El comandante Abdul Bilal, del Grupo de Servicios Especiales del Ejército de Pakistán, se agazapaba con sus hombres bajo un afloramiento rocoso en el corazón de la cordillera del Kara-korum. Era el 30 de abril de 1989 y una ventisca vespertina azotaba a los 11 militares, que respiraban con dificultad aquel aire enrarecido a más de 6.500 metros por encima del nivel del mar. A primera vista bien podrían haberse tomado por montañeros, si no fuera por las chaquetas blancas de camuflaje y las armas automáticas que pendían de sus hombros.
De hecho, cualquier montañero que se preciase habría deseado estar donde ellos, un mirador con vistas a algunas de las montañas más colosales del planeta. La mole del K2, el segundo punto más elevado de la Tierra, despuntaba justo en el horizonte, 80 kilómetros al noroeste de ese punto. Pero la mayoría de los picos helados que configuran aquel panorama no se habían coronado ni bautizado; los mapas los identificaban simplemente con cifras que se correspondían con su altitud en pies.
Ascender hasta aquel punto de esa montaña, rotulada en el mapa como 22.158, habría exigido escalar una pared de roca y hielo barrida por aludes. Cuatro hombres habían muerto en el intento. Por eso el equipo de Bilal había llegado en helicóptero. Uno a uno, los hombres se habían descolgado con cuerdas mientras los helicópteros trataban de mantener el vuelo estacionario en aquella atmósfera gélida y enrarecida. Depositado a unos 450 metros por debajo de la cima, el equipo dedicó una semana a fijar cuerdas y hacer un reconocimiento del terreno, preparándose para el momento de la verdad.
Varios soldados propusieron subir encordados, por seguridad. «Si estamos encordados y abaten a alguien, estaríamos todos perdidos –les advirtió Bilal–. Poneos crampones, pero nada de cuerdas». Llevaron a cabo una última comprobación para asegurarse de que las piezas móviles de las armas no se habían congelado. Y entonces, justo antes del anochecer, con el viento aullando a sus espaldas, Bilal se puso al frente de la fila y la guio, arista arriba, hacia la cima.
De repente, los oscuros y curtidos rostros de dos centinelas indios se asomaron desde detrás de un muro de nieve construido en un improvisado puesto de observación. Bilal se dirigió a ellos en urdu: «Estáis rodeados por soldados del Ejército paquistaní. Rendíos». Los dos indios se escondieron tras la pared de nieve. Bilal continuó: «¿Qué pretende el Ejército indio mandándoos aquí? ¿Mataros?». Entonces oyó el inconfundible doble chasquido de amartillar un AK-47.
«No habíamos subido allí a matar gratuitamente –dice Bilal tres décadas después, cuando relata la historia en su casa de Rawalpindi–. Queríamos preservar nuestro territorio, nada más. Estábamos dispuestos a defenderlo a toda costa […], era nuestro deber patriótico». Tiene la certeza de que los indios fueron quienes abrieron fuego. Él y sus hombres se lo devolvieron. El estruendo de los disparos sonó amortiguado por la nieve y el aire enrarecido, y uno de los indios cayó.
Los paquistaníes dejaron de disparar y Bilal habló al otro indio. «Lárgate de aquí […]. No pensamos capturarte ni dispararte por la espalda». El soldado indio se puso en pie y Bilal lo vio alejarse, con paso torpe y jadeante, hasta que desapareció en la niebla.
Fuera de Pakistán y de la India, la noticia apenas llamó la atención. Sin embargo, la batalla del Pico 22.158 batió un récord macabro: es el combate terrestre con bajas mortales librado a mayor altitud del que existe constancia.
Una límpida mañana 28 años después, el fotógrafo Cory Richards y yo avanzábamos con dificultad hasta la nieve pisoteada de un helipuerto a unos siete kilómetros del escenario de aquella escaramuza. Como profesionales del alpinismo que éramos, ambos habíamos escalado picos del Karakorum y comprendíamos el esfuerzo y las habilidades que exigía la mera supervivencia en aquel entorno.
Durante más de tres décadas la India y Pakistán han estado enviando soldados a este inhóspito lugar, en el que pasan meses enteros vigilando un remoto desierto.
La India y Pakistán llevan más de tres décadas enviando soldados jóvenes e inexpertos a este inhóspito lugar, en el que pasan meses enteros vigilando un remoto desierto. Los observadores empezaron a llamar a aquel enfrentamiento el conflicto del glaciar Siachen, en alusión al monumental manto de hielo que domina el paisaje en el que confluyen las disputadas fronteras de Pakistán, la India y China.
