En la primavera de 1858, tres años antes de la guerra civil estadounidense, un joven ingeniero de nombre John T. Milner llegó a Jones Valley, un valle de la región de los Apalaches en Alabama, con el encargo de proyectar una nueva línea ferroviaria. Aquellas colinas escondían grandes riquezas: suelos carboníferos al norte y, un poco más al sur, aflorando en la cima de Red Mountain, una gruesa veta de mena de hierro.
«Recorrí a caballo la cima de Red Mountain y contemplé aquel hermoso valle», recordaría muchos años después, tras haber contribuido a convertir la cuenca en el enclave de Birmingham, una ciudad de humeantes chimeneas, redes ferroviarias y minas oscuras y letales.
«Era un inmenso jardín que llegaba hasta donde alcanzaban los ojos […]. Nunca antes había visto un pueblo agricultor tan perfectamente abastecido y tan absolutamente feliz. Producían todo cuanto necesitaban para comer y vendían miles de fanegas de trigo. Sus asentamientos se ubicaban junto a arroyos de bella limpidez [...]. Era, en suma, una civilización plácida, serena, bien cultivada, bien estructurada y bien regulada».
Más o menos una cuarta parte de aquella civilización bien regulada la componían afroamericanos esclavizados.
La ciudad que Milner y los demás artífices del proyecto tenían en mente pretendía ser una suerte de plantación industrial apoyada en mano de obra esclava. La guerra civil interfirió en el plan, pero cuando por fin se estableció Birmingham en la década de 1870, sus fundadores se aproximaron todo lo posible al plan original. Con unas reservas de carbón y hierro suficientes para rivalizar con las de Gran Bretaña, pero con la ventaja de contar con la mano de obra barata de la población negra, los alabamienses edificaron una nueva economía y una «Ciudad Mágica». Era una localidad que reportaba ingentes riquezas a unos pocos y una vida decente a muchos: aparceros pobres de zonas rurales, blancos en su mayoría, negros unos pocos, más algún que otro inmigrante. Era una ciudad que producía enormes cantidades de vías férreas y vigas para construir una nación pujante. Pero estaba destinada a convertirse en la ciudad más segregada de Estados Unidos, tal como declaró Martin Luther King en 1963, además de una de las más contaminadas.
No hay lugar donde se manifieste con mayor claridad el alma dividida del capitalismo industrial que en Birmingham, Alabama. No hay lugar donde se aprecie con mayor nitidez el peso que puede llegar a tener una visión de futuro.
Desde que en marzo National Geographic cerró sus oficinas de Wash-ington D. C., he estado capeando la pandemia en compañía de mi esposa, natural de Alabama, en una casa que dista menos de dos kilómetros de Red Mountain. Cada noche recibimos un puñetazo en el estómago cuando vemos los informativos: las colas para recibir alimentos y ayudas al desempleo, las UCI desbordadas; las historias de personas que, a diferencia (al menos hasta hoy) de nosotros, están pasándolo muy mal. Cada mañana, como todos quienes atraviesan esta época con la suerte de su parte, salgo a dar un paseo, escucho el canto de los pájaros, echo un vistazo al huerto. No soy de aquí, pero me siento apegado a este lugar. Confío en que observarlo con más atención me conduzca, no sé muy bien cómo, a entender mejor el mundo.
Mi trabajo en National Geographic consiste en reflexionar sobre el medio ambiente mundial. Cuando estalló la pandemia, yo estaba embarcado en la Antártida. El número de abril, dedicado al 50º aniversario del Día de la Tierra, iba de camino a nuestros suscriptores. ¿Cómo será la Tierra en 2070?, preguntaba la portada. Ya de regreso en Washington por unos días, desorientado por lo que nos estaba deparando el 2020, me hice con la novela de Albert Camus La peste, publicada en 1947. Las librerías la vendían como churros, informaba The Guardian. Los paralelismos sin duda resultaban inquietantes. «Seguían haciendo negocios, organizaban viajes y expresaban opiniones –escribe Camus sobre los primeros días de negacionismo en Orán (Argelia)–. ¿Cómo iban a pensar en la peste que suprime el futuro […]?».
