Un sábado a primera hora de la mañana en La Paz, Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, me recibe en la espaciosa antesala de su despacho, que da a la plaza Murillo. El político –56 años, cabello canoso y porte gallardo– es conocido en su país como un comprometido ideólogo marxista. Pero hoy va a cantar las alabanzas del capitalismo.
Y esa exposición de bondades tiene que ver con el litio. García Linera habla del recurso natural de su país combinando datos técnicos con embeleso. El litio, esencial para un mundo que funciona a base de baterías, también es la clave del futuro de Bolivia, me asegura el vicepresidente. Dentro de tan solo cuatro años, predice, constituirá «el motor de nuestra economía». Se beneficiarán todos los bolivianos, prosigue, pues «los sacará de la pobreza, garantizará su estabilidad dentro de la clase media y los formará en los ámbitos científico y tecnológico para que pasen a formar parte de la intelligentsia de la economía global».
Pero, como él bien sabe, ningún discurso en defensa del litio como salvación económica de Bolivia estaría completo sin una mención a su origen: el salar de Uyuni. Los más de 10.000 kilómetros cuadrados de esta llanura salina, uno de los paisajes más fabulosos del país, se verán casi seguro alterados –cuando no dañados irreversiblemente– al extraer el recurso que subyace bajo su superficie. Por eso me habla del salar con afán tranquilizador, casi con reverencia. «¿Ha estado usted en el salar de Uyuni?», me pregunta.
Cuando respondo que pronto partiré hacia allí, él parece embargado por la nostalgia. «Cuando llegue –me indica–, vaya una noche al centro del salar. Extienda una manta en el suelo y ponga música. Pink Floyd. Ponga Pink Floyd. Y contemple el firmamento». El vicepresidente hace un gesto con la mano para denotar que el resto será evidente.
Bolivia ve en la explotación del litio una forma de salir del callejón sin salida de su infortunio
La jornada de conducción que separa la capital más alta del mundo de la llanura salina más grande del planeta resulta ser una ruta automovilística por el país más pobre de América del Sur. Desde el centro de La Paz, embotellamiento eterno de coches y manifestaciones políticas, la carretera asciende con rapidez hasta El Alto, el bastión obrero del segundo grupo indígena más numeroso de Bolivia, los aimaras, migrantes del Altiplano andino. En las siguientes siete horas la ruta describe un descenso constante –atravesando pueblos donde, como advertencia disuasoria, cuelgan de los árboles muñecos que representan a ladrones en potencia, y la ciudad minera de Oruro– hasta que, a unos 3.650 metros de altitud, alcanza la horizontalidad en una franja de vegetación baja que está básicamente desierta, animada de vez en cuando por algunas llamas y por sus primas más menudas, las vicuñas. A última hora de la tarde, el pálido fulgor del salar se despliega al otro lado de la llanura.
Llego al salar cuando empieza a anochecer. Por espacio de kilómetro y medio conduzco sobre su superficie lisa y firme, hasta que resulta evidente que estoy en medio de la nada. Al apearme del SUV, una cuchillada de frío me obliga a concluir que no habrá mantas extendidas bajo las estrellas con Pink Floyd sonando de fondo.
Así y todo, el paisaje es alucinante: kilómetros de terreno blancuzco, absolutamente plano y dividido en formas vagamente trapezoidales, una austeridad perfeccionada por el límpido cielo azul y los picos andinos de color caoba a lo lejos. Motos y todoterrenos recorren a toda velocidad la superficie desprovista de carreteras, con destinos desconocidos. Aquí y allá, seres solitarios avanzan tambaleantes como sumidos en un estupor postapocalíptico, escrutando lo que el vicepresidente de Bolivia llama «la mesa infinita de blancura nívea».
Donde no alcanza la vista, en el borde de aquella infinitud, los buldóceres se afanan en las pozas de evaporación del salar, largas y con una geometría precisa. Tarde o temprano –nadie puede decir cuándo sin temor a equivocarse–, los buldóceres pondrán rumbo hacia aquí.
