Uzbekistán no es lo que parece. Esconde una increíble belleza tras su nombre. Cruce de caminos en mitad de Asia, ha dado lugar a sorpresas únicas que han sobrevivido al paso del tiempo. Como la impronta imperial de Tashkent y Fergana, la cultura islámica y la rica tradición sufí de Samarcanda y Bujara.
Durante sesenta años fue una república soviética, uno de los cinco países de Asia Central que pertenecieron a la URSS. En la década de 1920 la creación de los estados-nación dividió a los habitantes en tayikos, uzbekos, kazajos, kirguises y turkmenos, cuando antes se repartían en torno a una tribu, creencia o un oficio. En la actualidad, la población que transita Tashkent, la moderna capital del país, confirma lo que la viajera Vita Sackville-West escribió en 1929: "En Asia los distintos países parecen más próximos entre sí, más mezclados que en Europa, por algún tipo de contradicción y a pesar de las enormes distancias".
"En Asia los distintos países parecen más próximos entre sí, más mezclados que en Europa, por algún tipo de contradicción y a pesar de las enormes distancias"
Tashkent se puede recorrer en metro. Las amplias paradas subterráneas están señalizadas con los nombres en uzbeko, la lengua oficial que convive con el ruso. Es recomendable bajar en la estación de Chorsu para adentrarse en el corazón de la ciudad, donde se concentran el mercado, el complejo religioso Khazrat-i-iman y la madrasa Kukeldash. Lo primero que llama la atención es la cubierta del mercado, forrada de mosaicos azules, verdes y amarillos cuyo ritmo visual evoca las olas del mar.
En Chorsu se confirma que no hay mercados más espaciosos que los uzbekos. Sin apenas ruido, dedican pasillos oscuros a encurtidos, pirámides de quesos frescos y largas paradas de tubérculos, patatas y ajos. La distancia entre los puestos y el techo es gigantesca y envuelve las escenas de la compra de una autonomía extraña. Como si los vendedores estuvieran tan inmersos en sus productos que apenas se fijasen en los compradores.
A pocos pasos se encuentra el complejo de Khazrat-i-iman, del siglo XVI y actual núcleo religioso de Uzbekistán. Formado por tres mezquitas, dos madrasas y un mausoleo, se reconstruyó totalmente en 2007. El tercer punto de interés de Chorsu es la madrasa Kukeldash, uno de los pocos edificios conservados tras la destrucción de monumentos por los soviéticos en 1917. Se edificó en el siglo XVI, fue caravasar en el XVIII y almacén en la época soviética. A su alrededor abundan los puestos que venden discos compactos con suras del Corán, rosarios y coranes de todos los tamaños, así como libros de ortografía árabe.
La vertiente moderna de la capital
La visita a la parte moderna de Tashkent puede desmontar de golpe los estereotipos orientalistas del país. Los habitantes de la capital la llaman Broadway y aseguran que es un sitio estupendo para salir por la noche. Allí está la impresionante estatua de Amir Timur, el gran Tamerlán y máximo conquistador de Asia Central en el siglo XV, cuya figura fue reivindicada por Uzbekistán tras la independencia de la Unión Soviética a la búsqueda de una identidad nacional.
Los vuelos a Jiva desde Tashkent aterrizan en la vecina Urgench. En el pasado, Jiva fue un oasis al norte del desierto de Kyzylkum, en un camino secundario de la Ruta de la Seda. Reconstruida en la década de 1970, el núcleo antiguo, amurallado y hecho de adobe y ladrillo, es un perfecto ejemplo de ciudad islámica. Dicen que es más bonita Bujara, pero yo prefiero Jiva: las dimensiones son más domésticas y permiten imaginar aspecto tenía cinco siglos atrás.
Al otro lado de la puerta Ota Darvoza emerge una bella colección de minaretes de azulejos, madrasas y antiguos caravasares. En ese conjunto sobresale la mezquita de Jumma, cuya sala de oración alberga más de 200 columnas de madera que presentan motivos zoroastristas y musulmanes grabados. En el cercano palacio del Kan, un espacio en el jardín destinado a las yurtas demuestra la importancia que tenían –y aún tienen– estas tiendas usadas por los pastores nómadas, pues las casas siempre suelen reservarles una parte del patio.
Mientras se pasea por Jiva resulta inevitable rendirse al magnetismo del alminar Kalta. No porque sea ancho o porque esté forrado de bellísimos azulejos vidriados, sino porque quedó inconcluso. Lo mandó construir el kan Mohamed Ami a mediados del siglo XIX para contemplar el camino entre la ciudad y Bujara. Cuando murió, quedó a medio hacer y hoy, como imagen de los excesos de su creador, sorprende por su forma desproporcionada, inserta en la coqueta Jiva.
De Jiva a Bujara se viaja siguiendo el río Amu Daria, bordeado de huertas fecundas y verdes. La ciudad comparte el mismo color de la arena del desierto que la rodea y, al ponerse el sol, la luz reflejada en las construcciones la envuelve de calidez. Capital de la dinastía persa de los samánidas en el siglo IX, Bujara asumió también la función de centro cultural y religioso del islam en Asia Central.
