Zadar, la capital de la Dalmacia medieval, se posa sobre una de las tantas penínsulas de la costa croata, rodeada por un paisaje en el que destacan los pinares que se asoman al mar. Como buena villa adriática, por aquí ha pasado casi todo el mundo mediterráneo. Romanos, venecianos, cruzados y otomanos –sobre todos los dos primeros– la cincelaron a su gusto y acabaron por conformar la ciudad actual, separada por un canal en el que veleros y chalupas bailan al son de las olas.
El casco antiguo de Zadar está encajado entre pequeñas calles trazadas en cuadrícula y plazas que guardan la memoria histórica de la ciudad. Como la explanada en la que, sobre un lecho de ruinas romanas, se erige la catedral de Santa Anastasia, construida entre los siglos XII y XIV. El viejo Zadar es un lugar de paseos largos y acogedores que se deslizan por un pavimento de mármol blanco travertino. Sobre él se abren diversos restaurantes y cafés donde se puede pedir una copita de marraschino, el licor típico de Zadar. Este destilado de cerezas marrascas, a las que se añade azúcar, almendras y miel, constituye un excelente aderezo para acompañar el transcurrir del tiempo mientras se saborean los aromas a sal, pinos y algas.
La iglesia de San Donato (siglo IX) ocupa otra de las plazas históricas del centro. Esta construcción circular, ejemplo de arquitectura bizantina temprana, cuenta con una encantadora réplica unos kilómetros al norte de Zadar, sobre una colina próxima a la localidad de Nin. Se trata de la iglesia de San Nicolás que, erigida en medio de una campiña y lejos de carreteras y sirenas de cruceros, es otra isla de la costa dálmata, pero de soledad y calma tierra adentro.
A una hora de Zadar y sin perder de vista el mar, el Parque Nacional de Paklenica se ofrece como un paraíso para senderistas y escaladores. A través de una alfombra de pinos negros, hayas y robles, se va abriendo paso un vendaval de cerros y riscos de roca calcárea sobre los cuales planean aves rapaces difíciles de ver en otras partes de Europa, como el águila perdicera, el águila dorada y el halcón peregrino. Las casi 200 especies que nidifican en la reserva de Paklenica han hallado un refugio seguro en estas cumbres y, en especial, en los cañones excavados a lo largo de los siglos por la infatigable labor de torrentes que descienden al mar.
Una de esas gargantas es la de Velika Paklenica, cuyas paredes alcanzan en algunos tramos los 400 metros de altura. Desde principios de mayo y durante todo el verano, un buen número de escaladores intentan conquistar las paredes del desfiladero ante las miradas atentas de otras grandes montañeras del lugar, las gamuzas o rebecos, y de las salamandras que buscan el frescor de las charcas.
Antes de regresar a la costa merece la pena internarse en la región de Sibenik para visitar la fortaleza de Knin. De aspecto gris y algo frío, más sólido que elegante, este castillo del siglo IX ofrece desde sus atalayas una vista de los montes y tierras de Bosnia-Herzegovina. Este punto entre el Adriático y la Croacia continental ha sido siempre crucial y vulnerable en la historia croata, e incluso llegó a denominarse "la puerta de Dalmacia". Mientras se contempla el paisaje, los fuertes vientos que corren por estas alturas invitan a imaginar las batallas que aquí libraron otomanos, venecianos, austriacos, franceses y, más recientemente, serbios.
Si se retoma el rumbo hacia el mar, una tropa formada por álamos y pinos señala la ruta que lleva a la ciudad de Sibenik como un ejército errante de marineros. La brisa marina que viene del Adriático se adueña del paisaje a partir de ese punto. Es entonces cuando se alcanza un parque nacional cuyo nombre es sencillo de escribir pero difícil de pronunciar: Krka.
