lunes, 14 de mayo de 2018

Viajes. La tragedia del Titanic

Como tantos otros desastres de nuestro tiempo, la historia del Titanic comenzó en un despacho, a principios del siglo pasado. En 1907, Bruce Ismay y lord Perrie llegaron al acuerdo de construir tres barcos como el mundo jamás había conocido.

Ambos hombres, el primero en calidad de presidente de la compañía White Star, y el otro como presidente de los astilleros Harland & Wolff de Belfast, habían tomado esa decisión como el único modo de combatir la innegable supremacía en viajes transatlánticos que ostentaba su gran rival, la Cunard Line. Dichos buques serían el Olympic, el Titanic y el Gigantic, que después de la catástrofe del Titanic fue rebautizado como Britannic.

Una nave fabulosa

Desde su mismo origen, el Titanic tuvo una impronta distinta a los demás barcos. Todo cuanto tenía relación con él adquirió visos legendarios, un aura que no hizo sino aumentar a medida que pasaba el tiempo y se acercaban el momento de su acabado y la preparación de su viaje inaugural. Se convirtió así en «el objeto móvil más grande jamás creado»: una mole de 270 metros de longitud y 53 de altura, con un peso neto de unas 46.328 toneladas, y que podía navegar a una velocidad máxima de 22,5 nudos (unos 42 kilómetros por hora) gracias a sus 55.000 caballos de fuerza motora, desplazando más de 50.000 toneladas de agua a su paso.

Desde su mismo origen, el Titanic tuvo una impronta distinta a los demás barcos

Pero estas colosales magnitudes no eran el único atractivo del navío. El Titanic era un compendio de lujos. Se llegó a decir que en sus alfombras uno podía hundirse hasta las rodillas, exagerada comparación que, no obstante, ofrece pistas para imaginar hasta qué punto los constructores se esmeraron en cada detalle de su interior. Allí dentro, los ricos podrían sentirse aún más ricos, y los pobres, un poco menos pobres. A todo ello se sumaba una publicidad que ensalzaba la seguridad del Titanic, presentado como «insumergible ». El ingeniero que lo diseñó, Thomas Andrews, consciente de que la empresa desafiaba lo desmesurado, aplicó extraordinarios avances en materia de seguridad. Con un casco de doble fondo dividido en dieciséis compartimentos estancos, nadie era capaz de prever algo peor que un accidente que pudiese destrozar dos o tres de las mamparas que formaban dichas divisiones. El barco hubiese permanecido a flote hasta con cuatro compartimentos inundados.

Un mal presagio nada más partir

La partida del Titanic del puerto de Southampton estuvo precedida por un incidente que pudo causarle graves daños. Mientras abandonaba el muelle, un pequeño vapor atracado en la dársena, el New York, se vio arrollado por la masa de agua que el transatlántico desplazaba a su paso. Sus amarras se rompieron y comenzó a virar sin control hasta que su popa quedó apuntando directamente al transatlántico, pero finalmente se logró evitar un choque que habría destrozado al New York. Si esta colisión se hubiese producido, el retraso ocasionado por el percance habría obligado al Titanic a zarpar muchas horas después, con lo que tal vez habría evitado el iceberg.

Comienza el viaje

El 10 de abril de 1912, tras meses y meses de publicidad y rumores, el Titanic zarpó desde Southampton en su viaje inaugural, con destino a Nueva York. Ismay y Andrews iban a bordo para supervisarlo todo y que las cosas salieran lo mejor posible. El capitán era Edward Smith, un experimentado marino de la White Star que ya había pilotado el Olympic, hermano gemelo del Titanic, que llevaba un año haciendo la misma ruta.

El Titanic cruzó el canal de la Mancha hasta su primera escala, Cherburgo, en Normandía. Posteriormente viajó hasta el puerto de Queenstown (hoy Cork, Irlanda) para recoger a los últimos pasajeros antes de adentrarse en el océano. A bordo viajaban más de 2.400 personas, por lo que muy pronto las cubiertas se convirtieron en un auténtico hervidero de gente deseosa de conocer las maravillas del barco en el que viajaban, y que no paraba de loar lo que veía y el personal que estaba a su servicio. La travesía fue idílica en todo momento. Al menos, así lo afirmaron los supervivientes, que quizás idealizaron cuanto ocurrió antes de que la tragedia se cebase con ellos. En cualquier caso, nada enturbió el viaje.

