miércoles, 27 de febrero de 2019

Viajes. Alex Honnold, el escalador que conquistó el Premio Óscar

Son las 4:54 de una fría madrugada de noviembre de 2016 en el Parque Nacional Yosemite. La luna llena proyecta una luz espectral sobre la cara sudoeste de El Capitan, donde Alex Honnold se aferra a la pared granítica sin más ayuda que las yemas de los dedos y dos finos rebordes de suela de caucho. Está intentando algo que los escaladores profesionales siempre creyeron im­­posible: escalar en «solo integral» la pared más icónica del planeta. Dicho de otra forma, está subiendo en solitario y sin cuerda, centímetro a centímetro, 900 metros de roca vertical.

Alex Honnold consiguió una proeza inédita, ascender en solitario y sin cuerda, centímetro a centímetro, 900 metros de roca vertical.

Una ligera brisa le revuelve el pelo cuando orienta la luz de la linterna frontal hacia el tramo frío y liso de granito donde debe colocar el pie. Por encima tiene alrededor de un metro de piedra sin la más mínima presa. A diferencia de otras partes situadas más arriba, donde encontrará pequeñas depresiones, protuberancias del ta­maño de un guijarro y grietas minúsculas en las que poder agarrarse con la fenomenal fuerza de sus dedos, este tramo –una placa de adherencia casi vertical perteneciente a una sección llamada Freeblast– debe salvarse con un exquisito equilibrio de finura y aplomo. Los expertos hablan de escalada de fricción. «Es como subir por un cristal», dijo Alex en una ocasión.

Mueve los dedos de los pies. Los nota entumecidos. Tiene el tobillo derecho agarrotado e inflamado como consecuencia del grave esguince que sufrió hace dos meses, cuando se cayó mientras ensayaba la ascensión de este tramo de la vía. En aquella ocasión iba encordado. Ahora, caerse no es una opción. El solo integral no es como otros deportes de riesgo en los que un error te puede costar la vida. Cuando estás a 60 pisos de altura sin una cuerda, un error te cuesta la vida sí o sí.


180 metros más abajo, observo sentado en un tronco caído el diminuto halo de la linterna de Alex. Lleva sin moverse lo que me parece una eternidad, pero probablemente no llegue ni a un minuto. Y sé por qué. Está enfrentándose al movimiento que lo tiene obsesionado desde que hace siete años ideó esta ascensión. También yo he escalado esa placa, y me basta con imaginarme subiéndola en solo integral para que me entren náuseas.


Un ruido repentino me devuelve bruscamente al presente. Me da un vuelco el corazón. Un cáma­­ra, parte del equipo que está inmortalizando esta hazaña, se dirige apresurado hacia la base de la pared. Oigo la estática de su walkie-talkie. «Alex se planta», dice.


Gracias a Dios, pienso. Va a salir de esta.


Más tarde hablaré con él, pero ya sé por qué ha abortado la ascensión. No lo ve claro. Por supuesto que no: es una locura. Quizá, me digo, hay cosas que no pueden ser.

Escalar sin cuerdas

En el mundo de la escalada hay quien cree que el solo integral no puede ser. Sus detractores ven en él un espectáculo temerario que menoscaba la reputación del deporte, y sacan a colación la larga lista de escaladores que han muerto en el intento. Otros, entre los que me incluyo, lo reconocen como la expresión más pura de este deporte. Así pensaba un alpinista austríaco llamado Paul Preuss, a quien los historiadores consideran el padre del solo integral. Proclamó que la esencia misma del alpinismo era dominar una montaña con unas competencias físicas y psíquicas superiores, no con «ayudas artificiales».


A los 27 años, Preuss tenía en su haber 150 primeras ascensiones sin cuerdas y era aclamado en toda Europa. Y entonces, el 3 de octubre de 1913, en un solo integral de la Arista Norte del Mandl­kogel, en los Alpes austríacos, se cayó y se mató.


Pero la filosofía de Preuss pervivió. Influyó en sucesivas generaciones de escaladores e inspiró el movimiento de «escalada libre» de los años sesenta y setenta, que propugnaba el uso de cuerdas y otros materiales solo como dispositivos de seguridad, nunca para asistir al escalador en su progresión. El siguiente escalador de solo integral digno de consideración apareció en 1973, cuando «Hot» Henry Barber dejó pasmado al colectivo de montañeros al escalar sin cuerdas los 450 metros de la cara norte de la Sentinel Rock de Yosemite. Tres años más tarde John Bachar, un chaval de 19 años de Los Ángeles, ascendió en solo integral la New Dimensions de Yosemite, una exigente grieta de 90 metros de largo. Nadie superó esa hazaña hasta 1987, cuando el canadiense Peter Croft escaló en solo integral dos de las vías más celebradas de Yosemite –Astroman y Rostrum– una tras otra y en un mismo día.

