Durante más de nueve años viviendo y explorando la salvaje Baja California Sur, pensé que ya había visto casi todo lo que el Pacífico mexicano podía ofrecer, pero estaba equivocada. Una vez más, el océano nos recordó que siempre guardará sorpresas, y que sigue siendo un gran desconocido para nosotros.
Como cada año, entre los meses de octubre y diciembre, la costa del Pacífico de México se transforma en un escenario vibrante donde la vida marina se concentra de forma espectacular, especialmente en zonas como Bahía Magdalena, donde inmensas bolas de sardina, macarela y anchoveta se compactan en la columna de agua.
Estas concentraciones detonan auténticos frenesíes alimentarios de una intensidad difícil de describir. A este festín, acuden todo tipo de depredadores: los marlines y dorados atacan con precisión, los lobos marinos irrumpen desde abajo y las aves marinas se lanzan en picada y, a veces incluso aparecen las invitadas más grandes del océano, las ballenas rorcuales y jorobadas, atravesando estas “bolas” ricas en alimento durante sus rutas migratorias.
Con la expectativa de presenciar esta explosión de acción, un pequeño grupo de aventureros salimos al mar en un noviembre de aguas calmas, y ese día, el océano decidió ofrecernos algo completamente distinto. En medio de aquella quietud, emergía lentamente una aleta gigante, que no parecía de tiburón, ni de marlin, ni de ningún cetáceo.
Tardamos varios segundos en entender de qué se trataba: un pez luna de dimensiones descomunales que se deslizaba en la superficie rompiendo cualquier previsión previa. En todos mis años como científica marina e instructora de submarinismo, nunca había visto un ejemplar así, ni había vivido una interacción tan profunda, silenciosa y poderosa con uno de los animales más enigmáticos del planeta.
El pez luna, conocido científicamente como Mola mola, es el pez óseo más pesado del mundo, y su presencia en aguas de Baja California Sur durante el otoño no es casual. Estudios oceanográficos y registros de seguimiento satelital indican que, en esta época, las transiciones térmicas del Pacífico, junto con la convergencia de corrientes ricas en nutrientes, convierten a la región en un auténtico punto caliente de biodiversidad marina.
Estos gigantes pelágicos realizan migraciones verticales, descendiendo a cientos de metros de profundidad para alimentarse principalmente de medusas y otros organismos gelatinosos, y volviendo después a la superficie para termorregularse. Después de largas inmersiones en aguas frías, el pez luna necesita exponerse al sol, sacando fuera del agua su aleta, y adoptando esa postura tan característica de costado que dio origen a su nombre común en muchos idiomas.
Curiosamente, español lo llamamos pez luna, un nombre que encaja con la textura rugosa y con cráteres de su piel y con su color pálido, que también recuerda a la superficie lunar. Sin embargo, en inglés se le conoce como “sunfish”, el pez sol, por su costumbre de “tomar el sol” en la superficie.
Desde el punto de vista anatómico, este extraño pez desafía casi todas las reglas de los peces, ya que puede superar los dos metros de altura y alcanzar pesos que sobrepasan la tonelada. Por otro lado, no tiene cola como tal, sino una estructura llamada clavus resultado de la fusión de sus aletas. Se desplaza usando principalmente sus enormes aletas y, en lugar de escamas convencionales, cuenta con una piel extraordinariamente gruesa, áspera y cubierta de mucus que actúa como una protección natural en mar abierto.
A todo ello se suma uno de los datos más asombrosos de su biología: su fecundidad extrema. Las hembras de pez luna pueden producir hasta trescientos millones de huevos, ¡el mayor número registrado entre todos los vertebrados!, una estrategia evolutiva que compensa la bajísima tasa de supervivencia de las larvas en mar abierto.
A pesar de ello, el pez luna es una especie vulnerable según la Lista Roja de la IUCN y enfrenta amenazas crecientes como la captura incidental en pesquerías, la contaminación y los efectos del cambio climático, que alteran la disponibilidad de alimento. Por eso, cada encuentro en libertad con uno de estos misteriosos animales no es solo un privilegio, sino también un recordatorio de la responsabilidad que tenemos de proteger a estos gigantes ancestrales.
Mirar a los ojos a un pez luna en su entorno natural va mucho más allá de la curiosidad científica. Es una experiencia casi espiritual, un momento de conexión directa con el océano. Aquel día, mientras esperábamos frenesíes de marlines y bolas de carnada, fue este gigante silencioso el que emergió solo por unos minutos, para recordarnos que todavía nos queda muchísimo por conocer y comprender en el gran azul.
via National Geographic España https://ift.tt/OcVTzLd
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