Desde 1984, ambos bandos han registrado miles de bajas. En 2003 se firmó un alto el fuego, pero cada año siguen perdiendo la vida en esta zona decenas de soldados, que sucumben a corrimientos de tierra, aludes, accidentes de helicóptero, mal de altura, embolias y otras causas. Lo cual no impide que entre las filas indias y paquistaníes haya siempre voluntarios dispuestos a ocupar ese destino. «Se considera una especie de condecoración honorífica extrema», me dijo un oficial paquistaní.
Sobre este conflicto se han escrito infinidad de libros, reportajes de prensa y artículos académicos, cuyos autores suelen destacar lo absurdo de disputarse un territorio tan inútil. El consenso uni-versal es que dos enemigos acérrimos, cegados por el odio, llegarán a extremos irracionales para combatirse, una idea que puso en palabras el analista Stephen P. Cohen al comparar el conflicto del Siachen con «dos calvos peleándose por un peine».
Pero todavía no está del todo claro por qué esos dos calvos llegaron a las manos en un principio. Yo llevaba cuatro años siguiendo un rastro de documentos recién desclasificados y entrevistando a funcionarios, académicos y militares de la India, Pakistán y Estados Unidos, tratando de desentrañar un oscuro pero importante misterio del caso del Siachen. Y ahora Cory y yo habíamos viajado hasta Pakistán para observar con nuestros propios ojos las consecuencias que puede llegar a desencadenar una acción aparentemente tan inofensiva como es dibujar una rayita en un mapa.
EL GEÓGRAFO
El 27 de junio de 1968, 21 años antes de que Bilal guiase a su equipo hacia la cumbre del Pico 22.158, la Oficina del Geógrafo, una unidad administrativa prácticamente desconocida y enterrada en la laberíntica sede que ocupaba el Departamento de Estado de Estados Unidos en Washington D.C., recibió el despacho A-1245. Tras dar muchas vueltas, el comunicado aterrizó en el escritorio del geógrafo adjunto Robert D. Hodgson, que entonces tenía 45 años.
Firmada por William Weathersby, agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi, la misiva comenzaba: «En varias ocasiones […] el Gobierno de la India ha protestado formalmente ante la Embajada a propósito de los mapas oficiales estadounidenses distribuidos en la India que identifican Cachemira como territorio "en disputa" o separado de algún modo del resto de la India». Concluía solicitando orientación sobre cómo representar las fronteras de la India en los mapas de Estados Unidos.
Para la India y Pakistán, naciones surgidas del derramamiento de sangre que acompañó a la Partición –nombre oficial de la disolución y subdivisión de la India británica–, los mapas constituían una cuestión de identidad nacional. Pero para Hodgson y el resto del personal de la Oficina del Geógrafo, eran su profesión.
Cada año el Gobierno de Estados Unidos publicaba miles de mapas; muchos lo consideraban el mayor editor cartográfico del mundo. La responsabilidad de representar las fronteras políticas internacionales recaía sobre la Oficina del Geógrafo.
Esta misión daba a la oficina una considerable influencia sobre importantes negociados del Gobierno de Estados Unidos, como el Departamento de Defensa y la CIA. La oficina era la máxima autoridad a la hora de representar el trazado de las fronteras políticas del mundo en todo lo relativo a la política oficial de Estados Unidos y, a su vez, contribuía a modelar la visión que de ellas tenían los demás actores de la comunidad internacional. También significaba que las cuestiones cartográficas más peliagudas terminaban en la mesa de Hodgson y sus colegas. Abordar aquellos rompecabezas exigía la precisión de un topógrafo y el academicismo de un investigador.
Esta es una actividad que se conoce como «recuperar fronteras», explica Dave Linthicum, quien acaba de jubilarse tras más de 30 años como cartógrafo de la CIA y la Oficina del Geógrafo. «No nos dedicamos a dibujar rayas donde se nos ocurre, sino que recuperamos las fronteras trazadas en 1870, 1910 o el año que sea a partir de mapas antiguos y tratados de Dios sabe cuándo».
