sábado, 13 de abril de 2019

Viajes. (No válido) Ruta por la Barcelona más literaria

Hay ciudades que se visitan; algunas, incluso, se pasean. Sólo unas pocas, además, se leen. Barcelona es una de ellas. María Zambrano escribió que “una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad”. No hay vacío posible en Barcelona: están Don Quijote y Sancho, George Orwell luchando contra el fascismo, Carvalho entrando en la Boquería, Bolaño escribiendo desesperadamente en el Raval, el Pijoaparte y Teresa buscando un lugar imposible, el príncipe Josep Carner, Onofre Bouvila convirtiéndose en el hombre más poderoso de la ciudad de los prodigios, la poesía auténtica de J.V. Foix, Gil de Biedma lanzando versos junto a los de la Generación del 50, los del boom latinoamericano bajo el ala protectora de Carmen Balcells, las caminatas verticales de Enrique Vila-Matas, la ciudad íntima de Mercè Rodoreda, la silueta eterna de Pere Gimferrer, los compactos de Jorge Herralde, las bibliotecas de la ciudad, los tipos duros de Carlos Zanón, el popular Mercat de Sant Antoni, Daniel Sempere en el Cementerio de los Libros Olvidados, la ironía cotidiana de Quim Monzó, libreros míticos y sus librerías como una esperanza. Y tanto más.

24 horas literarias en Barcelona

De la Boquería hacia abajo, Barcelona huele a mar. En el Moll de Drassanes, el embarcadero donde zarpan las golondrinas, las gaviotas alborotan el cielo. Una excursión en uno de estos populares barcos es la mejor forma de ver Barcelona como la contempló Rubén Darío a su llegada, el 1 de enero de 1899: “A la izquierda -describe en España contemporánea- se alzaba recortada la altura de Montjuich; en frente, en un fondo de oro matinal, el Tibidabo; y cerca, sobre su columna, Colón, la diestra hacia el mar”.

Don Quijote y Sancho no llegaron a Barcelona por mar; pero el primer lugar que pisaron fue la playa. Recuperar su elogio a la ciudad es inevitable: “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza”. Cervantes y Rubén Darío muestran que hay dos formas literarias de llegar a Barcelona y ninguna es la habitual hoy en día.

Las Ramblas, siempre animadas, son para Rubén Darío un revelador termómetro de la esencia de Barcelona

Subo por las Ramblas como hizo Rubén Darío. La vía sigue mostrándose como “revelador termómetro de una especial existencia ciudadana”. George Orwell también la describió al narrar sus días de miliciano del POUM en Cataluña, durante la Guerra Civil. El autor de 1984 es una de las referencias imprescindibles de la Barcelona literaria. Lo fue para un joven Vargas Llosa, que, recién llegado de Lima, caminó “emocionado por las calles con el Homenaje a Cataluña de Orwell en la mano, que había leído en alta mar”. Pasear con un libro en la mano es hacer infinita la ciudad -tal vez, incluso, es aceptar que la urbe es inabarcable y que eso es, precisamente, lo que nos hace libres-.

Así, entre párrafos y pasos, dejo a la derecha la Plaza Real, epicentro de las noches canallas de la ciudad, y llego al carrer de Ferrán. Entrar en el Barrio Gótico, escenario principal del best seller La sombra del viento, por esta calle, es, en realidad, alcanzar Barcino, la antigua villa romana. Como explica Eduardo Mendoza en el arranque de La ciudad de los prodigios, probablemente fueron los fenicios los responsables de la primera y segunda fundación de la ciudad. Y, aunque como menciona, los elefantes de Aníbal se detuvieron en la ribera del Besós a beber, lo cierto es que, fueron los romanos quienes otorgaron a Barcelona su carácter de ciudad. Resulta difícil hacerse una idea de cómo fue la ciudad romana. Para ello, lo mejor es visitar el Museo de Historia de Barcelona, en la Plaza del Rey. El museo es la mejor forma de pasear por Barcino. Eso sí, se trata de un paseo subterráneo. Por encima, tenemos la esencia medieval del Gótico que se manifiesta en el trazado de sus calles estrechas y laberínticas. La ciudad romana comenzó en la actual plaza de Sant Jaume, donde se encuentra el Palacio de la Generalitat. El medallón que hay en la fachada me recuerda a Sant Jordi, que cada 23 de abril mata al dragón y en Cataluña, entonces, se celebra la gesta con libros y rosas.

