Los romanos de la Antigüedad viajaban por múltiples motivos: comerciales, profesionales, familiares y personales, religiosos, intelectuales, militares... Pero no eran pocos los que lo hacían también por placer, esto es, para hacer turismo. No sería exagerado sostener que en la ciudad del Tíber se pueden rastrear los orígenes de una costumbre que millones de personas practican actualmente cuando consiguen reunir unos cuantos días libres. De hecho, la palabra turismo tiene una raíz latina: procede del verbo tornare, "volver" o "hacer girar", lo que implica un viaje de ida y vuelta, tal y como entendemos hoy nuestras andanzas estivales.
Los nobles romanos distinguían perfectamente entre el negotium, cuando se encontraban atareados en sus quehaceres diarios, y el otium, el período de descanso. Entonces llegaba el momento de alejarse del caos urbano en una villa marítima, de las que abundaban, sin ir más lejos, a los pies del Vesubio, o de conocer las atracciones monumentales de las provincias orientales, especialmente si hablamos de oficiales y administradores empleados en esas regiones.
Ganas de conocer mundo
Los romanos no fueron inmunes al irresistible encanto de conocer mundo. No es casual que en los siglos II y III d.C. se popularizaran las novelas de aventuras exóticas (Las aventuras de Leucipa y Clitofonte, Las efesíacas, Las etiópicas...), que ponían al lector en la piel de jóvenes parejas de enamorados que conseguían reunirse tras pasar por innumerables peripecias entre tribus etíopes, piratas griegos y déspotas orientales. Aquiles Tacio, Jenofonte de Éfeso y Heliodoro de Emesa son los nombres de algunos de estos Salgari y Julio Verne del pasado clásico que trasladaban a su público a lugares remotos sin tener que moverse de casa.
Los bibliófilos de mayor cultura, sin embargo, podían optar por hojear los volúmenes de las periegeses, las narraciones descriptivas de los más célebres monumentos del pasado –tanto arquitectónicos como escultóricos–, sobre todo de Grecia, pero también de Asia Menor o del sur de Italia y Sicilia. Comparadas a menudo con las guías de viaje actuales, lo justo sería definir las periegeses como tratados artístico-históricos concebidos básicamente para informar sobre los ritos específicos que se practicaban en cada lugar, por lo que describían los principales complejos religiosos (los santuarios), así como sus fiestas y tradiciones.
Plinio el Viejo, tan conocido por su obra Historia natural como por su fallecimiento durante la erupción del Vesubio del año 79 d.C., atribuía a sus coetáneos la lectura de este tipo de escritos, en especial cuando versaban sobre Egipto, Grecia y Asia.
A Séneca, por su parte, le parecía interesante salir de la propia ciudad, pues eso procuraba el encuentro con gentes diferentes y espectáculos naturales desconocidos, entre los que hacía hincapié en los ríos –los accidentes fluviales, a menudo divinizados, nunca dejaron de fascinar a los antiguos–, citando el Tigris, el Nilo y el Meandro (el río Menderes, en Turquía). Es decir, son los mismos autores grecorromanos quienes nos informan de los grandes destinos turísticos y de los atractivos que presentaban el patrimonio artístico y la Naturaleza de estos lugares.
