Resguardada del frío viento del norte, la región del Algarve alberga un jardín de clima mediterráneo que se baña en una larga serie de arenales, entreverados con acantilados a medida que se avanza hacia el oeste, hasta llegar al cabo de San Vicente, la aguda barbilla del perfil de la Península Ibérica.
En sus huertos y pueblos aún se respira el perfume árabe que dejaron las taifas de Sagres y el Algarve, en al-Garb al-Andalus, literalmente "occidente de al-Andalus". Conquistada por los cristianos en 1292, la zona acogió la mítica Escuela de Sagres, la de los grandes navegantes que hicieron de Portugal una potencia marítima en el siglo XV. El reino del Algarve existió legalmente hasta 1910, pero siempre conservó la calma y la dulzura de una tierra dedicada a la pesca y la agricultura. Y aunque el turismo ha transformado el paisaje del litoral y también la vida cotidiana durante el verano, la gente de esta región ha sabido preservar la singularidad de su carácter y sus tradiciones.
Nada más natural que entrar al Algarve desde Andalucía, cruzando el río Guadiana, para realizar un viaje que discurra junto a la costa y regrese por el frondoso interior. A media hora de la frontera española se encuentra el esplendor urbano de Tavira, coronada por el castillo, del que descienden estrechas calles adoquinadas a las que se asoman 32 iglesias entre casas encaladas. La línea costera está protegida por la isla de Tavira, de 11 kilómetros de largo, a la que se llega en ferry o a pie por el puente de Pedras d’el Rei. En su enorme Praia do Barril los restos de una almadraba han sido reconvertidos en un interesante Museo del Atún.
A menos de 40 kilómetros se encuentra Faro, la capital del Algarve y el aeropuerto principal de la región. Las fuertes murallas y el puerto recuerdan la importancia que tuvo este enclave para romanos y árabes. En el casco histórico, sin embargo, solo quedan edificios cristianos, entre ellos la bella catedral asomada a una plaza en la que crecen los naranjos y rodeada de palacios, iglesias y casas en las que se sigue tendiendo la ropa al sol.
La fauna del Algarve
Entre Faro y el mar abierto se extiende un laberinto de marismas y barras de arena que se prolongan a lo largo de 60 kilómetros dentro del Parque Natural de Ría Formosa. Es un lugar perfecto para observar aves acuáticas y también migratorias que se detienen aquí en su travesía rumbo a Europa o a África. Ría Formosa es, además, el hogar de especies desaparecidas en el resto de la Península Ibérica, como el camaleón y el perro de agua portugués. Sus cinco islas barrera poseen playas interminables en las que es un placer bañarse sin construcciones a la vista.
La belleza de la costa se puede disfrutar desde el mar, navegando frente a grutas y arcos naturales abiertos en los acantilados
Siguiendo hacia el oeste aparecen las urbanizaciones de lujo de Quinta do Lago, Vale do Lobo o la de Vilamoura, con su puerto deportivo y campos de golf, cercanos al aeropuerto de Faro, antes de encontrar los preciosos pueblos blancos de pescadores. Así es Albufeira, a 36 kilómetros de Faro, una larga playa al pie de un farallón rocoso, coronado por una cinta de casas blancas. En verano, cuando llega la noche, restaurantes y bares sacan terrazas a la calle y celebran cada día una fiesta bajo las estrellas.
La belleza de la costa se puede disfrutar desde el mar, navegando frente a grutas y arcos naturales abiertos en los acantilados, mientras que para descubrir el encanto del interior hay que conducir por caminos rurales entre viñedos y olivos. La bicicleta es ideal para moverse en los llanos paisajes que recorre la Ecovía del Litoral, un maravilloso itinerario de 214 kilómetros que se adentra en marismas, salinas y caños, con el cielo reflejándose en las aguas quietas. El único equipaje necesario es el bañador y unos prismáticos para observar aves.
Uno de los rincones más especiales de la Ecovía surge en Benagil, a media hora de Albufeira. Los acantilados entre los que se encaja su pequeño arenal esconden una de las cuevas marinas más bellas del mundo: el Algar de Benagil, una gruta circular con una playa en su interior a la que solo es posible acceder a nado o en barca.