Me acerco a la Catedral de Barcelona por la calle del Bisbe y paso debajo del puente -un resumen perfecto de lo que es el Barrio Gótico: bello e impostado a la vez-, que une el Palacio de la Generalitat con la Casa de los Canónigos. Pero no es desde aquí, sino desde Vía Layetana, a la altura de la Plaza de Ramón Berenguer el Gran, desde donde Carmen Laforet, en Nada, describió la impresión que se siente al ver la silueta del edificio: “La vía Layetana, tan ancha, tan grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y misterio de la noche”. Nadie puede resistirse a una catedral gótica en la noche, aunque su fachada sea del siglo XIX.

Catedral de Barcelona

De haber caminado por aquí siglos atrás, mi calzado se habría mojado. A finales de la Edad Media, la ciudad acababa en una playa y en lugar del ruido del tráfico ahora escucharía las olas barrer el tiempo en la orilla. El barrio de la Ribera de Mar creció extra muros. Lo que comenzó como un barrio humilde de pescadores donde estaba la pequeña iglesia de Santa María de las Arenas, se convirtió en el centro económico de la ciudad. Al mismo tiempo, la línea de mar se fue alejando poco a poco. Aquella pequeña iglesia, lo cuenta Idelfonso Falcones en La Catedral del Mar, “pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar”. Cuando la iglesia se quedó pequeña, la reconstruyeron. Como siempre, “los ricos, con sus dineros; los humildes con su trabajo”.

Será que la ciudad nunca ha prescindido de su versión marinera, que la Barceloneta irradia una poderosa atracción a la que los barceloneses no pueden resistirse cuando se trata de hacer planes el fin de semana sin salir de la ciudad. “Hoy no hacemos nada. Vamos a hacernos una paella a la Barceloneta, donde Paco. Invito yo”, propone Bruno a Cristian y Raquel, los extorsionadores -todos lo somos de alguna manera- de la novela No llames a casa, de Carlos Zanón. Barcelona también es ciudad negra, y por eso me refugio en el bar Jai-ca, que, como los buenos lugares de paso, está en una esquina, en la calle Ginebra, 13. Tapas, unas gambitas fritas, un vermut, y el eco de las tertulias de muchos escritores de novela negra de la ciudad, acompañan la parada. Cerca, al otro lado de la Ronda de Litoral, está la Ciutadella, todo un símbolo de Barcelona; pero esa es otra novela que nos llevaría a la Exposición Universal de 1888. Alcanzo la estación de Sant Sebastià para cruzar el puerto y llegar hasta Montjuic en teleférico. Son 1.300 metros de recorrido colgado en el cielo de la ciudad.

La Exposición Internacional de 1929 recuperó para Barcelona la montaña mágica. Una frenética actividad constructora urbanizó el paisaje. “La Montaña de Montjuich -leemos en en La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza- quedó cerrada al público; los bosques fueron talados, las fuentes canalizadas o cegadas con dinamita; se hicieron allí taludes y se echaron los cimientos de lo que habrían de ser los palacios y pabellones”. Pero, algo más tarde, con la Guerra Civil y la posguerra, Montjuic fue perdiendo su esplendor y se convirtió en una zona de chabolas ocupada por desafortunados y perdedores de todo tipo, como la madre del Watusi: “En una fecha desconocida, nace el Watusi. La mala fortuna lleva a que madre e hijo convivan en un grupo de chabolas de la montaña de Montjuïc. Quizá convivan con familiares o gente peor”. El fragmento es de El día del Watusi, la recuperada novela de Francisco Casavella del 2002 que se ha convertido en mítica a golpe de recomendación de los libreros de la ciudad.

La celebración de las Olimpiadas procuró de nuevo, como si el tiempo no fuese más que un ir y venir, la recuperación del entorno de Montjuic. Desde la estación del teleférico es fácil llegar a lugares como el Castillo de Montjuic, el Museo de la Fundació Joan Miró, el Museu Nacional d'Art de Catalunya, desde cuya terraza hay unas espléndidas vistas a Plaza España, o el Estadi Olímpic, el escenario que hizo internacional a Barcelona en 1992.

Barcelona es la decimoséptima ciudad UNESCO de literatura. Se le reconoce la distinción por ser el hogar de dos lenguas, el español y el catalán, tener cuatro festivales literarios y una fuerte historia editorial que se remonta a la época medieval. Los mejores escritores latinoamericanos pasaron por la ciudad. Es paisaje de numerosas obras literarias contemporáneas como La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, o más recientemente, La sombra del viento Carlos Ruiz Zafón y La Catedral del Mar por Ildefonso Falcones. Es sede de importantes editoriales, cuanta con más de 122 librerías y una amplia red de bibliotecas públicas. Por si fuera poco, cada 23 de abril celebra Sant Jordi y el Día Internacional del Libro.

