jueves, 5 de septiembre de 2019

Viajes. La primera vuelta al mundo

(Artículo publicado en el número de septiembre de 2019 de la edición impresa de National Geographic España)

En el verano de 1519, hace ahora 500 años, partía de Sevilla una flota al mando de Fernando de Magallanes, veterano navegante portugués que le había vendido al rey de España su idea de llegar a las islas de las Especias por el oeste. Ni él, ni el joven soberano que confió en su intuición ni Juan Sebastián Elcano, el experimentado marino vasco que acababa de enrolarse como maestre en una de las naos, podían imaginar que aquella expedición acabaría por circunnavegar por primera vez el planeta, haciendo historia.

El hambre y la fatiga para todos, la muerte para muchos y la gloria para unos pocos elegidos fue el balance de la gesta que conectó el mundo entero por primera vez. La historia de quienes vivieron para contarlo y de quienes murieron en el intento ha llegado hasta nosotros a través de varios de los hombres que la protagonizaron, especialmente el piloto griego Francisco Albo, el marinero español Ginés de Mafra y el cronista italiano Antonio de Pigafetta. Solo la de este último, «un incondicional de Magallanes», apunta Lola Higueras, historiadora naval y exdirectora del Museo Naval de Madrid, se publicaría íntegramente tras el regreso de la expedición. Sería la visión de este hombre con alma de reportero la que condicionaría en gran manera la narrativa actual sobre una expedición que dio la vuelta al globo sin haberlo pretendido.

El origen de una gesta histórica

Pero tratemos de entender cómo pudo llevarse a cabo una hazaña de tales características sin proponérselo. Desde mediados del siglo XV Europa hervía en la búsqueda de nuevos mundos, nuevos puertos y nuevas rutas comerciales. La toma de Constantinopla en el año 1453 por parte del sultán Mehmed I había supuesto el inicio de una nueva era. Y no solo para el Imperio otomano, sino, paradójicamente, para la expansión de un continente que, con la ruta terrestre hacia las especias en manos del Turco, no tenía más salida que echarse a la mar y enfrentarse a los monstruos que poblaban sus mapas. A finales de siglo, cuando el descubrimiento de América demostró que aún quedaban tierras por explorar, la mayoría ilustrada intuía ya que el mundo no acababa en un salto abrupto al vacío y que la esfericidad de la Tierra era algo más que una hipótesis. La expedición que en 1519 partiría desde Sevilla estaba, sin saberlo, a punto de constatarlo.

Desde mediados del siglo XV Europa hervía en la búsqueda de nuevos mundos, nuevos puertos y nuevas rutas comerciales. La expedición que en 1519 partiría desde Sevilla estaba, sin saberlo, a punto de constatarlo.

Fueron varios los factores que coincidieron para que se dieran las circunstancias y el momento idóneos: los avances tecnológicos en el diseño de las naves, los instrumentos de navegación y la cartografía, el desarrollo de un pensamiento más global con la irrupción del Renacimiento y, por supuesto, un incentivo potente: la búsqueda de las riquezas que aguardaban allende los mares.

Un mundo todavía desconocido

Fernando de Magallanes reunía los conocimientos, la experiencia y la motivación obtenidos durante sus expediciones al servicio del rey de Portugal. El Tratado de Tordesillas había dividido en 1494 un mundo no del todo conocido entre los dos vecinos peninsulares. El reino luso ya había fundado colonias en África, al más puro estilo fenicio, costeando el continente por el cabo de Buena Esperanza, y había remontado la costa oriental africana hasta llegar a la India y alcanzar, en lo que hoy es Indonesia, las míticas islas de las Especias, las únicas del mundo productoras de clavo, canela o nuez moscada, mercancías que en Europa tenían una altísima demanda. Magallanes, que ya había navegado la zona y vislumbrado sus posibilidades, trató de venderle al rey de Portugal la posibilidad de fletar una expedición para alcanzar las islas por un camino más corto, el de occidente.

¿Una idea innovadora?