Hoy Linthicum y sus coetáneos pasan buena parte de su jornada laboral analizando imágenes satelitales de alta definición. En cambio Hodgson, exmarine herido en Okinawa, empezó su carrera «cazando mapas» para el Departamento de Estado cuando estaba destinado en Alemania, entre 1951 y 1957. La labor de cazar mapas implicaba recorrer juzgados locales, peinar archivos cartográficos enmohecidos y verificar físicamente la ubicación de ciudades e hitos geográficos a lo largo y ancho del territorio. En los albores de la Guerra Fría, un error cartográfico podía revestir consecuencias catastróficas: si en un mapa se había colado una desviación de unos pocos kilómetros, o si se consignaba un topónimo con una grafía ligeramente diferente, en caso de conflicto los aviones estadounidenses podían acabar bombardeando la ciudad –o incluso el país– que no era.
Linthicum sabe lo fácil que es cometer un error. Hace una década se le encargó el trazado de la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, que sigue el río San Juan hasta el mar Caribe. Él hizo coincidir el límite con un antiguo curso y no con el actual, y de ese modo asignó erróneamente a Nicaragua un par de kilómetros cuadrados de una isla. Google Maps adoptó la frontera de Linthicum y a Nicaragua le faltó tiempo para enviar un pelotón de 50 soldados para ocupar la isla.
«A veces los compañeros me preguntan por qué me eternizo con ese [segmento de frontera] minúsculo, y al cabo de 15 días resulta que aquel puntito del mapa está en las noticias o es importantísimo –explica Linthicum–. Aunque no tenga relevancia desde el punto de vista militar o de inteligencia, para alguien es importante […], y que a uno le pongan el pueblo, la casa o los cultivos en el país equivocado es algo que quiero evitar a toda costa».
Para desgracia de Hodgson, la batería de problemas geopolíticos y conflictos fronterizos que llegaron a su escritorio en forma del despacho A-1245 constituía uno de los enredos más inextricables del mundo entero; en palabras de un geógrafo, una «pesadilla cartográfica»: la disputa de Cachemira.
Tras la segunda guerra mundial, cuando los británicos cedieron el control del subcontinente indio, tomaron la precipitada decisión de dividir la región en dos Estados distintos basándose en las dos religiones dominantes: la India para los hindúes y Pakistán para los musulmanes.
Se convocaron comisiones nombradas por el virrey británico, lord Louis Mountbatten, e integradas por representantes de los dos partidos políticos más influyentes, el Congreso Nacional Indio y la Liga Musulmana. Su misión era diseñar las nuevas demarcaciones, una tarea imposible en vista de que la superposición de culturas e imperios a lo largo de milenios había poblado el sur de Asia con una mezcla demográfica de hindúes, musulmanes y sijs.
La medianoche del 15 de agosto de 1947, la India y Pakistán obtuvieron su independencia. Cuando millones de personas atemorizadas trataron de cruzar las recién dibujadas fronteras para pasarse al lado de sus correligionarios estalló la violencia. El Punjab, el corazón agrícola del subcontinente, vivió los episodios más sangrientos del conflicto. Hasta dos millones de personas fallecieron en el caos.
En virtud del plan Mountbatten, un reino montañoso al norte del Punjab conocido oficialmente como Principado de Jammu y Cachemira se enfrentaba a su propio dilema. Aunque la mayoría de la población era musulmana, Cachemira estaba gobernada por un maharajá hindú, y se le dio la opción de decidir en qué país se integraría. Semanas después de hacerse efectiva la independencia, grupos armados tribales pastunes, apoyadas por el incipiente Ejército paquistaní, marcharon hacia el palacio del maharajá en Srinagar para reclamar la soberanía paquistaní de Cachemira. Presa del pánico, el maharajá firmó un Instrumento de Adhesión a la India. La India respondió enviando un puente aéreo militar y puso freno a los grupos armados. En cuestión de semanas los dos países recién nacidos estaban en guerra.
Tras los primeros momentos de caos, los ejércitos enemigos se vieron las caras a lo largo de una montañosa línea de alto el fuego que serpenteaba por el centro de Cachemira. Después de un tratado orquestado por las Naciones Unidas en 1949, equipos de inspectores militares de la India y Pakistán se dispusieron a fijar, bajo la supervisión de la ONU, aquella línea de alto el fuego. Ambas partes acordaron que sería provisional, en tanto ulteriores negociaciones no lograsen trazar una frontera permanente. Pero los años transcurrían sin que hubiese progreso alguno. Y entonces, en 1962, fuerzas chinas tomaron Aksai Chin, una elevada región desértica de la esquina oriental de Cachemira, lo que complicó aún más el problema de la frontera.
