canadá y pasan unos tres meses en la zona. A finales de febrero la mayoría ya habrá partido.

Foto: Donald Jeske, National Geographic Creative, Your Shot

Hallworth libera al ave y retira con cuidado la marca que lleva sujeta al lomo, un dispositivo geolocalizador que pesa menos de un gramo y registra la luminosidad de forma continua. Como las horas del amanecer y del ocaso varían en función del lugar, los investigadores pueden analizar los datos y averiguar la ruta que ha seguido. El estudio emprendido por Hallworth y sus colegas, todavía en curso, les permitirá determinar con exactitud dónde pasa los meses de invierno esta ave. «Sabemos que migra a América del Sur, pero aún tenemos que descubrir dónde», dice.

Estudios como este ponen de relieve hasta qué punto se ha avanzado en el seguimiento de las migraciones de las aves. Hasta principios del siglo XIX las teorías sobre la desaparición de ciertas poblaciones de aves durante parte del año eran bastante fantasiosas. Aristóteles creía que algunas hibernaban o bien se transformaban en otras especies. En la Europa medieval la aparición de las barnaclas cariblancas en invierno se explicaba diciendo que era porque nacían de los árboles. La prueba más contundente de que las aves migraban llegó en 1822, cuando un cazador alemán abatió una cigüeña blanca que presentaba un curioso apéndice: una flecha clavada en el cuello. La flecha procedía de África central, lo que permitió a los naturalistas concluir que la cigüeña había viajado miles de kilómetros. En 1906 los aficionados a observar aves empezaron a anillar cigüeñas blancas y comenzaron así a descubrir en qué lugares del África subsahariana invernaban.

En los dos siglos transcurridos desde que a aquella cigüeña le dispararan una flecha, científicos y observadores de aves han desentrañado las migraciones de miles de especies.Casi la mitad de las especies aviares conocidas son migratorias y se desplazan de un hábitat a otro con el cambio de las estaciones. Los albatros de Laysan anidan en islas tropicales del Pacífico y luego pasan casi la mitad del año volando miles de kilómetros, en las costas de Japón y California, para buscar alimento. Las poblaciones de ánsar indio que crían en las zonas montañosas de Asia Central sobrevuelan el Himalaya para invernar en los lagos y estuarios del subcontinente indio. Tener una gran envergadura no es un requisito imprescindible, como demuestra el diminuto colibrí gorjirrubí, que vuela en solitario desde sus zonas de cría en Estados Unidos y Canadá hasta las de invernada entre el sur de México y Panamá.

Casi la mitad de las especies aviares conocidas son migratorias y se desplazan de un hábitat a otro con el cambio de las estaciones

Ya recorran unos pocos kilómetros o medio mundo, las aves migran para huir de las circunstancias que amenazan su supervivencia. Cuando el invierno llega a América del Norte, desaparecen los insectos y las flores de cuyo néctar se alimenta el colibrí gorjirrubí, al que no le queda más remedio que ir en busca de comida. En cuanto regresa el calor a Canadá y Estados Unidos, estos territorios septentrionales vuelven a ser atractivos porque los recursos se han recuperado.

Una hiena manchada se prepara para saborear la carne de un flamenco enano en el lago Nakuru de Kenya. Los flamencos enanos son vulnerables a depredadores como hienas y chacales, de modo que se protegen congregándose en grupos numerosos. Cuando se mantienen juntos, su probabilidad de sobrevivir es mayor.

Una hiena manchada se prepara para saborear la carne de un flamenco enano en el lago Nakuru de Kenya. Los flamencos enanos son vulnerables a depredadores como hienas y chacales, de modo que se protegen congregándose en grupos numerosos. Cuando se mantienen juntos, su probabilidad de sobrevivir es mayor.

Foto: Tony Crocetta, Biosphoto

Muchas especies migran de latitudes frías a otras más cálidas y otras lo hacen debido a las crecidas de las aguas. Es el caso de una subespecie de rayador americano que anida en los arenales del río Manu, en la cuenca del Amazonas, donde pesca con su largo pico mientras vuela a ras del agua.

Cuando las lluvias intensas empiezan a azotar la región a principios de septiembre y el río se desborda, las aves se marchan a la costa del Pacífico o bien migran a territorios más elevados, y no regresan hasta que el nivel del agua ha bajado. Algunas poblaciones migran entre diferentes altitudes dentro de la misma zona: nidifican en las montañas cuando fluye el agua por los ríos y bajan a los valles cuando el agua se congela.

