Desciendo lentamente, con cuidado. Dejo en la superficie la boya que indica el sitio y la zodiac, meciéndose indolente. El bajo, colonizado de especies vegetales, está muy cerca. Tanto, que temo rozarlo con mis aletas y enturbiar la transparencia del agua. Solo oigo el sonido artificial de mi propia respiración a través del regulador. ¿Está acelerada o me lo parece a mí? Mi compañero de buceo, Balky, me precede, cámara en mano, y desciende con seguridad.
La luz queda atrás. Y los colores.
Peces curiosos nos acompañan en nuestro descenso. La proa del SS Sirio aparece ante nosotros, a tan repentincomo si no estuviéramos buscándola. Su deterioro acusa el siglo largo que lleva durmiendo en el fondo del Mediterráneo. Estamos a 38 metros de profundidad, y ahora sí que noto cómo mi respiración se acelera. Al fin y al cabo, no todos los días se bucea en una tumba submarina.
Ciento once años. Ese es el tiempo que el Sirio lleva sumergido, desgajado en dos desde su naufragio el 4 de agosto de 1906 frente a las costas de la localidad murciana de Cabo de Palos, junto a Cartagena. Propiedad de la compañía Navigazione Generale Italiana (NGI), era uno de los trasatlánticos que en su época realizaba la travesía de Génova al Nuevo Mundo.
Éxodo europeo
En 15 días, anunciaba frente a la feroz competencia. Eran los primeros años del siglo XX, y millones de personas abandonaban una Europa que, sin saberlo, se abocaba a la Primera Guerra Mundial. Italia, Grecia, España y Portugal eran entonces países emisores de centenares de miles de emigrantes que huían de las levas forzosas, de la pobreza y del hambre y empeñaban sus bienes por un pasaje de ida para buscar, al otro lado del mar, el sueño de una vida mejor. Como ahora. Algunos jamás llegaron a su destino. Como ahora.
Balky señala con el dedo la barandilla del Sirio. «Es mi imagen favorita», me ha confesado. No puede evitar imaginar a las personas que contemplaron el mar desde ella, que sobrevivieron aferrados a ella, ese último día. El Sirio es una de las razones que llevaron a este madrileño que se había buceado medio mundo a abrir un centro de buceo, Balkysub, en Cabo de Palos y a hacer de los pecios su pasión más confesable.
No es para menos: el barco ostenta el dudoso honor de ser el naufragio civil más importante del Mediterráneo. La tragedia del Titanic, seis años después, eclipsaría al vapor italiano, pero a diferencia de aquel, jamás se supo el número exacto de fallecidos en el Sirio, porque jamás se supo el número exacto de pasajeros a bordo. Hoy en día las cifras aún oscilan entre las 242 declaradas por la compañía aseguradora y las 500 estimadas por la prensa de la época. No puedo evitar pensar en ellos mientras floto sobre el casco de la nave.
Jamás se supo el número exacto de fallecidos porque jamás se supo el número exacto de pasajeros
Ana Ayuso, buceadora que, como Balky, ha hecho de Cabo de Palos su afición y su pasión, me explica que esa sensación nunca te abandona. Ella hizo su primera inmersión hace 25 años. «Cada vez que bajo rememoro la historia –afirma–. Me imagino el momento en que el barco se partió en dos».
El 2 de agosto de 1906 el Sirio zarpó del puerto de Génova. Al día siguiente realizó escala en Barcelona, donde embarcaron más personas, y prosiguió rumbo al Atlántico. A la altura de las islas Hormigas, como advertirían con posterioridad testigos presenciales e incluso el tercer oficial a bordo, Tarantino, que así se lo comunicó al capitán, el barco navegaba demasiado pegado a la costa y a una velocidad de 15 nudos, por una zona de bajos que figuraba en todas las cartas marítimas. El capitán Giusseppe Piccone ignoró la advertencia.
El lugar no era nuevo ni para el buque ni para él. A sus 68 años, contaba con más de 40 de experiencia en el mar. De hecho, tocaba retirarse y ya había decidido que aquella sería su última derrota. No imaginaba hasta qué punto.
«El Bajo de Fuera es una roca de 200 metros de largo, con solo 3,6 metros de agua por encima. Una auténtica trampa para cualquier barco», asegura el historiador Luis Miguel Pérez Adán, coautor de El naufragio del Sirio, el libro de investigación que se editó en 2006 con motivo del centenario del hundimiento. El impacto se oyó desde la costa. El buque, herido de muerte, quedó varado sobre la cima del bajo, con la proa elevada, y se escoró a estribor.