Hay tantos monumentos que no es fácil elegir por cuál empezar. El Palacio del Emir con su enorme iwan, un pabellón cerrado por tres lados que hace las veces de porche. El complejo de Po-i-Kalon, con la mezquita y torre de Kalon (Kalyan) y la madrasa de Mir Arab. O el mausoleo de Ismail Samani, cuya base cuadrada simboliza el equilibrio de la tierra y la cúpula redonda, el universo. Una de las cosas que más me impresionaron de Bujara fue el Mausoleo Bavaddin, de Baha al-Din Naqsband, ubicado a 10 kilómetros de la ciudad. Muerto en 1289, fundó la cofradía Naqsbandiyya, la más importante de Asia Central y una de las órdenes sufíes más conocidas. Peregrinar tres veces a su mausoleo equivale a un viaje a La Meca. Durante la época soviética estuvo prohibido visitarlo, pero hoy incluso pueden entrar los no musulmanes.
El centro de un antiguo imperio
Samarcanda (a 270 kilómetros de Bujara) fue una vez el centro del mundo, capital del imperio del gran Tamerlán y eje de la Ruta de la Seda. No creo que haya ningún otro lugar que tenga tanto poder de evocación cuando se escucha. Como diría la viajera Annemarie Schwarzenbach, tiene "la magia de los nombres". Y su plaza de Registán es una de las más hermosas del mundo, a pesar de la explanada descomunal que abrieron los soviéticos en torno a las tres madrasas. Las mandó construir en el siglo XV Ulug Beg, nieto de Tamerlán, sabio y amante de las ciencias. Sus dobles minaretes parecen competir por alcanzar el cielo e invitan a imaginar la plaza repleta de bulliciosos bazares con mercancías llegadas del Mediterráneo y del mar de la China.
Aquel ambiente aún puede revivirse en un pequeño mercado situado cerca de la plaza. Es un buen sitio para comer el plato típico del país, plov, arroz con garbanzos, verdura y cordero cocinado en un wok, que puede acompañarse con vodka o con alguna de las cervezas de diferente graduación del país. El resto del día se puede dedicar a visitar la mezquita de Bibi Khanum, la esposa favorita de Tamerlán, ver el mercado cubierto situado enfrente y llegar a la necrópolis de Sha-i-Zinda.
Shah-i-Zinda es el monumento más interesante de Samarcanda. En la primera mitad del siglo XI sus colinas alojaron lujosas mansiones y luego se sucedieron los enterramientos, cada vez más ricos en ornamentación. Nichos en los que destaca el azul de las baldosas de mayólica, los mosaicos de azulejos con láminas de oro, la terracota labrada y esmaltada, las maderas talladas, los cristales de color y los estucos. Desde los pisos superiores se contempla el panorama de la ciudad. Oscura, marrón, de polvo y tierra, solo destacan las formas redondas y amables de sus edificios. Las cúpulas flotan desafiantes, pero no por su altura sino por su color, que ilumina el austero emplazamiento de Samarcanda.
Entre estas elevaciones, el mausoleo Gur-e-emir o del Gran Tamerlán. Coronado por una cúpula bulbosa azul celeste y decorado con paneles de ónice y escayola en el interior, empezó a erigirse en el año 1403. La calle que lo precede está dedicada a Ruy González de Clavijo, embajador del rey Enrique III de Castilla, que visitó Samarcanda y compartió los últimos tres meses de vida de Tamerlán. Con su libro Embajada a Tamorlán en la mano, seguimos 80 kilómetros hasta Shahrisabz, la ciudad natal de Tamerlán. Las descripciones de González de Clavijo representan un documento único sobre la etapa más espléndida de la ciudad, pues únicamente quedan en pie el palacio Ak-Saray, la tumba del Sheij Shamsiddin y la mezquita de Jangoer.
Fergana es una sorpresa. Cuadriculada y llena de jardines cuidados y poblada de teatros blancos, la población fue construida por los rusos en 1877
Tras esta sinfonía de monumentos, el fértil valle de Fergana aporta una perspectiva nueva de Uzbekistán. Se alcanza en taxi colectivo desde Tashkent, por una carretera que bordea cumbres ralas, un lago de color plata y llanuras verdes irrigadas por el río Syr Daria.
Fergana es una sorpresa. Cuadriculada y llena de jardines cuidados y poblada de teatros blancos, la población fue construida por los rusos en 1877. Su mayor interés se encuentra en los campos de frutales que la rodean y en la vecina ciudad de Marguilán, cuyo bazar de Qumtepa, los domingos, ofrece un auténtico espectáculo visual. Allí, entre mil objetos y mercaderes con trajes típicos, se venden las mejores sedas del mundo, de colores y dibujos únicos. Si compramos una tela, nos acompañará allá donde vayamos. Como ha hecho conmigo, que la extiendo al llegar a las habitaciones de sitios desconocidos.
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