Tres montañeros deliberaban en la arista sudeste del Everest cuando despuntaba el día sobre la meseta del Tibet. Más de kilómetro y medio por debajo de donde estaban, los rayos del sol iluminaban una franja de nubes que espolvoreaba de nieve los flancos de la montaña. Los tres hombres, con sus gruesos monos de plumas, máscaras de oxígeno y lámparas frontales, no prestaban atención a las vistas. Tenían poco tiempo, acuciados por el volumen de oxígeno que portaban consigo y la posibilidad de que la caprichosa meteorología se volviese de pronto en su contra. Ya los habían retrasado las muchedumbres de alpinistas que tomaban en masa la vertiente nepalí de la montaña, confiando en coronar aquel día de finales de mayo de 2019. Pero ahora no tenían tiempo de preocuparse de eso. Seguían con su tarea, con la exagerada lentitud de un astronauta, desembalando metódicamente herramientas e instrumentación, siguiendo un plan coreografiado al milímetro para instalar la estación meteorológica más elevada del planeta.
Mientras trabajaban, uno de ellos, Baker Perry, sintió una punzada de pánico al rebuscar en las mochilas. Faltaban dos piezas de la estación, pequeñas pero imprescindibles: un par de tubitos de aluminio de 2,5 centímetros que acoplaban los anemómetros al mástil central. Perry y sus compañeros, Tom Matthews y Panuru Sherpa, se miraron incrédulos, tres cerebros hipóxicos tratando de asimilar la situación y buscar una alternativa.
Matthews y Perry, climatólogos ambos, llevaban meses preparándose para aquel momento. Su equipo había diseñado y fabricado buena parte de los componentes de la estructura de dos metros de altura y 50 kilos de peso para que resistiesen el frío extremo y los vientos huracanados a los que estarían expuestos en el punto más elevado del planeta. Habían testado el diseño en Estados Unidos y Nepal, y ensayado concienzudamente su instalación con el responsable de la ascensión, Panuru Sherpa, y su experto equipo de guías.
La razón de ser de aquella expedición tan cara como arriesgada era subsanar algunas lagunas de crucial importancia para los científicos, que carecen de datos sistemáticos de las cotas más altas. Una de esas lagunas es el viento, una variable meteorológica esencial. Con 8.850 metros de altitud, el Everest es una de las pocas cumbres que descuellan sobre la corriente en chorro subtropical, una de las estrechas bandas de fuertes vientos que circundan el planeta y afectan todos los ámbitos, desde la trayectoria de las tormentas hasta las temporadas agrícolas. Otra laguna son los regímenes nivales de los que dependen los colosales glaciares situados a más de 5.000 metros de altitud. Habían construido y acarreado los dispositivos que esclarecerían aquellos misterios hasta el techo del mundo –estaban en plena trayectoria de la corriente en chorro–, pero de pronto no tenían cómo acoplar el anemómetro.
Matthews y Perry habían llegado al Everest como parte de un ambicioso estudio científico de la montaña. La Expedición al Everest de la iniciativa Perpetual Planet de Rolex y National Geographic implicaba a 34 científicos realizando trabajo de campo a lo largo de dos meses en varias cotas de la montaña, así como en el vecino valle del Khumbu. El equipo humano incluía geólogos, glaciólogos, biólogos, geógrafos y climatólogos. «Es una nueva ventana por la que asomarnos al planeta –declaraba Paul Mayewski, director del Instituto de Cambio Climático de la Universidad de Maine y director científico de la expedición–. Creemos que el mejor modo de hacer ciencia en el Everest pasa por la multidisciplinariedad».
Dirigidos por Mayewski, Matthews, de 32 años, y Perry, de 44, colaboraron con Panuru Sherpa, de 53, y un equipo de guías locales para abrir una nueva ventana científica en la cumbre. Además de dos estaciones meteorológicas automatizadas cerca del Campo Base (a 5.270 metros de altitud), el grupo esperaba instalar otras tres a cotas superiores: en el Campo II del Cwm Occidental (6.464 metros), en el Campo IV del Collado Sur (7.945 metros) y en la cima. Las estaciones transmitirían los datos a un servidor de Estados Unidos y serían compartidos después con científicos de todo el mundo.
«El cambio climático se manifiesta de manera diferente en función de la zona –me dijo una tarde Mayewski, de 72 años, en la tienda de comunicaciones del Campo Base–. Estamos en una de las regiones continentales del mundo que se calientan a mayor velocidad, pero no sabemos qué está ocurriendo realmente a más de 5.000 metros».