Pero nuestro futuro no está suprimido. Solo se ha vuelto más desconcertante… y abierto.
¿Qué efectos a largo plazo tendrá la pandemia de COVID-19 sobre el medio ambiente, si es que los tiene? ¿Cómo repercutirá sobre el aire de nuestras ciudades y el plástico de nuestros océanos, sobre las selvas que continúan menguando y el clima que este año ha seguido calentándose, hasta el punto de que han ardido enormes extensiones de tundra siberiana? ¿Obrará la experiencia de la COVID-19 cambios permanentes en el trato que damos a nuestro planeta, mientras casi 8.000 millones de personas nos disputamos sus recursos?
El clima extremo, la pandemia y la violencia policial nos llevaron a percibir una misma sensación: vulnerabilidad.
«La primera revelación fulminante de esta crisis sin precedentes es que todo lo que parecía separado es inseparable», escribe el sociólogo francés Edgar Morin en un nuevo libro sobre las lecciones que nos está dando la pandemia. Enclaustrados como jamás nos habíamos visto, cree Morin, estamos más abiertos que nunca a replantearnos la senda por la que avanzamos como especie. Morin aporta a la reflexión una experiencia excepcional: tiene 99 años y nació a la sombra de la pandemia de gripe de 1918.
A mediados de junio, mientras leía el libro, Estados Unidos llevaba cuatro semanas de manifestaciones por el asesinato de George Floyd. Caían monumentos confederados en todo el Sur, incluido Birmingham. Se reclamaba por doquier un «cambio sistémico». Y, de pronto, la idea de que el sistema que debía reformarse iba desde el trato que damos a las personas de color hasta el trato que damos a la Tierra, empezó a tener sentido emocional. El clima extremo, la pandemia y la violencia policial nos llevaron a todos a percibir una misma sensación: la vulnerabilidad.
La sensación compartida de vulnerabilidad podría abrirnos a la necesidad de transformar nuestro mundo por el bien común. También podría llevarnos a ver a los demás como amenazas y a hacer que anhelemos volver a la normalidad prepandemia, con más muros y menos viajes en avión, quizá, pero con prácticamente idéntico nivel de destrucción medioambiental. Traiga lo que traiga el futuro, no será algo predecible. Será algo que construiremos nosotros. Mientras paseaba por Red Mountain, no me costó tener presente esa verdad tan manida y a la vez tan crucial.
En un primer momento, en medio del dolor y el sufrimiento, se adivinaron los destellos de un mundo más verde. La paralización económica generó una verdadera atenuación de la contaminación atmosférica, por ejemplo. El aire limpio era más que un deleite estético. Según calcularon investigadores de la Universidad Yale, en China, entre mediados de febrero y mediados de marzo, evitó unas 9.000 muertes, si no más: aproximadamente el doble de las causadas por el coronavirus. Pero fue una reducción temporal. En julio, con la economía china reabierta, la contaminación atmosférica era peor que el año anterior.
En todo el mundo se registró también un pronunciado descenso de las emisiones de carbono, que a principios de la primavera llegó a ser del 17 %. Pero también aumentaron de nuevo sin remedio, y los investigadores estimaron que el descenso de todo 2020 no superaría el 8 %, en función de cómo evolucione la pandemia. Por un lado, la reducción es importante: demuestra que, si nos ponen una pistola en la sien, podemos dejar de viajar en coche y en avión. Por otro, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha seguido aumentando este año, aunque un poco más lentamente. Para que el calentamiento global desde el siglo xix no supere los 2 °C establecidos por convención internacional, tendríamos que eliminar las emisiones casi por completo antes de 2070 como muy tarde. Para lograrlo, deberíamos repetir descensos anuales como el de 2020 durante varias décadas.
