No es ficción: Tahití y sus islas son el destino más deseado en cualquier lista de «paraísos». Huahine, Moorea o Bora Bora, en el archipiélago de la Sociedad, invitan a un viaje distinto cada una: en velero, de buceo, para disfrutar de playas de coral o para vivir lejos de la civilización como Gauguin o los amotinados de la Bounty.
En la pastelería de D. Hilarie de Papeete, la capital tahitiana, los niños casi se comen los dulces con la mirada mientras en las estanterías se alinean las baguettes. Solo por las camisas floreadas de la marca Hinano y los billetes de francos CFP advertimos que no estamos en París, Lyon o cualquier otra ciudad gala.
Al salir de la pastelería y dejarnos guiar por las calles bajo un cielo excesivamente azul, el escenario cambia por completo. Esto no es Francia, desde luego. Nos hallamos en el centro administrativo y principal ciudad de la Polinesia Francesa, la puerta a un territorio compuesto por 118 islas dispersas en 4.200 km2 de océano. Un paraíso de catálogo muy real.
Al viajero se le escapa una sonrisa en cuanto se integra en el ambiente de Papeete. La temperatura es perfecta –unos 25 °C de media anual–, abundan los cocoteros, bananos, palmeras y castaños del Pacífico, y predomina el aroma de la buganvilla, la gardenia, el jazmín y la jacarandá. Hasta la presencia de algún tejado de chapa oxidada resulta elegante. Sin querer caer en lo cursi, algo transmite una fuerte carga de felicidad que se evidencia en los propios vecinos de Papeete, que también sonríen sin cesar, como si no pudieran evitarlo. Ya lo hacían sus antepasados, y los antepasados de sus antepasados.
La felicidad tahitiana impresionó a los primeros europeos que llegaron a sus costas en el siglo XVIII. Algo que, por otra parte, parecía natural pues aquellos isleños no solo vivían rodeados de playas de arena blanca y aguas transparentes junto a las que crecía una selva tropical, sino que además satisfacían fácilmente sus necesidades de vestido, alimento y vivienda porque tenían al alcance de la mano todo lo que podían desear.
Resulta evidente que Papeete ha crecido al abrigo de la cultura francesa. Posee su propia Notre Dame, solo que mucho más colorida y a poca distancia del mar, en la Rue du Général de Gaulle. La ciudad también cuenta con una zona comercial, cuya calle más emblemática es el Centro Vaima, pero aquí las tiendas se intercalan con mercados locales llenos de color y movimiento.
Y aunque no tiene un Jardin des Plantes como el de París, se puede disfrutar de varios parques botánicos, como el de Mataoa o el de Harrison Smith. Además, la capital polinésica goza de una activa vida cultural, animada por conciertos y festivales, galerías de arte y museos como el de Tahití y sus Islas –con objetos de la época precolonial–, el del Océano y por supuesto, el Museo de Paul Gauguin.
La sensación de hallarnos a millones de kilómetros de cualquier metrópoli es palpable incluso en Papeete, que a pesar de ser la localidad más grande del archipiélago cuenta con menos de 30.000 habitantes. Será por los cientos de palmeras, las casas que parecen sacadas de un dibujo infantil, ese modo de vestir desenfadado como si se viniera de una fiesta o de practicar surf, y esos andares propios de quien vive sin prisas.
La existencia cotidiana en esta ciudad transmite el optimismo del vaso medio lleno, a pesar de que sus habitantes también hayan tenido que superar tragedias y penurias, como el gran incendio que a finales del siglo XIX obligó a reconstruirla entera. Ya lo dice un proverbio de estas tierras: «los sueños y esperanzas se cumplen a pesar de las dificultades».
A medio camino entre Australia y Estados Unidos, los cinco grupos de islas de la Polinesia Francesa (Sociedad, Marquesas, Tuamotu, Gambier y Austral) están lo suficientemente aisladas como para poseer su propia visión del mundo, benévola y alegre. Una forma de vida que en seguida adopta el viajero. Relax en las playas, snorkel en las lagunas, rutas a pie por bosques tropicales, buceo en arrecifes de coral, paseos en canoa o travesías en velero. Precisamente, viajar en barco por las islas permite entender mucho mejor la idiosincrasia polinésica.
Relax en las playas, snorkel en las lagunas, paseos por bosques tropicales, buceo en arrecifes de coral, salidas en canoa...
Después de pasar unos días explorando el interior y las playas de la isla de Tahití, Moorea me parece más cerca del paraíso. Más aun entre finales de junio y julio, cuando el árbol local, el atae, florece y anuncia el paso de grandes grupos de ballenas. La isla tiene forma de triángulo equilátero apuntando hacia el sur, el lado norte está cortado por dos bahías, la de Opunohu y la de Cook, que antiguamente delimitaban el cráter de un volcán.
Cordiales, sonrientes y siempre con una flor sobre la oreja, los habitantes de Moorea no tienen nada que ver con las crónicas del capitán James Cook, que los describía como caníbales salvajes. Cook ancló su buque en 1769 en la bahía de Opunohu, aunque fueron otros dos exploradores los que primero avistaron la isla: Wallis y Bougainville.
La fascinación de los europeos por estas islas comenzó en 1767, cuando Samuel Wallis fondeó con su barco Dolphin en Tahití, que reivindicó para Inglaterra bajo el nombre de isla del Rey Jorge. Antes que él, habían pisado suelo polinesio Fernando de Magallanes (s. XV), Álvaro de Mendaña (s. XVI), Pedro Fernández de Quirós (s. XVI) y el holandés Jakob Roggeveen (1722).
