domingo, 5 de agosto de 2018

Viajes. Cerdeña, paraíso en mitad del Mediterráneo

Y precisamente el tiempo es lo que debemos olvidar nada más pisar la segunda ínsula más grande del Mediterráneo después de Sicilia. Aunque las distancias son cortas, las serpenteantes carreteras obligan a viajar sin prisa y disfrutar de los paisajes que circundan cada kilómetro que recorremos. Pues disfrutarla en coche es la mejor manera de conocer a fondo la isla.

Un buen punto de partida es el delicioso pueblo de Alghero. Sus calles empedradas y sus edificios levantados hace cientos de años por los catalanoaragoneses nos recuerdan al encanto de las villas de la Costa Brava. ¡Si hasta se habla en catalán! Anchas murallas a modo de bastiones nos evocan un pasado de resistencia frente a los diferentes invasores que intentaron controlar la villa; un pasado ahora convertido en un cautivador paseo donde contemplar el batir del oleaje sobre los muros que rodean el casco antiguo.

No será la única vez en el trayecto que veamos este tipo de construcciones. Toda la isla está rodeada de bastiones, murallas y torres de vigilancia erguidas en el pasado. Precisamente una de las más bucólicas es la que se encuentra un poco más al norte, en la playa de La Pelosa, en Stintino. Allí, este vigía pétreo parece controlar que las aguas cristalinas y el blanco de la arena permanezcan como él, ajeno al ir y venir de visitantes que se acercan a contemplar este paraje de postal.

Hacia el este, una carretera asomada al mar nos conduce hasta Castelsardo contemplando la infinidad de la costa norte en algo más de media hora. Un caleidoscopio de casas color pastel dispuestas en la ladera de la colina nos da la bienvenida. Coronada por un castillo del siglo XII, murallas y callejuelas empinadas, Castelsardo alardea de ser uno de los pueblos más duchos en el arte de la cestería. Recorriendo su casco antiguo no será difícil encontrar artesanas elaborando aparejos de pesca, cajas, cestas y todo tipo de objetos imaginables realizados con mimbre. ¡Incluso hay un museo dedicado a este arte!

La strada que discurre por el norte de la isla hasta Palau está salpicada de pequeñas playas que sirven de antesala de uno de los platos fuertes del viaje: El Parco Nazionale dell' Arcipelago di La Maddalena. Separada de Palau por poco más de 2 kilómetros solo es accesible en barco y resulta un paraíso en sí misma. Los traghetti que parten cada media hora en temporada alta desde Palau permiten cruzar a las islas de la Maddalena y la Caprera en menos de 45 minutos.

La Maddalena y Caprera

Una vez allí lo más complicado es elegir en cuál de las decenas de idílicas playas deseamos pasar el día. Desde la concurrida cala Spalmatore hasta la curiosa playa del Relitto, en la Caprera, famosa por los restos de un barco que transportaba carbón y que quedó allí varado tras un incendio; o la preciosa cala Tahití, más conocida por los oriundos como cala Coticcio, un pequeño arenal resguardado por rocas blanquecinas que hacen las delicias de los buceadores.

Recorrer las dos islas principales es sencillo gracias al pequeño puente que las une, aunque otra opción para conocer mejor el parque es alquilar una pequeña embarcación y perderse entre los los más de 60 islotes que conforman esta maravilla natural.

Pero además de playas encantadoras, especies endémicas y una idiosincrasia propia, el parque guarda un pedazo importantísimo de la historia de Italia. Allí se encuentra la tumba y la casa museo de Garibaldi (Compendio Garibaldino), el unificador del país de la bota de mediados del siglo XIX. Fue él mismo quien adquirió unos terrenos en la entonces semidesértica Caprera y donde pasó sus últimos años tras su retiro de la vida política hasta que murió en 1882. Visitarlo es toda una lección de historia.

Lo bueno de una isla como Cerdeña es que las posibilidades son infinitas. Cuando parece que no puede haber un atardecer más bello, unas aguas más inmaculadas y un pueblo más auténtico, recorres unos pocos kilómetros y te topas con una nueva sorpresa. Así ocurre con costa Esmeralda, en las proximidades de Olbia. El lujo y el glamur se dan cita cada verano entre Porto Cervo y Porto Rotondo, donde los precios se disparan y los yates parecen competir por el premio a la embarcación más pomposa de cada inaccesible cala.

Un mundo más mundano y asequible se abre al sur, hacia el imponente peñasco de Isola Tavolara con su área marina protegida y los pueblos de San Teodoro, Budoni y La Caletta. Antesala de nuevo de uno de los lugares más impresionantes que existen en la isla: el golfo de Orosei.

El golfo de Orosei, al oeste de Cerdeña

Para muchos es la zona, con permiso de la Maddalena, más bonita de Cerdeña. Protegido legalmente como Parque Nacional del Golfo de Orosei y del Gennargentu aglutina una sucesión de calas accesibles únicamente por mar o a través de largos senderos solo aptos para los más aventureros. El color de sus aguas, las enormes paredes de roca caliza y las cuevas horadadas por las olas a lo largo del tiempo hacen de sus 20 kilómetros de costa un lugar realmente mágico.

El pueblo de Cala Gonone es el punto de inicio perfecto de cualquier periplo por el golfo. Varios tipos de embarcaciones parten diariamente hacia las distintas calas donde disfrutar del sol mediterráneo. Lo más habitual es contratar una excursión en gommone (lancha hinchable) de entre 8 y 10 personas con la que, además de parar en diversos arenales, adentrarse en alguna de las estrechas cuevas y cavidades durante la navegación.

