Varsovia es el arranque de este viaje circular por la llanura polaca, con paradas en las ciudades históricas y en la cordillera de los Tatras, ya en la frontera con Eslovaquia, donde el cálido verano del país se refresca con el aire de los Cárpatos. Un recorrido que en muchas de sus etapas coincide con la curva que traza el silencioso río Vístula por el territorio de este país.
Todo en el bullicioso Stare Miasto (Ciudad Vieja) transmite vitalidad, entre sus plazas, mercados al aire libre y callejuelas
Tras el largo invierno, la capital polaca devora con avidez los meses de buen tiempo, cuando despliega sus mejores colores en los parques y paseos arbolados. La existencia de esta ciudad se puede considerar un auténtico milagro después de quedar arrasada en 1944. Las terrazas de la Rynek Starego Miasta, la plaza de la Ciudad Vieja, junto a la estatua de la sirena guerrera, permiten contemplar ese prodigio de recuperación y cómo Varsovia, a pesar de su doloroso pasado, siempre transmite entusiasmo.
Todo en el bullicioso Stare Miasto (Ciudad Vieja) transmite vitalidad, entre sus plazas, mercados al aire libre y callejuelas conectadas con la Plac Zamkowy, la plaza del Castillo. En esta última se alza la estatua del rey Segismundo III, cuyas manos sostienen una cruz y una espada, dos elementos que recuerdan a los polacos su deber de defender un país profundamente católico. Esta plaza es el inicio de la llamada Ruta Real, la vía que cruza el centro flanqueada de palacios neoclásicos e iglesias. El corazón de Chopin, hijo ilustre de la ciudad, se conserva en una de ellas, en la iglesia barroca de la Santa Cruz.
Música al aire libre
El mayor homenaje al gran compositor polaco cabe buscarlo en el Palacio Ostrogski, un edificio barroco reformado en 2010 para acoger un ultramoderno museo dedicado a su vida y obra. Las mejores evocaciones, sin embargo, se obtienen en los conciertos al aire libre que tienen lugar en el parque Lazienki. Las mazurcas y polonesas suenan alegres cada domingo en este escenario de jardines e invernaderos colmados de flores, hogar de patos, ardillas y pavos reales.
Varsovia, renovada y actualizada, ha ganado en modernidad a la más agraciada e intacta Cracovia. En la cordial competencia histórica que mantienen las dos ciudades, la capital ha aprovechado la prosperidad económica que aportó la entrada del país en la Unión Europea con una apuesta por la arquitectura atrevida y los nuevos museos. Esta imagen se comprueba enseguida si cruzamos a la otra orilla del Vístula para visitar Praga. Se trata del barrio de moda, donde almacenes y destilerías se han reciclado en centros de ocio con estética industrial que compiten con viejos iconos urbanísticos. Entre esos se incluye el rotundo mamotreto del Palacio de la Cultura y de la Ciencia, un regalo de Stalin al pueblo polaco que pasa por ser un perfecto ejemplo de realismo socialista, pero que con el paso del tiempo ha cobrado un carácter kitsch.
El Palacio de la Cultura es una de las muchas huellas de un pasado tormentoso, cuyo peor momento fue cuando los nazis recluyeron en el gueto a los judíos antes de llevarlos a los campos de exterminio, tal y como muestra Roman Polanski en El pianista (2002). Quedan pocos restos del muro del gueto pero sí bastantes memoriales y museos.
Apenas se descubre la campiña polaca en los pocos kilómetros que separan Varsovia de Lódz, una ciudad que quiso ser la "tierra prometida" –según la novela de WIadyslaw Reymont La tierra de la Gran Promesa, de 1899, y la película de Andrzej Wajda, de 1975– desde que a finales del siglo XIX fuera referente de la industria textil. La dramática historia polaca acabó con aquel sueño y dejó una interesante arqueología industrial que asombra por su aspecto un tanto tenebroso en contraste con la cuidada armonía de otras ciudades polacas. Igualmente sorprende la casi imposibilidad de pronunciar bien su nombre: algo así como "wuch".
Por Lódz han pasado nombres tan conocidos como Polanski, Kieslowski o Wajda, a quienes se recuerda en un paseo de las estrellas al estilo Hollywood
Otra peculiaridad de Lódz es que, en lugar de un laberíntico casco antiguo, posee el rectilíneo bulevar Piotrokowska. En pleno auge del textil, los empresarios convertidos en nuevos ricos exhibían sus mansiones en esta avenida, mientras detrás ocultaban las fábricas de ladrillo y las modestas casas de los obreros. Un buen ejemplo es el actual complejo Manufaktura, donde las naves fabriles y las viviendas se han transformado en un gran centro cultural. O el conjunto que alberga la Escuela y el Museo del Cine, un orgullo para Lódz, que se considera la ciudad del cine polaco. Por aquí han pasado nombres tan conocidos como Polanski, Kieslowski o Wajda, a quienes se recuerda en un paseo de las estrellas al estilo hollywoodiense.
Hacia la Polonia rural
Dejar atrás el aspecto industrial de Lódz en busca del sur del país permite adentrarse en una extensa llanura donde se concentra toda la autenticidad del medio rural polaco. Es muy recomendable optar por carreteras secundarias bordeadas de cultivos y árboles frutales, ríos perezosos y pequeñas aldeas de casas de madera, siempre con los cementerios abiertos a la vista del viajero. Supone una buena forma de descubrir el país antes de llegar a la capital de Silesia, una ciudad cuyos diferentes nombres –Wroclaw, Breslau o el romántico Breslavia– evocan cruces demográficos entre eslavos y germanos.
