América tiene tal fuerza telúrica, -esa energía que emana pura y simplemente de la tierra-, que más de uno ha reconocido ver en ese continente a nuestro más atávico guardián espiritual. La fuente de nuestra sabiduría. Esto, siempre y cuando uno sea capaz de ver que el paraíso no está en los cielos, por supuesto, sino al revés, bajo nuestros pies. Por la carretera que nos lleva de Ciudad de Guatemala al lago de Atitlán, el paisaje nos ofrece una espectacular revelación de ese supuesto. América es poderosa, pero el puente central que une el norte con el sur, cobija la mayor densidad de vida y magia que uno pueda imaginar. No en vano los mayas construyeron en esta estrecha franja la civilización más portentosa de las Américas.
Cuando Europa languidecía en la Alta Edad Media, los mayas alcanzaron en las cerradas selvas tropicales de América Central el cénit de su expresión y de su cultura. Con más ciudades que el Antiguo Egipto -¿quién no se asombra ante la arquitectura de Palenque, Copán, o Tikal?-, y con un poder de duración sólo equiparable al Imperio Romano, los mayas llevaron al paroxismo su saber.
Lo cierto es que ellos crearon el sistema de escritura más complejo y refinado de toda América. Vivieron según un calendario solar casi exacto al nuestro, que les permitió no sólo escribir la historia, sino también predecir el futuro. También desarrollaron el concepto del cero en matemáticas y predecían los eclipses del Sol y de la Luna y calcularon el movimiento de Venus con un error de tan sólo catorce segundos al año.
El europeo que viaja hacia Atitlán, también languidece, pero de temor ante lo evidente. El relieve del altiplano guatemalteco es un cuadro onírico de volcanes, bosque tropical, retazos de milpas (campos de maíz), y pueblecitos adormecidos. Aquí no hay piedras del sentir maya, y la verdad es que no hay que buscarlas para verlo. Sabes que está en todas partes. En la sombra del árbol de la ceiba, en el lorito de jade, en el niño caperuzo que viaja a espaldas de su madre.
DIOSES BENÉVOLOS
Nos hemos entretenido en el mercado de Sololá, y ahora que atardece y un ángel se esconde detrás de una nube, nadie podía esperarse lo que nos sorprende tan de repente. Mis compañeros de viaje gritan y exclaman. Entre dos curvas cerradas se ha abierto, como un abanico invertido, el gran lago de Atitlán.
El vehículo se para y los viajeros salimos armados con nuestras cámaras. Para darnos la bienvenida, sus aguas se han tornado azul turquesa; pero alguien está jugando al escondite allá arriba y, ahora, son de color violeta y después parecen de plata. El sol manda horquillas de luz y juega con ellas peinando los rizos de un mundo, creando una imagen que, una vez vista, jamás te abandona.
Cuando la noche cae sigilosamente sobre mi hotel de guacamayos enjaulados y enredaderas en flor, apago las luces de mi habitación y me balanceo en el frescor con que el lago cosquillea las plantas de mis pies. Ahora, el lago es un ópalo ennegrecido y -lo sabía- la Luna, como castigo por su infidelidad, se ha quedado ciega de un ojo. Pero no me importa.
Me levanto muy pronto, cuando el sol aún no se ha asomado por Oriente, y bajo al malecón del hotel para que mi vista se pierda en la gran belleza del momento. A esta hora del día, las aguas del lago presentan una quietud infinita.
Su color azul pálido se confunde con las majestuosas siluetas de los dos volcanes que tengo enfrente. El volcán Tolimán y el volcán Atitlán se confunden prácticamente en un sólo cuerpo, porque se levantan uno detrás de otro. En la primera línea de la playa opuesta, también se puede ver el pequeño volcán Cerro de Oro. La leyenda dice que los tzutuhiles, habitantes de esa orilla, enterraron sus tesoros en su ladera ante la llegada de los españoles. Pero si alguien ha sido capaz de encontrarlos, se ha llevado consigo el secreto.
El poder que emana del lago Atitlán es más perceptible antes de la aparición del astro solar. El mundo permanece quieto y aunque un cayuco rasgue en la distancia la superficie dormida de las aguas, nuestros sentidos vibran en esta hora transparente.
