La Provenza no tiene un solo color. Su nombre trae recuerdos del rabioso amarillo de los girasoles, del violeta claro de la lavanda o de los pétalos de rosa que se recogen en Grasse.
Más allá se encuentra el mar,la Costa Azul, con sus endiabladas curvas tan cinematográficas, sus desniveles de infarto y el glamur de Mónaco y de Cannes. En ocasiones los focos de Niza, el carisma canalla de Marsella o incluso la severidad de Montpellier han oscurecido el sencillo encanto de esta región sureña, muy mediterránea e inconfundiblemente francesa.
La Provenza se extiende al este de la cuenca del Ródano: Montélimar la delimita por el norte y, por el sur, se estira desde Arles hasta la frontera con Italia. Surcada por carreteras estrechas y pintorescas, que imponen su propio ritmo, la Provenza no es una zona buena para las prisas, sino para contemplar la naturaleza y seguir las huellas de la historia, o para disfrutar con calma de un vino o de un perfume elegido entre muchos.
Cuando el calor intensifica el aroma embriagante de los campos de lavanda, empieza la época más deslumbrante y animada de la Provenza
El momento ideal para visitarla se da entre la última quincena de junio y la primera de julio, cuando el calor intensifica el aroma embriagante que emana de los campos de lavanda y de rosas. Empieza entonces esa época en que los mercados locales, animados por música callejera, rebosan de girasoles y de hortalizas, gavillas de lavanda ya seca, excelentes quesos, vino, miel y otras delicias de la zona. Hay trigales y olivos, como ya debieron crecer en tiempo de los romanos, y ese gusto francés por la piedra y la madera un poco desvaída que ha permitido a los provenzales conservar con exquisitez gran parte de su patrimonio arquitectónico.
La bella Aviñón
Aviñón es un excelente punto de partida. Amurallada y asentada a la orilla del Ródano, con las raíces hundidas en el peñón del Rocher des Doms, la ciudad floreció a partir del siglo XIV cuando el papa Clemente V trasladó allí la sede pontificia. Las huellas de ese esplendor se observan, sobre todo, en el Palacio de los Papas, construido entre 1335 y 1355 como una fortaleza gótica. Requiere varias horas recorrer con calma los salones, el patio interior plagado de rosetones, y sus dos palacios. La tentación sería compararlo con el Vaticano, pero tanto el planteamiento como el estilo son del todo diferentes: nos encontramos en un castillo, en el que la belleza de los detalles no oculta los muros ni las almenas fortificadas.
Aun así, hay que recurrir a la imaginación para suponer lo que significaba para una ciudad de provincias convertirse en el corazón espiritual de Occidente. Hasta el retorno de la curia a Roma en el siglo xv, siete papas y dos antipapas fueron proclamados en Aviñón. Lejos de las intrigas vaticanas, una gran cantidad de pensadores y teólogos se sentían libres aquí. El Festival de Teatro que se lleva a cabo durante el mes de julio en el palacio es un vestigio de la importancia que adquirieron los artistas y escritores; el poeta Petrarca, entre ellos, imaginaba a su inmortal Laura junto a los viñedos y nos legó un texto magnífico, la carta a su amigo Dionigi di Borgo, donde narra la ascensión que realizó al Mont Ventoux en abril de 1336.
Inspiración de pintores
La Provenza es, en realidad, una tierra idónea para el amor, con sus paisajes rebosantes de sensualidad y de una luz que enamoró a pintores universales como Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Picasso, Matisse y Chagall. Ese aire romántico se palpa durante un paseo por las calles de Aix-en-Provence, buscando la panorámica del monte Saint-Victoire mil veces pintada por Cézanne, o andando por el puente de Aviñón hasta que las aguas del Ródano nos revelen que no alcanzaremos nunca la otra orilla.
La Provenza despierta una actitud contemplativa, sí, pero también activa. Y los parques naturales de las Gargantas del Verdon y de la Camarga invitan a comprobarlo. La carretera estrecha que parte del pueblecito de La Palud-sur-Verdon sigue desde lo alto el gran cañón y permite contemplarlo desde 15 miradores –el más elevado se asoma 720 m por encima del río–. Alquilar una canoa en Moustiers y remontar las aguas unos kilómetros ofrece una perspectiva también bellísima. En pleno verano suele atraer a muchos visitantes, pero se puede hallar la paz y la soledad si nos alejamos un poco hacia el pueblo de Les Salles, a orillas del lago de Sainte Croix.
Las marismas de la Camarga
El parque natural de la Camarga abarca el tramo final del Ródano, su amplia desembocadura, una zona de marismas, cabañas con techo de paja y manadas de caballos y toros que pastan en libertad. De la infinidad de aves que crían y se alimentan en este bello delta, los flamencos se han convertido en su imagen más famosa. En este entorno de confluencia de agua fluvial y marina destacan dos poblaciones: la amurallada Aigues-Mortes, con su legendaria torre, y Sainte-Maries-de-la-Mer, que conserva una santa negra, santa Sara, patrona de los gitanos, que cada mes de mayo bajan al mar en procesión.