El río Krka tiene una juventud podría decirse que salvaje. Desde prácticamente su nacimiento, el agua fluye por desfiladeros angostos y repletos de vegetación que se precipitan en un puñado de cascadas y cataratas de diferentes dimensiones, pero todas muy bellas. Las escalonadas Skradinski Buk –desde la entrada de Lozovac un sendero de 875 metros conduce al pie de la cascada– son las más espectaculares, con sus terrazas de travertino, cruzadas por pasarelas en algunos tramos. El río en esta zona se muestra caudaloso y bravo, aunque se detenga brevemente en bucólicos estanques verdes donde los saltos de agua forman una espuma tan blanca que parecen velos de novia tendidos al sol. El curso se calma tras superar el último de los 17 escalones y sus aguas se remansan en una laguna en la que se permite el baño.
Historia y cultura en Sibenik
El río Krka alcanza el Adriático cerca de la bella Sibenik. Defendida por tres fortalezas, esta estratégica ciudad ha vivido numerosos episodios de batallas e invasiones a lo largo de su historia. Por suerte, en la actualidad se recuerda más su pasado como próspero enclave comercial de la Costa Dálmata.
La catedral de Santiago es el mejor testimonio de la época de esplendor de Sibenik. Del siglo XV y declarada Patrimonio de la Humanidad, destaca por su cúpula brillante –tanto que parece tener luz propia– y por el friso de los muros exteriores de los ábsides: 75 cabezas dispuestas en hilera en las que es posible reconocer muchos de los estados anímicos del ser humano. Dentro del templo el visitante se ve envuelto de inmediato por un silencio conmovedor, una calma amplificada por la blancura de los muros y la luz que se filtra a través del rosetón que preside la nave principal.
El escritor irlandés Bernard Shaw dijo que "El último día de la Creación, Dios quiso culminar su obra, de manera que creó las islas Kornati con lágrimas, estrellas y aliento"
Ya plenamente de cara al mar, allá en el horizonte, se distingue la silueta de las islas Kornati. Como si cientos de delfines mostraran sus lomos sobre las olas, las 152 islas Kornati componen un archipiélago verde y blanco cuyo paisaje contrasta con el color azul macizo de la Costa Dálmata. El escritor irlandés Bernard Shaw dijo que "El último día de la Creación, Dios quiso culminar su obra, de manera que creó las islas Kornati con lágrimas, estrellas y aliento". Es posible que esas lágrimas y estrellas caídas dieran origen a los acantilados, calas, cuevas, barrancos y simas de difícil acceso de las Kornati, rincones que sirvieron de refugio a los piratas ilirios antes de ser derrotados e incluso borrados del mapa por los romanos.
La belleza misteriosa de estas islas continúa bajo la superficie marina. Las Kornati guardan una malla de laberintos subacuáticos con una increíble biodiversidad. Esponjas de casi cualquier forma y color se mezclan con meros, tortugas, erizos y peces loro que buscan su guarida entre restos de naufragios de distintas épocas e imperios. Los submarinistas descubren desde pecios ilirios y galeras romanas que transportaban mercancías y ejércitos, hasta restos de barcos hundidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Unos 50 kilómetros al este de Sibenik, justo cuando se llega al término de una gran curva que forma el litoral, se empiezan a sentir los latidos del corazón de la Costa Dálmata, la sugestiva ciudad de Trogir.
Bajo el rojo de los tejados, Trogir se abre blanca y brillante recordando la riqueza que la hizo famosa entre los siglos XIII y XV. Al anochecer, los faroles fijados en las paredes proyectan sobre el pavimento una luz tenue que le da cierto aspecto veneciano. Por ese motivo, puede resultar un acierto esperar a que caiga la noche para adentrarse en el casco antiguo a través de alguna de las puertas de las murallas; si además se tiene la suerte de que llueva, el viejo núcleo va a lucir resplandeciente y esmaltado, como un cofre de nácar.
Calles angostas y adoquinadas, arcos y pasadizos medievales, rincones sin tiempo y casi sin apenas espacio, placitas no mayores que un patio de vecinos, y algún que otro balcón hacia el que suben escaleras medievales. También hay palacios gótico-renacentistas como el de Lucic y el de Cipiko, o el sobrio Palacio Ducal, del siglo XIII, restaurado en 1890 y actual sede del Ayuntamiento. En ese ovillo de piedra blanca despunta la catedral de San Lovro (San Lorenzo), que comenzó a erigirse en el año 1200 y se finalizó en el 1500. Desde lo alto de su campanario se consigue una vista completa de la ciudad, con el puerto, la fortaleza Kamerlengo, las torres de sus iglesias y los restos de la vieja muralla.
