«¿Hacen trucos de magia?»
Son las gentes del Rajastán. Nos ven pasar bajo la luz abrasadora del desierto de Thar. Estamos sucios, cubiertos de polvo arenoso, quemados por el sol: espantajos chamuscados que avanzan pesadamente por la India con un burro de carga. Los lugareños nos toman por artistas vagabundos, charlatanes ambulantes, nómadas circenses. Creen que somos hechiceros. La respuesta a su pregunta es: por supuesto que sí. Llevamos magia dentro. Como todo el mundo, por otra parte.
Está en el agua.
Los seres humanos somos pozos andantes de agua ligeramente salada. Nuestro organismo contiene más o menos el mismo porcentaje que el que cubre la superficie de la Tierra. No hay misterio en estas armonías. Somos animales de agua nacidos en un planeta de agua. El agua está en todas partes y en ninguna. Es un elemento dinámico: cambiante, en constante movimiento, siempre mudando su estado físico, de gas a líquido, de líquido a sólido y vuelta a empezar.
Un átomo de oxígeno. Dos átomos de hidrógeno. Las moléculas de agua forman como una punta de flecha. Como un codo. Esto aporta al agua cierta polaridad, una carga infinitesimal en cada extremo. Así conforma colectivamente nuestra realidad. Es el mágico disolvente y adhesivo de nuestro mundo tangible. Es el compuesto que al mismo tiempo disuelve y adhiere nuestras neuronas, las cordilleras, el vapor que desprende el té del desayuno y las placas tectónicas.
Y, sin embargo, ¡qué escasa es el agua potable!
Los océanos salados contienen el 97 por ciento de toda el agua del planeta, aproximadamente. Los polos y los glaciares, aun cuando se funden a ojos vista por efecto del cambio climático, albergan alrededor de un 2 por ciento. Solo una gota microscópica de la masa total del mundo, menos del uno por ciento, está disponible para garantizar la supervivencia humana: el agua dulce líquida. Pero así y todo, despilfarramos este tesoro como dementes extraviados en el desierto.
Estoy recorriendo el mundo a pie. Llevo siete años siguiendo los pasos de Homo sapiens, que salió caminando de África en la Edad de Piedra y exploró el mundo primigenio. En el trayecto recolecto historias. Y en ningún trecho de mi andadura –en ningún país ni continente– he hallado un desastre medioambiental de la magnitud de la crisis hídrica que se cierne sobre la India. Es tan sobrecogedor que casi parece inconcebible.
El segundo país más poblado del mundo, hogar de más de 1.300 millones de personas en un paisaje definido por ríos emblemáticos –el Indo, el Ganges, el Brahmaputra y todos sus caudalosos afluentes–, se tambalea al borde de una emergencia hídrica de consecuencias inimaginables. Es posible que cuando acabe el año unos cien millones de ciudadanos de 21 megaurbes indias –como Delhi, Bangalore (nombre oficial Bengaluru) e Hyderabad– apuren el último trago de agua subterránea. Los campesinos del granero asiático que es el Punjab se quejan de que sus niveles freáticos, sobreexplotados sin descanso, están descendiendo 12, 18, incluso 30 metros en una sola generación. Y el problema no es solo cuestión de volumen. La contaminación –residuos industriales, aguas residuales urbanas y escorrentías agrícolas– ha envenenado sistemas fluviales enteros. En total, unos 600 millones de personas –más o menos la mitad de la población de la India– viven sin suficiente agua limpia. Entre tanto, 20 millones de seres humanos llegan al mundo cada año en este país.
Camino durante casi año y medio por las llanuras fluviales del norte de la India. Atravieso pasos elevados de hormigón y puentes ferroviarios, me siento sobre el petate en canoas cabeceantes, cruzando río tras río. Hay cientos. Cada uno de ellos, dice el hinduismo, es sagrado; una deidad, incluso. (El Ganges, Ganga en hindi, es una diosa que se representa a lomos de un cocodrilo). El futuro de la India borbolla en sus corrientes cenagosas.
«¿Habrá espectáculo de magia?», preguntan las gentes del Thar. Los niños brincan a nuestro lado, descalzos, risueños, entrecerrando los ojos contra el sol del desierto. Las copas de una escolta de khejris proyectan sombras pálidas de color plata sobre el ocre amarillo de la arena. Los pozos están contaminados; demasiado hierro, demasiado flúor. ¿Magia? Claro que sí. Llamémosle el gran mutis final del agua dulce.