El fatídico 14 de abril no fue distinto de los días anteriores. El capitán Smith ordenó un cambio de rumbo para evitar las zonas por donde ya sabía que los icebergs navegaban a la deriva. Al atardecer, la temperatura bajó bruscamente, pero el Titanic seguía navegando sobre un mar apacible. A eso de las diez de la noche, después de cenar acompañado de sus ilustres pasajeros, el capitán se retiró a su camarote y el barco quedó al mando del primer oficial, William Murdoch, quien ordenó reforzar la vigilancia y cerrar todas las aperturas en el castillo de proa, para ahogar cualquier luz o reflejo que pudiera entorpecer la visión de los vigías esa noche.

Faltaban 20 minutos para la medianoche cuando el vigía Frederick Fleet advirtió la cercanía de un iceberg, apenas perceptible pues ni tan siquiera había espuma en su línea de flotación, debido a que ninguna ola chocaba contra aquel gigantesco témpano porque el mar permanecía en una calma casi irreal. El bloque de hielo era sólo una sombra que se superponía sobre una noche asombrosamente llena de estrellas, aunque sin luna. Fleet informó de inmediato a Murdoch, que dio la orden de virar a babor y, apenas unos segundos después, de detener los motores. De esta forma se logró evitar la colisión y hielo y acero tan sólo se rozaron por el costado de estribor. Pero las consecuencias de ese ligero contacto serían fatales.

Una herida mortal

El incidente apenas se notó a bordo. Algunos pasajeros sintieron una ligera vibración que recorrió toda la espina dorsal del barco desde la proa hasta la popa. Otros contemplaron, con más curiosidad que temor, el paso del gigante de hielo, del que se desprendieron varios fragmentos que acabaron en la cubierta, y con los que incluso algunos estuvieron jugando o bromeando sobre si añadirlos a su whisky. Las lámparas de cristal tintinearon y algunos objetos cayeron de unas pocas mesillas de noche. El extraño y breve sonido que se produjo mientras el hielo rajaba el casco unos cinco metros por debajo de su línea de flotación no provocó inquietud; algunos miembros de la tripulación pensaron que quizá se debía a la rotura de alguna aspa de las tres gigantescas hélices de la nave.

Las consecuencias de ese ligero contacto serían fatales

Aunque Smith fue informado rápidamente, no se empezaron a tomar medidas de rescate hasta unos treinta minutos después del encuentro, cuando el ingeniero Andrews confirmó con números exactos que al Titanic le quedaban dos horas escasas de vida sobre el agua. Y es que si el barco hubiera chocado de frente con el resultado de un gran impacto, todo el pasaje se habría despertado e inmediatamente habría tomado conciencia del peligro que corría. Las tareas de evacuación podrían haberse acelerado, sobre todo teniendo en cuenta que en los veinte botes salvavidas no cabían todos los pasajeros.

Pero el pánico no estalló. Hubo algo de ilusorio en esa primera hora, durante la cual algunos pasajeros estuvieron bromeando con lo que sucedía. Nada ni nadie les indicaba la gravedad de la situación, y la orden del capitán –tal vez cuestionable, pero en modo alguno descabellada– fue evitar el pánico a toda costa para no empeorar las cosas, si es que las cosas hubieran podido empeorar. Hubo pasajeros que ni siquiera creyeron posible que un barco insumergible se pudiera hundir, y se desentendieron hasta de ponerse el chaleco salvavidas que los camareros empezaron a repartir. El hecho de que se pidiera a la orquesta que amenizara la huida sin duda aumentó la sensación de que no existía una amenaza insalvable.

Error tras error, se estaba abocando a la muerte a cientos de personas

Como consecuencia de todo este desconcierto, los dos primeros botes que bajaron del Titanic, 25 minutos después de la medianoche, lo hicieron a la mitad de su capacidad. Error tras error, se estaba abocando a la muerte a cientos de personas al compás de los acordes de la orquesta, la cual, con total entereza, siguió tocando piezas musicales hasta el final.