La idea no era nueva, como apunta el historiador José Luis Comellas. Colón ya la había esgrimido ante los Reyes Católicos 30 años antes, con unos resultados conocidos por todos. Es probable que ambos marinos bebieran de las mismas fuentes: el mapa, hoy perdido, de Toscanelli, que «demostraba» que la distancia por el oeste era sensiblemente inferior a la de la «ruta portuguesa». El monarca Manuel I de Portugal rechazó la propuesta de Magallanes, quizá porque no necesitara una ruta alternativa o quizás asesorado por su Junta de Matemáticos, que de un modo intuitivo halló disonancias en las distancias establecidas por Toscanelli. Las había, efectivamente: basándose en los cálculos de Ptolomeo, Toscanelli pensaba que la Tierra era una cuarta parte más pequeña de lo que en realidad es y estimaba su circunferencia en 29.000 kilómetros en lugar de los 40.000 que ahora sabemos que mide. Un error de cálculo.

Rechazado por el rey portugués, Magallanes arribó a España acompañado de Rui de Faleiro, un prestigioso cosmógrafo que afirmaba ser capaz de calcular la longitud geográfica, la codiciada variable que faltaba a la hora de realizar las mediciones en el mar. Ambos diseñaron una propuesta, contactaron con importantes valedores como Juan de Aranda, factor de la Casa de Contratación; Diego Barbosa, alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla, y el comerciante burgalés Cristóbal de Haro, representante de los banqueros centroeuropeos Fugger. Consiguieron así que Carlos I, el jovencísimo soberano español, los escuchara.

Aseguraban conocer un «paso» a través de las Américas para bordear el nuevo continente y llegar a ese mar del Sur que Vasco Núñez de Balboa había avistado ya cinco años antes. Y eso no era todo: podían demostrar que las Molucas se ubicaban en la parte española del Tratado de Tordesillas. Una afirmación arriesgada sin conocer el tamaño del mundo, pero tan atractiva –y lucrativa, en el caso de ser cierta– que el monarca español no necesitó mucho más para ponerlos al mando de una flota.

Con el descubrimiento de América, Sevilla se convirtió en la puerta del Nuevo Mundo. De su puerto fluvial partieron las cinco naves capitaneadas por Magallanes.

En marzo de 1518 se firmaban en Valladolid las capitulaciones entre el rey español y el navegante portugués. En ellas quedaban fijados los objetivos (la búsqueda de un paso por el sur de las Indias que condujera a las islas del Maluco y la constatación de que se hallaban en zona española), las obligaciones (no entrar en conflicto con tribus locales, no penetrar en la demarcación portuguesa e informar puntualmente de la derrota al resto de los capitanes) y las recompensas (el ingreso en la Orden de Santiago, una participación en los beneficios y un sistema de señorío en función de las nuevas tierras descubiertas).

La expedición, con un coste de ocho millones de maravedíes (lo que hoy serían 1,5 millones de euros), fue financiada por la Corona de Castilla, los Haro y los Fugger. Pese a los rumores de que el rey de Portugal intentaría por todos los medios sabotear la expedición, mientras las naves se aprovisionaban en Sevilla el sueño de Magallanes parecía a punto de materializarse. Solo hubo un cambio en la propuesta inicial: Rui de Faleiro se quedaba en tierra.

Financiada por la Corona de Castilla, los Haro y los Fugger, la expedición tuvo un coste de unos 8 millones de maravedíes, lo que sería unos 1,5 millones de euros en la actualidad

«Se argumentaron problemas de salud, pero yo creo que la asunción del mando de la empresa por Magallanes le hizo dar una prudente marcha atrás», opina el historiador Xabier Alberdi, director del Museo Marítimo Vasco. Otros, como Luis Mollá, capitán de navío de la Armada española y autor de la epopeya ficcionada La flota de las especias, creen que Faleiro fue una pieza sacrificada por la Casa de Contratación, al frente de la cual el obispo Rodríguez de Fonseca hizo, en el último momento, una criba de portugueses. Juan de Cartagena –su sobrino o hijo natural, depende de las fuentes– pasó a ocupar el lugar del cosmógrafo como persona conjunta a Magallanes, a cargo de la nao San Antonio. «Fonseca estableció una bicefalia en la expedición –dice Luis Mollá–. Y una bicefalia en el mar nunca funciona».