Cuando en 1968 Hodgson recibió el despacho de Weathersby, vio materializarse ante sí una pregunta engorrosa: ¿cómo debía representar Estados Unidos en sus mapas semejante embrollo geopolítico? Si se basaba en las reclamaciones de las autoridades indias, toda Cachemira pertenecía legalmente a la India en virtud del Instrumento de Adhesión firmado en su día por el maharajá. Si seguía la Resolución 47 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, tal como defendía Pakistán, Cachemira constituía una entidad separada, a la espera de un referéndum en el que la población decidiría en qué país integrarse. Si reflejaba la auténtica situación existente sobre el terreno, Cachemira estaba partida en dos, bajo la jurisdicción oficiosa de los Ejércitos de la India y Pakistán, con un pequeño rincón controlado por China.
A lo largo de la década de 1960, la diplomacia india se quejó reiteradamente de que los mapas estadounidenses mostrasen a Cachemira como territorio ocupado o escindido del resto de la India. «La postura correcta es considerar que el estado de Jammu y Cachemira en su integridad forma parte de la India con todas las de la ley, siendo Pakistán y China ocupantes ilegítimos de determinadas áreas al oeste y al norte de la línea de alto el fuego», rezaba una objeción interpuesta en 1966.
Para la influyente Oficina del Geógrafo estadounidense, los problemas geopolíticos y fronterizos de Cachemira eran una «pesadilla cartográfica».
A raíz de la Partición, Estados Unidos y Pakistán eran aliados en la Guerra Fría, de lo que cabría inferir que Estados Unidos favorecería a Pakistán en la disputa. Sin embargo, no se ha hallado ningún documento que acredite la influencia de dichas consideraciones políticas sobre la labor de la Oficina del Geógrafo. En 1968 Hodgson tenía en su haber la resolución de un gran número de cuestiones fronterizas delicadas. «Estaba muy bien considerado –dice Bob Smith de Hodgson, quien lo había contratado para trabajar en la Oficina en 1975–. Era capaz de hablar con los griegos y decirles con toda franqueza que su postura era insostenible, y a continuación decirles lo mismo a los turcos. Decía las cosas como eran».
Por si fuera poco, había otro problema crucial en la línea de alto el fuego que recorría Cachemira: no dividía completamente la India y Pakistán. En unas coordenadas concretas, designadas durante el proceso de demarcación como NJ9842, la línea se detenía abruptamente a unos 60 kilómetros de la frontera china. Es una frontera interrumpida única en la geografía mundial.
El equipo de topografía tenía un buen motivo para detenerse en aquel punto. Aquellos últimos 60 kilómetros recorrían el agreste corazón del Karakorum. Allí no había poblaciones permanentes que proteger, ni recursos naturales conocidos que explotar, ni acceso expedito para construir infraestructuras militares. En vez de establecer una frontera definitiva, los documentos finales del tratado se limitaban a ofrecer orientaciones vagas sobre por dónde discurría la línea desde el punto NJ9842 en adelante: «[…] de ahí en dirección norte hasta los glaciares».
Al norte del NJ9842 había, en efecto, muchos glaciares. Pero el más grande y de mayor relevancia estratégica era el Siachen, un inmenso río de hielo que recorre el Karakorum oriental. «Por entonces era un espacio vacío en el mapa –dice Linthicum–. En 1949, todas las partes habrían considerado una majadería pelearse por aquel territorio».
En el frenético verano de 1968, mientras Estados Unidos lidiaba con la guerra de Vietnam y la agitación política interna, Hodgson consultó con otras oficinas del Departamento de Estado para determinar cómo representar la línea de alto el fuego sin omitir esos 60 kilómetros del segmento ausente.
El 17 de septiembre, casi tres meses después de recibir el despacho de Weathersby, Hodgson redactó su respuesta en una carta que estuvo clasificada hasta 2014. «El Departamento reconoce desde hace tiempo las dificultades que entraña la confección de un mapa de las fronteras internacionales de la India que no ofenda al Gobierno en cuestión y, a la vez, no comprometa las posiciones estadounidenses establecidas», comenzaba. A continuación, haciendo gala de precisión y competencia técnica, Hodgson dictaminaba cómo debía mostrarse la línea de alto el fuego en todos los mapas oficiales de Estados Unidos. Pero acto seguido añadía: «Por último, la línea de alto el fuego debería alargarse hasta el paso del Karakorum de modo que uno y otro Estado queden "cerrados"».