Tanto el capitán Smith –casi inoperante debido a lo afectado que estaba– como el ingeniero Andrews usaron megáfonos para intentar que las lanchas regresaran y llenarlas por encima de su capacidad. Pero los que estaban lejos no volvieron. A la distancia a la que se hallaban, ellos debieron ser los más conscientes de que el Titanic, con todas sus luces encendidas, empezaba a estar más dentro del agua que fuera, en especial la proa. Nadie se iba a acercar para ser engullido como el resto del pasaje que aún quedaba en el barco, o arrastrado por el efecto de succión que provocaría el hundimiento de semejante mole.

Los telegrafistas no paraban de enviar mensajes pidiendo auxilio y se lanzaron cohetes para avisar a otros barcos cercanos de la desesperada situación del Titanic, pero no se ha demostrado que sus luces se correspondieran con las señales correctas. Esto se suma a otras deficiencias que se han apuntado, como la falta de binoculares en el puesto de los vigías, que al parecer sólo pudieron contar con su vista enturbiada por el frío. Sin embargo, todas estas consideraciones tienen mucho de especulación. Sabemos que la tripulación hizo todo lo posible para advertir a otros barcos de la tragedia, e incluso se utilizó el reflector de señales para emitir un mensaje en código morse porque varios pasajeros aseguraban haber visto la luz de un barco no muy distante.

Un terror inimaginable

A las dos y cinco de la madrugada se arrió el último bote y el pánico transformó la enrarecida tranquilidad vivida hasta ese momento en un drama sobrecogedor. En menos de media hora, más de mil personas iban a morir, sabiendo que no podían hacer nada por evitarlo. En ese espacio de tiempo debieron de vivirse escenas de un espanto inimaginable, del que carecemos de testimonios. Por ello resulta del todo incomprensible que el cineasta James Cameron tuviera la inexcusable osadía (por la que tuvo que pedir perdón y saldar cuentas con la familia) de mostrar en su película sobre el Titanic que uno de los oficiales se había suicidado tras matar a un pasajero que trataba de subirse a una de las barcas, un chisme sin el menor fundamento. Nunca se pudo establecer el origen de los disparos que algunos supervivientes decían haber escuchado, posiblemente sonidos lejanos que tomaron como detonaciones. En todo caso, no es razonable pensar que uno de los encargados de salvar vidas se dedicase justo a lo contrario, por no mencionar que es mucho especular que alguien viera aquello y sobreviviera para narrarlo.

Héroes y villanos

Destacar o señalar con dedo acusador el comportamiento de cualquiera de las personas que se encontraban a bordo es muy arriesgado. Se debe recordar que todos esos datos provienen de supervivientes, de gente que abandonó el barco antes de que el pánico y la muerte cercasen a los que no pudieron escapar. Se registraron actuaciones heroicas y comportamientos más que reprobables. Hubo quien se negó a subir a las barcas sin la persona amada, quien se vistió de mujer para que le dejaran entrar en el grupo de los que podrían salvarse y quien prefirió mirar y hasta degustar un buen brandy en vez de ayudar –demostrando que la categoría de gentleman no pasa por actuar caballerosamente con quien lo necesita–. Cientos de relatos sobre esas dos horas y media de angustia prueban lo inescrutable de la condición humana.

De los tres principales responsables del Titanic que iban a bordo –el propietario, el ingeniero y el capitán–, sólo Ismay salvó su vida. El precio que pagó fue enorme: el resto de su existencia quedó amortajado por la repulsa ante lo que se consideró una muestra soberana de cobardía. Sin embargo, no hay una sola prueba de que Ismay hiciera algo diferente de lo que hicieron otros hombres. Los testigos afirmaron que ayudó a subir a la gente a los botes y, cuando ya no quedaba nadie alrededor, simplemente se metió en una lancha. No apeló a su condición de dueño del barco ni amenazó con represalias si no lo dejaban embarcar. Sólo fue partícipe de una de las muchas ceremonias de la confusión y el miedo que entonces se sucedieron.