Situado en las Tierras Altas de Guatemala, el lago Atitlán aprisiona en su silencio el corazón del mundo maya.
Su profundidad física (320 metros) se corresponde directamente con la intensidad de su mensaje. Su edad es mítica. Nació como fruto de una espectacular erupción hace ochenta y cinco mil años, de la que surgieron sus tres grandes volcanes actuales, llenando de agua la profundidad del cráter. A su alrededor la vida se desarrolla como un perfecto calidoscopio del país, ya que en sus orillas encontramos tres de los más característicos pueblos mayas del Altiplano. Los quiché, cakchiquel, y tzutuhil.
Aunque el lago Atitlán es el tercero en tamaño de Guatemala, navegar por él nos traslada a un desbordante océano acuático. Al pie del volcán San Pedro, el relieve escarpado de sus orillas está ocupado por minuciosos cultivos de hortalizas. La tierra es insuficiente y por esto el lago está a menudo salpicado por cayucos que van a la búsqueda de pesca.
La población del lago se reparte entre doce pueblos, de etnia tzutuhil al sur y oeste, y quiché y cakchiquel en la orilla oriental. La mayoría de sus nombres proceden de santos apóstoles y es en su condición de altar santero cuando comprendemos que el lago es un mundo en el que conviven las luces y las sombras. Su ubicación en una depresión flanqueada por tres inmensos volcanes y un circo montañoso, hacen de Atitlán una de las grandes maravillas de la Naturaleza. Observar el lago desde cualquiera de sus contornos produce unas mágica sensación de reverencia ante la majestuosidad del escenario que se abre delante de nuestros propios ojos.
Nuestro catamarán se aproxima ya al embarcadero de Santiago Atitlán y la emoción ahoga cualquier preámbulo. Es casi mediodía y la luz ya no parpadea. Los niños nos reciben sobre los tablones, junto a los amarres, mientras las mujeres del pueblo se afanan en esa actividad tan gregaria que propicia la colada junto al lago.
Los tzutuhil son el último pueblo maya que encontramos en la frontera que separa las Tierras Altas del país y la franja del litoral Pacífico. Por ubicación y carácter, el pueblo tzutuhil representa como ningún otro la naturaleza de nuestro lago. Su nombre quiere decir “la Flor de las Naciones”, y Santiago es su pequeña capital, heredera de la del antiguo reino homónimo, Chuitinamit, del que hoy no quedan ni los sueños.
Con ignorada valentía, nuestra guía se apresura a llevarnos ante la presencia del padre de mis visiones. Como en otros pueblos de Guatemala, en Santiago, a la divinidad local se le llama Maximón, que algunos han querido identificar con San Simón. La identidad y simbología del Maximón es legendaria. Sus orígenes suelen remontarse a finales del siglo XVIII, pero la fecha es por supuesto apócrifa. Para empezar Maximón no tiene tiempo y rehuye toda dimensión. Bajo la tutela de la cofradía de Santa Cruz, el Maximón reúne todo el sincretismo existente entre la fusión de la liturgia católica y las más ancestrales creencias mayas.
La casa santuario a la que se nos lleva huele a incienso, a cera quemada y flores de altar. Una docena de hombres, los cofrades, están sentados entorno a la enigmática figura mientras tiene lugar un rito de petición.
Maximón está colocado encima de una estera y a primera vista parece un maniquí con cara de paja, el sombrero lugareño, y una fuente de paños de colores le cubren el cuerpo. Pero nada es lo que parece. Maximón es una divinidad poco ortodoxa (¿y cuál no lo es?), y lleva un cigarrillo en los labios. Fuma. Un enfermo y sus familiares están sentados frente a él para que dé remedio a su dolencia. Se queman muchísimas velas y alguien salmodia.
Maximón actúa por medio de esa intuición milenaria que dice que cuerpo, mente y Naturaleza, son la misma cosa. De este modo, no tiene nada de extraño que el Maximón se lo haya hecho pagar muy caro a la Iglesia Católica. Mientras que antaño tan sólo se mostraba a los fieles durante los días de Semana Santa, hoy los cofrades de Santa Cruz han sustituido el misterio por la eficacia. Ahora, se le puede ver en su residencia siempre que se quiera, e incluso los turistas tienen permiso para sacarle una foto a cambio de unos quetzales.
