El cerebro es el rompecabezas eterno de la biología. Una masa de alrededor de un kilo y medio que nos permite ser quienes somos, pero que también cambia según las condiciones que experimenta a lo largo de la vida. Debido a su complejidad, los eruditos de antaño trataron de comparar su funcionamiento con la vanguardia de la tecnología de su época. Por ello, Descartes explica el cerebro mediante animáculos hidráulicos, Volta y Galvani lo comparan con un telégrafo, y en la actualidad el símil por antonomasia son otras máquinas de funcionamiento complejo, como los ordenadores o, en su versión más exótica: los ordenadores cuánticos.
Pero lo cierto es que comparar un cerebro con una máquina es una receta perfecta para el desastre, puesto que, como nos explica el Dr. David Bueno, catedrático en neuroeducación, el cerebro tiene una característica que las máquinas no: está en un proceso de cambio constante en interacción con el entorno. Una máquina está diseñada con una arquitectura concreta, y de ese diseño dependen tanto sus capacidades como aquello que podrá lograr.
Quizá, indica, la unión de máquinas con inteligencias artificiales, cuyas respuestas cambian dependiendo de los datos que van adquiriendo, sí que podrían tener alguna similitud, pero no es algo que podamos encontrar en la actualidad. Por ello el cerebro es una pieza única, una maravillosa creación de la naturaleza de la que todavía estamos empezando a comprender su grandeza.
Cada cerebro es único
Las estimaciones más recientes indican que el cerebro humano tiene alrededor de 86.000 millones de neuronas, así como otras células llamadas glía. El conjunto de poblaciones celulares está empaquetado en alrededor de 1,3 kilos de masa celular, aunque se han visto personas con las capacidades cognitivas intactas con cerebros desde 0,95 hasta 1,5kg. Y es que el número de neuronas no hace al cerebro, si no que sus conexiones, llamadas sinapsis las que nos hacen ser quienes somos.
Para llevar a cabo su función, cada neurona se conecta con decenas, cientos o miles de otras neuronas creando circuitos. Por ellos, la información de los sentidos llega, es analizada, y la respuesta que se elabora se envía, por impulsos eléctricos y químicos, hasta las células que han de realizar la acción. Pero como cada cerebro es distinto, para alcanzar su máximo potencial, se necesitan establecer diferencias en los estímulos que se le dan.
En su libro, Cerebroflexia, David nos compara estos cerebros con el arte de la papiroflexia. “Partes de un papel que puede ser rectangular o no, y aquí están las diferencias. Cada persona parte de un sustrato genético diferente, pero según qué hagamos con el sustrato, podemos hacer un avión que vuele bien, o que se estrelle. Nuestra genética [el papel del que partimos] nunca la podremos tocar, pero el ambiente, es decir, cómo usamos esta genética, sí está en nuestras manos”.
Aplicado esto al campo de la educación, si establecemos las mismas pautas de aprendizaje para las personas, las que se adapten al sistema de educación preestablecido lo tendrán sencillo, podrán llegar a su máximo potencial. En cambio, aquellas que no, lo tendrán mucho más complicado. Por ello, flexibilizar los métodos de aprendizaje es necesario para que cada cerebro desarrolle las capacidades y vaya cambiando su arquitectura al desarrollar las capacidades que más interesen.
Aprender cambia el cerebro
David nos relata las evidencias de estos cambios citando un experimento realizado en los años 2000 en taxistas londinenses. En él, la Dra. Eleanor Maguire siguió con detenimiento las pruebas previas a la obtención de la licencia de taxi que llevan a cabo todos los años en la capital inglesa. El test más complejo, llamado The Knowledge, implica conocer las más de 25.000 calles, así como 320 rutas londinenses, sin ayuda de ningún mapa ni dispositivo electrónico. Una auténtica proeza de la memoria.
Prepararse esta parte de la prueba cuesta, por lo general, más de dos años en los que los futuros taxistas recorren con motos o bicicletas todas y cada una de las calles, y anotan los puntos de interés en cuadernos. Pero mientras hacían esto, lo que no sabían los examinados es que estaban desarrollando y haciendo crecer a su hipocampo, una parte del cerebro relacionada con la memoria y la navegación espacial.
Esta es una de las muchas pruebas que muestran cómo el entorno influye en el cerebro y provoca cambios tangibles y medibles para adaptarlo a sus circunstancias. Por ello, aunque partamos de una base distinta a otra persona, podemos acabar modificándola mediante el aprendizaje.
Y para modificarla y conseguir esta mejora de nuestras capacidades, lo mejor es ponerse a ello. Si queremos aumentar nuestra memoria, como un taxista, lo mejor es entrenarla. Lo mismo con nuestro cálculo, y con nuestra capacidad lectora y argumentativa. Nada mejor que memorizar, calcular, o leer para que nuestro cerebro cambie y se adapte a ese ideal que nos hemos marcado.
Cómo sacarle el máximo partido a nuestro cerebro
Pero además de entrenarlo, David nos explica que hay una acción todavía más importante: “Evitar el estrés crónico. El estrés puntual no tiene que preocuparnos jamás, va y viene e incluso está vinculado con la supervivencia. Pero el estrés crónico dificulta y perjudica todas las funciones de nuestro cerebro y de nuestro cuerpo”. Entre ellas, destaca una bajada importante de las funciones ejecutivas, como reflexividad, planificación o toma de decisiones, así como la memoria de trabajo.
Y no son los únicos efectos que tiene el estrés crónico. En estudios recientes se ha podido observar cómo los ambientes estresantes afectan desde el sistema inmunitario, hasta la capacidad de regeneración de los tejidos o el envejecimiento celular y a nivel de organismo. Por tanto, huir del estrés es una de las mejores formas que tenemos de lograr mantenernos sanos. Tanto a nivel cerebral, como en la salud general.
via Daniel Pellicer Roig https://ift.tt/R3Se7dE