«Las aves migratorias siempre están huyendo y regresando a estas zonas, que son muy adversas durante una parte del año, pero muy buenas para la cría durante otra parte del año», explica Ben Winger, ornitólogo de la Universidad de Michigan.

Estas rutas migratorias se han definido a lo largo de miles de años de adaptación. Es probable que algunas especies, en pugna por los recursos y las zonas de nidificación, se hayan ido aventurando cada vez más lejos desde sus hábitats originales. Algunos investigadores presumen que las migraciones debieron de empezar cuando las aves tropicales expandieron sus territorios hasta los hábitats templados.

Otros piensan que muchas especies se originaron en zonas templadas y evolucionaron para poder pasar la época más fría del año en los trópicos. «Lo más probable es que sucedieran ambas cosas», afirma Winger.

Las cigüeñas blancas anidan en perchas elevadas. Estos postes artificiales instalados en Cáceres salvaron a una colonia que vivía junto a una casa rural abandonada que iba a ser convertida en hotel. La migración de las cigüeñas blancas es muy variable: unas invernan en África mientras que otras se quedan en Europa.

Las cigüeñas blancas anidan en perchas elevadas. Estos postes artificiales instalados en Cáceres salvaron a una colonia que vivía junto a una casa rural abandonada que iba a ser convertida en hotel. La migración de las cigüeñas blancas es muy variable: unas invernan en África mientras que otras se quedan en Europa.

Foto: Jasper Doest

Observando ciertas migraciones inusuales se pueden entrever algunas pistas sobre las adaptaciones que han dado pie a las rutas actuales. En opinión de Peter Berthold, exdirector del Instituto Max Planck de Ornitología (situado en Radolfzell, Alemania), tenemos un ejemplo en una población de carriceros políglotas que viajan desde el norte de Alemania hasta el África oriental y pasan varias semanas allí antes de dirigirse a Sudáfrica. «En el pasado las aves podían invernar un poco más al sur del Sahara porque esa región fue un vergel durante mucho tiempo–explica Berthold–. Era un paraíso. Pero posteriormente se deterioró, hasta que llegó un momento en que las aves se vieron obligadas a ir cada vez más al sur».

Una bandada de correlimos gordos norteños vuela en círculos frente a un parque eólico marino del mar de Irlanda. Esta subespecie cría en el Ártico canadiense y en Groenlandia e inverna en las costas de Europa occidental. En Europa se está investigando si los aerogeneradores marinos suponen una amenaza muy significativa para las poblaciones de aves.

Una bandada de correlimos gordos norteños vuela en círculos frente a un parque eólico marino del mar de Irlanda. Esta subespecie cría en el Ártico canadiense y en Groenlandia e inverna en las costas de Europa occidental. En Europa se está investigando si los aerogeneradores marinos suponen una amenaza muy significativa para las poblaciones de aves.

Foto: Graham Eaton, Nature Picture Library

¿Están estas conductas migratorias inscritas en los genes para guiar a las aves hasta sus destinos como si fueran autómatas? ¿O acaso las aves jóvenes aprenden de las adultas a dónde migrar y cómo hacerlo? Los científicos aún no lo saben, pero al igual que la mayoría de los debates que oponen el conocimiento innato al conocimiento adquirido, la respuesta tal vez sea una combinación de ambas cosas. «Este campo de estudio todavía está en pañales», dice Jesse Conklin, investigador de la Universidad de Groninga, en los Países Bajos.

Comprender el desafío que supone volar sin paradas desde Alaska hasta Nueva Zelanda no es fácil, por eso cuando Gill da charlas a alumnos de primaria sobre las agujas colipintas recurre a un truco para que imaginen el sacrificio que requiere semejante viaje. «Les digo “poneos de pie, extended los brazos y empezad a moverlos en círculos, a ver cuánto tiempo aguantáis”». Luego, cuando se les empiezan a cansar los brazos, les dice: «Ahora intentad hacer eso durante ocho días sin parar». El aleteo con los brazos quizá no sea una comparación idónea, puesto que para las aves volar es lo mismo que caminar para los humanos, pero los niños lo acaban entendiendo.