En las agostadas llanuras que circundan el lago salado de Sambhar, en un humedal agonizante de la periferia de Jaipur, distinguimos cientos de figuras andrajosas que se mueven a lo lejos. Hora tras hora caminan de espaldas, deslizando rastrillos de madera sobre la planicie blanca. Son mujeres extrayendo la sal. El aire caliente que asciende del suelo desdibuja sus piernas flacas, que al momento reaparecen como en un espejismo. Abracadabra infernal. En realidad, no. Solo somos nosotros, los humanos, en un mundo sin agua.
El Indo: río de ríos
India, del griego indos, derivado de hind en persa, procedente del vocablo sánscrito sindhu, que significa río. ¿Dónde está el legendario Indo, río de ríos? ¿Dónde se ubica este curso inmensamente largo e impetuoso, nacido en los glaciares del Tibet, esta entidad líquida, titánica, viviente, cuya cuenca abarca más de un millón de kilómetros cuadrados, madre nutricia de civilizaciones milenarias, arteria de vida para millones de campesinos de la India y Pakistán? Mientras mis pasos recorren el estado indio del Punjab, se resiste a que lo encuentre.
Me uno a Arati Kumar-Rao, fotógrafa medioambiental, y pateamos las carreteras secundarias del sur de Amritsar. Cinco grandes afluentes del Indo culebrean por el noroeste de la India. El Jhelum. El Chenab. El Ravi. El Beas. El Sutlej. Buscamos el Beas. No tardamos en perdernos. Nos adentramos en un laberinto de agricultura industrial.
Cada jornada es un horno. Sudamos en torno a interminables y humeantes cuadrángulos de trigo. Pasamos frente a templos sijs coronados con ingrávidas cúpulas blancas, donde manos voluntarias ofrecen sencillos platos de dal (legumbres) con arroz a todo transeúnte. Esquivamos armadas de tractores traqueteantes. Todos vomitan al cielo música pop punjabí desde atronadores altavoces amarrados al asiento de la cabina.
Y entonces, a duras penas, caigo en la cuenta. ¡Ya hemos encontrado el Indo! Llevamos días, semanas, caminando sobre la presencia difusa del río. Sus corrientes se han desviado, sangrado, canalizado, desdibujado, diseccionado en incontables canales, conducciones, presas y acequias. Ese sistema capilar creado por el hombre ha despojado de relevancia geográfica a los antiguos canales verdes que en su día fueron los afluentes del Indo. Cada una de las miles de millones de espigas granadas del Punjab lleva dentro una gota atomizada de la cuenca de este gran río.
La India fue uno de los primeros guerreros de la revolución verde. Semillas de alto rendimiento, fertilizantes y pesticidas, tractores y bombas motorizadas para pozos: todo ello ha aumentado espectacularmente las cosechas desde la década de 1960. La India, otrora el rostro de la hambruna, hoy se alimenta a sí misma. Sus agricultores venden al mundo enormes cantidades de cereales y frutos. Pero esta sensacional victoria sobre el hambre ha salido bien cara. Las sustancias químicas contaminan los acuíferos del Indo, contribuyendo posiblemente a crear zonas con una gran incidencia de enfermedades como el cáncer. Y hoy toca pagar la factura de décadas de cosechas insostenibles: pérdidas abrumadoras de unas aguas subterráneas finitas. En el Punjab la agricultura es un juego de azar. Millones de punjabíes huyen, emigran a Oriente Próximo, a América del Norte, a donde sea.
«Es muy difícil no sentirse sobrepasada», grita Kumar-Rao en la carretera paralela a un canal donde gimen los tractores al arrastrar enormes sacos de barcia. Lleva años documentando la explotación de los recursos hídricos de la India. «Nuestra negativa a verlo es un caso de ceguera colectiva». Kumar-Rao quiere encontrar otra criatura ciega, el amenazado delfín del Indo, primo fluvial del famoso mamífero marino. «¡Aquí ya no hay bhulan!», declara un hombre elegante que se hace llamar Comandante Indostaní cerca del azud de Harike. Bhulan es el nombre autóctono del delfín del Indo.
El Comandante Indostaní es motorista acrobático. Trabaja en un pequeño circo ambulante. Con la camisa remangada para lucir los abultados bíceps, hace exhibición de sus diabluras –colgado por una pierna del sillín de su Royal Enfield en movimiento– ante nuestra mirada atónita en una ribera plácida, lodosa, superviviente del río Beas. Recorrer a pie la India es esto. Conoces a la gente más variopinta en los lugares más inverosímiles. Pero el Comandante Indostaní resulta estar ciego también. Kumar-Rao suelta un chillido. Ha visto unos delfines en el centro del río. Una hembra con su cría. Cabecean en las lustrosas corrientes pardas del Beas, quebrando la superficie con un sonido que recuerda a un beso. Un reciente estudio sugiere que en el Beas no quedan más de 11 ejemplares.