Lo que sí podemos afirmar es lo siguiente. Primero, que por debajo del salar más vasto del mundo yace otra maravilla: uno de los depósitos de litio más grandes de la Tierra, quizás el 17 % del total del planeta. Segundo, que el Gobierno de Bolivia –donde el 40 % de la población vive en la pobreza– ve en la explotación de sus reservas de litio una forma de salir del callejón sin salida de su infortunio. Y tercero, que dicha vía de escape que parte por la mitad el salar de Uyuni, en gran medida prístino, es totalmente nueva e inexplorada y a la vez (para los bolivianos, que viven en un país cuajado de proyectos mineros saqueados y ambiciones hurtadas) sospechosamente conocida.
La Bolivia de hoy sigue encadenada a su pasado. El primer presidente aimara del país, Evo Morales, que asumió el poder en 2006, se refería en su última toma de posesión a los «500 años de sufrimiento» por culpa del colonialismo español, un reinado de esclavitud y aniquilación cultural que concluyó hace casi dos siglos. La geografía y la mala gobernanza conspiraron desde entonces para frustrar la reinvención de Bolivia. Las perspectivas económicas del país sufrieron un varapalo cuando este se quedó sin salida al océano Pacífico en 1905 tras perder una guerra contra Chile. Mientras sus vecinos Brasil y Argentina crecían poco a poco en prosperidad, Bolivia soportaba décadas de golpismo militar y corrupción. Las dos grandes poblaciones indígenas, los quechuas y los aimaras, siguen todavía hoy relegadas al estatus de casta inferior por la élite dirigente de ascendencia europea.
En suma, Bolivia ha sido un país de autoestima endeble, hostilidades latentes y consenso inexistente en la visión del destino nacional. En paralelo, su historia económica es una infinita montaña rusa de auges y caídas. Aunque esto es habitual en los países que dependen de sus recursos naturales, algunos Estados latinoamericanos (como Chile) han gestionado los suyos con competencia. El Gobierno boliviano, en cambio, ha cedido en repetidas ocasiones el derecho de explotación de sus minerales a empresas extranjeras a cambio de beneficios rápidos pero fugaces. En palabras del vicepresidente: «En toda nuestra historia no hemos creado una cultura que combine nuestros activos en bruto con un pensamiento inteligente. Esto ha dado lugar a un país que es rico en recursos naturales, pero muy pobre desde el punto de vista social».
Bolivia continúa estando desdibujada en el conjunto de naciones latinoamericanas, sin que su historia destaque ni por emblemática ni por volátil. Su cameo en Dos hombres y un destino podría entenderse como una metáfora de este semianonimato. En este clásico del cine, Bolivia era el refugio final de dos estadounidenses ladrones de bancos. Convertidos por Hollywood en personajes glamurosos, los forajidos simbolizan algo mucho menos romántico en Bolivia: el saqueo implacable de sus recursos por parte de extranjeros procedentes de países mucho más ricos.
Un tren acribillado a balazos, supuestamente atracado por el dúo, es uno de los hitos turísticos de Pulacayo, que en sus tiempos fue una bulliciosa población minera. Hoy Pulacayo es un pueblo fantasma. La que fuera lujosa residencia de Moritz Hochschild, barón alemán de la minería, es en la actualidad un museo que casi nadie visita donde se exponen fotografías antiguas que dan fe de las penurias soportadas por sus obreros, muchos de ellos mujeres y niños. Una serie de documentos recién descubiertos revelan que Hochschild ayudó a cientos de judíos a escapar de la Alemania nazi y asentarse en Bolivia. Tal y como observó con mordacidad el geólogo boliviano Óscar Ballivián Chávez, «Hochschild fue el Schindler de Bolivia, solo que no para los bolivianos».
Las minas de Pulacayo fueron clausuradas por el Gobierno en 1959 y los mineros perdieron su empleo. Se daba por hecho que la muerte del pueblo sellaría el destino de Uyuni, un centro de distribución minera a 20 kilómetros de distancia. Pero un día, en la década de 1980, un turoperador paceño llamado Juan Quesada Valda se fijó en el salar mientras buscaba un destino turístico que rivalizara con el lago Titicaca.
Hasta entonces los bolivianos consideraban el salar una anomalía geográfica. Una leyenda local dice que el salar nació de la leche materna y las lágrimas saladas que el volcán Tunupa vertió al llorar por sus dos hijas raptadas. Aunque el Tunupa y otros montes circundantes son venerados por la tradición indígena, «el salar nunca tuvo significación cultural alguna –dice el alcalde de Uyuni, Patricio Mendoza–. La gente evitaba adentrarse en él, temiendo perderse y morir de sed o lesionar a sus llamas al hacerlas caminar sobre la sal».