En cuanto a Thomas Andrews, desapareció tras hacer todo lo posible y hasta lo imposible para sacar al mayor número de pasajeros del voraz engendro que había creado. Si Ismay se convirtió en el villano, Andrews sería recordado como el héroe. Si el Titanic estaba rasgado, su diseñador estaba hecho pedazos, pero lo bastante entero como para seguir atento a cualquier detalle que pudiera solucionar, aunque en ese momento ya no hubiera ninguna solución a lo inevitable. Muchos aseguraban que lo vieron por última vez poniendo en hora un reloj en uno de los salones, y esa imagen final es la que ha perdurado. Poco después se perdió en el interior de su criatura, a esperar que fuera ella quien acabara con su vida.

«A partir de este momento, que cada cual haga lo que pueda»

Algo parecido debió de hacer Smith, pese a que los rumores, la prensa de la época y el cine imaginaron su fin con curiosos detalles. En su tiempo se llegó a decir que lo habían visto en el agua intentando ayudar a la gente a subir a las barcas. Pero las barcas estaban tan lejos que llegar nadando habría sido un empeño suicida, y mucho más hacerlo arrastrando cuerpos ya casi sin vida. Más razonable parece pensar que siguió la orden que él mismo dio a sus hombres: «A partir de este momento, que cada cual haga lo que pueda». Dicho lo cual, hizo cuanto pudo y nada más se supo de él. No importan las razones de su comportamiento, si hubo cobardía o simple coherencia. Es la ley del mar: un capitán debe hundirse con su barco.

El mar engulle al gigante

A las dos y dieciocho minutos de la madrugada, el casco del Titanic se partió cerca de su zona central, un dato que quedó inexplicablemente borrado de la historia hasta que se halló su pecio y se pudo reconstruir la muerte del titán. Un minuto después, la proa se hundió en el océano y la popa, arrastrada por la proa, casi alcanzó la verticalidad completa. Mientras, cientos de personas se aferraban a lo que fuese con el propósito de sobrevivir, con el único resultado de alargar un poco más su terrible agonía.

Cuando finalmente el Titanic desapareció por completo bajo el agua, a las dos y veinte minutos de la madrugada del 15 de abril de 1912, los que aún estaban vivos tras haber hecho lo indecible por seguir a bordo cubrieron el mar de unos gritos que oyeron los 710 supervivientes que permanecían a salvo en las barcas. Esos gritos los dejaron tan marcados o más que el propio hundimiento, como confirmaron testimonio tras testimonio. En cualquier caso, tras enconadas discusiones sobre si volver al lugar del hundimiento o sobre quién debía hacerlo, y después de trasladar pasajeros de uno a otro bote para dejar más sitio en los que debían ir en busca de supervivientes (y seguro que alguno habría), cuando la primera lancha llegó al lugar del naufragio el silencio reinaba sobre una inerte marea blanca formada por los chalecos salvavidas que mantenían a flote los cadáveres, congelados en su mayoría. Eso era cuanto quedaba de un barco que debía navegar sobre sueños, y que se había deslizado hacia las profundidades para yacer en la más completa oscuridad.

El rescate

Las peticiones de auxilio enviadas por los telegrafistas del Titanic habían llegado al transatlántico Carpathia (propiedad de la naviera Cunard Line, la competencia de los propietarios del Titanic), que navegó a toda máquina por peligrosas zonas de hielo hasta que a las cuatro de la madrugada llegó al lugar del naufragio. La espera fue difícil de sobrellevar para quienes aguardaban; mientras se mecían sobre el mar, muchos estaban seguros de que morirían. A la devastadora incertidumbre sobre el futuro inmediato se añadían las imágenes del horror que habían sufrido. Ninguno de quienes pudieron subir al barco que los llevó hasta Nueva York olvidó lo sucedido aquella madrugada.

Por mucho halo romántico que se le haya añadido desde entonces, la pesadilla que se vivió en el Titanic no debe quedar aprisionada en relatos que a veces adquieren más visos de fantasía que de realidad. Fue una tragedia real, que costó la vida a más de 1.500 personas, y un hecho que marcó un punto y aparte en la historia de la navegación.



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