250 hombres, 5 naves y una gran aventura por delante

El 20 de septiembre de 1519, 40 días después de haber zarpado de Sevilla, las naves iniciaron su travesía oceánica desde Sanlúcar de Barrameda con víveres para dos años. Nadie imaginaba que la expedición se prolongaría por más tiempo. A partir de este momento, al margen de coronas, reyes o nacionalidades, solo habría hombres, unos 250 a bordo de cinco naves. Como tales, sus comportamientos, aciertos y errores obedecerían sencillamente a emociones humanas.

Cartagena y Magallanes chocaron desde el primer momento. El navegante se negó a considerar un igual a la persona impuesta por el rey, mientras el capitán de la San Antonio, consciente de su cargo, se sintió ninguneado. Según algunos autores, en la primera escala en Tenerife Magallanes recibió avisos acerca del descontento del resto de los mandos, que podrían querer volverse contra él, y de las maniobras que Portugal estaba llevando a cabo para sabotear la expedición. Podemos imaginar la desazón del navegante: perseguido por sus compatriotas, para quienes era un traidor, o vigilado por los mandos españoles, para quienes podía ser un espía de los portugueses, Magallanes, en contra de las capitulaciones firmadas con el rey, se negó a dar informaciones ni compartir derrotas, lo que agudizó las malas relaciones entre él y Juan de Cartagena. Este lo increpó, pidiéndole explicaciones, y Magallanes aprovechó el enfrentamiento para prenderlo y relevarlo en el gobierno de la nave. Una maniobra cuestionada históricamente que, quizá pretendiendo evitar un motín, terminó por provocarlo.

Tras su partida, las naves recalaron en la isla canaria de Tenerife (en la imagen, detalle de un mapa francés de hacia 1750), donde se aprovisionaron de agua y carbón.

Durante la segunda y larga escala de la expedición, en la bahía de Santa Lucía, cerca del actual Río de Janeiro, los ánimos de la tripulación se calmaron por un tiempo, pero el malestar se reanudó cuando casi un mes después se hicieron de nuevo a la mar. Durante semanas Magallanes exploró la desembocadura de cada río, lo que llevó a su tripulación a pensar que en realidad el capitán general desconocía el lugar que supuestamente comunicaba ambos mares y que navegaban erráticamente. Algo de eso debió de haber, porque nadie había llegado más al sur del río de la Plata. Todos los mapas acababan ahí. En previsión de que se echara encima el invierno, el 30 de marzo Magallanes ordenó fondear en la bahía de San Julián, en la actual Patagonia argentina, y proceder al racionamiento de víveres; los barcos no se moverían hasta que llegara el buen tiempo. Y, como apunta Comellas, «no hay nada peor para un marino que estar parado y consumiendo víveres». El descontento, generalizado e imparable, tenía todos los ingredientes de un motín.

Un motín se castiga con la muerte

Y el motín se produjo. La noche del 1 de abril de 1520, los capitanes de otras dos naves, Quesada y Mendoza, liberaron a Juan de Cartagena con la intención de hacer un frente común que obligara a Magallanes a cumplir sus requerimientos. El levantamiento fue repelido y el marino portugués ordenó inmediatamente la pena capital para los implicados. «En el mar un motín se castiga con la muerte –afirma Mollá–, pero habría que cuestionar si a aquello se le puede llamar motín, o al menos si Magallanes tenía autoridad para prender a Cartagena, su igual».

Algunos historiadores piensan que Magallanes actuó con un exceso de autoridad, lo que condicionó a posteriori la propia marcha de la expedición

Lola Higueras es más contundente al afirmar que Magallanes actuó con un exceso de autoridad y que eso terminaría condicionando su relación con la tripulación y, por tanto, la propia marcha de la expedición. «Mandó descuartizar los cadáveres de Quesada y Mendoza y abandonó a Cartagena –el hombre puesto por el rey y el obispo– y a Sánchez Reina –un clérigo que se opuso a él– en una isla desierta. No se atrevió a ejecutarlos por sí mismo y los dejó al juicio de Dios».