Al contemplar el salar, Quesada experimentó una revelación, cuenta su hija Lucía: «Lagos hay en todas partes, pero una llanura salina como esta es única en el mundo. Vio que podía venderla».
Parecería evidente que un país con abundantes reservas de litio no debería temer jamás a la pobreza
Quesada procedió a construir el primero de varios hoteles compuestos casi por entero de bloques de sal en Colchani, una aldea situada en la orilla oriental del salar. Empezaron a llegar aventureros extranjeros deseosos de sumergirse en el vasto desierto blanco. Con el tiempo se convertiría en escenario de bodas, clases de yoga y carreras de alta velocidad. Hoy los hoteles de sal suelen estar completos y Uyuni se ha transformado en una población turística algo roñosa, plagada de pizzerías y rebosante de mochileros.
«El turismo debe de ser el 90 % de nuestra economía», dice Mendoza.
En otras palabras, en el largo y aciago historial boliviano de decepciones económicas, el salar constituye una excepción feliz, aunque modesta.
Pero ahora llega el futuro de Bolivia, en forma de litio.
Lo que el oro significó en épocas pretéritas y el petróleo en el siglo pasado quizá parezca una nadería al lado de lo que puede llegar a ser el litio en años venideros. Con una larga historia de uso farmacológico para tratar trastornos bipolares, y presente en artículos tan variopintos como piezas cerámicas y armas nucleares, hoy ha emergido como componente esencial de las baterías de ordenadores, teléfonos móviles y otros aparatos electrónicos.
El consumo anual de litio del mercado mundial rondó las 40.000 toneladas en 2017, un incremento anual de aproximadamente el 10% desde 2015. Al mismo tiempo, entre 2015 y el año pasado el precio del litio casi se triplicó, claro reflejo de cuán rápido ha crecido la demanda.
Es probable que esa tendencia se intensifique conforme se popularicen los coches eléctricos. Una versión del Tesla Model S lleva un pack de baterías que contiene unos 63 kilos de compuestos de litio, que equivaldrían a unos 10.000 teléfonos móviles, según Goldman Sachs. Esta firma de inversiones también predice que, cada vez que la venta de coches eléctricos reemplaza un punto porcentual del total de vehículos convencionales vendidos, la demanda de litio aumenta 70.000 toneladas al año. Dado que Francia y el Reino Unido han anunciado que prohibirán la venta de automóviles de gasolina y diésel a partir de 2040, parecería evidente que un país con abundantes reservas de litio no debería temer jamás a la pobreza.
Aunque en la actualidad se extrae litio en todos los continentes excepto la Antártida, hasta tres cuartas partes de las reservas conocidas se hallan en el Altiplano-Puna, una franja de los Andes de 1.800 kilómetros de largo. Los depósitos salinos se concentran en Chile, Argentina y Bolivia, formando el llamado Triángulo del Litio. Chile produce litio a partir de salmuera desde la década de 1980; su salar de Atacama es hoy la fuente por excelencia de este elemento en Latinoamérica. El Estado chileno ha sido el más abierto a la inversión extranjera, y su sector minero –Chile es el primer exportador de cobre del mundo– posee una dilatada experiencia. Argentina también empezó a extraer litio de salmuera a finales de los años noventa, explotando su salar del Hombre Muerto.
Las reservas de litio de Bolivia son parejas a las del superproductivo salar de Atacama chileno, pero hasta hace poco no se había explotado su potencial. «En Argentina y Chile siempre han tenido una cultura de colaboración público-privada –dice Ballivián, uno de los primeros geólogos que en los años ochenta estudiaron el potencial minero del salar de Uyuni–. Aquí el Gobierno no quiere aceptar inversiones privadas. Hay hostilidad contra el capitalismo».
La elección de Morales entrañó un simbolismo muy potente para la población aimara indígena, pero el discurso y los actos del nuevo presidente también tuvieron el efecto de ahuyentar el capital extranjero. Morales actuó con premura para nacionalizar el sector petrolero y ha dado pasos hacia la nacionalización de algunas operaciones extractivas.
