lunes, 1 de enero de 2018

Viajes. El reino menguante del jaguar

Los aprendices del maestro Juan Flores me ofrecieron la llave de entrada al mundo espiritual de los jaguares dentro de un pequeño cáliz de plástico. Contenía «la medicina», una decocción parda y densa a base de hojas de chacruna y lianas de ayahuasca que habían hervido durante dos días y decantado en botellas de agua recicladas. Para comenzar la ceremonia, el maestro consagró la infusión con exhalaciones de humo de mapacho, el tabaco silvestre amazónico. Acto seguido empezó a llenar el cáliz: una pequeña dosis para cada uno de los presentes.

Nosotros aguardábamos sentados en esteras, con mantas y cubos de plástico para recoger los vómitos, bajo el techo de paja de un amplio pabellón sin paredes llamado maloca. Éramos 28, procedentes de Estados Unidos, Canadá, España, Francia, Argentina y Perú. Todos habíamos ido en busca de alguna cosa hasta aquel puesto remoto de la Amazonia peruana, levantado a orillas de un curso de agua extraño y letal llamado río Hirviente.

Algunos confiaban hallar la cura de dolencias graves; otros buscaban orientación; los había que simplemente deseaban echar un vistazo a otro mundo, el rincón más esotérico de lo que Alan Rabinowitz denomina «el corredor cultural del jaguar». Este dominio –geográfico y cultural– abarca los hábitats y rutas migratorias que su organización conservacionista, Panthera, intenta proteger para garantizar la supervivencia de los cerca de 100.000 jaguares que quedan en el mundo y la vitalidad de su acervo genético.

Ritual con ayahuasca

La medicina se repartió en silencio, sin más sonido que el rumor del río, donde guirnaldas de vapor se mecían en remolinos de aire fresco nocturno. Cuando los aprendices se acercaron a mí, me puse de rodillas, tal vez por la antigua costumbre católica o por la simple imitación de la postura de todos los demás. Un aprendiz me tendió el cáliz; otro sostenía un vaso de agua.

Como quien se dispone a saltar al abismo, vacilé, recordando lo que el curandero don José Campos me había dicho unos días antes en la bulliciosa ciudad portuaria de Pucallpa, en Perú. «Usted no toma la ayahuasca –me dijo–. La ayahuasca lo toma a usted». Incliné la copa y bebí.

Había venido a ver al maestro juan a Mayantuyacu, el centro de sanación chamánica que él fundó en la década de 1990 con la idea de aprender más cosas sobre los jaguares, en especial aquellos aspectos que no pueden captarse con una cámara trampa.

Panthera onca es el carnívoro superdepredador de América del Sur y del Norte. Al tiempo majestuoso y feroz, sigiloso sin rival, se mueve como pez en el agua en los ríos, en el suelo de la selva y en las ramas de los ár­­boles. Sus ojos brillan en la oscuridad por acción del tapetum lucidum de sus retinas de visión nocturna.

Su mordedura es la más potente –en relación con su tamaño– de entre los grandes felinos. Y posee una característica que lo distingue de todos ellos: no muerde a sus presas en la garganta, sino en el cráneo, a menudo perforándoles el cerebro y causándoles una muerte instantánea. Su penetrante rugido gutural se antoja el sonido grave de la mismísima fuerza vital.

La doble vida de los jaguares

Pero durante miles de años los jaguares han llevado una doble vida, una existencia figurada que domina el arte y la arqueología de las culturas precolombinas en prácticamente la totalidad del área de distribución histórica de la especie, desde el sudoeste de Estados Unidos hasta Argentina. Fueron divinizados por los olmecas, los mayas, los aztecas y los incas, que esculpían efigies de jaguar en sus templos, en sus tronos, en las asas de sus ollas, en las cucharas que tallaban en los huesos de llama…

Su imagen aparecía entretejida en chales y sudarios de la cultura chavín, surgida en Perú en torno al año 900 a.C. Algunas tribus amazónicas bebían su sangre, comían su corazón y vestían con sus pieles. Muchos creían que las personas podían transformarse en jaguares y los jaguares, convertirse en personas. Para los desana del noroeste de Colombia, eran la manifestación del sol; para los tucano, su rugido anunciaba la lluvia.

La palabra maya balam denota tanto al jaguar como al sacerdote o hechicero. En la cultura mojo de Bolivia, el candidato por excelencia para el puesto de chamán era el hombre que había sobrevivido al ataque de un jaguar. Incluso hoy, cuando la especie ha sido expulsada de más de la mitad de su territorio original, siguen apareciendo por doquier manifestaciones modernas de esa relación milenaria.