Al igual que otras aves migratorias que recorren grandes distancias, las agujas se preparan acumulando grandes reservas de grasa durante las semanas previas a la partida. Cuando se ponen en marcha, más de la mitad de su peso corporal es grasa: una capa bajo la piel de hasta tres centímetros de grosor, además de la acumulada en los órganos abdominales. «Yo las llamo bolas de sebo», dice Phil Battley, ornitólogo de la Universidad Massey de Nueva Zelanda.

Tres cisnes chicos baten las alas armoniosamente en un cielo cuajado de nubes mientras vuelan desde el Ártico, donde crían, hasta la costa pacífica de Estados Unidos, donde pasarán el invierno. Generalmente esta especie viaja en grupos familiares de hasta más de cien individuos.

Tres cisnes chicos baten las alas armoniosamente en un cielo cuajado de nubes mientras vuelan desde el Ártico, donde crían, hasta la costa pacífica de Estados Unidos, donde pasarán el invierno. Generalmente esta especie viaja en grupos familiares de hasta más de cien individuos.

Foto: Jim Brandenburg, Minden Pictures

A medida que engordan, los músculos pectorales y de las patas también crecen. Otras aves que migran largas distancias, como los correlimos gordos, encogen el tamaño de la molleja y de otros órganos para prepararse para el vuelo, como si se deshicieran del exceso de lastre.

Las agujas, igual que otras especies migratorias, no dependen solo de su fuerza, sino que también aprovechan los vientos. Suelen partir de Alaska después de las tormentas que generan vientos en dirección sur. Su salida desde Nueva Zelanda también coincide con condiciones favorables para el viaje. «Tienen buenos vientos cuando parten de Nueva Zelanda –explica Gill–, pero después son capaces de engancharse a otros vientos mientras se dirigen hacia el norte». Cuando abandonan el mar Amarillo de camino a Alaska, los vientos vuelven a beneficiarlas.

Los investigadores suponen que las agujas baten las alas durante la mayor parte del viaje, incluso cuando aprovechan los vientos, mientras que otras especies, como los albatros, planean.

Algunas especies presentan una impresionante flexibilidad a la hora de regular el sueño. Niels Rattenborg y sus colegas del Instituto Max Planck viajaron a las Galápagos para estudiar los hábitos de sueño del rabihorcado grande, un ave de más de dos metros de envergadura que vuela miles de kilómetros sobre el Pacífico en busca de alimento. Después de capturar a los rabihorcados en sus nidos, los investigadores les implantaron unos sensores para monitorizar la actividad eléctrica cerebral y les adhirieron unos dispositivos de grabación de datos en la cabeza. Además de registrar la localización y la altitud, los dispositivos sirvieron para determinar los patrones de sueño.

Tras pasar hasta 10 días sobrevolando el Pacífico, los rabihorcados regresaron a sus nidos y el equipo de Rattenborg recuperó los dispositivos. La información recabada mostró que las aves habían echado pequeñas cabezadas de 12 segundos de promedio, normalmente mientras planeaban, lo que sumaba una media de 42 minutos al día. Nada que ver con las 12 horas diarias de sueño cuando están en sus nidos. Durante buena parte del tiempo dedicado a sestear en el aire, solo dejaban la mitad del cerebro durmiendo, mientras que la otra mitad estaba despierta.

Para descubrir si las agujas presentan los mismos patrones de sueño durante el vuelo, se necesitan unas baterías muchísimo más pequeñas, un objetivo que, según Rattenborg, está al caer. «Es posible que duerman algo durante el vuelo, quizás incluso mientras aletean», afirma.

Cuando era un chaval y vivía en Dinamarca, Henrik Mouritsen veía de vez en cuando algunas aves que no eran de aquel país. En una ocasión fotografió una collalba desértica, especie cuyas poblaciones dividen su tiempo entre las áreas de cría de Asia Central y los hábitats de invernada repartidos desde el norte de África hasta la India. «Me preguntaba qué diablos les habría pasado por la cabeza para volar tan lejos en la dirección equivocada», dice. Aquella curiosidad animó a Mouritsen –hoy profesor de la Universidad de Oldenburg, en Alemania– a seguir los pasos de las anteriores generaciones de investigadores que han intentado desentrañar el misterio de cómo las aves se orientan para regresar siempre a las mismas zonas de cría e invernada. Los científicos dedicados a ello han hallado pruebas de diversos mecanismos que las aves parecen emplear.