En 2008, tras dos años como cargos electos, Morales y García Linera se fijaron en las reservas de litio del salar de Uyuni, como ya habían hecho Gobiernos anteriores. «Los otros Gobiernos no produjeron nada de litio –me dijo el vicepresidente–. Lo que pretendían era reproducir punto por punto el sistema de economía extractiva colonial. El pueblo boliviano no quiere esto. Así que empezamos de cero».
Desde el comienzo el nuevo Gobierno se rigió por un principio de actuación: «¡100 % estatal!», es decir, control absoluto por parte del Estado. «Decidimos que los bolivianos vamos a ocupar el salar, inventar nuestro propio método de extracción de litio y, a continuación, colaborar con empresas extranjeras que puedan traernos un mercado global», dijo García Linera.
El eslogan del «¡100 % estatal!» llevaba un significado extra en boca de un presidente aimara. Resulta que una gran parte de la población que habita en torno al salar es aimara. Declarar que el salar se convertiría en el epicentro de la revolución económica boliviana equivalía a anunciar la llegada de empleos y el final de las penurias para la población indígena del país.
García Linera hizo una promesa audaz: el litio sería «el combustible que alimentará el mundo». Llegado el año 2030, me aseguró, la economía del país estaría a la altura de la argentina y chilena. Morales predijo, lleno de confianza, que Bolivia estaría produciendo baterías de litio en 2010 y coches eléctricos en 2015. Sus cálculos resultaron desacertados.
Como descubrirían Morales y García Linera, la extracción de litio es un proceso caro y complicado que exige grandes desembolsos de capital además de una tecnología sofisticada. Un país en vías de desarrollo como Bolivia no tenía la menor oportunidad de lograrlo en solitario. Al mismo tiempo, atraer a una empresa extranjera dispuesta a ceder el control al Estado sería tarea peliaguda para cualquier país, pero en especial para uno con tendencias nacionalizadoras.
«Como entenderá, la mayoría de los sectores industriales querrían explotar el salar –insistió García Linera–. Seguimos diciendo que no, que el salar ha de estar bajo el pleno control de técnicos bolivianos. Y esto ha generado ciertas tensiones».
Confiando de todos modos en que la promesa de las reservas ocultas bajo el salar de Uyuni aparcaría todas las dudas, el Gobierno de Morales anunció que Bolivia trabajaría con un colaborador extranjero que en 2013 estaría asistiendo al país en la producción de litio a escala industrial. Una vez más, la predicción resultó ser apresurada. Las empresas estadounidenses se desmarcaron del plan. También una importante firma coreana. Hasta 2018 Bolivia no encontró ese colaborador: ACI Systems Alemania, un grupo germano que, según lo publicado, invertirá 1.300 millones de dólares a cambio de un 49 % de participación.
El obstáculo más importante que Bolivia tiene en su camino es de naturaleza técnica. Producir litio apto para baterías a partir de salmuera pasa por separar los cloruros de sodio, potasio y magnesio. La eliminación de este último contaminante es particularmente cara.
El salar boliviano recibe significativamente más lluvias que los de Argentina y Chile, situados a menor altitud, lo que ralentiza el proceso de evaporación. Además, sus depósitos de litio contienen más magnesio. «Si en Chile la proporción es de 5 a 1, en Uyuni es de 21 a 1. Cuatro veces la concentración chilena –dice el ingeniero químico boliviano Miguel Parra–. Para ellos el proceso es mucho más fácil. Para nosotros, la mayor complicación es separar el magnesio del litio».
Conocí a Parra una mañana en la planta piloto de producción de litio de Llipi, situada al final de una larga pista de tierra. Parra es el director de operaciones de la factoría desde poco después de iniciarse el proyecto en noviembre de 2008. Los fuertes vientos y las abundantes lluvias significaron un retraso de años hasta que los ingenieros lograron construir una conexión de 15 kilómetros entre la factoría y el salar del que se extrae el litio.
