Se dice que desde el instante en que el Ártico se infiltra en tu interior, nunca más dejarás de oír su llamada.Pero el Ártico nunca ha dejado de llamarme. Anhelo su aislamiento y su lento ritmo de vida.
Yo pasé mi infancia corriendo por la tundra y contemplando la aurora boreal mientras caminaba hacia la escuela en plena noche polar, el poético nombre que reciben esos dos meses de oscuridad que no son solamente el invierno, sino también un estado mental. Hace ya muchos años que salí de mi ciudad, Tiksi, un remoto puerto marítimo de Rusia a orillas del mar de Láptev, para vivir en grandes urbes de distintos países.
En este gélido paisaje del norte, mi imaginación vuela sin obstáculos que la frenen. Todos los objetos adquieren simbolismo, todos los colores se imbuyen de significado. No soy yo misma salvo cuando estoy aquí.
Y lo mismo sienten los protagonistas de mis fotografías. A veces pienso que sus historias son como capítulos de un libro: cada uno revela un sueño diferente, pero están todos vinculados al amor por esta tierra. Está el ermitaño que se imagina estar viviendo a bordo de un barco en el mar y la joven que soñó con vivir junto a su amado en el confín del mundo; la comunidad que mantiene vivo su pasado y su futuro al seguir las tradiciones y relatar por enésima vez los mitos de sus antepasados. Y está el viejo sueño soviético de la exploración y la conquista polar. Cada sueño tiene su propia paleta cromática, su propia atmósfera. Cada persona que está aquí tiene sus propios motivos.
El primer sueño pertenece a Viacheslav Korotki. Durante años fue el jefe de la Estación Meteorológica de Jodovárija, una península del mar de Barents, una lengua de tierra yerma en la que, dice Korotki, te sientes como en un barco. Cuando lo vi por primera vez, reconocí su cazadora de lona, la que vestían los hombres de mi ciudad en la época soviética. Es un polyarnik –un especialista en el norte polar– y ha dedicado su vida a trabajar en el Ártico.
Fuera de la estación se oían el crujido del hielo al moverse y el silbido del viento en las antenas de radio. Dentro había silencio; apenas marcaban el paso del tiempo los pasos de Korotki y el chirrido de una puerta. Cada tres horas se iba un momento, y volvía murmurando observaciones –«Viento sur suroeste, 43 kilómetros por hora, rachas de hasta 65 kilómetros, tomando fuerza, cae la presión, ventisca inminente»– que acto seguido transmitía por una vieja radio crepitante a una persona a la que jamás ha puesto cara.
Un día amanecí triste. La noche polar empujaba mis pensamientos en direcciones caóticas. Acudí a Korotki con un té en la mano y le pregunté cómo podía vivir allí, solo, en aquella monotonía diaria. Me respondió: «Tú esperas demasiado, e imagino que es normal. Pero no es cierto que aquí todos los días sean iguales. Mira, hoy has visto el fulgor de la aurora boreal y una fina capa de hielo sobre el mar, un fenómeno muy raro. ¿Acaso no fue maravilloso ver anoche las estrellas, tras más de una semana escondidas detrás de las nubes?». Me sentí culpable de mirar demasiado en mi interior y olvidarme de observar el exterior. Desde entonces fui toda ojos.
Si necesitaban atención médica, no tenían más que un helicóptero lejano, que con mal tiempo podía tardar semanas en acudir
Conviví un mes con una joven pareja, Evgenia Kóstikova e Iván Sivkov, que recogían datos meteorológicos en otro confín gélido de Rusia. Kóstikova había propuesto a su amado reunirse con ella en el norte tras su primer año juntos en una ciudad de Siberia. Hacían observaciones meteorológicas, partían leña, cocinaban, atendían el faro y cuidaban el uno del otro.
. Kóstikova telefoneaba a su madre casi a diario, y a menudo le pedía que dejase el teléfono en modo altavoz para escuchar los sonidos de su lejano hogar.
Tal vez gracias a su aislamiento, los 300 chukchi del pueblo de Enúrmino han preservado sus tradiciones, obteniendo el sustento de la tierra y del mar como sus antepasados y aferrándose a los mitos y leyendas que han pasado de generación en generación. Cazar es un honor, y los vecinos respetan las cuotas federales e internacionales a la hora de cazar morsas y ballenas para sacar adelante a su comunidad en el largo invierno. No lejos de Enúrmino pasé 15 días en una cabaña de madera con un científico que estudiaba las morsas. Durante tres días no pudimos salir por miedo a causar una oleada de pánico entre las aproximadamente 100.000 morsas que se habían aposentado a nuestro alrededor, sacudiendo la cabaña con sus movimientos y peleas.
"Si necesitaban atención médica, no tenían más que un helicóptero lejano, que con mal tiempo podía tardar semanas en acudir"
El sueño de la grandeza soviética se adivina cubierto de escarcha en Dikson, a orillas del mar de Kara. En los años ochenta, durante su apogeo, fue la capital del Ártico ruso, pero desde la caída de la URSS es una ciudad fantasma. Quizá nazcan nuevas ciudades a medida que la región se calienta, pero me duele ver el fracaso de la iniciativa humana a semejante escala.
Durante las primeras semanas no me convencían las fotos que tomaba en la oscuridad infinita de Dikson, pero de pronto estalló en el cielo la aurora boreal, que durante varias horas lo tiñó todo de colores de neón. Bajo la luz verdosa, un monumento al soldado se antojaba Frankenstein; después de todo, al final de la novela de Mary Shelley el monstruo huye hacia el aislamiento del Ártico. Y entonces la aurora se desvaneció y la ciudad empezó a esfumarse una vez más en la oscuridad, hasta hacerse invisible.
National Geographic Society, organización sin ánimo de lucro que promueve la conservación de los recursos de la Tierra, ha ayudado a financiar este artículo.
*Evgenia Arbugaeva nació en Tiksi, en el Ártico ruso. Desde 2013 ha colaborado en varias ocasiones con la revista.
Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic.
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