El Chambal: injusticia común
Si se le da tiempo, el agua sale vencedora de casi todas las batallas. Gana a la piedra. Al hierro. Al hueso. Los ríos serraron la estratigrafía del mismísimo tiempo. Pero el patriarcado resiste. ¿Cuál es la injusticia más común que sale al paso cuando se recorre el mundo a pie? No es la supresión de minorías étnicas. Ni la intolerancia de raigambre religiosa. Ni la desigualdad económica. No: es la exclusión de la mujer del libro de contabilidad de beneficios y oportunidades que maneja la humanidad. Y no hay ninguna sociedad completamente exenta de esta injusticia. A la mitad de los más de 7.000 millones de Homo sapiens que pueblan la Tierra se les niega un acceso igualitario al poder político, se les obliga a trabajar más a cambio de menos, y todo por tener dos cromosomas X.
«Qué te voy a contar –dice Priyanka Borpujari, una reportera independiente que se suma a la caminata en la pintoresca cuenca del Chambal en Rajastán y Madhya Pradesh–. En muchos congresos de periodismo me ponen la etiqueta de periodista que escribe sobre “los problemas de las mujeres de piel oscura”. ¿Es que no puedo ser otra cosa? ¿Periodista económica? ¿Analista política? ¿Corresponsal en el extranjero?».
Antes de llegar a la arenisca rosada de los montes Chambal paramos en una explotación arrocera gestionada exclusivamente por mujeres. En una India anegada de testosterona, resulta interesante. «Aquí llevamos nosotras las cosas. Qué remedio –dice Saroj Devi Yadav, de 62 años–. Los hombres están todos fuera, trabajando en la ciudad».
El marido de Yadav reparte comida a domicilio en la distante Jaipur. Ella y sus dos nietas adolescentes se quedan en casa para regar los arrozales. Cortan forraje. Apacientan las vacas y los búfalos. Organizan envíos de leche a la ciudad en motocicletas. En las granjas vecinas es más de lo mismo. «Me casé a los 13 años –dice, ahuyentando el recuerdo con la mano–. Por entonces las cosas eran distintas. Las niñas no opinábamos. Hoy las chicas tienen más opciones. Se casan más tarde».
Es la historia de siempre: la disrupción de la urbanización. La colisión de gentes diversas en macrourbes hipertróficas rompe unas barreras de género milenarias. Solo que en la India, donde hasta dos tercios de la mano de obra agrícola es femenina, apenas el 13 por ciento de las mujeres son propietarias de la tierra. Las mujeres acarrean el agua del campo, pero los recursos naturales siguen en manos de los hombres.
El Chambal discurre limpio. Forma un santuario para los gaviales, los crocodilios de la India. En la cabecera del río se ocultó en su día la bandida más famosa del país, Phoolan Devi, de la que se dice que mató a 20 pistoleros rivales en un tiroteo.
«¡Oiga!», exclama Borpujari. Un hombre gordo al volante de un SUV caro ha frenado delante de nosotros bloqueándonos el camino. Nos graba por la ventanilla con un móvil. «¿Nos ha pedido permiso para eso?», exige saber la reportera. «No sabía que había que pedirlo», refunfuña él. Borpujari se planta junto a la ventanilla y le dice con firmeza: «Pues sí, hay que pedir permiso».
El Betwa: canteras de arena
Camino hacia el este durante meses. Avanzo por los infinitos campos dorados de la estación seca de la India. Mi ruta GPS se desenrolla sobre el cinturón de las vacas famélicas, cruzando Madhya Pradesh y Uttar Pradesh, enhebrando aldeas tan dejadas de la mano del tiempo que probablemente no han visto un extranjero desde que se declaró la independencia en 1947. («¿Es usted inglés?», me pregunta la gente). Duermo sobre mesas de tablas en fondas de carretera llamadas dhabas, en camas de cuerda de hogares campesinos, en mezquitas y templos hindúes. Paso de una cuenca a otra. Hay decenas de ellas. Hoy nutren el Ganga.
En Seondha, una inmensa fortaleza se desmorona junto a un meandro del río Sindh. Las imponentes puertas medievales están rematadas con púas de hierro de 30 centímetros de largo, defensa contra las embestidas de los elefantes de guerra. Un descendiente de los rajputs Bundela que construyeron la fortaleza vive todavía en una muralla.