Pocos meses más tarde que Wallis, el francés Louis Antoine de Bougainville fondeó en el lado opuesto de Tahití y reclamó la isla en nombre del rey de Francia. Quedó tan fascinado que le dio el nombre de Nouvelle-Cythère (Nueva Citera), en alusión a la isla jónica donde la mitología dice que nació la diosa Afrodita. Según relataría después, Bugainville creyó que era el auténtico Jardín del Edén, donde el pueblo vivía feliz e inocente, lejos de la corrupción de la civilización, y la belleza se encontraba en cada rincón de la isla.
Las crónicas de Bugainville fueron el principio de una leyenda que, a lo largo de los siglos XIX y XX, atrajo a pintores, escritores y viajeros de alma inquieta de distintos puntos de Europa y América. Quizá por eso también nosotros nos hallemos aquí, en busca del paraíso. En eso pienso después de una salida en barca para nadar entre tiburones y rayas. Vestido con un pareo anudado a la cintura, la vida se me antoja fácil y feliz.
Desde las islas se realizan salidas en barca para nadar entre inofensivos tiburones y rayas
Esa sensación perdura e incluso aumenta al día siguiente, cuando desembarcamos en Huahine, con fama de ser la isla más salvaje de la Sociedad. Y así nos lo parece: largas franjas de arena, rompientes que hacen las delicias de los surfistas y el mayor complejo de templos tradicionales o marae, construidos antes de la llegada de los europeos.
Para lo bueno y para lo malo, los famosos han sido y todavía son un reclamo turístico para la Polinesia. Todo el mundo busca la huella de Gauguin –se instaló en Tahití en 1895 hasta su muerte en 1903–, pero resulta mucho más poderoso el impacto de figuras del cine como Dino de Laurentiis, Marlon Brando o Halle Berry, o saber que Pippa Middleton pasó parte de su luna de miel en Raiatea.
La hermana de la duquesa de Cambridge eligió como destino la isla que era el centro religioso y social de los antiguos polinesios. Aquí se construían las piraguas que navegaron el Pacífico sur de punta a punta. Herman Melville, el autor de Moby Dick, dejó dicho en sus novelas que los tahitianos eran los mejores marineros del mundo, perfectos conocedores de las estrellas y las corrientes oceánicas.
Raiatea era el centro religioso y social de los antiguos polinesios.
La primera vez que me traen el desayuno en canoa hasta el palafito en que me alojo pienso justamente en lo ideal que resulta Raiatea –y cualquiera de estas islas– para pasar una luna de miel. Un tópico en el que incurren decenas de miles de parejas cada año. Y tiene su porqué: si hay que elegir un destino realmente especial, viajar al escenario que impresionó a tantos exploradores, escritores y pintores parece una buena apuesta.
Las pinturas de Gauguin y los cuentos repletos de leyendas tahitianas de Robert Louis Stevenson animaron a los intelectuales europeos del XX a embarcarse para encontrar la simplicidad y la luz del Pacífico. Como Jack London en 1907 a bordo del Snark, una travesía de la que dejaría constancia en su libro de fotografías El crucero del Snark (1911). O los periodistas y novelistas Aurora Bertrana y Josep Maria de Sagarra, que relataron sus experiencias polinesias en Paraísos oceánicos (1930) y El camino azul (1942), respectivamente.
La historia que más ha trascendido es, sin duda, la del HMS Bounty, cuya tripulación se amotinó cuando llegó la hora de regresar a casa: ninguno de aquellos hombres quería cambiar aquel mundo por la vieja Europa. Marlon Brando se enamoró de la Polinesia precisamente al recrear aquel motín en la película Rebelión a bordo. Brando consiguió su propia porción del edén gracias a un contrato de arrendamiento de 99 años por el atolón de Tetiaroa, al norte de Tahití, en el que construyó un hotel ecosostenible y libre de petróleo gracias a un sistema que genera energía aprovechando los movimientos del mar.
Bora Bora es otro destino legendario. Hoteles de lujo y otros más sencillos ofrecen cenas a la luz de la luna, en la playa o en velero. Durante el día es posible realizar una excursión por la laguna, nadar entre peces de colores y rayas, o explorar a pie o a caballo el exuberante interior. O visitar en un día la vecina Tahaa, la «isla de la vainilla», donde se cultiva, procesa y vende la aromática orquídea introducida hace siglo y medio por los europeos.
Tahaa es la isla de la vainilla, la aromática orquídea introducida en la Polinesia por los europeos
Me animo a realizar una ruta en vehículo todoterreno hasta East Matira, el extremo sur de Bora Bora, y después compartir el almuerzo con una familia local, una de las mejores maneras de conocer la isla. En esta península quizá después me atreva a probar el surf. Para los locales más que un deporte es un medio de integración: los niños y el agua derriban cualquier barrera social. Los primeros europeos que pisaron las islas quedaron maravillados con aquella «extravagante y peligrosa» diversión de cabalgar las olas en los rompientes. Aunque también se practicaba en Hawái, se cree que el surf se inició primero en la Polinesia; el estilo era menos evolucionado, ya que los polinesios acostumbraban a coger las olas tumbados o de rodillas sobre una madera.
Y es que, rodeados completamente de prístinas aguas, la vida aquí no puede sino transcurrir de cara al océano. Los relatos mitológicos cuentan que había cinco lunas sobre el cielo de Tahití que tenían rostro humano y quien las miraba fijamente se volvía loco. El dios creador Taaroa, enfadado con ese maleficio, las hizo temblar, lo que provocó grandes terremotos hasta que cayeron al agua. Fueron esas cinco lunas las que en su caída formaron las cinco islas al oeste de Tahití: Moorea, Maiao, Huahine, Raiatea y Bora Bora. Un paraíso celeste mecido por el Pacífico.
via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2RNiDtQ
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