Cala Luna, cala Sisine, cala Biriola, cala Mariolu… son solo algunas de las playas de postal donde darse el baño soñado por cualquier amante del mar. Mención especial merece cala Goloritzé, con su maravilloso arco calcáreo, sus guijarros color marfil y su afilada aguja de 148 metros que hace las delicias de los escaladores más expertos. Todas distintas, pero todas con un factor común: el maravilloso crisol de tonos verdeazulados de sus aguas.

Tras un día de sol y playa es normal que se nos abra el apetito. Y esta zona, entre las provincias de Nuoro y Ogliastra, es el lugar perfecto para degustar la gastronomía mediterránea a base de productos locales. Su cercanía a los pueblos donde se anclan las raíces sardas, aquellos que rodean el Gennargentu y su pico más alto, la Marmora (1.834 metros), y su alma marinera nos permiten catar delicias bien de la tierra, bien del mar. Desde los malloreddus (un tipo de pasta en forma de concha alargada) servidos habitualmente con salsa de tomate casero y los culurgionis (pasta rellena estilo ravioli) hasta embutidos y queso pecorino, cordero, cochinillo, pescados capturados en el día o incluso erizos de mar y langosta; todo ello acompañado de vino de la tierra y pane carasau, una especie de corteza de pan que ya portaban y comían los pastores durante sus largas jornadas en el campo. Tras el atracón, los sardos son de “buen comer” y las raciones son abundantes, es más que recomendable probar el típico licor de la isla, el mirto, un digestivo elaborado con el fruto de nombre homónimo.

Acercarse a Cagliari significa encontrar mejores infraestructuras viales, pero también cruzarse con una mayor cantidad de visitantes en el camino. Sin embargo la zona sureste de la isla todavía mantiene un alma impertérrita y agreste en las proximidades de Villaputzu y Muravera. Además, en los días laborables, los arenales de aguas turquesas de Costa Rei y capo Carbonara se mantienen idílicos a pesar de la cercanía a la gran urbe. Idilio que se ve perturbado durante el fin de semana, cuando una gran cantidad de cagliaritanos se acercan a disfrutar de las playas aledañas más hermosas.

Cagliari, la capital de Cerdeña

Una vez en la capital, todo varía. La hace unos años destartalada Cagliari ha sufrido un cambio radical y se ha convertido en un referente cultural y vital del carácter sardo. El centro neurálgico de la llamada “Jerusalén blanca”, como la denominó el escritor D. H. Lawrence, es la Piazza Yenne, a la que se accede desde el puerto a través del Largo Carlo Felice. Allí quedan las parejas, juegan los niños, esperan los taxistas, celebran los éxitos el equipo de fútbol de la ciudad, toman el café los ejecutivos y descansan los jubilados al sol. El lugar perfecto para empaparnos del alma de la cittá, escuchar el sardo (junto con el italiano, el idioma de la isla) y conversar con algún cagliaritano que, siempre amable, estará dispuesto a aconsejarnos su lugar preferido de Cerdeña y a debatirlo con vehemencia si le llevamos la contraria.

Los alrededores de esta plaza semipeatonal son un ebullir de pizzerias, restaurantes, bares y terrazas donde poder descansar y aplacar el hambre tomando una pizza al taglio, una birra o un helado de cualquiera de los cientos de sabores que ofrecen las gelaterie cercanas.

Una vez repuestas las fuerzas llega la hora de empezar a subir las empinadas y anárquicas calles que desembocan en alguna de las puertas que dan acceso a la parte alta de la ciudad, el Castello. Este barrio histórico es un promontorio amurallado y vigilado por el Bastione di San Remy, el lugar perfecto para disfrutar del atardecer con la ciudad a los pies.

La mejor manera de dejar la capital y dirigirnos al norte es tomar la strada statale 131 (también conocida como carretera E25), una especie de espina dorsal que recorre Cerdeña de norte a sur y que une tres de las principales ciudades de la isla: Cagliari, Oristano y Sassari. Sin embargo, como en la vida, merece la pena desviarnos del camino más sencillo para descubrir alternativas más sugerentes.

La costa oeste de Cerdeña

Al oeste de Oristano, a medio camino entre Cagliari y Alghero, resulta interesante visitar la península de Sinis, coronada por la antigua ciudad fenicia de Tharros, un estratégico enclave en las rutas comerciales de hace más de 2.500 años. Dentro de la misma península, un poco más al norte, encontramos una joya de playa. Literal, pues los pequeños cristales de cuarzo blanco que conforman Is Arutas, hacen de ella un lugar ideal para disfrutar de la caída del sol sobre inabarcable mar Mediterráneo.

Continuando hacia el norte nos topamos con uno de los enclaves más famosos entre los sassareses: S’Archittu. Merece la pena aplacar el miedo y lanzarse al agua desde los 9 metros de altura de un imponente arco natural de piedra blanca al grito de AIÓ!!!! (“vamos” en sardo).

Tras el subidón de adrenalina solo apto para los más atrevidos, volvemos a la calma arropados por la tranquilidad que inspira el marinero pueblecito de Bosa, unos cuantos kilómetros al norte. Allí su castillo medieval nos recibe junto con sus fachadas multicolor que parecen salidas de un cuadro de Mondrian. El corazón de la villa, dividido en dos por las sinuosas formas de la desembocadura del río Temo, es un remanso de paz donde disfrutar de los terrenales placeres de un café y un dulce al atardecer.

Cuando llega el final del camino solo queda echar la vista atrás, hacer memoria de las delicias que ofrece una isla sincera que, sin pretensiones, se hace un hueco en el corazón de quienes la visitan. Y justo en ese momento entiendes por qué todos los que han recorrido sus rincones y fascinantes playas prometen volver a este paraíso mediterráneo anclado en el tiempo.



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