En el último momento, el ya indiscutible capitán general se permitió condonar la ejecución del resto de los 40 hombres implicados, entre quienes se hallaba Juan Sebastián Elcano, maestre de la nao Concepción. «No se trató de generosidad –prosigue Higueras–. Es que no podía permitirse prescindir de toda una tripulación».

La invernada, con un breve intento de avance en el cual se perdió la nave Santiago, aunque no sus tripulantes, que hubieron de repartirse en las otras cuatro naves, se prolongó unos siete meses. Durante esa espera el frío, el desánimo, la inactividad y el peso de los compañeros muertos o abandonados a su suerte fueron pasando factura. Varados en lo que denominaron Puerto de Santa Cruz, ninguno de ellos tenía manera de saber que el ansiado paso les esperaba a solo unos días de distancia. Cuando por fin, tras zarpar de nuevo, descubrieron en el laberinto de canales y bahías que se abrían hacia el oeste que el agua seguía siendo salada, Magallanes optó por primera vez por someter a juicio del resto de los mandos la decisión que había que tomar. Allí podría estar el tan deseado paso. ¿Qué debían hacer, atravesarlo en busca de las Molucas o regresar a España para contarlo?

El 13 de diciembre de 1519, día de Santa Lucía, casi cuatro meses después de haber zarpado de Sevilla, desembarcaron por primera vez. En torno a la bahía donde fondeó la expedición, bautizada entonces con el nombre de la santa, se extiende hoy la ciudad de Río de Janeiro.

Volver o continuar adelante

«Esteban Gómez, el piloto de la San Antonio, defendió la segunda opción –explica Higueras–. Viajaba en la nave despensa. Sabía mejor que nadie que solo les quedaban alimentos para tres meses y aconsejó volver, reaprovisionarse y partir de nuevo. Pero como la suya fue la única objeción, Magallanes no atendió su propuesta». Esteban Gómez aprovechará un momento en que las naves se separan para derrocar al capitán de la San Antonio, Álvaro de Mesquita (primo de Magallanes), dar media vuelta y volver a España. «Tiene claro lo que quiere –añade Higueras–, y es contarle todo al rey. Vuelve a por Cartagena y Sánchez Reina, por humanidad o por la validez de su testimonio, pero ni siquiera encuentra sus restos».

Xabier Alberdi argumenta al hilo de la deserción del también portugués Esteban Gómez que el proverbial enfrentamiento entre oficiales no tuvo que ver con rencillas hispanoportuguesas, sino con desacuerdos entre personas. «Siempre estuvo celoso de Magallanes, pues él también había propuesto su propia expedición al rey de España», dice. Paradójicamente terminaría por llevarla a cabo. «Ante el rey afirmará que se ha perdido del resto de las naves, a las que sin duda la “locura” de Magallanes ha empujado a la muerte», reseña Luis Mollá. El rey terminará por crear en 1525 una filial de la Casa de Contratación en La Coruña para buscar otro paso, el del Noroeste, y al mando de esa expedición enviará al piloto portugués. ¿Lo consiguió? Obviamente, no, pero avistó otros lugares nuevos. De hecho, en los mapas de mediados del siglo XVI gran parte de los actuales Estados Unidos llevan su nombre: Tierra de Esteban Gómez.

El 1 de noviembre la flota se internó en un laberinto de vías de agua, fiordos e islas al que dieron el nombre de canal de Todos los Santos, más tarde llamado estrecho de Magallanes, el paso definitivo hacia el anhelado mar del Sur (en la imagen, fiordo de Agostini, al sur del estrecho).