De un plumazo, Hodgson había creado una línea recta que, a través de montañas nevadas y desierto de altura, unía en dirección nororiental el punto NJ9842 con el paso del Karakorum, un antiguo hito de la Ruta de la Seda sito en la frontera china.
Ignoramos qué lo llevó a tomar esta decisión. En la carta no ofrecía explicación alguna, y no se han encontrado notas en referencia a ello. Pero debió de percibir evidentes motivos prácticos.
En 1963, Pakistán y China habían firmado un acuerdo bilateral por el que se establecía el extremo sudoriental de su frontera común con Cachemira en el paso del Karakorum, con lo que muchos observadores daban por hecho que, en buena lógica, aquel sería también el final de la frontera entre la India y Pakistán. Pero como aquel tratado era totalmente ajeno a la India, apunta Linthicum, «no tenía validez».
«Aquí tenemos que luchar contra la naturaleza, y la naturaleza es impredecible –dijo el doctor, compungido–. Los humanos son más fáciles».
Linthicum sospecha que el escrupuloso afán de resolver ambigüedades propio de los cartógrafos quizá tuvo algo que ver. «Hay quien padece el síndrome de la compleción, una obsesión por dejarlo todo rematado que te obliga a rellenar hasta el último hueco». Para que ambos países quedasen «cerrados» por la línea de alto el fuego, como proponía Hodgson, la raya tendría que llegar hasta China y formar una frontera completa, y el paso del Karakorum era el punto más identificable de aquella división.
Pero Hodgson también parecía comprender que sus reajustes fronterizos traerían cola. En una carta a la CIA, instaba a mantener la máxima discreción. «Preferiríamos que la modificación tuviese lugar paulatinamente, para así minimizar las posibles complicaciones internacionales», escribió.
«Es imposible que no cayese en algo tan obvio –dice Linthicum–: que pronto empezarían a imprimirse mapas y mapas, muchos de ellos para uso del público, con la representación visual completa del texto de la nueva política».
EL ESCALADOR
La primera vez que oí hablar del glaciar Siachen fue en boca de un compañero de escalada. «Queda cerca de la frontera con Pakistán –me dijo–. Allí no dejan escalar». En nuestro primer verano de casados, mi mujer y yo viajamos a la India para hacer ascensiones en el valle del Nubra, justo fuera de la zona militarizada del Ejército indio que rodea el Siachen. Al igual que todos los montañeros que han pisado esta región en los últimos 40 años, seguíamos los pasos del Toro Kumar.
Con 87 años, Narinder Kumar, apodado el Toro, tenía en su haber innumerables aventuras que jalonaban una legendaria carrera militar. Pese a haber perdido por congelación cuatro dedos de los pies, dirigió varias expediciones alpinistas en los años sesenta y setenta, entre ellas un intento de coronar el Everest. En el camino llegó a coronel del Ejército indio y se granjeó un nombre.
Kumar falleció el pasado diciembre, pero antes tuve ocasión de visitarlo en Delhi para que me relatase su encuentro con dos aventureros alemanes que contactaron con él en 1977 decididos a llevar a cabo el primer descenso del Nubra, un río que nace del Siachen. Kumar escribiría en sus memorias que, cuando uno de los alemanes desplegó un mapa para explicarle su plan, «miré el mapa y me quedé de piedra». Preguntó al alemán de dónde lo había sacado y descubrió que era un mapa estadounidense, usado en todo el mundo.
Kumar reconoció el mayúsculo problema al momento: «La Línea de Control, que entonces se llamaba Línea de Alto el Fuego y acababa en el punto NJ9842, se había [alterado], ya fuese con intención maliciosa, por descuido o deliberadamente».
Así fue cómo el Toro Kumar descubrió la línea de Hodgson.
Comunicó su descubrimiento al teniente general M. L. Chibber, por entonces director de operaciones militares de la India. Pakistán está ocupando miles de kilómetros cuadrados de territorio por su cuenta y riesgo, tronó, «¡y nosotros sin enterarnos!». Por si no quedaba claro, Kumar y Chibber pronto tuvieron noticia de que un equipo de escaladores japoneses, acompañados de un capitán del Ejército paquistaní, había visitado el alto Siachen dos veranos antes. Kumar se ofreció a dirigir una patrulla disfrazada de expedición alpinista para recabar información. Hubo más expediciones indias a finales de los años setenta y principios de los ochenta; entre tanto, Pakistán autorizaba nuevas expediciones de escalada al glaciar. En agosto de 1983, el Ejército paquistaní envió una nota oficial de protesta a sus homólogos de la India: «Solicito ordene retirada inmediata de sus tropas tras Línea de Control al sur de línea unión punto NJ9842, paso Karakorum NE 7410. He ordenado a mis tropas máxima contención, pero cualquier retraso en la evacuación de nuestro territorio creará una situación grave».