¿Y qué decir de las aves, que según las noticias llegadas de todas partes han cantado con especial vigor y alegría este año? También yo me fijé en ellas, y me apresuré a contactar con el ornitólogo que me había inspirado a aprender algunos de sus cantos. Mario Cohn-Haft trabaja en el Instituto Nacional de Investigaciones Amazónicas de Manaos, una ciudad de Brasil muy tocada por la pandemia. Gran conocedor de la Amazonia, rechazó de plano el supuesto resurgimiento de la fauna salvaje. «Lo que yo veo es la disminución constante y paulatina de la abundancia y la diversidad de especies en los 30 años que llevo aquí», dijo, recordando cómo Manaos pasó de adormilado pueblo fluvial a metrópoli industrial de dos millones de habitantes. La pandemia no cambiaría eso. Este año la deforestación de la Amazonia ha sido mucho peor que en 2019, cuando ya registró un dramático ascenso.
Los problemas medioambientales a los que nos enfrentamos llevan cociéndose décadas. Si la COVID-19 marca una diferencia duradera no será porque detuvo el tráfico una breve temporada. Será porque toda la experiencia en sí habrá cambiado nuestra cultura.
- Los parques nacionales de Estados Unidos registraron un drástico descenso de visitas la primavera pasada, pero las cifras remontaron después, al igual que las ventas de autocaravanas y bicicletas. Según el Centro de Ética al Aire Libre Sin Dejar Rastro, los aficionados al ocio en exteriores refieren haber salido con más frecuencia este año, así como haber cambiado los deportes de aventura que implican desplazamientos –esquí, escalada, senderismo– por actividades más cercanas a su residencia, como observación de aves, jardinería y paseos en bicicleta. Muchas ciudades cerraron calles para hacer sitio a terrazas de cafeterías y restaurantes, actos públicos y parques.
«La ciencia muestra sin ambages que en esta década se decide el futuro de la humanidad en la Tierra», dice Johan Rockström, director del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam, en la periferia de Berlín. Él y otros investigadores llevan desde 2009 sosteniendo que la humanidad está colisionando con –o, en algunos casos, rebasando– nueve «límites planetarios» diferentes. Uno de esos límites es la biodiversidad que perdemos a medida que talamos bosques y abocamos especies a la extinción; otro, el nitrógeno que vertemos a los ríos desde nuestros cultivos sobreabonados. Los científicos debaten hasta qué punto son cuantificables estos límites y si más allá de ellos existen «puntos de inflexión» de transformación catastrófica. Pero la idea básica de que estamos causando peligrosos daños al planeta no admite discusión. El cambio climático es el ejemplo por antonomasia.
¿Por qué nos cuesta tanto asimilar esta bien documentada amenaza? Elke Weber, psicóloga de la Universidad de Princeton, lleva décadas investigando ese asunto. «El problema de base es que, como especie, somos demasiado cortos de miras –me dice–. Nos concentramos en nosotros mismos. No vemos más allá del aquí y ahora».
En la Edad de Piedra demostró ser una buena estrategia de supervivencia, pero ahora que nos hemos expandido por todo el planeta nos topamos con peligros que han dejado de ser tan concretos e inmediatos como en aquellos tiempos habría sido el merodeo de un león. El cambio climático es planetario, y para ponerle freno tenemos que tomar medidas cuyos beneficios no se palparán hasta un futuro muy lejano. Sin embargo, debido a nuestra limitada capacidad de atención, me dijo Weber, por defecto tendemos a escoger las opciones que preservan la situación actual.
- La COVID-19 probablemente traerá consigo el récord de reducción anual de las emisiones de dióxido de carbono.
- La previsión era que las emisiones mundiales alcanzarían su máximo en torno a 2024, pero la disminución de este año como consecuencia de los confinamientos por la COVID-19 podría propiciar que se adelantase el punto de inflexión en la lucha contra el cambio climático.
