Encastrada en el extremo oriental del viejo Mare Nostrum, la República de Chipre –tercera isla más grande del Mediterráneo–, atesora en sus cerca de 10.000 km2 una rica herencia cultural, fruto de siglos de intercambios entre Europa, África y Asia. Desde 1983 está dividida en dos zonas: la cristiano-griega del sur y la turco-musulmana denominada República Turca del Norte y solo reconocida por Turquía. Ambas están separadas por una frontera que cruza Nicosia, la capital chipriota desde el siglo XI.
Situada casi en el centro de la isla, Nicosia debe el encanto de su casco histórico a dos hechos principales: en el siglo XII, Guido de Lusignan, rey de la isla tras ser derrotado en Jerusalén por Saladino, instaló allí su palacio entre medio centenar de iglesias; y la opulencia de los venecianos, que protegieron la ciudad con una imponente muralla en forma de estrella de once puntas.
El pasado de la isla se condensa en el Museo Arqueológico que guarda el fondo más extenso de antigüedades chipriotas del mundo, aunque por su tamaño solo pueda exhibir una ínfima parte de sus tesoros. Mientras tanto el presente de Nicosia late en la calle Ledra y sus aledañas, repletas de comercios, cafés y tabernas.
Allá donde se vaya en Chipre uno encuentra un patrimonio histórico, espiritual y cultural abrumador. Nuestro viaje se centra en el sector griego donde, además de la capital, vale la pena visitar las ciudades de Limassol y Lárnaca en el sur, y Pafos en el oeste; Famagusta y Kerini destacan en la zona turca. Todas ellas son herederas de las ciudadelas-reino que en tiempos remotos controlaron el tráfico marítimo de la isla.
Lárnaca con sus templos de todos los credos, las laberínticas callejuelas del barrio turco y sus amplias avenidas, recuerda el cruce de civilizaciones que caracteriza a Chipre
Mientras Lárnaca y Limassol presumen de seguir regentando pujantes puertos, Pafos, la antigua capital, ha animado el suyo con terracitas próximas a las playas. Los tres enclaves esperan con museos, templos donde centellea el oro de los iconos a la luz de las velas que prenden los fieles y playas de guijarros oscuros o de arena clara, con aguas cristalinas y también ruinas y monumentos cercanos. Lárnaca presenta el mayor contraste entre tradición y progreso. Con su amalgama de templos de todos los credos, las laberínticas callejuelas del barrio turco y sus amplias avenidas, recuerda el cruce de civilizaciones que caracteriza a Chipre. Limassol seduce con las cercanas ruinas de la ciudad grecorromana de Kourion frente al mar y su culto al vino, una tradición iniciada por los griegos y ensalzada por los templarios que crearon el Commandaria, el vino más famoso; la oficina de turismo tiene señalizadas siete rutas de enoturismo.
Santuarios chipriotas
Y en Pafos encontramos las raíces profundas del espíritu chipriota, asociado desde tiempos inmemoriales al culto de deidades femeninas. El templo que se erigió a Afrodita en el siglo XII a.C. perduró como uno de los focos religiosos de la Antigüedad hasta el siglo IV, cuando el emperador romano Teodosio desestimó el paganismo. Por cierto que Pafos ha sido una de las elegidas como Capital Cultural de Europa para el 2017, año que piensa dedicar a reforzar su faceta mística con una nutrida agenda de eventos. Otro santuario, este natural, se halla pocos kilómetros al norte. Se trata de la península y parque nacional de Akamas, cuyas playas son un refugio cada verano para la nidada de las tortugas marinas.
El interior de la isla también guarda un valioso patrimonio, tanto natural como monumental. Sobre todo entre los pliegues del macizo del Troodos, donde triunfan los casi 2.000 metros del Olimpo –nevado desde Navidad a marzo– y una vegetación mediterránea, casi silvestre, sobre la que brilla el sol la mayor parte del año y que constituye el objetivo de diversos paseos botánicos.
Los viñedos tapizan el paisaje costero, mientras que el interior cobija olivos, algarrobos, cipreses y jaras de flores rosas entre las que rebaños de cabras ramonean entre la lavanda, el romero y el tomillo. Los montes de Chipre proponen rutas: la de Artemis, de 7 kilómetros, contornea el Troodos y es muy popular; las excursiones por el Valle de los Cedros, en el noroeste, son también fáciles y agradables para caminar.
La belleza del arte bizantino prevalece admirablemente conservada en pequeñas iglesias y monasterios, desde los tiempos de las invasiones costeras cuando el cristianismo ortodoxo encontró su refugio en estos montes. Inmersas en el paisaje, las aldeas rurales de casas blancas o de piedra guardan las tradiciones, el ritmo pausado y el hondo sentir religioso. En las casas aún se borda a mano, se elaboran quesos y vinos artesanales y se hornea un pan de miga amarillenta y aroma de anís. A la sombra de las parras se sirve el clásico aperitivo meze y se disfruta con más calma del frappé, el café granizado. Y tanto en el apacible interior como en las ciudades, la philoxenia chipriota está garantiza, ese vocablo griego que define la hospitalidad sincera, esa que considera la amabilidad como un deber sagrado hacia el huésped extranjero.
Fotografías: Age Fotostock; Aci; Fototeca 9x12; Getty Images
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