Junto a las morosas corrientes marrones del Betwa me topo con los trabajadores que extraen arena. Forman un harapiento ejército de hombres enjutos que cavan el lecho del río con palas y excavadoras mecánicas. Los áridos que extraen se transportan a obras de lugares tan lejanos como Lucknow y Nueva Delhi, a 500 kilómetros de distancia. Muchas actividades de extracción son ilegales. La arena es un bien muy cotizado en la India. Alimenta el auge de la construcción y un mercado negro saqueado y protegido simultáneamente por matones, aunque destruya hábitats acuáticos y equilibrios hidrológicos. (Según un estudio de la ONU, el rampante apetito humano de arena para la construcción –más de 40.000 millones de toneladas al año– duplica el volumen de sedimentos aportados de forma natural por el conjunto de todos los ríos del mundo). Los mafiosos de la arena han llegado a asesinar a agentes de la ley que intentaban detener el vaciado de los ríos de la India. Y a periodistas por sacar a la luz la práctica ilegal de excavar los lechos fluviales.
«Tú sigue caminando», me dice mi último compañero de andanzas, el conservacionista fluvial Siddharth Agarwal, cuando los mineros nos gritan que nos paremos. Nos hacemos los sordos. Bajamos a la orilla del Betwa, llamamos a un pescador, lanzamos las mochilas a bordo de su bote y remamos hasta la otra orilla. Seguimos caminando bien entrada la noche, 40 kilómetros en una jornada para llegar a un pueblo en el que fogatas, tambores y cantos anuncian una celebración hindú. Los asombrados festejantes nos reciben con los brazos abiertos. Preparan dal y roti (pan plano). Sacan los charpais (lechos tejidos) para que durmamos. Esta hospitalidad es universal en mi caminar por la India rural, una tierra recorrida a pie por peregrinos desde la Edad del Bronce. Agarwal pregunta con prudencia sobre la extracción de arena.
Los vecinos se encogen de hombros. «Qué se le va a hacer». Mafiosos, políticos, redes clientelares: ellos controlan la vida. Es cierto: el Betwa, excavado hasta el sustrato rocoso, fluye más errático que antes. Y sí, los monzones impredecibles –cortesía del cambio climático– han hecho la agricultura aún más marginal. La gente se ve obligada a cavar miles de balsas en las que recoger el agua de la lluvia si quieren regar sus campos resecos. Pero el Gobierno proyecta un rescate espectacular: desviar un río entero, el Ken, hacia el canal del Betwa para reponer su caudal mermado. «Trasvases –suspira Agarwal–. Falsas esperanzas».
La India ha asignado unos 2.000 millones de euros para la construcción de una polémica red de trasvases: un faraónico programa de transfusión de aguas con el que propone injertar 30 grandes ríos indios con unos 15.000 kilómetros de canales de hormigón para aliviar la crisis hídrica. El trasvase Ken-Betwa servirá para probar la idea. Los ingenieros planean captar el caudal monzónico «excedentario» del Ken y trasvasarlo al Betwa, «más seco». Para que este proyecto de ingeniería funcione habrá que inundar con presas y azudes 90 kilómetros cuadrados de suelo. Los medioambientalistas dieron la batalla en los tribunales.
«¿Dónde está ese supuesto caudal excedentario? –pregunta con acritud Raghu Chundawat, importante conservacionista indio, en el vecino Parque Nacional de Panna, santuario de tigres amenazados–. El Gobierno se niega a publicar los caudales. No creo que sepan siquiera el impacto que tendrá». Un efecto bien conocido de convertir los dioses fluviales en tubos de fontanería: la mayor parte del suelo que quedará anegado por el trasvase Ken-Betwa pertenece a la reserva de tigres.
El Ganga: río santo
Recorro las orillas del Ma Ganga –Madre Ganges– hasta que su amplia corriente se arquea hacia el norte, cortando como una hoja de acero las llanuras amarillas en dirección a Benarés (nombre oficial Varanasi). La ciudad más santa del hinduismo está envuelta en una nube de polvo de ladrillo. Miles de obreros echan abajo los muros del casco viejo con mazos y palancas, arrasando callejones seculares y edificios inclinados en nombre de un plan de embellecimiento urbano. Los vecinos son desahuciados. El Gobierno los indemniza. Pocos parecen felices. Reencarnarse es difícil.
