En un callejón cercano al barrio de Alcântara, en Lisboa, la Fábrica Sant'Anna produce azulejos casi con el mismo método que usaba el año de su fundación, en 1741. En largas mesas llenas de recipientes de incontables colores, los artesanos pintan ángeles y flores, elegantes volutas y líneas marcadas, sobre unos cuadrados cerámicos de refulgente blancura.
Pero si la factoría de Sant'Anna, cuya actividad es frenética, se ha convertido en punto de peregrinación para los turistas que visitan la capital portuguesa, admirar azulejos en Lisboa no exige el menor es-fuerzo: basta caminar por las calles para que a uno le salgan al paso a cada minuto.
Los azulejos son un elemento inseparable del paisaje portugués. Pero al igual que los árboles tropicales de Lisboa, traídos a la capital hace siglos desde tierras lejanas, los azulejos son especialmente representativos de la identidad portuguesa, precisamente por su vinculación con otras latitudes.
Ya sea en motivos repetidos o en diseños únicos, estos iconos de 13 por 13 centímetros aportan carácter al interior y exterior de edificios y monumentos, pero es en el paisaje urbano donde su riqueza multicultural de mil y un diseños puede apreciarse mejor.
Aunque la COVID-19 ha reducido el nivel de ruido, ya sin grupos de visitantes echando un vistazo al proceso de trabajo, las azulejeras del país siguen reproduciendo motivos decorativos clásicos e ideando diseños nuevos para un mercado tanto nacional como internacional. La popularidad de esta tradición con 500 años de historia –que ha visto pasar modas, latrocinios y modernizaciones– resiste incólume.
Al timón del Museo Nacional del Azulejo de Lisboa, Maria Antónia Pinto de Matos se estremece cada vez que tiene que traducir el término azulejo a otro idioma. «Se pierden los matices históricos y culturales», dice.
Llamarlo «baldosa» no transmite la maestría artística, el detalle y la evolución continua tanto de la técnica como de la estética; tampoco logra comunicar que su belleza estriba tanto en la luz y los reflejos como en el dibujo y el color. Las múltiples influencias que han participado en la evolución de los azulejos nunca podrían sintetizarse en una sola pieza, pero tomadas en conjunto crean un retrato polifacético de la historia nacional e internacional de Portugal.
El museo está en un convento de principios del siglo XVI construido cuando exploradores portugueses como Magallanes expandían el poder y la influencia europea hacia América y el Pacífico.
La colección de azulejos del museo recorre cinco siglos de historia, desde los motivos geométricos de raigambre islámica hasta diseños contemporáneos que resultan archiconocidos al usuario del metro de Lisboa. En la planta superior hay una exposición en concreto que causa impresión: un panorama de 22 metros de largo que retrata la Lisboa anterior al terremoto de 1755.
Lo irónico es que la catástrofe lisboeta por antonomasia supuso un punto de inflexión para la azulejería. Reservado hasta entonces sobre todo a los interiores, el azulejo dio el salto al exterior cuando la ciudad se reconstruyó con la reconfortante representación de santos y ángeles que protegerían las fachadas de futuros perjuicios. Estas piezas, de fabricación relativamente económica y enormemente resistentes a las inclemencias meteorológicas, se consolidaron como el revestimiento predominante en el siglo XIX, con la ventaja añadida de que ofrecen margen de acción en el plano estético y decorativo.
Aunque los azulejos de Oporto y el norte de Portugal muestran cierta preferencia por el relieve, la multitud de diseños que se descubren al recorrer el país no ha silenciado su marcada dimensión narrativa.
Los azulejos también dejan su marca en todo el mundo. «Su presencia puede rastrearse a lo largo de las antiguas rutas comerciales», asegura Francisco Tomás, director de marketing de la Fábrica Sant'Anna.Estas obras se han convertido en víctimas de su eterna popularidad. En un momento dado empezaron a aparecer en los mercadillos de segunda mano azulejos robados, arrancados de las fachadas como fuente de dinero rápido. «Trabajamos en leyes de protección y campañas de concienciación, y pudimos cambiar las actitudes –dice Leonor Sá, coordinadora del Proyecto SOS Azulejo, que ayuda a salvaguardar el patrimonio azulejero–. Los portugueses son más protectores y los turistas tienen más en cuenta la procedencia de lo que compran».
Al representar un sinfín de encuentros culturales, los azulejos también evocan el acto de viajar. Desde Lisboa hasta Salvador, en Brasil, y hasta Goa, en la India, el largo viaje de estas obras de arte está escrito en la tierra y en los siete mares, como un reflejo de la historia de Portugal.
Este artículo pertenece al número de Febrero de 2021 de la revista National Geographic.
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