La vía de agua comenzó a inundar los compartimentos de popa. Las calderas explotaron, sembrando la muerte, y la sirena de alarma se extendió como un grito agónico. A bordo cundió el pánico. Los botes de estribor estaban sumergidos y los situados a babor colgaban de sus pescantes hacia el interior del barco, lo que los hacía inservibles.
No había suficientes chalecos ni aros salvavidas. En cubierta los pasajeros quedaron atrapados bajo los toldos que les protegían del sol, y no había nadie a quien dirigirse en busca de indicaciones, pues la tripulación había abandonado apresuradamente la nave en uno de los primeros botes. Los pasajeros, presas del pánico, libraron una feroz batalla por conseguir cualquier objeto que les permitiese flotar, y empezaron a lanzarse al mar.
Estupefacción en la playa
A apenas tres millas de allí, en Cabo de Palos, veraneantes, pescadores y marineros presenciaban estupefactos lo ocurrrido. Según relataría Juan de la Cierva, exministro de Gobernación y veraneante asiduo de la aldea, mientras desde su teléfono se avisaba a Cartagena, las embarcaciones más pequeñas se dirigieron a remo hasta el lugar del siniestro. Vicente Buigues, que volvía de pescar con su primo Bautista, era quizás el que estaba más cerca.
Puso proa al Sirio y arrió un primer bote, que volcó ante la multitud de personas que trataron de abordarlo. Optó entonces por una acción arriesgada: abordar el Sirio con la proa del Joven Miguel para que los náufragos pudieran pasar a través del bauprés y ponerse a salvo a bordo de su propio barco.
La acción espontánea de los pescadores de Cabo de Palos (frente a la inacción de la tripulación del trasatlántico y de los grandes buques de la zona, como el Marie Louise o el Poitou) evitó una tragedia mayor, salvando más de 400 vidas.
«Fue la mayor operación de salvamento marítimo de la historia de España –advierte Fernando García Echegoyen, marino, investigador profesional de siniestros marítimos y escritor naval–. Civiles de origen humilde que se jugaron el tipo, la vida y su patrimonio. Una historia de solidaridad y valentía que casi hemos olvidado».
Bartolo, nieto de uno de los rescatadores, la recuerda, en cambio, casi cada día. Es pescador, como lo fue toda su familia, y su barco, como
en un homenaje mudo, lleva el nombre del Sirio. «Mi abuelo nunca quería contar mucho de lo que vio. Le cambiaba la cara». Su abuela sí le hablaba de aquella gesta protagonizada por «su gente». «Eran todos familia», asiente con orgullo.
Una oración por los fallecidos
Ana Ayuso la recuerda cada vez que conoce a alguien de la zona que lleva alguno de los apellidos de aquel grupo de esforzados pescadores. Ella no ha nacido en el pueblo, pero cada año, el mismo día de la tragedia, a la misma hora, como en un ritual, desciende hasta la proa del Sirio y reza una oración por los fallecidos, a 52 metros de profundidad.
«Todo navegante del Mediterráneo conoce la peligrosidad de estos bajos –afirma Miguel Ángel García Gallego, veterano director de la empresa de buceo Planeta Azul y coautor del libro El naufragio del Sirio–. Ese día el mar y la visibilidad eran perfectos. Hubiera bastado con ponerle menos de una milla de margen al rumbo para no arruinar el futuro y las ilusiones de tantas vidas».
Miguel Ángel sigue sin explicarse el error de rumbo que motivó el naufragio. Dos días después de la tragedia la prensa ya señalaba al capitán Piccone, cuya conducta y aparente frialdad provocaron un conato de linchamiento, ante el que la compañía optó por enviarlo de vuelta a Italia en tren. Allí concedió su primera entrevista al diario milanés Il Secolo. Restó importancia a la advertencia del tercer oficial y señaló que la alteración del rumbo podía deberse «a corrientes marítimas o a influencias magnéticas». «La tripulación cumplió con su deber en el momento de la catástrofe», dijo.
Sus declaraciones quedaron en evidencia durante la investigación oficial realizada en Italia, que encontró un motivo para la inexplicable derrota: el buque se dedicaba al tráfico clandestino de emigrantes. «Ello explicaba que el buque se aproximara temerariamente a la costa para intentar recuperar el tiempo y el combustible perdidos en las recogidas clandestinas, o para un nuevo embarque de inmigrantes», afirma Ángel Rojas Penalva en su exhaustivo blog el naufragio del Sirio. Las investigaciones pusieron de manifiesto que el vapor había efectuado una parada no oficial en Alcira y que tenía algunas otras previstas, al menos en Águilas y en Málaga.