Aparte de una pequeñísima planta piloto que fabrica baterías en la población minera de Potosí, la factoría multimillonaria de Llipi, que empezó a producir litio en enero de 2013, es todo cuanto el Gobierno de Morales puede poner sobre la mesa tras diez años en pos de una prosperidad alimentada por el litio. El modesto complejo de gestión estatal cuenta con una plantilla netamente boliviana de 250 empleados, procedentes en su mayoría no de las poblaciones aimaras de la zona, sino de La Paz o de Potosí.
Víctor Ugarte, director de control de calidad, me guio en una visita de la factoría. El tour nos llevó apenas unos minutos. En primer lugar los obreros perforan la costra de sal hasta alcanzar la salmuera. A continuación la salmuera se bombea hasta una serie de pozas en las que se concentra por evaporación y se le añaden sustancias químicas que provocan la cristalización del sulfato de litio. El sulfato de litio disuelto se transporta en cisternas por la conexión hasta el tercer y último piso de la factoría. Allí el líquido se mezcla por espacio de una hora con cal traída en camiones desde Potosí. Este, me explicó Ugarte, «es el paso más difícil: de esta manera extraemos el magnesio para alcanzar el nivel de pureza que necesitamos».
Una vez eliminados los compuestos de magnesio, que conforman una pasta gris, el líquido remanente se transporta al segundo piso, donde se filtra el sulfato de calcio. Luego se añaden productos químicos al líquido enfriado para crear carbonato de litio, que se seca durante dos horas y después se embolsa en sacos blancos debidamente etiquetados. Aproximadamente el 20 % se lleva a la fábrica de baterías de Potosí, a 300 kilómetros de distancia. El resto se vende a diversas empresas. «Empezamos produciendo alrededor de dos toneladas al mes –me dijo Ugarte durante la visita–. Ahora ya sacamos cinco». (En el ínterin, afirman los jefes de la factoría, han alcanzado una producción de 30 toneladas mensuales).
Pregunté al director de control de calidad cuál era el objetivo último de producción de la factoría de Llipi. «La escala industrial –respondió–. Serán 15.000 toneladas anuales». Intenté imaginar de qué manera aquellas modestas instalaciones podrían medrar en cuestión de cinco o seis años hasta el punto de cumplir un objetivo tan ambicioso sin renunciar al 99,5 % de pureza, el estándar industrial del litio apto para baterías.
Al contemplar el panorama, vienen a la mente otras preguntas, como, por ejemplo, ¿qué pretende hacer Bolivia con las formidables escombreras grises de residuos de magnesio? El Gobierno apunta que el cloruro de magnesio puede usarse como fundente del hielo viario, pero se hace complicado creer que vaya a utilizarse en semejantes cantidades. Por otro lado, la cal es el medio más viable desde el punto de vista económico para separar el magnesio del litio. El Gobierno boliviano afirma contar con un método de tratamiento único que de algún modo reducirá el desecho de cal residual.
A la hora de fijar a cuánto ascenderá esa reducción, todo son especulaciones. Según el geólogo boliviano Juan Benavides: «El impacto ambiental en Chile y Argentina es bajo. Pero no podemos extrapolarlo, la verdad, porque el litio boliviano contiene una gran proporción de magnesio. Lo único que sabemos es que habrá que utilizar mayores cantidades de cal y que las normativas y leyes argentinas y chilenas relativas al litio son más estrictas que las bolivianas».
«Estamos muy orgullosos de las medidas preventivas que hemos tomado para reducir cualquier impacto –me dijo García Linera–. De hecho, nos han costado un buen dinero».
Con todo, es casi imposible calcular la transformación que una versión industrializada de su factoría de litio obrará sobre el salar de Uyuni. Uno de los principales temores es la cantidad de agua que se necesitará para extraer el litio. Dos ríos, el Colorado y el Grande de Lípez, desaguan en el salar. El primero no pasa de ser un arroyo; el segundo es tan somero que se cruza a pie.
Ambos son cruciales para los productores locales de quinoa, de la cual Bolivia es el segundo productor mundial después de Perú. Aunque el Gobierno boliviano insiste en que el 90% del agua que utilice será salada y no procedente de acuíferos, algunos expertos no acaban de creerse que el suministro de agua subterránea vaya a salir indemne. «Año tras año, el agua será el mayor recurso necesario –dice Ballivián–. Les hará falta en cantidades enormes, mayores que en ninguna otra mina de Bolivia».