EN UN REINO DE NUBES
Como todos los pueblos de Atitlán, Santiago muestra su apego al sentir maya por medio del festival de colores que ofrecen sus tejidos. De camino a la iglesia, las calles están inundadas de tiendas que exhiben todo tipo de prendas, desde rebozos a faldas, cinturones, y pantalones, a huipiles (blusas) y cintas para el pelo. Cada color y diseño distingue a una etnia, pueblo, clan y familia.
En Santiago los pantalones de los hombres suelen ser blancos y las mujeres se enroscan alrededor de la cabeza, a modo de aureola, una larga cinta roja. Con la llegada del turismo, los beneficios que esa mercadería comporta ha propiciado la aparición de todo tipo de artesanía, básicamente la talla de madera.
Pero ni máscaras ni figurillas tienen el inspirado ingenio de lo que nos espera en la iglesia del pueblo.
Tras franquear su encalada fachada, en el interior de la iglesia de Santiago nos encontramos con una escenografía que despierta admiración y escalofríos. Los santos parecen cobrar vida en esas líneas tan arcaicas e imaginativas de su talle y composición. Jesucristo, la Virgen, y los Ángeles del cielo, están ahumados de tiempo y pesar, y las velas que danzan en pasillos y altares alumbran un tiempo pasado que se agita y pide justicia y valor.
Cuando la luz cegadora de la tarde me rescata de las tinieblas del templo, la mano de un muchacho me intercepta el paso y no sé qué hacer ni mucho menos qué decir. Me lleva a la cantina, a la cantina de doña Yola.
Los doce pueblos del maravilloso lago Atitlán bailan en un reino de nubes (¿o será en mi cabeza?); y ahora que destruyo con un nuevo y potente aguardiente la hora de la partida, la cantinera Yola escucha con gran emoción el antiguo canto de un conquistador muerto cuando Dios se olvidó del tiempo:
“…Si supieras cuánto te quiero, volcán de agua. Estando muy lejos, me ha bastado cerrar los ojos para sentir tu aliento. Y luego, cuando te vas borrando, mi Atitlán, sigo las huellas de tus pies alados. Padre y señor mágico, deja en Guatemala mi ternura detrás de tu oreja. Como una pequeña y olvidada flor blanca…”.
Fotos Ramón Villeró y Oriol Pugés
POBLACIÓN. En el lago Atitlán viven 3 de los 20 pueblos mayas de Guatemala: los cakchiquel, quiché y tzutuhil. El lago tiene 12 pueblos, siendo el más grande Panajachel que reúne, además de los mejores hoteles, todos los servicios de la zona.
QUÉ VER
San Jorge La Laguna. Tienen su propio Maximón.
Panajachel. Aquí encontrará las lanchas públicas que conectan todos los pueblos de las orillas.
Santa Catarina Palopó y San Antonio Palopó.
San Lucas Tolimán.
Santiago Atitlán. Es la pequeña capital de la región tzutuhil. Excelente artesanía. Maximón, divinidad local y la iglesia, son grandes atractivos turísticos.
San Pedro La Laguna. Se parece mucho a Santiago. Tiene el mismo sabor indígena.
San Juan La Laguna.
San Pablo La Laguna. Conserva su homogeneidad en sus casas, construidas con adobe y cubiertas de paja trillada. Especialidad: confección de cordeles.
GASTRONOMÍA
Pescado del Lago Atitlán. Hay dos especies: perca americana y mojarra. Los mejores restaurantes y hoteles de Panajachel ofrecen una amplia variedad de especialidades locales, a base de carne de res, pollo, cerdo o marisco, acompañado de arroz, frijoles fritos, tortillas de maíz y tamales.
ARTESANÍA
La del lago es de las más variedad y ricas del Altiplano guatemalteco. Panajachel, Santiago Atitlán y Santa Catarina Palopó tienen las mejores y más variadas ofertas. Típicos son los tejidos mayas: huipiles, faldas, cinturones, cintas de pelo… Tallas de madera (figuritas, máscaras…) también tienen su interés.
MÁS INFORMACIÓN
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