El buque se dedicaba al tráfico clandestino de emigrantes.
El tráfico de personas realizado por navíos de rutas comerciales no era algo nuevo. Suponía un goloso sobresueldo para sus tripulaciones y la connivencia con guardacostas y servicios de vigilancia marítima en un lucrativo negocio que se aprovechaba de los sueños de los más miserables. Por supuesto sus nombres no figuraban en ninguna lista de embarque, lo que avalaría las hipótesis de quienes piensan que el número real de fallecidos a bordo del Sirio fue mucho mayor.
Una negligencia criminal
Algunos investigadores, sin embargo, no dan por buena esta explicación. Creen que fue útil a la compañía porque disfrazaba de codicia –un «defecto» más excusable – la impericia de la persona a cargo de la nave. Así, Fernando García Echegoyen, experto en naufragios y autor del Atlas de naufragios en las costas de Andalucía, de próxima aparición, considera que «Piccone fue un capitán que cometió una negligencia criminal. Su pecado más grave fue no haber sabido evaluar la situación tras la embarrancada. Si hubiera advertido que el buque no se hundía, podría haber contenido al pasaje, que enloqueció al verse abandonado».
Piccone, la única persona que quizá tuviera las respuestas, murió en Génova en abril de 1907, apenas ocho meses después del naufragio. La rumorología popular afirma que jamás logró reponerse de lo ocurrido aquel fatídico día.
Asciendo de nuevo a la superficie. Con el sabor de la sal en los labios, y entre el vaivén del oleaje, veo el faro de las Hormigas y el de Cabo de Palos, tan cerca y tan lejos como debieron de verlos quienes cayeron al mar. Si cierro los ojos, oigo sus gritos, entre los chillidos de las gaviotas.
Los supervivientes arribaron aquella tarde, desnudos y aterrados, a una aldea que se volcó en su desgracia, como haría después la ciudad de Cartagena. El teatro Circo sirvió para cobijarlos, la tienda asilo de San Pedro sirvió comidas, el asilo de San Miguel donó ropa y calzado, y diferentes espectáculos de una ciudad en fiestas –desde cines hasta corridas de toros– donaron el importe de sus recaudaciones para los damnificados. Entre las tareas de identificación, acogida, misas y entierros hubo un hueco para el reconocimiento explícito de la labor realizada por los pescadores. El Gobierno español concedió la Cruz Roja del Mérito Naval por primera vez a dos marinos civiles, Vicente Buigues y el Tío Antolino.
El rostro del primero nos mira, desconchado por el paso del tiempo, desde la placa conmemorativa del faro de Cabo de Palos. «Pocos eran conscientes en ese momento de que los salvadores atravesaban una situación crítica –advierte Bartolo–. Nadie quería comprar el pescado que provenía de una zona donde día tras día seguían apareciendo cadáveres».
Porque el Sirio aún tenía cadáveres atrapados en su seno. Y secretos. El 10 de agosto, El Eco de Cartagena haría suyas las quejas de los supervivientes que habían tenido acceso a sus equipajes. Todo había sido saqueado. El redactor llegaba a afirmar que «más que naufragado, parece el buque asaltado por una legión de piratas ansiosos de botín». El Sirio continuaba varado en el Bajo de Fuera, y hasta ese momento solo se había permitido el acceso a la tripulación, que negó rotundamente estar implicada en aquellos casos de pillaje.
¿Quién había saqueado el buque?
«Las incógnitas perduran hasta hoy –afirma García Gallego–, pero no solo por lo que respecta a la identidad de los saqueadores del barco, sino al contenido de la caja fuerte».
La caja fuerte se recuperó a 46 metros de profundidad dos meses después en una inmersión coordinada por dos compañías de salvamento marítimo, L’Ancora, de Génova, y Purísima Concepción, de Cartagena, y fue abierta en presencia de los directores de las mismas. Pese a que algunos pasajeros aseguraban haber depositado en ella alhajas, dinero y valores, estaba vacía. Sorprendentemente, la cerradura no presentaba señales de violencia, lo que alimentaría la hipótesis del sabotaje.