Es un lugar oportuno para probar los sabores de una cocina que tiene dos platos imprescindibles: el bigos y los pierogi
Breslavia es un capricho del río Oder. Basta con mirar un mapa para comprobar que se trata de un enclave acuático, levantado sobre doce islas unidas por puentes, esclusas, muelles y paseos que rodean el casco antiguo y la universidad. Se trata de una ciudad estudiantil que golpea con la belleza de sus imponentes iglesias góticas y unas mansiones burguesas cuyas fachadas exhiben huellas bohemias, austriacas y prusianas. El centro vital es el Rynek, el nombre de todas las plazas del mercado en Silesia. Bares y cafés de estilo berlinés esparcen sus terrazas ante un conjunto urbano de casas adosadas de diferentes colores con falsas ventanas que recrean la célebre simetría polaca.
Entre las ciudades polacas Breslavia se ha ganado fama por su gastronomía. Es por tanto un lugar oportuno para probar los sabores de una cocina que tiene dos platos imprescindibles: el bigos, a base de col fermentada con carne y salchichas, y los pierogi, que son bolas rellenas que se sirven hervidas o fritas. Como acompañamiento, una cerveza polaca. Junto al vodka nacional, la cerveza es la otra bebida local famosa de Polonia.
El recorrido hacia Cracovia permite alcanzar de nuevo el Vístula y entrar en contacto con una urbe de belleza antigua que remite al Imperio austrohúngaro, pero que al mismo tiempo exhibe un pulso cosmopolita, con universitarios de toda Europa paseando por sus plazas.
La antigua capital polaca sobrevivió casi intacta a la Segunda Guerra Mundial. Guarda un centro histórico inmaculado, repleto de iglesias y edificios de los siglos XVI y XVII. La magnífica plaza Rynek Glówny ofrece un espectáculo de gentío a cualquier hora del día, pero especialmente al anochecer, cuando la iluminación de las farolas dan al conjunto una atmósfera irreal.
El centinela de Cracovia
Preside la plaza la iglesia de Santa María, de fachada gótica y torres asimétricas, donde coinciden dos tradiciones: cada hora suena el Hejnal Mariacki, un curioso toque de corneta cuya melodía se interrumpe bruscamente; y la apertura diaria del soberbio retablo de la basílica, que una monja lleva a cabo con puntualidad cracoviana. Estos rituales indican que Cracovia es una ciudad de símbolos, cuya mejor expresión está en el Castillo de Wawel. La ciudadela se levanta sobre un meandro del Vístula, en lo alto de una roca horadada donde cuenta la leyenda que vivía un dragón. Fue la sede del poder real hasta el siglo XVI, época en que la corte se trasladó a Varsovia y dejó en la adyacente Catedral Real la cripta en la que reposan los monarcas polacos.
En Cracovia es donde más se aprecia el fervor católico del pueblo polaco. Se respira catolicismo de forma natural, perfectamente integrado en el pulso vital de la ciudad, en las numerosas iglesias siempre abarrotadas de fieles, y las mismas calles donde es constante la presencia de curas y monjas de todas las edades. Contribuye a esa impresión la proximidad del santuario de Czestochowa y la veneración por el papa Juan Pablo II (Karol Józef Wojtyła, 1920-2005), cuyas primeras misas antes de ser su arzobispo las ofició en la Catedral de Cracovia.
La imaginería católica se diluye y desaparece en Kazimierz, un rico suburbio judío antes de la invasión nazi. Hoy es un barrio animado y bien conservado, con sinagogas que pueden visitarse y plazas con cafés y restaurantes kosher que ofrecen música klezmer en directo. Spielberg mostró en La lista de Schindler (1993) el momento en que las tropas de Hitler obligan a los habitantes de Kazimierz a abandonar sus hogares y recluirse en el gueto de Podgorze, al otro lado del Vístula, y más tarde al cercano campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Polonia posee tesoros magníficos pero también escenarios del horror.
La llanura polaca mantiene su rústico atractivo en los pueblos con iglesias de madera en medio de campos de girasol, como la de Debno Podhalanskie. El terreno se va encrespando según nos acercamos a Zakopane, ciudad de referencia para los deportes de nieve y puerta de entrada a la cordillera de los Tatras, en la frontera con Eslovaquia. Lagos, cumbres redondeadas y bosques de abetos donde habita una de las mayores poblaciones de osos de Europa componen el paisaje de los Tatras. Después de meses cubierta de nieve, la tierra despierta en primavera, estalla en colores y deja un manto verde que dura todo el verano. Para contemplar este espectáculo resulta muy recomendable realizar la excursión al lago Morskie Oko y subir en el teleférico del monte Kasprowy Wierch (1.987 metros).
Siguiendo la ruta en el sentido contrario a las agujas del reloj, llegamos a Lublin. Su Ciudad Vieja presenta una cuidada amalgama de construcciones medievales, palacios renacentistas, barrocos y de la época comunista. La arteria principal, la peatonal Krakowskie Przedmiescie, está flanqueada de tiendas de moda que contrastan con los centenarios edificios y la medieval Puerta de Cracovia.
Antes de regresar a Varsovia, unos días en la Galitzia polaca nos devolverán a los bosques que han dado fama al país. Enclavada en el nordeste, es una tierra fronteriza que alberga la selva húmeda mejor conservada de Europa. El Parque Nacional de Bialowieza protege casi 1.500 km2 de bosque primigenio con una increíble biodiversidad. Entre sus más de 120 especies de aves, cabe mencionar la cigüeña negra y el urogallo; entre los mamíferos, el ciervo, el lobo y el bisonte europeo –en la actualidad hay más de 300 ejemplares–, cuya observación solo es posible adentrándose en la espesura o visitando el centro de cría de la especie que hay en el parque. La cosmopolita Varsovia se localiza a apenas tres horas en coche, pero parece que se encuentra a varios días de camino.
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