Cada mes de agosto, por ejemplo, en el festival de La Tigrada, los vecinos de Chilapa de Álvarez, en el sudoeste de México, desfilan por las calles con máscaras de jaguar y disfraces moteados para pedir al dios jaguar Tepeyollotl lluvias y cosechas abundantes. Es posible encontrar la imagen de un jaguar rugiente en cualquier objeto imaginable, desde la lata de una de las cervezas más populares de Perú hasta toallas de playa, camisetas, mochilas, pescaderías y bares de ambiente.

Sin duda el elemento más misterioso de la doble vida del jaguar se oculta en los dominios del chamán y los extraordinarios estados de conciencia que los pueblos indígenas del alto Amazo­nas llevan milenios explorando a base de plantas psicotrópicas. En este universo esotérico en que los curanderos nativos afirman poder identificar el origen de todas las dolencias y hallar su cura con ayuda de los espíritus, el jaguar se erige como un aliado, un guardián, una presencia vital capaz de expulsar enfermedades, catalizar transformaciones y ahuyentar fuerzas malignas.

Entre la cornucopia de espíritus amazónicos que supuestamente moran en los lagos y ríos, en los animales y en las 80.000 especies de plantas estimadas que conforman uno de los ecosistemas más prodigiosos del planeta, el jaguar no tiene parangón. Mayantuyacu está a unos 50 kilómetros al sudoeste de Pucallpa. «Hace cuatro años no había carretera», dijo Andrés Ruzo cuando nuestra camioneta salió de la autopista de arcilla y grava para incorporarse a una pista precaria abierta sobre un terreno recién deforestado por los rancheros.

Al pie de una colina empinada había un santuario de cabañas y construcciones con techo de paja en medio de los árboles, en los que reverberaba el carillón gorjeante de las oropéndolas. Ruzo había llegado a conocer bien Mayantuyacu y al maestro Juan en los siete años que había es­tado estudiando el río Hirviente para su doctorado por la Universidad Metodista del Sur, de Texas, financiado parcialmente con becas de National Geographic.

Un río a 100ºC

El río, de unos seis kilómetros de longitud, se alimenta de unas aguas que se calientan a gran profundidad y ascienden por fallas de la corteza terrestre. En algunas zonas el río ronda los 100 °C, una temperatura capaz de acabar con cualquier criatura que se precipite a sus aguas.


Generación tras generación, los lugareños han visto en esta anomalía geológica un lugar de im­­portancia espiritual. La mayoría ni siquiera se acercaban al río, temerosos de los espíritus que habitaban sus vapores y de los jaguares que merodeaban en la selva circundante. Pero los curanderos –como muchos prefieren que los llamen– llevan toda la vida acudiendo a él para participar de su poderosa medicina.

Estudiosos de un tipo de ciencia diferente, la de los efectos de las plantas, adquirían sus conocimientos de fitoterapia en un proceso llamado «la dieta», en el que consumían y estudiaban los efectos de diversas recetas preparadas con hojas, raíces, cortezas y savias. Su plan de estudios incluía también la adquisición de conocimientos bajo los efectos de la ayahuasca, el medicamento psicotrópico por excelencia y la base de la vida espiritual de más de 70 pueblos indígenas y culturas mestizas de la Amazonia.


En nuestra segunda noche en Mayantuyacu, Ruzo nos llevó al fotógrafo Steve Winter y a mí a la cabaña del maestro Juan, uno de los curanderos más famosos de Perú. Estaba tumbado en una hamaca, sin más ropa que los pantalones, fumando un mapacho. A sus 67 años, parecía ser un hombre de pocas palabras, mesurado, estoico, observador; hablaba español con fluidez, pero era de esas personas que no se prestan a confianzas ni a interrogatorios.

Tiene 14 hijos, de entre 13 y 30 años. Algunos trabajan en Mayantuyacu. Hijo de curandero, se crio en la pequeña aldea de Santa Rosa, a 16 kilómetros al este del río Hirviente. Un día su padre salió sin la pipa y sin la protección del maestro espíritu del tabaco; le cayó encima un árbol y murió.


Por entonces Juan tenía 10 años, pero pudo continuar sus estudios gracias a que un curandero ashaninka lo tomó como aprendiz. A partir de ahí estudió con curanderos de muchos pueblos indígenas y contextos diferentes. Fundó Mayantuyacu tras haber visto la muerte muy de cerca cuando pisó una trampa de caza y el disparo resultante le destrozó la tibia. Para cuando pudieron llevarlo al hospital, había perdido tanta sangre que los médicos temieron por su vida. Tenían claro que nunca volvería a caminar sin muletas.