En los 40 kilómetros que llevan hasta Lagos se enhebra una encantadora colección de pueblos donde las viviendas de los pescadores parecen jugar con las rocas y el mar. Esta es la sensación que desprende el mínimo anfiteatro de Carvoeiro, con las barcas de pesca varadas en la arena, o Ferragudo, con sus casas elevándose sobre el estuario del río Arade.
La ciudad de Lagos, encaramada en la Ponta da Piedade, posee un bello casco de estilo colonial. El primer impulso del recién llegado es perderse por ese núcleo rodeado de murallas, con la Fortaleza da Ponta da Bandeira dominando el puerto. De sus muelles zarparon las míticas expediciones portuguesas hacia África y América, y en la plaza del Infante Don Henrique aún se conserva el edificio del primer mercado de esclavos que hubo en Europa. Hoy la fama de Lagos se la llevan sus cálidas playas y su recortada costa.
El arenal de Baleeira, más calmado, se reserva para el baño y para los barcos que salen a mar abierto para avistar delfines y otros cetáceos
El Cabo de San Vicente, extremo sudoccidental de la Europa continental, se localiza a 40 kilómetros de Lagos. Esta punta de poderosos acantilados batidos por el Atlántico se halla cerca de la población de Sagres, una decisiva base para los navegantes portugueses en el siglo XV. Hoy, sus playas de Mareta y Tonel congregan a surfistas y kitesurfistas que disfrutan con las altas olas y el viento. El arenal de Baleeira, más calmado, se reserva para el baño y para los barcos que salen a mar abierto para avistar delfines y otros cetáceos. Mientras tanto, en el puerto pesquero se descargan percebes, chocos, gambones, langostas, sargo, atún, pez espada y sardinas con los que se elaboran sopas de peixe, caldeiradas y pescados en cataplana, la olla metálica típica del Algarve.
La Vía Algarviana
Desde el Cabo de San Vicente, la ruta de regreso hacia el este por el interior descubre un mundo rural apenas alterado. La Vía Algarviana, un itinerario de casi 300 kilómetros y 14 etapas, ofrece a senderistas y ciclistas una excelente alternativa a la carretera. Pasando por Vila do Bispo, la ruta sube a la sierra de Monchique, un verde mirador sobre la costa, rebosante de manantiales y arroyos. Y, a través de bosques de pinos y eucaliptos que parecen jardines floridos sembrados de camelias, alcanza el balneario de Caldas de Monchique, donde se toman las mismas aguas sulfurosas que ya apreciaban los romanos.
Bajando hacia Silves, las laderas se tapizan de olivos, almendros, higueras, robles, encinas y alcornoques. La ciudad, coronada por el castillo y la catedral, fue la capital del Algarve árabe y llegó a ser considerada la Bagdad del oeste. La abundancia de almendros se explica en la leyenda del rey moro, que cubrió la región con este árbol para que, al florecer, su esposa nórdica, Gilda, recordara los paisajes nevados de su tierra natal.
La ciudad del poeta João de Deus, famosa por sus dulces folhados y por la miel de naranja, lavanda y romero
Se percibe la herencia árabe en la mezcla de huerto y jardín que rodea las casas. Silves y São Bartolomeu de Messines están separadas por solo 25 kilómetros. La ciudad del poeta João de Deus, famosa por sus dulces folhados y por la miel de naranja, lavanda y romero, es un punto de encuentro de los dos paisajes algarvios: el de la Serra do Caldeirão, con alcornoques y encinas, y el de Barrocal, de suelos rojos en los que se cultivan almendros, naranjos, higueras y algarrobos.
El camino sigue hacia Alte por un cálido jardín botánico y atraviesa un mar de montañas antes de llegar a Salir, con su castillo musulmán. Sin bajar de las alturas de la sierra se enlazan lugares de placentera intemporalidad, como Querença, Barranco do Velho o Cachopo, con decoradas chimeneas, dólmenes y construcciones semejantes a las pallozas gallegas. El final de la Vía Algarviana es la villa de Alcoutim, a orillas del Guadiana, cuyas aguas se contemplan desde su castillo moro.
Nuestro viaje circular se cierra siguiendo el río hasta el Atlántico. Allí, la Reserva Natural do Sapal de Castro Marim e Vila Real de Santo António protege una marisma rica en peces y aves. Desde el castillo de Castro Marim se contemplan la desembocadura del Guadiana, la oscura traza de las fortificaciones, los verdes cultivos, la blancura de salinas y pueblos de pescadores, y los cielos siempre azules del Algarve.
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