La escala y la complejidad del cambio climático también nos disuade de reflexionar sobre ello. Pero hay maneras de conseguir que parezca más a nuestro alcance. Una mañana, el director del Grupo de Dinámica de Sistemas del MIT, John Sterman, me mostró por Zoom el simulador «Elige tu propio futuro» que ha creado con un equipo llamado Climate Interactive. En la zona inferior de la pantalla, 18 barras deslizadoras permiten al usuario escoger políticas con efectos climáticos. Al mover una barra se muestran instantáneamente las consecuencias: en la esquina superior derecha, unos dígitos de gran tamaño indican el ascenso térmico global en el que se traduciría hacia 2100 la combinación de las políticas elegidas. El objetivo es mantener ese ascenso térmico por debajo de los dos grados centígrados. Sterman me aseguró que todo el programa se basaba en el conocimiento científico más actual.
El simulador me dejó cautivado. Uno de los mundos futuros que creé llevaba la eficiencia energética al extremo en la automoción y la construcción, eliminaba las fugas de gases de efecto invernadero de tuberías y explotaciones agropecuarias, gravaba el carbono con impuestos moderados y ponía fin a las nuevas inversiones en carbón y crudo en 2025 y 2035 respectivamente. Un par de medidas adicionales me permitieron acercarme a los 2 °C; secuestrar parte del CO2 de la atmósfera me hizo cumplir el objetivo. Dado que la tecnología de absorción de carbono no ha demostrado su eficacia, Sterman era más partidario de elevar el precio del carbono.
Sterman ha mostrado el simulador muchas veces tanto a demócratas como a republicanos. «Su función es dar al usuario la oportunidad de crear el futuro que quiere ver», me dijo. Él no les indica qué deben escoger; descubrir tu propio camino es mucho más convincente y estimulante. «Se van con la sensación de que resolver el problema es importante –apuntó Sterman–. Más aún: que es posible».
En sus experimentos sobre psicología de la conducta, Weber ha dado con otras maneras de animar a las personas a tener más en cuenta el futuro. Una de ellas adquiere especial pertinencia en estos momentos. En un experimento se preguntaba a los integrantes de un grupo acerca del cambio climático y su disposición a adoptar conductas respetuosas con el medio ambiente. A los integrantes de un segundo grupo se les formulaban las mismas preguntas, pero antes debían dedicar unos minutos a exponer por escrito cómo les gustaría ser recordados por las generaciones futuras.
«A nadie nos gusta saber que vamos a morir –me explicó Weber–. De vez en cuando algo nos recuerda que somos mortales». En su experimento, al menos, ese recordatorio hacía que las personas se preocupasen más por el medio ambiente y se sintiesen más dispuestas a ayudar.
Reflexionar sobre la Tierra que dejaremos en herencia a nuestros hijos y el relato que harán de nuestro paso por ella puede ser estimulante, como también lo es volver la vista atrás y revisar la historia que nos contamos a nosotros mismos, conscientemente o no, e indagar de dónde surge. El discurso que hila la civilización europea y norteamericana ha tenido un colosal efecto sobre el planeta en los últimos siglos. Y un punto de partida es la Biblia.
En el capítulo primero del Génesis a los seres humanos se les encarga que «dominen a [...] todos los seres vivos que se mueven sobre la tierra». Ellen Davis, teóloga de la Universidad Duke, ha reflexionado sobre este pasaje. «Cuando oímos "dominen", pensamos en "dominar", imponer con mano dura y desde una posición de superioridad el poder humano sobre el resto del mundo», me dijo. Pero en su contexto, cree Davis, el vocablo hebreo radah tenía un significado muy distinto. De ser así, la civilización occidental estaría parcialmente basada en una interpretación errónea de uno de sus textos fundacionales.
No hay duda de que el Génesis asigna un estatus especial al ser humano en calidad de única criatura creada a imagen y semejanza de Dios, me explicó Davis. Pero Dios bendijo a las demás criaturas antes incluso que a nosotros y en los mismos términos, ordenándoles también que fuesen fecundas y se multiplicasen. Signifique lo que signifique radah, es imposible que quiera decir «aniquilar la bendición», prosiguió Davis. Y sin embargo es lo que hemos hecho: erradicar otras especies a medida que sojuzgamos la Tierra.