Sin embargo, a pesar de las muchas bellezas del litoral, los campos de lavanda siguen siendo el emblema de la Provenza. Como los que abrazan el pueblo de Valensole
o la abadía cisterciense de Sénanque, enmarcada por hileras de matas que estallan de violeta. Los monjes que la habitan conservan la austeridad, el ascetismo y el silencio de sus fundadores del siglo XII. Gris, sobria, casi desprovista de adornos, su riqueza, además del bellísimo paisaje que la rodea, se concentra en los manuscritos de la biblioteca y los cantos de la liturgia.
Muy cerca se encuentra Gordes, una de las poblaciones colgadas del Luberon. La escarpada orografía de la zona obligó a que los pueblos treparan literamente sobre promontorios y se descolgaran por laderas que, a su vez, eran defensas muy eficaces. Otros dos buenos ejemplos de estos núcleos dispuestos en terraza son Mons y Bonnieux, que ahora parecen adormecidos bajo el sol estival pero que en época romana registraban un elevado tránsito comercial, como evidencia el Puente Juliano, del siglo III a.C.
Toda la región mantiene monumentos a los caídos en las dos guerras mundiales. Gordes, uno de los más hermosos de esos pueblos colgados, fue ocupado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Afortunadamente sus callejuelas empedradas y la peculiar coherencia de su edificación hacen creer al visitante que el tiempo no ha avanzado desde que Marc Chagall se asomara a sus miradores en busca de perspectivas. El famoso pintor de origen ruso vivió en Gordes durante la guerra hasta 1941, cuando pudo huir a Estados Unidos, regresó en 1948 y, en 1966, se instaló en otro pueblo provenzal, St-Paul-de-Vence, cerca de Niza donde hay un museo dedicado a su obra.
El refugio de Van Gogh
Si es arte lo que estamos buscando, en la Provenza sobra. Antes que Chagall, Van Gogh, el pintor pelirrojo de trazo tembloroso, inmortalizó los campos y los cipreses de Les Alpilles. El artista los conocía bien, pues en 1889 pasó un año en el sanatorio del monasterio de St-Paul-de-Mausole, en las afueras de Saint-Rémy, donde intentaba recuperar la cordura. Van Gogh defendía que esta luz le permitía ver los colores y las formas con una mayor claridad, y que el aire, que en otros lugares complicaba la labor del pintor, aquí la facilitaba.
La bella Saint-Rémy tampoco parece haber envejecido: íntegros se mantienen sus edificios medievales y sus bulevares, los restos de la ciudad romana de Glanum y, como curiosidad, la casa natal de Nostradamus, médico, boticario y consejero astrológico de Caterina de Médicis en el siglo XVI.
El hogar de Cézanne
Para encontrar el delicado trazo de Cézanne, no hay más que seguir la carretera D17, más conocida como Route Cézanne. Se trata de un tramo de 4 km que une Aix-en-Provence, su ciudad natal, con el pueblito de Tholonet, que nos devuelve al luminoso campo provenzal. La familia de Cézanne veraneaba desde 1859 en la Bastide du Jas de Bouffan, una finca ahora de propiedad municipal que ofrece visitas guiadas. El gran salón oval de la planta baja fue uno de sus primeros estudios, y el exuberante jardín, una de sus mayores inspiraciones.
El Estudio Museo de Cézanne se halla en Aix, en el corazón de un precioso jardín en la colina de Lauves, pero el artista, fascinado como estaba por la luz, salía cada día con su caballete y un taburete para pintar la montaña Sainte-Victoire, que retrató obsesivamente. Una serie de placas guían desde la casa en que nació a aquella en la que murió. Así podemos ver el Château Noir donde se hospedaba, o la cantera de Bibemus, donde alquiló una cabañita, o cualquiera de las paradas en las que esbozó óleos o acuarelas. Y como curiosidad, a solo 3 km de Aix se halla el Puente de los Tres Saltos, que se hizo popular porque Cézanne pintó allí Las tres bañistas en 1882, que inspiraría a Picasso ese manifiesto cubista de Las señoritas de Aviñón en 1907.
La búsqueda de esa luz tan apreciada por los pintores nos conduce de nuevo al mar, a los pueblos marineros y al aroma a sal. La costa de las Calanques es el tramo más bello, con su perfil retorcido, surcado por esas entradas de mar o calanques que hacen dormir las olas en playitas encajadas entre rocas y pinos. La ruta de 20 km entre Marsella y Cassis se asoma a las más bonitas. Más adelante, la Costa Azul despliega su paleta de colores y de poblaciones soleadas como Frejus, y glamurosas como Saint Tropez, Antibes, Cannes y Niza.
La ruta por el interior depara etapas tranquilas en St-Paul-de-Vence y Grasse, donde Patrick Süskind ambientó su novela El perfume. En el siglo XVIII, cuando la obtención del valioso destilado dependía sobre todo de las flores y las especias, este pequeño pueblo se convirtió en la capital mundial del perfume. La violeta, el jazmín, y sobre todo la rosa de Grasse permitieron que a su alrededor se desarrollara una próspera industria nacida en realidad gracias a la fabricación de guantes y al empeño en perfumarlos. Grasse muestra el mismo casco antiguo cuidado, de color ocre, de todos los pueblos provenzales, con soportales y palacetes de los siglos XVII y XVIII que ahora acogen comercios colmados de jabones y perfumes artesanos.
Ya lo hemos dicho: la Provenza es azul, malva, rosa, amarillo, el aroma de las hierbas y flores, y cuadros que nacen del paisaje. Y la promesa de unos días inolvidables.
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