Una brújula magnética interna

En 1951 el científico alemán Gustav Kramer descubrió que el estornino pinto usa el sol a modo de brújula. Posteriormente, en la década de 1960, Stephen Emlen, ecólogo de la Universidad Cornell, introdujo unos azulillos índigos en un planetario y demostró que, al igual que los antiguos navegantes, las aves también usan las estrellas para orientarse. Por la misma época, los estudios de laboratorio realizados por la pareja de zoólogos alemanes formada por Wolfgang y Roswitha Wiltschko con petirrojos europeos desveló que las aves poseen una brújula magnética interna.

Mouritsen y dos colegas –William Cochran y Martin Wikelski– llevaron a cabo un experimento en 2003 para investigar cómo se orientan los zorzalitos que migran en libertad. Al principio, no obstante, los colocaron en una jaula exterior a la hora del ocaso y los expusieron a un campo magnético situado entre 70° y 90° Este respecto al campo magnético de la Tierra. Por la noche, cuando ya no había nada de luz solar en el cielo, liberaron a las aves equipadas con diminutos radiotransmisores y las siguieron en coches equipados con antenas a lo largo de 1.100 kilómetros. La primera noche las aves volaron hacia el oeste en vez de hacerlo hacia el norte, pero en las noches posteriores volaron hacia el norte, que era lo que se esperaba de ellas. A partir de esta conducta, los investigadores dedujeron que las aves se orientan utilizando su propia brújula magnética, que calibran diariamente basándose en la luz crepuscular que les llega del sol.

Que las especies migratorias se guían por múltiples brújulas no es una sorpresa, ya que muchas de ellas viajan de noche, cuando la brújula solar no funciona. En un cielo nocturno nublado tampoco se puede contar con la brújula celeste. Y la brújula magnética tampoco es un recurso fiable en todas partes.

El funcionamiento exacto del sistema de navegación de la aguja colipinta sigue sin conocerse. Aun así, Mouritsen especula que, al igual que los zorzalitos de su experimento de campo, las agujas se guían por su brújula magnética y la recalibran cada vez que el sol es visible.

El correlimos gordo, al igual que la aguja colipinta, cría en el extremo norte y vuela miles de kilómetros hacia el sur para invernar. Se alimenta a lo largo del litoral hincando su fino pico en la arena para atrapar moluscos. Por eso Jan van Gils, ecólogo marino del Real Instituto de Investigación Marina de los Países Bajos, dedicado al estudio de una subespecie que cría en el Ártico e inverna en Mauritania, se quedó perplejo cuando él y sus colegas observaron algunas de estas aves comiendo plantas marinas. ¿Cuándo se habían vuelto vegetarianas y por qué?

Los investigadores descubrieron que aquellos correlimos eran ejemplares juveniles, con el pico más corto y el cuerpo más pequeño de lo habitual. También observaron que el tamaño corporal de los juveniles variaba considerablemente según el año. Los que habían nacido cuando el Ártico registraba las temperaturas más elevadas tenían un cuerpo más pequeño y un pico más corto. La explicación más plausible era que estos ejemplares no habían tenido suficiente comida cuando eran polluelos porque la nieve se había derretido antes de lo normal, causando que la población de insectos de los que se alimentan alcanzara su máximo demasiado pronto y los pollos recién nacidos tuviesen menos alimento.

Al migrar a Mauritania, las aves con el pico corto no podían alcanzar suficiente profundidad en el fango para encontrar moluscos. «Las plantas marinas son una fuente de nutrientes muy pobre –dice Gils–. Nunca habríamos esperado que las comieran, pero ahora lo hacen porque no les queda más remedio». Los investigadores también observaron que los correlimos con los picos cortos viven menos tiempo. «La escasez de alimento en el Ártico acaba causando la muerte por escasez de alimento en los trópicos», afirma.

El estudio sobre el correlimos gordo es uno de los pocos que aportan pruebas concretas de cómo el cambio climático y el deterioro del medio ambiente podrían estar perjudicando a las especies migratorias. A lo largo de los últimos 50 años las poblaciones de muchas especies de aves marinas han disminuido drásticamente, y las poblaciones de aves limícolas de América del Norte se han reducido un 70% desde 1973. Algunos de los descensos más acusados se han producido en especies que usan la ruta Asia oriental-Australasia, grupo que incluye a correlimos y agujas. Parece que una causa de esto es la actual destrucción de las zonas de descanso a lo largo del mar Amarillo, donde las llanuras mareales que sustentan a las aves se están llenando de puertos, fábricas y viviendas.