Rutas por Grecia
El patrimonio intelectual de determinadas regiones constituía un aliciente particular para los viajeros. La Hélade y las provincias asiáticas estaban repletas de recuerdos de los poemas homéricos, con los que los romanos se identificaban a través de su héroe Eneas: en Pilos se veneraba el sepulcro de Néstor; en Atenas, la tumba de Edipo; Orestes reposaba en Esparta, y Agamenón e Ifigenia yacían en Micenas. En Troya se adivinaban aún las huellas del campamento de los sitiadores aqueos o del altar de Zeus, donde el rey troyano Príamo había perdido la vida a manos de Neoptólemo, hijo de Aquiles. Pero aquel lugar era famoso sobre todo por las supuestas tumbas de los héroes homéricos, como Héctor o el propio Aquiles, que visitaron Julio César y algunos de sus sucesores, entre ellos los emperadores Adriano, Caracalla, Diocleciano y Constantino. Las escapadas a Grecia incluían la visita a poblaciones como Corinto, Epidauro, Delfos, Esparta u Olimpia; destinos atrayentes a causa de los festivales y juegos atléticos que allí se celebraban, eventos que además fijaban el mejor momento para visitarlos. Otras ciudades presentaban importantes atractivos locales: Rodas llamaba la atención por el Coloso, cuya masa broncínea de 33 metros de altura, que representaba al dios Helios, se había desplomado a causa de un terremoto en el año 226 a.C. Los forasteros se entretenían explorando sus enormes miembros fragmentados, convertidos en grutas artificiales, o intentando abarcar con sus brazos el pulgar de la estatua, una tarea imposible en palabras de Plinio el Viejo.
Pasión por Egipto
Una tierra en la que el turista romano se sentía auténticamente maravillado era Egipto. La extrañeza de sus ritos religiosos y de su escritura jeroglífica desconcertaba y fascinaba por igual al visitante; lo mismo puede decirse de sus monumentos, ya fueran las pirámides de Gizeh o las tumbas subterráneas del Valle de los Reyes. En estas últimas todavía puede detectarse el paso de cientos de excursionistas de la Antigüedad gracias a los grafitos –con nombres, fechas, pequeñas biografías, poemas, opiniones...– que grabaron en sus muros. Así, sabemos que un tal Isidoro, natural de Alejandría, estudió Derecho en Atenas; que el centurión Januarius penetró en las criptas junto a su hija Januarina, o que a An- tonio le maravillaba el Valle casi tanto como la ciudad de Roma. Prácticamente la mitad de los grafitos descubiertos se aglutinan en la tumba de Ramsés VI, de la que se dijo que era el sepulcro de Platón, por lo que los filósofos neoplatónicos entraban en ella con el respeto reverencial de quien oraba en un templo. Algunos de los grafitos inscritos en los muros de esta tumba faraónica muestran lo que pensaron del lugar algunos visitantes, como el que dejó escrito "la visité y no me gustó nada, excepto el sarcófago" o el de un abogado llamado Bourichios, al cual le fastidiaba no comprender el significado de los jeroglíficos: "¡No puedo leer este escrito!".
Otro monumento egipcio que atrajo particularmente a los viajeros de la Antigüedad fue la pareja de esculturas sedentes de Amenhotep III que perduraban de su templo funerario, próximo a Luxor. Griegos y romanos enseguida las bautizaron como "Colosos de Memnón", al estimar que una de las estatuas mostraba la figura de Memnón, rey etíope aliado de los troyanos. Por las mañanas, cuando la brisa soplaba a través de las fisuras dejadas por un terremoto, las estatuas emitían un curioso sonido que atraía a gran número de espectadores, que creían escuchar el tañido de una lira, un silbido o un llanto. Numerosos turistas contrataron picapedreros locales para inscribir grafitos en los Colosos, como el lírico Paeón, quien compuso unos versos en honor de su patrón Metio Rufo, o la poetisa Julia Balbilla, que viajaba en el séquito de Vibia Sabina, la esposa del emperador Adriano.