La mayoría de los glaciares de alta montaña de Asia nacen por encima de los 5.000 metros de altitud. La nieve caída en las cuencas de alta montaña, sumada a las lluvias de cotas más bajas, nutren cada año unos glaciares que en última instancia aportan agua a decenas de millones de asiáticos. Sin embargo, apenas existen fuentes de datos meteorológicos fiables procedentes de esas altitudes que permitan predecir científicamente los efectos a largo plazo del cambio climático en la región.
Los científicos disponen de muy pocas observaciones recogidas en los puntos de acumulación nival de los glaciares del Himalaya, me explicó Matthews. «Una vez superas los 6.000 metros, que yo sepa han funcionado muy pocas estaciones meteorológicas en el Himalaya, y ninguna estaba operativa cuando nosotros instalamos las nuestras».
Pero según Mayewski, hacer «ciencia de campo seria» a semejantes cotas entraña todo tipo de dificultades. Por encima de los 7.925 metros, la escasez de oxígeno afecta la toma de decisiones y hasta las tareas más sencillas se enlentecen y complican. «Los montañeros no quieren más que llegar a la cima, hacerse unos selfis y bajar a toda pastilla», dijo Pete Athans, quien ha coronado el Everest en siete ocasiones y era el responsable de la ascensión del equipo de National Geographic. Levantar una estación meteorológica, en cambio, «es como llegar a la cumbre y ponerte a montar un coche».
Inka Koch, experta en glaciares, toma una muestra de nieve cerca de la cima del Lobuche. Su equipo y ella recogieron más de cien muestras de nieve y agua en el Everest y en toda la región del Khumbu, que permitirán analizar la composición química de los recursos hídricos de la zona.
Para diseñar e instalar las estaciones, Mayewski había reclutado a Perry, un científico alto y taciturno de la Universidad Estatal de los Apalaches, y a Matthews, un climatólogo inglés de verbo rápido de la Universidad de Loughborough. «No se puede hacer una estación a prueba de balas», dijo Perry. Hace diez años un equipo italiano instaló en el Collado Sur una estación que acabó destrozada: el viento levantaba las piedrecillas, que acribillaban los equipamientos como si fuese metralla. Perry y Matthews colaboraron con la empresa de ingeniería Campbell Scientific en el diseño de sus estaciones.
«Hay dos problemas básicos: uno, diseñar un trípode tan ligero que pueda llevarse a la cumbre, pero tan resistente que aguante unas rachas de viento que pueden alcanzar los 300 kilómetros por hora; y dos, las comunicaciones», dijo Perry. Las estaciones tendrían que transmitir los datos vía satélite con la energía proporcionada por una placa solar y un sistema de baterías. El resultado, fabricado con tubos de aluminio sobre bases de acero, parecía un híbrido entre una antena doméstica y un minitransformador eléctrico. Tras varios meses de ensayos, el equipo era capaz de ensamblarlo y anclarlo a la roca en menos de 90 minutos. Pero ¿lo conseguirían a 8.850 metros de altitud?
Cuando el equipo llegó al Campo Base a mediados de abril, se sumó a una cifra récord de gente deseosa de tachar de su lista de objetivos vitales la ascensión a la cima más alta del mundo. El Ministerio de Turismo de Nepal había expedido 382 permisos de escalada y 390 permisos para sherpas y guías. Habría cientos de personas en la angosta ruta que lleva a la cumbre, y todas intentarían coronarla en los pocos días de meteorología propicia que suelen concentrarse a finales de mayo.
«En los días de mayor tráfico debes evitar errores, como tardar demasiado y quedarte sin oxígeno», me dijo Athans. Por otro lado, si intentaban llegar a la cumbre con un tiempo no tan bueno, habría menos colas, pero las condiciones meteorológicas tal vez impedirían la instalación de la estación.
El 18 de mayo el equipo había ensamblado tres estaciones; faltaban la del Collado Sur y la de la cumbre. Las previsiones anunciaban que en un par de días el viento amainaría en lo alto de la montaña, así que Matthews, Perry y el equipo de sherpas liderados por Panuru se pertrecharon y partieron del Campo Base para emprender el ascenso de cuatro días que los llevaría al Collado Sur. En un principio todo fue según lo previsto, y la mañana del 22 de mayo instalaron la estación del Collado Sur. Acamparon para descansar y consultar la previsión meteorológica del día siguiente. «Nos llegaban dos previsiones contradictorias –recordaba Matthews–, y una indicaba que los vientos serían menos favorables».