Davis traduce radah como «ejercer competente maestría entre las criaturas». Dios nos encomendaba ser unos artesanos habilidosos, siguiendo el ejemplo que Él nos daba al crearnos a nosotros, y unos administradores hábiles de la creación. Nuestra lectura errónea de ese matiz ha tenido repercusiones radicales.
El siguiente gran giro de guion del relato occidental llegó en el siglo xvii con la Ilustración, que liberó nuestra mente de las ataduras de los textos antiguos, pero abundó en la idea de que nos correspondía a nosotros dominar la Tierra. Una de las raíces de la Ilustración, apunta el historiador alemán Philipp Blom, se hunde en la Pequeña Edad de Hielo del siglo xvi, un período tan gélido que apareció un iceberg en aguas de Rotterdam y se perdieron cosechas en toda Europa. La religión no ayudó a recuperarlas, y la población empezó a cuestionar cada vez más su autoridad y a buscar el conocimiento en el aprendizaje sistemático fundado en la experiencia y la observación; en otras palabras, en la ciencia.
- Las acciones individuales no son suficientes para poner coto al calentamiento.
- El análisis del impacto de la COVID-19 sobre fuentes y sectores energéticos revela que limitar el calentamiento pasa por la transición a fuentes alternativas, el impulso de la eficiencia energética y la mejora de los sistemas de transporte y almacenamiento de energía.
Así fue como la idea de progreso penetró en la civilización occidental. Y desde el principio, escribe Blom, fue sinónimo de crecimiento económico. Hasta aquel momento, el crecimiento había sido lento e intermitente, y siguió siéndolo hasta la Revolución Industrial de los siglos xviii y xix. En ese momento, espoleado por la ciencia y la tecnología –y por el bajo coste del carbón y los recursos extraídos de colonias lejanas y lugares como Alabama–, el crecimiento se aceleró.
En el siglo xx, el crecimiento económico devino en un fin en sí mismo. Durante la Gran Depresión, cuando las economías se desplomaron y traumatizaron a una generación, un economista estadounidense llamado Simon Kuznets desarrolló un método para medir la producción de una nación. De pronto el crecimiento económico llevaba aparejado una sintética cifra de lo más seductora. Tras la Segunda Guerra Mundial, lograr que aumentase aquella cifra (que acabaría llamándose producto interior bruto o PIB) llegó a ser una obsesión para muchos Gobiernos del mundo. «Se ha recurrido a aquella fascinación para justificar desigualdades extremas
de ingresos y riqueza aparejados a una destrucción sin precedentes del mundo natural», escribe la economista británica Kate Raworth.
En resumen: el crecimiento económico, cuyo germen último es una lectura errónea de la Biblia, amplificada por la Ilustración y la Revolución Industrial, se ha convertido en el alfa y el omega de nuestra historia. Y ello para nuestra desgracia, cree Raworth.
¿Cómo sería el panorama si las economías del mundo se gestionasen dentro de los límites de la naturaleza? Plantear esta pregunta –y mencionar límites– se entiende en algunos círculos como una provocación. Los defensores del crecimiento siempre se han apoyado en un contundente argumento moral: el crecimiento económico ha sacado de la pobreza a miles de millones de habitantes del planeta y aún quedan otros miles de millones que necesitan de sus beneficios.
La clave del asunto no es que el crecimiento en sí sea malo, razona Raworth en su libro Economía rosquilla. Muchos países todavía necesitan grandes dosis de crecimiento, mientras que otros no. La clave es que el crecimiento no debería ser la clave.
La rosquilla ilustra lo que Raworth cree que debería ser nuestro objetivo. El borde exterior es el «techo ecológico», es decir, los límites planetarios definidos por Rockström y sus colegas. El borde interior es la «base social»: la alimentación, la sanidad, la educación y otras condiciones básicas de una vida humana digna. La idea es posibilitar que todos los habitantes de la Tierra vivan con dignidad sin que ello pase por destruir el planeta para el conjunto de la humanidad.