Por último, no hay que olvidar la superficie del salar en sí misma, hoy todavía respetada en su mayor parte. Aunque los visitantes humanos lo veneran por su sobriedad aparentemente infinita (solo la quiebran de vez en cuando montañas tapizadas de cactus que se elevan a modo de isla), el salar es también un espacio de cría del flamenco chileno. «Nuestra factoría está muy lejos de estos santuarios –dijo García Linera, y añadió–: Esto da fe de nuestro compromiso con el medio ambiente».
Varias docenas de pozas de evaporación, algunas de ellas de un kilómetro de largo, puntean la llanura salina lejos de donde el visitante podría acampar una noche estrellada con una manta y Pink Floyd a todo volumen. Pero estas hendiduras oscuras están diseñadas para alojar lo que hoy es una mínima parte de la explotación anual que se propone alcanzar Bolivia. Además, tal y como me indicó el viceministro de Altas Tecnologías Energéticas, Luís Alberto Echazú Alvarado: «Nuestra idea es que se trata de un proyecto a largo plazo. Así que hay que mezclar salmuera pobre y rica para explotar el salar entero».
«¿De modo que el Gobierno estará siempre perforando nuevas zonas?», pregunté.
«Exacto, exacto –contestó Echazú, asintiendo con vehemencia–. Siempre».
En mi viaje hacia las poblaciones adyacentes al salar de Uyuni –Colchani, Tahua, Chiltaico, Llica–, de vez en cuando se materializaban en los muros expresiones de apoyo a Morales: «¡Evo sí!». Pero los vecinos respondían con escepticismo, a veces teñido de preocupación, cuando les preguntaba por el proyecto de extracción de litio de Morales.
Muchos aimaras de la región trabajan de saleros: recolectan sal y la venden a plantas procesadoras. Un salero llamado Hugo Flores me dijo: «El Gobierno no nos ha dado ninguna información. Ni siquiera sabemos qué es el litio, qué beneficios da, qué efectos tiene». Con más concreción, una concejala de Tahua llamada Cipriana Callpa Díaz dijo: «En este Ayuntamiento nadie está trabajando en el proyecto del litio. Pensamos que crearía empleo para nuestros vecinos, con buenos sueldos. Es una desilusión muy grande».
Cuando transmití esta sensación a Parra, el director de la factoría de Llipi se encogió de hombros, impotente, y reconoció que en el procesado del litio no hay demasiado trabajo para obreros no cualificados. «La recomendación es que los chicos vayan a la universidad y vuelvan con un título», dijo.
Quizá la expresión más vehemente de descontento fue la de Ricardo Aguirre Ticona, que preside el concejo municipal de Llica, capital de la provincia de Daniel Campos. Casi todo el salar pertenece a esa provincia.
«Entendemos que una vez que esté acabada y funcionando, la factoría será un negocio multimillonario –me dijo una tarde en su despacho–. El escepticismo es porque no sabemos si nosotros obtendremos algo de él.
Los primeros que deberían beneficiarse son los que viven donde tiene lugar la producción. [...] Y no es solo cuestión de embolsarse beneficios. Aquí debería haber una facultad de ciencias químicas, o becas, para que los jóvenes puedan tener un futuro. Llevamos tres años pidiéndolo. Ahora solicitamos audiencia con el presidente. Hace mucho que no viene por aquí».
Aguirre calibró con cuidado sus siguientes palabras: «La población boliviana es paciente. Pero llegado el caso, tomará medidas para hacerse oír».
En Bolivia, esta afirmación no necesita más explicaciones. En 1946 la población decidió que se le había acabado la paciencia con el presidente Gualberto Villarroel, quien puso en marcha reformas laborales pero ordenó medidas represoras cuando los mineros aumentaron sus exigencias. Bolivianos enfurecidos saquearon el palacio de Villarroel y lo asesinaron.
Colgaron su cadáver de una farola en la plaza Murillo, contigua al palacio en el que me había visto con el vicepresidente. Pensaba en ese negro recordatorio del pasado mientras salía de Llica en el SUV y volvía a recorrer esa ensoñación incolora que es el salar, una ilusión de simplicidad que podría no tener fin, pero que en realidad sí lo tiene.
via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2TRCiH4
No hay comentarios:
Publicar un comentario