Pero esta es otra historia, una historia que Magallanes jamás llegará a conocer. Consciente de que la San Antonio había desertado, el portugués no tenía muchas más opciones: solo podía huir hacia delante, llegar hasta las Molucas y culminar la misión encomendada por el rey. «Solo así podrá contrarrestar las críticas que sabe que Esteban Gómez está vertiendo sobre él», dice Mollá. A finales de noviembre se atravesó por vez primera el paso que hoy conocemos como estrecho de Magallanes. Pigafetta da cuenta de nebulosas identificadas en el cielo que bautizaron con el nombre del navegante y de la estrella que se denominaría Cruz del Sur. En tierra, las lejanas hogueras avistadas dieron nombre al mundo que dejaban atrás: Tierra del Fuego. Felices al encontrarse por fin en un océano engañosamente pacífico, pusieron rumbo a la línea del ecuador y a las ansiadas islas. Ni siquiera se pararon a aprovisionarse. No tenían modo de saber que estaban ante el mar más grande que se había navegado nunca. Tampoco que, desde allí, estaban a la misma distancia de las Molucas que del continente europeo.

En tierra, las lejanas hogueras avistadas dieron nombre al mundo que dejaban atrás: Tierra del Fuego. Felices al encontrarse por fin en un océano engañosamente pacífico, pusieron rumbo a la línea del ecuador y a las ansiadas islas.

¿Hubiera actuado de otra forma Magallanes de saber el vastísimo océano que les aguardaba? Es difícil de evaluar. Durante tres meses de desesperación navegaron rumbo noroeste, en busca del ecuador y las Molucas, sin tierra a la vista, víctimas del calor, la quietud, el hambre, la sed y el escorbuto, pasando junto a islas que jamás llegaron a ver. Había muerto una veintena de hombres y habían recorrido más de 13.000 millas cuando lograron aprovisionarse de fruta fresca en la actual isla de Guam, en las Marianas. Para cuando las tres naos restantes alcanzaron las islas de San Lázaro, hoy Filipinas, era evidente que las Molucas, en la línea del ecuador, habían quedado bastante más al sur.

«Sus hombres empezaron a sospechar que se había perdido –señala Mollá–, pero eso era imposible». Juan Sebastián Elcano señalaría más tarde que el capitán general «nunca tuvo intención de alcanzar esa derrota». Los historiadores opinan que, efectivamente, Magallanes ya no tenía tanta prisa por llegar a la especiería. «No olvidemos que obtendría el señorío de al menos dos de las islas que encontrara –recuerda Higueras–. Es posible que los nuevos territorios que fue encontrando lo desviaran de su misión». Para Mollá, no es la ambición lo que guía al navegante portugués: «Ya ha conseguido el paso que buscaba, ahora quiere algo más que las especias. Necesita establecer nuevas alianzas y hacer méritos ante el rey».

Pagar un precio muy alto

Esas alianzas le costaron muy caras. Humabón, el cacique de Cebú, le sugirió reducir a un jefe rival, Lapu Lapu, de forma que él terminara gobernando sobre todas las islas, que por supuesto pondría al servicio del lejano rey de España. Magallanes debió de considerar que la pequeña escaramuza valía la pena, aceptó la propuesta y se dirigió a Mactán con 49 de sus hombres. Todos subestimaron a Lapu Lapu, quien esperó con 1.500 guerreros agazapados en la playa a que los españoles, con el agua por los muslos y las pesadas armaduras, llegaran hasta la orilla dispuestos a entablar una batalla desigual. En contra de lo que Magallanes pensaba, la victoria no la obtendrá la artillería, sino el mayor número de combatientes. Mollá atribuye el resultado a la capacidad estratégica de Lapu Lapu. Higueras, a la prepotencia de Magallanes, de quien afirma que «fue incapaz de valorar el riesgo».

Un afectadísimo Pigafetta narró la muerte de Magallanes como la del héroe que siempre vio en él, acribillado por los nativos, mientras defendía la retirada de los suyos. «Acabaron con él, con nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo, nuestro guía verdadero», entonó el italiano. El capitán de la expedición ni siquiera había arribado a las ansiadas Molucas, que le aguardaban unas 1.500 millas más al sur. Aquel 27 de abril de 1521, la tripulación de las tres únicas naos que quedaban, acababa de perder a su guía.

La segunda parte del reportaje aparecerá en el número de octubre de National Geographic España que estará a la venta a partir del 24 de septiembre.



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