El Ejército de Pakistán afirmaba que su territorio terminaba en la línea de Hodgson. Para entonces, la línea ya aparecía en decenas de mapas impresos por numerosas agencias, todos ellos bajo el sello del Gobierno de Estados Unidos. Hasta tal extremo llegaba la callada influencia de la Oficina del Geógrafo que las editoriales comerciales ya habían dado carta de naturaleza a la frontera de Hodgson. Desde 1981 en adelante figuraba en el Atlas del Mundo de National Geographic como una rayita punteada de unos dos centímetros de largo. (National Geographic dejó de mostrarla a partir de la edición 2020 del atlas).
Pero Robert Hodgson, que había sido ascendido a director de la Oficina del Geógrafo, no vivió para ver las crecientes tensiones que generaba su línea. En diciembre de 1979, meses después de publicarse la noticia de la expedición de Kumar, murió de un infarto. Tenía 56 años.
EL SOLDADO
El 13 de abril de 1984, el Ejército indio lanzó la Operación Meghdoot, bautizada con un vocablo sánscrito que significa «mensajero de nube». Con helicópteros, el Ejército destacó un pelotón de soldados para ocupar el Bilafond La, uno de los puertos de montaña más usados por los escaladores procedentes de Pakistán. Pronto ocupó otros dos puertos. Con aquellas maniobras, la India llegó a controlar la cordillera de Saltoro, que se convertiría en el frente de la disputa por el glaciar Siachen y ha conformado el archipiélago de avanzadas militares que definen el punto muerto en el que ha derivado la situación actual.
Los relatos procedentes de la primera línea del conflicto del Siachen suelen estar envueltos en un romanticismo patriótico, pero pasar semanas o meses a semejantes cotas no tiene nada de romántico. A unos 5.500 metros sobre el nivel del mar, el cuerpo humano, privado de oxígeno, deja de funcionar como es debido. Si se prolonga la estancia, la muerte es inevitable.
Ello no obsta para que, en el Siachen y los glaciares circundantes, los dos ejércitos ocupen más de un centenar de avanzadas permanentes de alta montaña. Su mantenimiento implica un ingente esfuerzo logístico; en esencia, exige planificar más de cien expediciones de montañismo simultáneamente y mantenerlas a perpetuidad.
En 2011 Cory Richards acampó a escasa distancia de uno de los puestos de avanzada paquistaníes en el marco de una expedición invernal al Gasherbrum II. Allí encontró los restos congelados de un helicóptero siniestrado y un pelotón de soldados curiosos que vivían en campamentos espartanos. «Como teníamos internet, se acercaban un rato y nos tomábamos un té», cuenta el fotógrafo.
En parte fue ese encuentro lo que nos empujó a pedir autorización al Gobierno paquistaní para documentar la vida en el frente del Siachen. No éramos para nada los primeros periodistas embarcados en aquel viaje, y en cuanto nos sentamos para asistir a la primera de varias sesiones informativas durante nuestro recorrido por algunas de sus bases, quedó claro que el Ejército paquistaní tenía ensayado un guion para las visitas.
«A despecho de adversidades, los Defensores del K2 ocupan las posiciones militares más elevadas del mundo –nos explicó un capitán de la 62.ª Brigada–. A lo mejor les interesa incluir ese importante dato en su reportaje».
Desde su cuartel de la localidad de Skardu, la línea de suministro de la 62.ª asciende serpenteando por el valle del Braldu hasta el collado de Conway, un paso que ronda los 6.000 metros de altitud. La segunda mitad del viaje solo puede salvarse a pie o en helicóptero. El ejército nos hizo caminar para que nos aclimatáramos.
El sendero no parece difícil en el mapa: un amplio valle prácticamente desarbolado, esculpido por bloques de granito y arroyos impetuosos. «Para usted es divertido, pero nosotros hacemos esto todos los días», me dijo un soldado en nuestra primera mañana de caminata. Cuando llegamos al campamento conocido como Paiju, teníamos las articulaciones entumecidas y los pies doloridos.