Mientras el viento vespertino azotaba su tienda, Matthews y Perry respiraban oxígeno embotellado y se mentalizaban para abortar, muy a su pesar, el intento de hacer cumbre. Pero al caer la noche el viento amainó y recibieron una nueva previsión. Panuru llamó a la puerta de la tienda: se podía subir. Una alta masa de nubes sobrevolaba la montaña cuando partieron del Collado Sur a las 11:30 de la noche, y empezó a nevar intermitentemente, envolviéndolo todo en una negrura opaca.
«Al principio avanzamos a buen ritmo, pero luego nos topamos con los últimos de la cola», dijo Perry. Una fila de docenas de escaladores, algunos de los cuales habían salido del Campo IV ya a las 5 de la tarde, estaba atascada en un trecho de la ruta conocido como la Cara Triangular. Tras dos horas de retenciones llegaron al Balcón, un tramo plano situado unos 425 metros por debajo de la cima. «Vimos la cola que teníamos delante –explicaba Perry–, y supimos lo que nos esperaba». Mientras él, Matthews y Panuru evaluaban la situación, empezó a amanecer. En vez de seguir ascendiendo, decidieron instalar la estación en el Balcón. «La víspera habíamos montado la del Collado Sur –añadía Perry–. Nuestro equipo de sherpas sabía hacerlo prácticamente todo».
Antes de levantar el mástil había que fijar las bases del trípode a la roca. Pero las baterías del taladro no funcionaban por culpa del frío, de modo que Matthews y dos sherpas, Urken y Phu Tashi, se las metieron dentro de la ropa. «Estuvimos media hora dando saltitos como pingüinos con sus polluelos, tratando de calentarlas».
Resuelto el problema de las baterías, descubrieron que faltaban los tubos de montaje de los anemómetros, dos molinetes que miden la dirección y la velocidad del viento. «No podíamos descender sin dejarlos puestos –recordaba Perry–, de modo que nos pusimos a pensar una solución». Perry cayó en la cuenta de que el mango de una pala de aluminio que llevaban entre sus pertrechos tenía más o menos el mismo diámetro que los tubos que faltaban. Uno de los guías, Lakpa Gyaljen Sherpa, cogió un martillo y golpeó el mango hasta encajarlo. Perry lo forró luego con cinta americana. «Es una estación meteorológica puntera –afirma Matthews–. Pero si te fijas, verás un pegote de cinta adhesiva y un mango azul y naranja fosforito».
En los meses posteriores al descenso, las cinco estaciones del Everest transmitieron regularmente datos de velocidad y dirección del viento, temperatura, radiación solar y térmica, presión barométrica y precipitación, aportando a los científicos una nueva visión sobre una de las regiones meteorológicas más complejas del planeta.
Investigadores de todo el mundo han empezado a articular esos datos en una amplia gama de modelos climáticos y meteorológicos. La revelación más significativa –y preocupante– hasta la fecha se refiere a la fusión del hielo a cotas elevadas. Aunque se sabe desde hace tiempo que la radiación solar aumenta enormemente allí donde la atmósfera es más delgada, se han realizado pocas mediciones a esas altitudes. Algunas lecturas de las estaciones del Cwm Occidental y del Collado Sur igualan o superan la constante solar, esto es, la radiación antes de pasar por el filtro de la atmósfera terrestre. En estas condiciones puede registrarse una importante fusión de la nieve aun cuando la temperatura del aire no supere los 0 °C. El principio es semejante al que nos permite usar la energía radiante de un microondas para calentar comida.
La importancia de este hallazgo estriba en que hasta ahora la mayoría de los modelos climáticos solo se basaban en la temperatura para predecir el volumen de hielo glaciar perdido. «En Asia podrían estar derritiéndose miles de kilómetros cuadrados que no sabíamos», me dijo Matthews hace poco.
A principios de enero de 2020 el climatólogo empezó a sospechar que los datos de viento de la estación del Balcón estaban perdiendo fiabilidad. Las lecturas de dirección empezaron a concentrarse en un número reducido de valores, como si algo obstaculizase el sensor, y las velocidades se redujeron sustancialmente. Y entonces, el 20 de enero, dejó de transmitir. «Apostaría a que ha sufrido algún tipo de interferencia –dijo Matthews, y añadió–. El único modo de saberlo es volver allí».
Este artículo pertenece al número 471 de la revista National Geographic.
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