Trabajo y placer
Los romanos que dejaban su patria solían encontrar tiempo para hacer turismo, incluso durante el desempeño de misiones bélicas y diplomáticas. Véase por ejemplo el caso de Lucio Emilio Paulo, quien, después de que sus legiones acabaran, en el año 168 a.C., con la vida de 20.000 hombres en la batalla de Pidna, y tras desmembrar el viejo reino helenístico de Macedonia, emprendió un tour que lo llevaría a presentar sus respetos y sus ofrendas a Atenea en la Acrópolis ateniense, a Apolo en su santuario de la isla de Delos, a Asclepio en su recinto sagrado de Epidauro y, por supuesto, a Zeus en su templo de Olimpia. Pero no descuidó enclaves tan emblemáticos como Áulide, en Beocia, puerto de partida de la expedición griega contra Troya encabezada por Agamenón, o el istmo de Corinto, sede de los Juegos Ístmicos. Años después, el senador Lucio Memio también combinó deber y placer durante un viaje a la ciudad egipcia de Arsínoe, la antigua Cocodrilópolis. Memio gozó de la obsequiosidad de un funcionario del rey Ptolomeo IX llamado Asclepíades, que durante su itinerario le procuró todas las comodidades: dispuso su visita al Laberinto (el complejo mortuorio conectado a la pirámide del faraón Amenemhat III) y le proveyó de los típicos panecillos con que los turistas alimentaban a los reptiles que daban nombre a la ciudad, sobre todo al más importante de todos ellos: el cocodrilo que encarnaba al dios Sobek. Relata el geógrafo Estrabón que aquel enorme animal no paraba de engullir frutas, galletas y vino que le echaban los visitantes de paso.
Pero no había que marcharse al otro extremo del Mediterráneo para poder gozar de unas estupendas vacaciones. Desde la época republicana, los patricios romanos poseían una o varias villas de recreo en la costa o en el campo, adonde se retiraban con la intención de escapar de sus obligaciones cotidianas y consagrarse de lleno al otium.
Casas de vacaciones
En Italia, el área favorita para disponer de segundas residencias fue la Campania, donde se localizaban Pompeya, Herculano, Estabia y otras poblaciones emblemáticas. Cercana a Roma, tenía un clima benigno y playas atrayentes, cualidades imbatibles para convertirse en un centro turístico privilegiado. Así lo intuyó a comienzos del siglo I a.C. el "empresario" Cayo Sergio Orata, quien reformaba villas al borde de la bahía napolitana para luego venderlas a un alto precio a los senadores.
En las playas campanas el tiempo discurría plácidamente, "entre romances, canciones, banquetes y paseos en bote", escribía Cicerón.
También Plinio el Joven describía las ocupaciones veraniegas a las que se entregaba en sus villas: meditar, leer, recibir masajes, bañarse, escuchar recitaciones y música, pescar o montar a caballo. Actividades que bien se podían realizar solo o en compañía de invitados de las villas vecinas; en este caso, la caza solía convertirse en otro de los pasatiempos favoritos. En el siglo IV d.C., el erudito Quinto Aurelio Símaco, propietario de decenas de moradas, se solazaba con sus amigos Macedonio y Atalo charlando, leyendo y, al igual que Plinio el Joven, empleándose a fondo en la caza, costumbre propia de su cuna aristocrática. Los banquetes suntuosos estaban a la orden del día cuando se reunían estos comensales de noble origen, y la mayor parte de las veces se amenizaban con exhibiciones musicales, teatrales, de danza y otras que hoy llamaríamos "circenses". Ummidia Quadratilla, una dama ilustre de hace dos mil años, hasta contaba con una troupe de pantomimos, equilibristas y bailarinas que hacían de sus cenas deliciosos festejos.
Afortunadamente, la arqueología ha preservado muchas de estas viviendas de lujo, embellecidas con amplios jardines, ninfeos de aguas claras, piscinas, coloridas pinturas, colecciones escultóricas en mármol y bronce de inspiración helena, y dotadas de bibliotecas como la de la villa de los Papiros, en Herculano. La mayoría de estas residencias eran de dimensiones extraordinarias, como la villa del Pastor, en Estabia, que rondaba los 19.000 metros cuadrados, o la no lejana villa Arianna, de 13.000 metros cuadrados. En estos fastuosos ambientes de representación social, de ocio vacacional, de reposo espiritual y de disfrute intelectual, el patricio romano se podía sentir como un sibarítico rey helenístico en su palacio.
Para saber más
Viajes por el antiguo Imperio romano. Jorge García Sánchez. Nowtilus, Madrid, 2016.
Cartas. Plino el Joven. Gredos, Madrid, 2008.
Las siete maravillas. S. Saylor. La Esfera de los Libros, Madrid, 2014.
via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2RphCZz
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