Una enfermera le insinuó que si era un gran curandero, entonces debería ser capaz de sanarse a sí mismo. Así que, transcurrida una semana desde el accidente, agarró las muletas y emprendió una ardua peregrinación río Pachitea arriba y selva a través hasta que se topó con un came renaco (Ficus trigona) que crecía inclinado sobre el río Hirviente, las ramas envueltas en vapor. Con aquel árbol preparó unos tratamientos cuya finalidad era el fortalecimiento óseo.

En cuestión de meses tenía la pierna como nueva. Poco después se casó con la enfermera que lo había desafiado y juntos fundaron Mayantuyacu, cerca del came renaco que lo había sanado.


Pero ahora, más de 20 años después, la salud de la región entera pasa malos momentos. Buena parte de la selva de los alrededores ha sido talada o quemada para hacer sitio al ganado. La mayoría de los animales han sucumbido a la caza. Hasta cuesta encontrar lianas de ayahuasca: ahora Mayantuyacu las importa de otras zonas de Perú o Brasil. En 2013, año en que se construyó la ca­­rretera, el came renaco que había encontrado el maestro Juan cayó al río Hirviente y murió.

Steve Winter sacó el portátil para mostrar a nuestro anfitrión las fotografías de jaguares que había tomado en el Pantanal brasileño.

El curandero sonrió y bajó la guardia. Fue como si estuviese contemplando fotos de una rama de su familia que se hubiese mudado lejos. Se entusiasmó como un chiquillo al visionar la filmación de un jaguar que se lanzaba a un río y salía de él con un caimán de 70 kilos en las fauces.
Terminado el espectáculo y cerrado el portátil, el maestro Juan encendió un mapacho.

El último jaguar de la zona

«Al último jaguar de esta zona lo mataron hace dos años», dijo. La mayoría de la gente de Mayantuyacu, sus aprendices, los trabajadores que preparaban las lianas de ayahuasca, jamás habían visto uno, excepto cuando los invocaban en ceremonias y se les aparecían en visiones. Para ellos el jaguar solo existía en el mundo espiritual. El maestro Juan comentó que solía invocar a los espíritus de los jaguares para proteger la entrada a la maloca durante las ceremonias. Había dos: uno vinculado con el jaguar moteado, el llamado otorongo, y otro relacionado con una variedad mucho más rara, el jaguar negro, al que se refirió como yanapuma.


Yo debía plantearle una pregunta dolorosa, porque saltaba a la vista que el maestro Juan era consciente del apocalipsis a cámara lenta que tenía lugar a su alrededor: un modo de vida estaba desapareciendo a medida que la selva ardía, la caza se esfumaba y el jaguar dejaba de rugir. ¿Cómo puede invocarse a los espíritus de los jaguares de la selva si en la selva no hay jaguares? «Los espíritus no se borran –dijo–. El cuerpo puede haber muerto, pero el espíritu sigue aquí».


Y, sin embargo, seguía rezando por el regreso del jaguar, pues sabía que una selva con jaguares es más sana que una selva sin el gran cazador que mantiene a raya a las demás especies. «Son buenos –dijo en voz baja–. Ojalá vuelvan». Sabía un poco a tierra, la ayahuasca del cáliz, acre y dulce a la vez, un poco como la melaza. Repartida la última dosis, se apagaron las luces y nos inundó la oscuridad de la selva, una oscuridad tan formidable como el rostro del jaguar negro cuya mirada desafiante habíamos visto de cerca, refulgiendo tras las barras de acero de una jaula de Pucallpa.

¿Cómo puede invocarse a los espíritus de los jaguares de la selva si en la selva no hay jaguares?


Media hora más tarde el maestro Juan, indicando que empezaba a sentir los efectos de la medicina que también él había bebido, empezó a entonar el primer icaro, una salmodia monótona que incorpora frases en distintos idiomas y sílabas sin sentido. Estaba sentado con las piernas cruzadas.

Llevaba una larga túnica de rayas, un tocado de plumas de loro de intenso color verde y collares cuyas cuentas eran grandes conchas marrones de caracol, huayruros (unas semillas carmesíes) y colmillos de jaguar. Daba la impresión de que su cántico movía la energía por la sala.


Aquellos asistentes que no percibían ningún efecto ingirieron una segunda dosis, alumbrándose el camino hasta el maestro con la luz de sus iPhones. El maestro Juan entonó una invocación de los espíritus de determinadas aves. Más tarde lo oí llamar a los jaguares a la maloca. Abrí los ojos y constaté que había seguido el círculo de esteras y estaba sentado justo delante de mí.


Después me explicó que los jaguares habían llegado y se habían sentado en la entrada de la maloca, pero solo un momento. «Pronto volvieron a internarse en la selva», dijo. Yo no los vi. La ayahuasca no me hizo ver jaguares ni ningún otro animal del mundo de los espíritus. Pero lo que sí vi en aquellas tres horas fue una de las experiencias más reveladoras de mi vida. El instante en que la ayahuasca se apodera de ti se denomina «la mareación», palabra que no hace justicia a la sensación de ser transportado a otro mundo; en mi caso, no al de los espíritus de los jaguares, sino al reino secreto de las plantas.