Las condiciones de vida en el campamento son relativamente cómodas. Un generador y varias antenas parabólicas proporcionan una conexión no del todo fiable con el mundo exterior. En la sala de oficiales, un pequeño televisor ofrece cierto entretenimiento vespertino.
«Ponemos películas que motiven», nos dijo un hombre. «¿Tipo Rambo?», bromeó Cory.
«Sí, exacto», respondió él, totalmente en serio.
Otros destacamentos lo pasan peor. En Urdukas, una avanzadilla de apenas tres iglúes de poliestireno plantados en un espectacular mirador a unos 4.000 metros de altitud, solo hay destinados cuatro soldados rasos. «Es un aburrimiento –susurró uno de ellos mientras comía un guiso de pollo correoso con pan roti–. Sin móvil, sin pelis…». En invierno solo hay cuatro horas y media de luz solar al día. Rodean el campamento cientos de bidones de queroseno, la sangre vital del soldado, imprescindible para cocinar y calentarse. El interior de los refugios está cubierto de hollín. Los únicos lujos son el naswar –una variedad tosca de tabaco de mascar– y el ludo –una versión paquistaní del pachisi que se juega en tableros caseros–. «Si hay oficiales, lo ponen más cómodo», dijo un soldado.
Al día siguiente nos topamos con una docena de soldados que descendían tras tres semanas de patrulla. Charlé con un afable capitán médico que bajaba fumándose un cigarrillo. «Fue bien, esta patrulla –dijo–. Tuvimos que evacuar tres edemas cerebrales, pero es lo normal».
Hasta 2003 las escaramuzas con artillería y francotiradores eran habituales, pero el alto el fuego acordado ese año ha dejado a los militares con poco que hacer salvo observarse mutuamente y sobrevivir a los elementos. «Es como un partido de fútbol –me dijo otro capitán sobre la vida en el frente–. Normalmente avisamos levantando una bandera roja. Advertimos: "Parad. Tenemos las armas a punto". En respuesta, ellos izan la bandera blanca para decir: "Vale, paramos"». Por lo demás, las horas se miden en cigarrillos y tés, partidos de voleibol o críquet, rezos y tareas diarias.
Tanto la India como Pakistán han aprendido en estos 35 años de guerra de alta montaña a cuidar de sus tropas en este entorno. Los médicos militares se dieron cuenta de que la intoxicación por monóxido de carbono y las embolias son problemas comunes que aquejan a los soldados cuando pasan demasiado tiempo sin moverse en destacamentos bloqueados por la nieve. En la actualidad se obliga a la tropa a hacer ejercicio diario. «Los POE [procedimientos operativos estándar] se aprenden con sangre», dijo un coronel.
Muchos de los soldados que conocimos en la montaña ya habían vivido combates en las zonas tribales de Pakistán que limitan con Afganistán, en el marco del esfuerzo del Gobierno paquistaní por hacer frente al terrorismo islámico. «Aquí tenemos que luchar contra la naturaleza, y la naturaleza es impredecible –dijo el doctor, compungido–. Los humanos son más fáciles».
En otoño de 1985, más de un año después de que la India se apoderase del Siachen y transcurridos 17 desde la publicación de la línea de Hodgson, un diplomático indio cursó una solicitud oficial. Esta llegó a la mesa del geógrafo del Departamento de Estado de ese momento, George Demko.
Más de un año después, Demko publicó una actualización de la orientación cartográfica en la que declaraba que la Oficina del Geógrafo había revisado la representación de la frontera indo-paquistaní en los mapas de Estados Unidos y detectado «una incoherencia en la representación y la categoriz-ción de la demarcación por parte de diversos organismos de producción [de mapas]». Para corregirla, escribió, «la Línea de Alto el Fuego no se alargará hasta el paso del Karakorum, a diferencia de la práctica cartográfica anterior».
La línea de Hodgson había pasado a la historia. Aunque su trazo desapareció de los mapas estadounidenses, la Oficina del Geógrafo no ofreció ninguna explicación acerca de dónde había salido en su momento.
Unos años después de la corrección de Demko, Robert Wirsing, un investigador de la Universidad de Carolina del Sur que seguía de cerca el conflicto del Siachen, empezó a indagar en los pormenores de aquella línea que durante un tiempo había figurado en los mapas estadounidenses. Wirsing, quien sabía por un general indio que el Gobierno de ese país había pedido explicaciones sin éxito, escribió al Departamento de Estado y a la Agencia Cartográfica de Defensa interesándose por el caso.