¿Cómo conseguirlo? La rosquilla tiene más de visión que de hoja de ruta. Según Raworth, las diversas crisis del siglo xxi se relacionan en todos los casos con el «proyecto humano expansionista». Modificar ese proyecto exigirá una profunda transformación cultural, un viraje colectivo en nuestra mentalidad que la pandemia, por terrible que sea, quizá podría llegar a fomentar. «Creo que esta pandemia está empujándonos con más velocidad hacia el futuro que sabíamos que deseábamos», dijo Raworth.
Este año se han vislumbrado tenues presagios en este sentido, al menos si se estaba atento a ellos. Se intuyó en la decisión que el pasado enero tomó BlackRock, una empresa que gestiona activos cuyo valor supera los siete billones de dólares: empezó a desinvertir en carbón, aunque no todavía en crudo y gas. («Creo que nos hallamos al borde de una remodelación fundamental de las finanzas», escribía su director ejecutivo, Larry Fink). También se intuyó ese viraje en la decisión tomada en julio por la Unión Europea de invertir 550.000 millones de euros en medidas climáticas en un plazo de siete años. Ellen Davis lo intuyó en mayo, cuando intervino en el Festival de la Homilética, al que asistían miles de predicadores cristianos: este año se habían inscrito en un seminario online de una semana dedicado a la predicación sobre el cambio climático. Dos tercios de los estadounidenses sienten preocupación por este tema, revela una encuesta reciente; es la cifra más alta de la historia, a despecho de la pandemia, a despecho de la indiferencia de la actual Administración.
Además de los climáticos, también existen puntos de inflexión sociales, concluía un equipo dirigido por Ilona Otto, del Instituto de Potsdam, en un artículo publicado a principios de febrero. El cambio puede nacer en una sala de juntas, en un consejo de ministros, en la calle. Allí donde surge, ocurre a veces que se propaga como si de un contagio se tratase, a medida que la población se siente inspirada por el ejemplo de sus congéneres. Una pequeña minoría puede impulsar la inflexión de todos.
- La preocupación de la opinión pública estadounidense por el cambio climático alcanzó un máximo histórico el pasado noviembre, según investigadores de las universidades Yale y George Mason. Una gran mayoría de estadounidenses creen que el calentamiento global antropogénico es una realidad y se sienten preocupados y responsables. Una encuesta realizada en abril detectó, para sorpresa general, que la COVID-19 no había desplazado del foco la principal preocupación por el clima, aunque sí el interés de los medios de comunicación por el tema. «El asunto parece haber madurado –dice Anthony Leiserowitz desde Yale–. Es una señal muy alentadora».
Huelga decir que ese viraje no tiene que ser necesariamente para bien: especialmente en este año funesto sería muy fácil que, movidos por el miedo, virásemos hacia el atrincheramiento y la restauración del statu quo. Raworth pone el foco en las ciudades, intentando convencerlas de que «emerjan de esta crisis» con un nuevo rumbo. A principios de abril, en pleno cierre, Ámsterdam fue la primera ciudad en adoptar el modelo rosquilla, comprometiéndose a tener en cuenta el abanico completo de impactos –ecológicos y sociales, locales y globales– de todas las decisiones que tome. Para empezar, anunció que reduciría a la mitad su uso de materias primas antes de 2030.
«A la gente le llaman la atención las historias que les dan esperanza, esperanza de un futuro seguro en el que ellos cuenten –dice Raworth–. Y ese es un futuro en el que reconectamos con el mundo natural, reconectamos con nuestra comunidad y planteamos preguntas enjundiosas sobre el significado de prosperar».
- Los planes de recuperación económica que diseñemos hoy determinarán el futuro de nuestro clima.
- Los Gobiernos están tomando decisiones que darán forma a la infraestructura, la industria y el clima de décadas venideras. Los paquetes de estímulo ofrecen la oportunidad de impulsar el crecimiento económico al tiempo que se construye un futuro más sostenible.