Lo que le da vida a esta ciudad Patrimonio de la Unesco son sus habitantes. Como esa vieja campesina de rostro quemado por mil soles que conocí en mi último viaje. En un pequeño huerto fuera del casco histórico, recolectaba cebollas alumbrándose con un candil y al preguntarle por un lugar donde pasar la noche, dejó sus aperos de cortar hortalizas, abrió su casa y por un módico precio me ofreció la mejor habitación.
Las perlas del Adriático
A una hora escasa de Trogir, la bella ciudad de Split redobla la admiración de todos los viajeros. Las ciudades de la Costa Dálmata son como perlas recolectadas del mismo mar al que se asoman. En eso se piensa al entrar en Split. Su puerto fue en realidad el muelle del palacio del emperador Diocleciano, cuyas salas y patios ocupaban la ciudad por la que ahora se camina. Split nació como residencia de retiro del emperador entre los siglos III y IV; mucho más tarde, en lo que quedó del palacio se levantaron viviendas e iglesias, se abrieron plazas y calles estrechas, como la de Papaliceva, donde está el palacio de Papalic. Otro monumento curioso es la catedral de San Domnius, octogonal y erigida en el mausoleo del emperador.
Aunque del palacio solo queden ruinas, los vestigios permiten hacerse una idea del esplendor que envolvía sus salas y amplios patios, así como de las dimensiones del recinto, que incluía edificios de carácter militar, estancias privadas, espacios de diversión y de culto.
Entre arcos, peristilos, patios y sótanos sostenidos por mármoles de tiempos romanos, hoy se esparcen las terrazas de los bares y cafés, así como tiendas de recuerdos. Mirando alrededor resulta fácil entender que la ciudad necesitara derribar los muros del palacio y expandirse, algo que finalmente sucedió en el siglo XV, cuando su situación como puerto comercial acabó siendo estratégica. Algo de aquella fama perdura en la actualidad durante el Festival de Verano de Split, un evento que reúne teatro al aire libre, óperas y conciertos entre el 15 de julio y el 15 de agosto.
La costa de Dalmacia debería recorrerse por tierra y también por mar. Navegar desde o hacia Dubrovnik es una travesía encantadora, repleta de alicientes y fácil de organizar. A través de un paisaje propio de La Odisea –Ulises al fin y al cabo estuvo por aquí–, se surcan pasos y canales entre islas que exhiben montes y ciudades con campanarios y murallas medievales. Entre esas islas destaca Hvar, una larga porción de tierra de unos 70 kilómetros de longitud donde crecen viñas, olivos, higueras, almendros y matas de espliego. Los prados de color violeta desprenden un aroma que incluso con los ojos vendados permitiría reconocer esta isla eternamente perfumada.
La capital isleña también lleva por nombre Hvar. Sus calles sinuosas, de suelos de mármol y edificios que mezclan el estilo gótico y el renacentista, conducen a plazas como la de Trg Svetog Stjepan y a palacios como la Fortaleza Española (Tvrdava Spanjola) y el Fuerte de Napoleón. La playa de Stari Grad, en el norte, ofrece un agradable contraste a la histórica capital. Las playas de Stipanska y Min, y la naturista Zavala también compiten en belleza. Frente a la arena gruesa y los guijarros de la orilla, el agua del mar es tan clara que las barcas que allí reposan parece que flotan en el aire.
Dubrovnik, la bella ciudad amurallada –reconstruida piedra a piedra tras la guerra de los Balcanes– espera más al sur, en el extremo del país. Desde el mar se divisa su silueta y su puerto protegido. Desde tierra firme la mejor vista se consigue desde el mirador del monte Srd. El panorama abarca los tejados rojos de la vieja ciudad, rodeada por el cinturón de muralla pétrea, mientras a lo lejos se distingue el verdor de la isla de Lokrum y el vecino archipiélago de las pequeñas Elafiti.
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