Desciendo desde Plaza España por la Avenida Paralelo, considerado a finales del S. XIX una especie de Montmartre barcelonés. “El Paralelo -se lee en la novela Una heredera de Barcelona de Sergio Vila Sanjuán- es, tras la Rambla, la avenida más bulliciosa de Barcelona”. El Molino es el símbolo más reconocible de esta avenida de luces. Cuando María Yáñez García se convirtió en cabaretera del Molino se cambió el nombre por el de La Bella Dorita. Manejó como pocas el doble sentido y la picaresca, y los hombres supieron aplaudirla en escena, y fuera, en la cola que solían hacer para visitarla en su camerino. Dejo la plaza que la recuerda atrás y entro al Poble Sec por la calle de Salvà, hasta la calle Blai para cenar en alguno de los variados establecimientos que se concentran en la zona. En el número 40 está La Carbonera, un proyecto de cooperativa con agenda literaria interesante y vermut los domingos al mediodía. En Barcelona hay multitud de librerías de barrio como ésta que, cada una a su buen entender, están salpicando libros por toda Barcelona (la No Llegiu y Etcètera Llibres en Poble Nou, La Inexplicable, Barra Lliure y La Ciutat Invisible en Sants, El Gat Pelut en les Corts, Librería Malpaso en el Eixample…).

48 horas literarias en Barcelona

Cuando Juan Marsé publicó Últimas tardes con Teresa en 1966 ubicó el Carmel en la geografía literaria de la ciudad; mientras, la otra, la geografía real, se obstinaba en darle la espalda. En los cincuenta, el barrio, por entonces de casas autoconstruidas y barracas, era algo que estaba ahí pero que parte de la ciudad ignoraba. Como le ocurre a la madre de Teresa, que creía que "el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano con sus leyes propias, distintas". Hoy, en cambio, los búnquers de Can Baró son un plan imprescindible en toda visita a Barcelona. Las vistas de la ciudad bien lo valen. A los pies del mirador de los búnquers, se ve el Parque del Guinardò, barrio de Francis (o Mr. Frankie), el protagonista de la novela Yo fui Johny Thunders, de Carlos Zanón.

Hay lugares por los que parece que el tiempo no pasa, como el bar Delicias. Su selección de patatas bravas es antológica. Y uno, cuando entra, siempre piensa que tal vez hoy sí, se encuentre al Pijoaparte, “junto a la estufa y jugando a la manilla con tres jubilados". Sólo que ahora es él otro jubilado más. La ciudad quiso vincular el nombre de Juan Marsé con el barrio y, con buen criterio, en lugar de una placa o una estatua, levantaron una nueva biblioteca con su nombre, especializada en novela contemporánea relacionada con Barcelona.

Al otro lado del Carmel está el Parque Güell, uno de los símbolos modernistas de Barcelona. Cuenta la escritora Cristina Peri Rossi, que una tarde de otoño tuvo que acompañar a un insistente Julio Cortázar hasta el recinto. El argentino solía ver en sueños un extraño lugar con un dragón de colores brillantes. Su madre le confirmó que el lugar era real y que allí, en el Parque Güell, era donde lo llevaba a jugar durante los dos años que vivieron en Barcelona. Cuando volvió mucho tiempo después a la ciudad, no quiso perderse el reencuentro con sus propios recuerdos.

El Barrio de Gràcia

Con la imagen del niño Cortázar siguiéndome, me dirijo al barrio de Gràcia. Al llegar, veo a otros niños jugando en las plazas. El juego en las calles es un lujo en una ciudad. Esta es la ciudad íntima de Mercè Rodoreda. Siempre que llego a Gràcia recupero el prólogo de Mirall trencat en el que explica por qué escribe y cómo alimenta su inspiración: "Las calles han sido siempre para mí motivo de inspiración, como algún trozo de una buena película, como un parque en todo el estallido de la primavera…”. Una vez en Gràcia hay que ir, como mínimo, a la Plaza del Diamant que dio título a la obra más popular de Mercè Rodoreda. Bajo la misma, otro recuerdo de la guerra en forma de refugio antiaéreo. El barrio está lleno de tiendas de diseño que conviven, aunque cada vez menos, con algún negocio de los de toda la vida, de bares, restaurantes y librerías de todo tipo. Bajo por Verdi, paso por delante de los míticos cines y de la librería Taifa, saludo al recuerdo de su fundador José Batlló, que fue modelo de tantos libreros barceloneses, y me encamino con decisión por el Paseo de Gràcia hacia el centro de la ciudad.