Los hindúes devotos se refieren a Benarés con el nombre de Kashi, el lugar «donde brilla la luz suprema». Los 88 ghats de piedra de la ciudad santa descienden hasta el Ganga en peldaños bellamente desgastados. Al fondo de las escalinatas, los fieles se lavan los pecados en las turbias corrientes del río, bañándose y bebiendo de unas aguas que superan en cientos de veces los niveles seguros de bacterias fecales. Decenas de miles de peregrinos acuden cada año a morir y ser incinerados en los ghats. La cremación en Benarés es la vía más segura para alcanzar el moksha, sustraerse al doloroso ciclo de la vida y la muerte.
Me siento y contemplo cómo todo cuanto es humano –guirnaldas de flores, excrementos– se funde en el Ganga. El río luce negro por efecto de la ceniza ósea. Al amanecer, las golondrinas alancean el aire broncíneo. Pienso en mis muertos y en mis guerras. Benarés es un buen lugar para esperar la creación o la destrucción del mundo. O, mejor aún, para ponerse en pie y echar a andar. Los poemas religiosos de Basavanna dicen:
Escucha, oh, señor de los ríos que se encuentran,
lo que se queda en pie caerá,
mas lo que está en movimiento permanecerá.
El Brahmaputra: ¿quién es indio?
El río es un camino. En Bihar recorro el Son, estrangulado por la sequía. En Bengala Occidental, el Tista, desnutrido por las presas. El legendario Brahmaputra recorre el estado de Assam engordado por las lluvias y la escorrentía de los glaciares. Hombres y mujeres que parecen tener mil años caminan por sus orillas arenosas, cargados con cestos de arroz. Frente a canoas varadas. Frente a arrozales que refulgen bajo la neblinosa luz del sol. El Brahmaputra pasa deslizándose, una cinta transportadora de agua de 2.900 kilómetros. Acarreando miles de millones de peces invisibles, los chasquidos y rumores del bullicio de los pueblos, los miedos.
«Terroristas», escupen los borrachos del pueblo. A Siddharth Agarwal y a mí nos interrogan a menudo en el nordeste de la India. Es el signo de los tiempos. Pakistán y la India han vuelto a chocar por el disputado territorio musulmán de Cachemira. La xenofobia se dispara. El Gobierno nacionalista hindú de Narendra Modi contribuye a avivarla. En Assam conozco a Rupali Bibi. Vive escondida cual fugitiva porque desciende de musulmanes bangladesíes emigrados hace casi un siglo y corre el riesgo de ser deportada.
«Un policía trajo a mi casa una “comunicación de extranjería” –me cuenta esta afable mujer de cuarenta y tantos años que se dedica a cultivar arroz, en su vivienda con techumbre de cañas levantada en la llanura aluvial del Brahmaputra–. Me dijo: “Es usted una persona sospechosa”».
Como casi dos millones de personas en Assam, ha sido excluida del Registro Nacional de Ciudadanos. Las autoridades no aceptan sus papeles. Al mismo tiempo, el Gobierno indio ofrece una vía de obtención de ciudadanía a los refugiados religiosos, siempre y cuando no sean musulmanes. Y en las primeras semanas de la pandemia de la COVID-19, cerca de 200 millones de musulmanes indios son señalados como portadores del virus por políticos hindúes de derechas. Se cuenta que en Bangalore hay turbamultas armadas con bates de críquet a la caza de musulmanes.
¿Quién es indio? ¿Quién no? ¿Puede la India laica y diversa de Gandhi y Nehru sobrevivir a la caída hacia el populismo tribal? Imposible saberlo. El cosmos de ríos que reticula la India no se pronuncia sobre tales extremos.
Recorro los últimos kilómetros que me sacarán de la India abriéndome paso a través del monzón estival. Los ríos de Manipur, junto a la frontera con Myanmar, son un rugido de blancura. Colinas verdeantes hablan el idioma sibilante del agua incontenida, el trueno de las cataratas, el suspiro de incontables arroyos, el repiqueteo de la lluvia sobre los tejados de chapa. Sonidos que llenan de euforia. Recuerdo el río más extraño que conocí en la India: el Saraswati. Un mítico «río perdido» exaltado en las escrituras védicas. Algunos científicos creen que dejó de fluir hace miles de años, desviado por un seísmo o quizás evaporado por el cambio climático. Yo crucé el que se supone fue su lecho en el desierto de Rajastán. Un barranco ancho de cantos polvorientos. Viento tórrido. Ni una molécula de agua a la vista. Unos agricultores abrumados por la sequía me contaron que había ingenieros del Gobierno perforando en las inmediaciones. Querían demostrar que el río era real.
Este artículo pertenece al número 472 de la revista National Geographic.
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