De pronto tuve la sensación de comprender cómo es avanzar por los dominios oscuros y claustrofóbicos de las raíces, elevarse desde el suelo por bóvedas catedralicias de luces y sombras como los zarcillos de una trepadora. Y cómo es saber, igual que uno conoce intrínsecamente el amor o la aflicción, que las plantas están tan vivas como cualquier animal, que tienen inteligencia y capacidad de sentir, que poseen lo que en verdad se me antojaba un modo de espíritu.


Me sentí embargado por lo que el poeta Dylan Thomas describió como «la fuerza que por el verde tallo impulsa la flor», dando a entender que en el universo existe un genio mucho mayor que el nuestro, órdenes ascendientes de genialidad tren­­zada en el ADN de todos y cada uno de los seres vivos. Oí a otros cantar, como en celebración de la misma epifanía: canciones religiosas en español entonadas por los peruanos de la zona que asistían a las ceremonias dos o tres veces por semana, salmodias del maestro Juan y sus aprendices, y algunas de las arias sin palabras más exquisitas que jamás había oído, icaros improvisados en el momento, reverberando de puro júbilo.


Me quedé despierto casi hasta al amanecer, tomando notas en mi diario, sabiendo que nada de lo que pudiese escribir expresaría la belleza y la extrañeza de aquella noche, las avalanchas de una nueva percepción, los ataques de risa que me sacudieron al darme cuenta de cuán absurdos son mi ciego materialismo y la locura de la vida neoyorquina, donde la naturaleza se reduce a ratas, cucarachas y los agobiados árboles de Central Park. En el desayuno me senté junto a un exaprendiz del maestro Juan que había sido mi vecino de estera la víspera. Me dijo que durante mi ataque de risa me había echado humo de tabaco, temiendo que me estuviese volviendo loco. Intenté ex­­plicarle que nunca me había sentido más cuerdo.


Con todo, debía preguntarme hasta qué punto había sido real todo aquello. La ciencia tiende a minimizar los efectos alucinógenos de la aya­huasca y atribuir muchas de las sanaciones de los curanderos al efecto placebo o a la sugestión, el hábil uso chamánico del escenario y el contexto. Los espíritus no se pueden verificar ni cuantificar.

Me inquietaba pensar en el joven canadiense que había conocido: tenía un tumor canceroso en la pierna, pero había rechazado la cirugía y la radiación y pensaba curarse con un tratamiento de fitoterapia e iluminación inducida por la ayahuasca.

La ciencia tiende a minimizar los efectos alucinógenos de la aya­huasca y atribuir muchas de las sanaciones de los curanderos al efecto placebo o a la sugestión


En la misma línea, a la mañana siguiente la convicción del maestro Juan de que la naturaleza era un hervidero de espíritus ya no me parecía tan ridículo. Nada ridículo, de hecho. Él vivía en un mundo que no se había convertido en una máquina. Donde yo oía el ruido del río como simple agua discurriendo sobre roca, él oía un coro de voces, incluida a veces la de su hermana, que siendo niña se había ahogado en un lago y años después se le aparecía en forma de sirena.


¿Quién era nadie para negar su realidad? Con su medicina, el maestro había mostrado a todos los presentes en la maloca aquello que conocía de un mundo distinto. Lo que quisiésemos creer de esa realidad dependía de nosotros.

Un gran número de europeos y estadounidenses viaja a Mayantuyacu y otros centros chamánicos de Perú con la esperanza de hallar algo del «espíritu del jaguar» dentro de sí mismos. La lección general que a mí me enseñó la ayahuasca fue que el rugido del jaguar es una de tantas voces de la sinfonía ecológica, y que con demasiada frecuencia nos centramos en las especies emblemáticas –singularmente en los grandes felinos– y olvidamos que una parte crucial de su identidad es el entorno en el que viven y su convivencia con otros miles de organismos, incluidos nosotros.


Días después Ruzo me relató la visión que experimentó uno de los aprendices del maestro Juan durante la ceremonia. Había visto un esqueleto completo de jaguar, tendido de costado a orillas del río Hirviente. El maestro Juan y Ruzo habían debatido extensamente sobre aquella visión.


El maestro Juan interpretaba que el esqueleto significaba que el jaguar –en todas sus formas– ya no puede proteger la selva que rodea Mayantuyacu. No tiene la menor duda de que ahora depende de él, de Ruzo y de todos los conservacionistas que veneran el poder y la elegancia del jaguar, que la selva se mantenga indemne.



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