Dejo el Eixample atrás, hoy reverenciado de forma unánime; pero, curiosamente, en la época originó, como muestra Josep Plà en Un Señor de Barcelona, no pocas críticas. Como los ríos a la mar, voy a dar a Plaza Cataluña, el centro de la ciudad. Aquí se celebran tanto victorias y fiestas como derrotas y reivindicaciones. Paso por delante del escaparate de ese altar tecnológico que es la Apple Store. El edificio actual reemplazó al bello Hotel Colón, el que en 1936 fue sede del Partido Socialista Obrero Catalán. Dolores Ibárruri, la Pasionaria, hizo célebre desde él aquel “¡No pasarán!”. Pero sí pasaron, y, más, derribaron el edificio. Sigo por la histórica esquina del Zúrich que, tras las obras que albergan el centro comercial, mantuvo el aire de antiguo café literario. Por aquí pasaron Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán, entre muchos. Y en su terraza, se reunieron Bruce Chatwin y Luís Sepúlveda antes de que éste retornara a la Patagonia.

Pocos pasos más y sigo hasta La Central, la Facultad de Filología de la Universitat de Barcelona. Siempre que paso por delante, recuerdo mis años de estudiante. Los bancos del claustro y el jardín -un tesoro desapercibido en el centro de la ciudad- fueron escuela para muchos futuros escritores. También, no lo negaré, en el bar, ante cafés con leche que se enfriaban en eternas horas de charlas. Lo describe Montserrat Roig en su recopilación de artículos Dime que me quieres aunque sea mentira: “Mi aprendizaje literario fue muy diferente. Se inició en un local cerrado, lleno de humo y que olía a salchicas de frankfurt”, y, añado, también a tortillas hechas en la plancha.

El Raval, entrando a la altura de la Plaza Universidad, es tal vez el más literario de los barrios de Barcelona. También fue escuela de grandes y admirados escritores. Por supuesto, de Manuel Vázquez Montalbán, el periodista y padre de Carvalho, el detective de buen comer, que nació en el número 11 de la calle de Botella. Hoy hay una placa que lo recuerda, y la coincidencia -o es que al destino le gusta jugar- ha hecho que en los bajos de la casa natal se haya abierto el Arume, una marisquería gallega que habría hecho las delicias del escritor. Maruja Torres, íntima de Manuel Montalbán, también describió su infancia en las calles del Raval en multitud de ocasiones, como en la novela autobiográfica Diez veces siete, una chica de barrio nunca se rinde. Terenci Moix, que también nació en el Raval, en concreto en Joaquín Costa, 37, supo transmitir la esencia de aquella época en El día que murió Marilyn. Terenci Moix tiene una plaza que le recuerda, frente a la calle Valldonzella. En ella hay unas canastas y los chicos del barrio pasan las horas encestando. Si seguimos, llegaremos a Tallers, que desemboca en La rambla. En el 45, vivió y escribió Roberto Bolaño antes de ser el mito Bolaño, en un piso de poco más de 25 metros cuadrados con baño compartido.

Si es domingo, conviene pasear por el Raval hasta llegar al Mercat de Sant Antoni. Allí todo es posible, desde encontrar aquel cromo que nos falta, a la revista o diario que coincide con nuestra fecha de nacimiento, libros de segunda mano que buscan una nueva oportunidad, postales con remites olvidados, cómics extraños, libros de todo tipo. Para muchos, el mercado es una cuestión familiar. El plan alcanza la perfección si paramos en alguno de los bares de la zona para tomar algo mientras hojeamos las páginas de las nuevas adquisiciones. Si llegamos a la cercana Calle Parlament, además, nos encontraremos con la librería Calders. Hay que prestar atención porque se encuentra en un pasaje. Y es que Barcelona está llena de pasajes, que son algo así como las galerías parisinas, lugares que sirven para ir de aquí a allá, para unir mundos. “Los pasajes están ahí, esperando a que los miremos”, explica Jorge Carrión, que, en Barcelona. Libro de los pasajes, contabilizó más de cuatrocientos en toda la ciudad.

No sólo los pasajes; la ciudad entera está ahí, esperando a que la miremos, a que la leamos, a que la caminemos. Sólo hay que atreverse. ¿Y si todo fue realidad o ficción, qué importa? Lo dejó claro Eduardo Mendoza en el prólogo a una nueva edición de La ciudad de los prodigios. Eran muchos los lectores que le preguntaban sobre si lo contado en la novela era verídico o imaginado. Respondió que eso no importaba, “puesto que todo, en definitiva, es sólo una novela”. En definitiva, Barcelona es esa novela.



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