Honnold, el maestro de la escalada en solo integral


La gesta de Croft no tuvo parangón hasta que en 2007 un chico tímido de ojos grandes, natural de Sacramento y de nombre Alex Honnold, se presentó en el valle Yosemite. Tenía 22 años y dejó boquiabierta a la comunidad de escaladores al repetir la épica Astroman-Rostrum de Croft. Un año más tarde completó en solo integral dos vías famosas por su dificultad, la Moonlight Buttress del Parque Nacional de Zion y la Regular de la cara noroeste del Half Dome de Yosemite, dos ascensiones tan largas y de tal dificultad técnica que ningún escalador serio había concebido hacer sin cuerdas. Mientras le llovían ofertas de patrocinio y la prensa y los fans vitoreaban sus logros, Alex se proponía en secreto un objetivo mucho más ambicioso.

A ciertas horas del día el sol calienta tanto la roca que quema al tocarla; unas horas después la temperatura puede desplomarse y bajar de cero

Conviene subrayar que el empeño de Alex por escalar El Capitan en solo integral no era una fantasmada alentada por la adrenalina de un momento de arrebato. En 2009, durante nuestra primera expedición de escalada juntos, me co­mentó la idea. Pensé que estaba como una cabra, pero la seguridad de sus palabras y la pasmosa facilidad con la que se movía por paredes endiabladamente difíciles me obligaron a leer en ese comentario algo más que una fanfarronada.

Alex estudió varias vías y finalmente se decidió por la Freerider, una ruta popular entre los escaladores con experiencia que desean ponerse a prueba y cuya ascensión suele exigir varias jornadas. Sus 30 largos de cuerda ponen verdaderamente a prueba al escalador, y lo hacen de todos los modos imaginables: la fuerza de los dedos, los antebrazos, los hombros, los gemelos, los dedos de los pies, la espalda y el abdomen, por no hablar del equilibrio, la flexibilidad, la capacidad de resolución de problemas y la resistencia mental. A ciertas horas del día el sol calienta tanto la roca que quema al tocarla; unas horas después la temperatura puede desplomarse y bajar de cero. Aparecen tormentas, hay fuertes corrientes ascendentes que azotan la pared, mana agua de las grietas. En medio de un movimiento crucial puede salirte una abeja, una rana o un pájaro de una grieta. De repente pueden soltarse y caer rocas de todos los tamaños habidos y por haber.


La Freeblast tal vez sea la parte más terrorífica de la vía, pero por encima de ella aguardan secciones más exigentes físicamente: una chimenea (una fisura de gran tamaño) por la que Alex tendrá que subir serpenteando; un hueco ancho en el que tendrá que marcarse un spagat en toda regla, presionando la roca con manos y pies para ir subiendo milímetro a milímetro. Y después, a 700 metros de altura, el punto crucial de la ruta: Boulder Problem, una pared lisa que requiere algunos de los movimientos de mayor complejidad técnica de toda la ascensión.


A lo largo de un año Alex Honnold pasó cientos de horas en la Freerider, encordado, articulando una coreografía ensayada al milímetro para cada tramo, memorizando miles de intrincadas se­cuencias de pies y manos. Después se retiraba a «la caja», una furgoneta RAM ProMaster. (En los últimos 12 años ha habido temporadas en que su campo base y vivienda ha sido una furgoneta). Allí registraba los detalles del entrenamiento de cada jornada en sus cuadernos de espiral.

Mentalizarse es la clave

«¿Qué tal te ha ido ahí arriba?», le pregunto una noche, mientras prepara una cena vegana en la minicocina de la furgo. Ese día había estado ensayando el Boulder Problem.

«Lo he hecho 11 ó 12 veces sin caídas –me dice–. Definitivamente tienes que estar mentalizado para subir eso». Y me representa la secuencia de 11 movimientos.

Pero antes de poder enfrentarse al Boulder Problem tendría que salvar la Freeblast, que estaba resultando ser la variable más fastidiosa de esta ecuación a vida o muerte. Subo con él en una de esas sesiones de entrenamiento con cuerdas y, en el largo donde había abandonado en noviembre, vuelve a resbalar. Si no he contado mal, es la tercera vez que se cae ahí. «Este movimiento es superinseguro. No me gusta», me dice cuando hacemos un alto justo encima de la placa. En ese momento comprendo que Alex jamás dominará este tramo a su entera satisfacción, por muchas veces que lo ensaye. Es el único movimiento de toda la vía que no logra dominar. Y seguro que él también lo sabe.

La madrugada del sábado, 3 de junio de 2017, siete meses después de la tentativa abortada, estoy en el prado a los pies de El Capitan. El cielo está gris, como siempre antes del alba. Escudriño por el telescopio y allí está Alex, a 180 metros de altura, entrando en la Freeblast, la placa lisa como el cristal que lo atormenta desde hace casi una década. Sus movimientos, siempre tan fluidos, hoy exhiben una vacilación preocupante. Golpea suavemente varias veces la pared con el pie, como palpando con indecisión la placa de adherencia. Y entonces, de pronto, aparece de pie sobre una repisa, un metro por encima del movimiento que no se ha sacado de la cabeza en años. Me doy cuenta de que llevo un rato conteniendo el aliento, así que espiro con deliberación. Todavía le faltan miles de movimientos, y el Boulder Problem aguarda, ominoso, mucho más arriba, pero esta vez no va a dar la vuelta. Hoy Alex Honnold va directo a completar la escalada en roca más grandiosa de la historia.



via https://ift.tt/JKJLOL https://ift.tt/2U9tts5

No hay comentarios:

Publicar un comentario