En 1992, el sucesor de Demko, William Wood, respondió. «Nunca ha sido política de Estados Unidos mostrar frontera de ningún tipo entre el NJ9842 y la frontera china», escribía. Wirsing lo dejó correr.
EL RESULTADO
Las autoridades paquistaníes nunca aceptaron llevarnos a Cory y a mí a ningún punto próximo a la línea del frente desde el que pudiéramos siquiera atisbar el NJ9842. No tengo muy claro qué es lo que esperaba ver que no pudiese distinguir haciendo zoom en Google Earth. Es solo un paraje desierto de una cresta congelada con un campamento del Ejército indio en las inmediaciones.
En vez de llevarnos al NJ9842, los funcionarios se ofrecieron a mostrarnos otro lugar. Nos montamos en los jeeps y traqueteamos por una pista que subía por el valle del Bilafond. En lo alto refulgían las brillantes cumbres de granito. Nos detuvimos en el borde de un inmenso berrocal.
En aquel lugar, al filo de las 2:30 de la madrugada del 7 de abril de 2012, el Ejército paquistaní sufrió su peor derrota en el conflicto del Siachen, y sin que la India tuviese nada que ver. Un enorme corrimiento de tierras barrió un campamento que hacía las veces de cuartel general del batallón. Los soldados de una base de artillería situada a dos kilómetros y medio de distancia refirieron haber oído un fuerte estruendo y los ladridos desesperados de un perro.
«No se puede imaginar lo que fue aquello», afirmó el general de división Saqib Mehmood Malik. Ciento cuarenta hombres alojados en una docena de edificios perecieron sepultados debajo de 30 metros de roca, hielo y nieve. Pasaron meses hasta que se localizó el primer cadáver.
Cory y yo recorrimos el campo de detritos, aún peligrosamente inestable. Toscas señales de uralita marcaban lo que habían sido las ubicaciones de los barracones; en cada una se leía el número de cadáveres recuperados.
«Venir aquí es una vivencia extraña, pero también es fuente de un profundo orgullo», nos dijo un oficial. Pero yo me quedé pensando: ¿causó el error de un geógrafo todas aquellas muertes?
La línea de Hodgson «fue sin duda alguna uno de los elementos que condujeron a la guerra. No la causó en sentido estricto, pero tuvo una influencia decisiva –dice Dave Linthicum–. Fue un poco como "dar con la madre del cordero"», dice del momento en que descubrió el despacho recibido por Hodgson, enterrado en los archivos del Departamento de Estado.
Wirsing coincide en que la línea desempeñó un papel en el conflicto, pero añade: «No tengo ninguna razón para creer que se tomase la decisión deliberada de entregar este territorio a Pakistán». Tampoco tiene motivos para sospechar que la negociación de un acuerdo de paz sea inminente. «Tengo amigos convencidos de que [el glaciar Siachen] debería transformarse en un parque internacional de la paz», dice. Pero los hechos más recientes, señala, empezando por la constante violencia en Cachemira y las tensiones fronterizas entre la India y China, sugieren que la solución del problema va para largo.
Wirsing no está necesariamente de acuerdo con la analogía de los «dos calvos peleándose por un peine». «A menudo me encuentro con el adjetivo "irracional" en los textos y debates académicos sobre las relaciones entre la India y Pakistán –dice–. No creo que lo que ocurre entre estos dos países tenga mucho que ver con las emociones […]. Pienso que ambos están donde están por muy buenas razones, incluso estratégicas […] dada la fragilidad de las fronteras de la zona».
Y es que, mientras la humanidad se empecine en demarcar el planeta en polígonos trazados a escuadra y cartabón, es inevitable que algunas de esas fronteras sean motivo de disputa, y siempre habrá hombres como Abdul Bilal y el Toro Kumar enviados a combatir por ellas. La geografía dicta sus propias normas.
Freddie Wilkinson escribió sobre la instalación de estaciones meteorológicas en el Everest en el número de julio de 2020. Cory Richards fotografió el delta del Okavango para el número de abril de 2018.
Nota de la directora: National Geographic solicitó al Ejército indio que autorizase la visita del autor y el fotógrafo al glaciar Siachen, que está bajo control indio. La solicitud fue denegada.
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Este artículo pertenece al número de Marzo de 2021 de la revista National Geographic.
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