Durante años, la zona estuvo accesible a todo el que se atreviera a bucearla. Bartolo incluso colaboró en los trabajos de extracción de las partes aprovechables del barco en los años cincuenta y sesenta. «Allí no quedaba ya nada, solo había chatarra», afirma, restándole emoción de manera intencionada. La gente, sin embargo, continuaba sumergiéndose en busca de restos o de respuestas. Algunos –Bartolo recuerda que sacó a una pareja de buceadores con los rostros comidos por los peces– solo encuentran allí su propia tumba.
A la semana del naufragio, tres embarcaciones fletadas por la NGI arribaron a Cartagena para hacerse cargo de los supervivientes: el Italia, encargado de trasladar a quienes quisieran seguir viaje a América, y el Orione y el Adriá, para los que regresaran a sus puertos de origen, Barcelona o Génova.
Pese a la reticencia de muchos a embarcarse de nuevo, el día 12, una semana después de la tragedia, casi todos los supervivientes habían abandonado Cartagena, y el naufragio empezaba a parecer algo que nunca hubiese sucedido. Solo el propio barco, varado en el mismo lugar en que había embarrancado, constituía un testimonio mudo de una tragedia que se pudo haber evitado.
«El barco no se hundió –recuerda García Echegoyen–. Y pese a ello murieron cerca de 400 personas. Si el capitán y sus oficiales hubiesen mantenido el comportamiento que de ellos se esperaba, prácticamente no hubiera habido víctimas». El Sirio permaneció en la superficie hasta el día 13, en que la embarcación vigía oyó el ruido del casco al partirse en dos. La proa quedó trabada entre las rocas una semana más, antes de precipitarse también al fondo del mar y desaparecer para siempre del horizonte de Cabo de Palos.
Subir a la zodiac, notar de nuevo el sol y llegar al bullicio de los restaurantes de Cabo de Palos produce un escalofrío, como si volvieras de una excursión al pasado, a un lugar que para los demás no existe. La historia, transcurrida hace apenas un siglo, ha arraigado en la aldea que la protagonizó. El Bajo de Fuera es desde entonces, para los lugareños, la Roca del Vapor, aunque los restos del Sirio ya no estén visibles sobre ella, sino a sus pies, dispersos a una profundidad de entre 40 y 70 metros.
La zona pertenece desde 1995 a la reserva integral de Cabo de Palos e Islas Hormigas y requiere de un permiso de la Comunidad de Murcia para realizar inmersiones, pero en Cabo de Palos y en la cercana Manga hay quien presume de guardar objetos rescatados del Sirio: botellas de vino con el tapón hundido por la presión, faroles, salvavidas…
Miguel Ángel García Gallego fue uno de los primeros buceadores en recuperar objetos del pecio. Su vinculación con la historia terminaría por plasmarse en un libro, un documental y la creación de un centro de interpretación, donde ahora se exponen. Ha dedicado 15 años de su vida en hacerlo realidad.
Miguel Ángel heredó la historia del Sirio casi como un legado familiar. Recuerda perfectamente las sensaciones de su primera inmersión, y cree que el aura de tragedia que emana del pecio, como de otros de la zona, constituye ahora, paradójicamente, uno de los atractivos principales del pueblo: los fondos en que se dan cita miles de buceadores.
La combinación es mágica: «Un punto caliente para la navegación en el Mediterráneo, el puerto natural de Cartago Nova y la accidentada geología de la zona, que ha favorecido los naufragios». Las acciones bélicas de dos guerras mundiales «también han ayudado», advierte. Así, pecios como el Nord-America, el Stanfield o el Minerva comparten este espacio privilegiado con el Sirio, componiendo un «patrimonio sumergido de primera magnitud».
En la región casi están acostumbrados. No en vano el Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA) tiene su sede en la cercana Cartagena, y promueve proyectos a nivel internacional como el del Bajo de la Campana o el del barco fenicio hallado en la playa de Mazarrón a tan solo cinco metros de profundidad.
Quizás esta combinación de exploración, buceo y aventura lleven a Miguel Ángel a ver certezas donde otros solo vean mitos. «Tienen que estar aquí. Probablemente pasamos navegando todos los días sobre ellos». Habla de dos míticos pecios murcianos con los que sueñan por igual historiadores y buscadores de tesoros: «El cargo español Espíritu Sancto, de 120 toneladas, repleto de plata y oro, hundido frente a Cabo de Palos tras su periplo desde el Caribe en 1563, y el barco inglés Beatrice, naufragado frente a la costa de Cartagena, que transportaba el famoso sarcófago del faraón Mikerinos».
Barcos hundidos cargados de vidas, historias y leyendas que quizá, solo quizá, compartan este lecho con nuestro Sirio.
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