Del mismo modo, la caza furtiva y los cambios en el uso del suelo han puesto en peligro a las aves migratorias que se desplazan entre Europa y África, y entre América del Norte y del Sur. Los conservacionistas calculan que solo en la región del Mediterráneo se abaten o se capturan entre 11 y 36 millones de aves cada año, lo que supone una amenaza para especies como el pinzón vulgar y la curruca capirotada. Las zonas de invernada de numerosas aves migratorias de larga distancia en el África subsahariana se han tornado menos aptas, debido a que cada vez se elimina más vegetación en beneficio de la agricultura. La industrialización de la ganadería y la agricultura en las zonas de descanso está dificultando que las aves migratorias puedan encontrar comida. En el sur de Europa, por ejemplo, el paisaje se ha homogeneizado en vastas extensiones de monocultivos como el maíz, que se cosechan de manera más eficiente.

Solo en la región del Mediterráneo se abaten o se capturan entre 11 y 36 millones de aves cada año

«Se aprovecha hasta el último grano de maíz, de modo que no queda nada tirado –explica Hans-Günther Bauer, investigador del Instituto Max Planck–. Un ave con suerte encontrará otra fuente de alimento. Una sin suerte no la encontrará, y eso es un problema, porque necesita acumular reservas para el viaje que tiene por delante».

Revertir estas tendencias alarmantes requiere diferentes esfuerzos conservacionistas, desde la protección de bosques y litorales hasta la prohibición de la captura y caza de aves migratorias. El uso de nuevas tecnologías de seguimiento podría ayudar a dirigir los esfuerzos de conservación, dice Pete Marra, director del Centro de Aves Migratorias de la Smithsonian Institution. «El tamaño de la población de una especie como el zorzalito maculado, que ha disminuido más del 60 % en los últimos 50 años, está influido por lo que sucede en las zonas de cría del sudeste de Estados Unidos, así como por la pérdida de hábitat en las zonas de invernada de México y Colombia». Los investigadores han descubierto que aunque los bosques de las zonas de invernada se están reduciendo con mayor rapidez, lo que más afecta a las aves es la pérdida de masa forestal en los territorios de cría.

Una soleada tarde en Foxton Beach, Nueva Zelanda, Jesse Conklin camina hacia el marjal salobre del estuario del río Manawatu, y a unos 30 metros de un dique de arena, donde descansa media docena de agujas, instala un telescopio sobre un trípode. El científico lleva un decenio visitando anualmente este estuario, donde ha seguido a unas 160 agujas –identificables por las cintas de colores de las patas– que vuelven año tras año. Ha descubierto que cada individuo parte prácticamente en la misma fecha cada año, aunque son lo bastante flexibles como para cambiar el día si los vientos son desfavorables.

Sin embargo, desde hace un tiempo han adelantado su partida. Ahora se marchan con una antelación media de cinco días respecto al período comprendido entre 2008 y 2010. Muchas dedican esos días extra a ganar peso en zonas de descanso degradadas del mar Amarillo y llegan a Alaska más o menos en las fechas de siempre. No está claro si anticipan su partida porque necesitan más tiempo en las zonas de descanso o porque intentan llegar antes a Alaska para adaptarse a unos veranos cada vez más adelantados. En cualquier caso, dice Conklin, las agujas no solo siguen una programación determinada por la genética, sino que parecen aprender de la experiencia.

Conklin apunta su telescopio hacia las agujas durante horas. Cuando unas pocas se meten en el agua para bañarse y acicalarse, sabe que ese comportamiento puede ser la señal de su partida.

Avanza la tarde y el brillo de las aguas se atenúa. Entonces un aguja empieza a graznar con fuerza. Otras responden con cantos similares. La conversación dura unas horas. Un par de ejemplares se acerca volando para unirse al grupo. «No sé si se estarán comunicando alguna información, como “oye, ¿qué te parece este viento?”, o si toda esta charla es para congregar a las que quieran partir», comenta Conklin.

Poco antes del ocaso el canto se intensifica, y entonces, todas las agujas despegan a la vez. Conklin ajusta el telescopio para seguirlas –cuenta diez en total– en su rápido ascenso sobre el estuario, volando hacia el océano, primero en pelotón y finalmente en formación en V. Las observa hasta que desaparecen en el cielo azul. 



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