En 1963, cuando Martin Luther King llevó la campaña por los derechos civiles a Birmingham –un punto de inflexión en la lucha antisegregacionista–, se cumplía exactamente un siglo de la Proclamación de la Emancipación de Lincoln. También se cumplían cien años desde que John T. Milner abriera la primera mina en Red Mountain, para abastecer de hierro a la Confederación. En 1962, U. S. Steel cerró la última. Por espacio de 99 años, aquel tramo montañoso de la periferia sudoccidental de Birmingham había sido esquilmado.
«En aquella montaña no quedaba nada –me contó Wendy Jackson, exdirectora de la organización ecologista local Freshwater Land Trust–. No había árboles. Nada que no fuera la explotación minera». Llevaba más de cuatro décadas abandonada para cuando Jackson la recorrió por primera vez en 2004. El bosque se había recuperado. El kudzú había inundado las laderas soleadas. Aquello no era naturaleza prístina, pero sí naturaleza resurgente. Y allí, ocultos en el bosque, se desintegraban los pozos por los que los mineros habían bajado al interior de la montaña. Asomaban los árboles por las ventanas y los tejados derruidos de los baños en los que los hombres se lavaban al acabar la jornada. La sensación era, explicó Jackson, «como estar lo más cerca posible de tocar el pasado de Birmingham».
En 2005 Jackson y el Freshwater Land Trust negociaron con U. S. Steel para adquirir 450 hectáreas de la montaña y convertirlas en parque. El Red Mountain Park se inauguró en 2012. En los primeros años mi mujer y yo lo visitamos muy poco; por algún motivo no lo teníamos demasiado presente. Y entonces llegó la pandemia. Hoy hacemos senderismo en el parque la mayoría de los domingos. Aunque está dentro del término municipal, es tan amplio –hoy suma más de 600 hectáreas– que podemos perdernos en él.
Este verano lo recorrí en compañía de Jerri Haslem, la primera persona negra en incorporarse a la dirección del parque. Hija de un operario de una acería, nació en 1963 en una ciudad –Birmingham– que prefirió cerrar sus parques antes que desegregarlos. Vino al mundo dos días después de que un grupo de segregacionistas blancos pusiese una bomba en la iglesia baptista de la Calle 16. El atentado, en el que murieron cuatro niñas, fue un crimen execrable que contribuyó a encarrilar el país hacia la aprobación de la Ley de Derechos Civiles.
Haslem acababa de abandonar una carrera empresarial cuando el director de Red Mountain, T. C. McLemore, la convenció para que se uniera al proyecto y lo ayudase a ampliar su alcance. En los primeros tiempos, me explicaron, el parque pretendía ser un destino para los deportes de aventura.
«Era un parque para los vecinos de Homewood –dijo Haslem, refiriéndose al barrio residencial predominantemente blanco en el que vivimos mi mujer y yo–. ¡Pero el parque está en Birmingham!».
La pandemia se ha cebado con esta ciudad. Este verano el presupuesto municipal tenía un agujero de 63 millones de dólares, consecuencia de la menor recaudación fiscal por el cierre de negocios, y el virus estaba resurgiendo. Red Mountain también se enfrentaba a un futuro complejo, me contó McLemore; es una colaboración público-privada con poca financiación pública. Sin embargo, la pandemia también ha tenido efectos positivos sobre el parque: se han batido récords de visitantes. Los vecinos negros acudían como nunca antes, dijo Haslem. Iban al parque para salir de casa, para pasear por la naturaleza, para «oír a los pájaros, caramba».
«Tienen que unirse muchas fuerzas distintas –prosiguió Haslem. Estábamos hablando de cómo podría germinar esta simiente de cambio–. Tienen que estar presentes el Gobierno, la comunidad, el vecino de a pie, el vecino pudiente. Todo el mundo. Si solo está la gente pobre, no funcionará. Si solo está la gente rica, no funcionará. Tiene que estar todo el mundo. Y está ocurriendo de manera natural, por causa de la COVID».
El último artículo del redactor de medio ambiente Robert Kunzig versaba sobre la economía circular. John Chiara, artista de la zona de San Francisco, diseña y construye sus propias cámaras.
Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.
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