He pasado la mayor parte de mi vida sin prestar atención a las aves. Hasta los cuarentaitantos años no me convertí en una de esas personas que se alegran al oír el canto de un picogrueso o el reclamo de un toquí y salen corriendo para ver el chorlito dorado americano que según el aviso ha llegado al barrio, solo porque es un ave hermosa, con plumaje de oro puro, y ha venido volando nada menos que desde Alaska.
Cuando me preguntan por qué me interesan tanto las aves, me limito a suspirar y negar con la cabeza, como si acabasen de preguntarme por qué quiero a mis hermanos.
Pero la pregunta merece una reflexión ahora que en Estados Unidos se celebra el centenario de la Ley del Tratado de Aves Migratorias: ¿por qué son importantes las aves? Para responder, podría empezar por aludir a la enormidad del dominio aviar.
Si pudiésemos ver todas y cada una de las aves del mundo, veríamos el mundo entero. En todos los confines de todos los océanos, en hábitats terrestres tan inhóspitos que los demás animales ni se acercan, podemos hallar criaturas plumadas.
La gaviota garuma cría a sus polluelos en el desierto de Atacama, uno de los lugares más áridos de la Tierra. El pingüino emperador incuba sus huevos en el frío invernal de la Antártida. Los gavilanes anidan el cementerio berlinés donde está enterrada Marlene Dietrich; los gorriones, en los semáforos de Manhattan; los vencejos, en cuevas marinas; los buitres, en riscos del Himalaya; los pinzones, en Chernobil. Los únicos organismos más omnipresentes que las aves son seres microscópicos.
Para sobrevivir en tantos hábitats diferentes, las aproximadamente 10.000 especies de aves que hay en el mundo han desarrollado una diversidad morfológica espectacular. Su tamaño va desde el del avestruz, que puede superar los dos metros y medio de altura y está muy extendido en África, hasta el del colibrí zunzuncito, de unos 4,3 centímetros de largo y que solo existe en Cuba. Sus picos pueden ser colosales (como el del pelícano o el del tucán), minúsculos (como el del gerigón piquicorto) o tan largos como el resto de su cuerpo (como el del colibrí picoespada).
Aves más coloridas que las flores
Algunas aves –el azulillo sietecolores de Texas, el suimanga de Gould del sur de Asia, el lori arcoíris de Australia– son más coloridas que ninguna flor. Otras presentan alguno de los casi infinitos tonos de marrón que nutren el léxico de los avitaxonomistas: rufo, rojizo, pardo, herrumbroso, zorruno…
Algunas aves son más coloridas que ninguna flor. Otras presentan alguno de los infinitos tonos de marrón que nutren el léxico de los avitaxonomistas: rufo, rojizo, pardo, herrumbroso, zorruno…
Y su conducta no es menos diversa. Hay aves supersociales y aves antisociales. Los queleas africanos y los flamencos se congregan por millones, y las cotorras construyen verdaderas ciudades de palitos. Los mirlos acuáticos caminan solos bajo el agua por el lecho de los arroyos de montaña, y el albatros viajero, con sus tres metros de envergadura, es capaz de planear a un kilómetro de distancia de cualquier otro congénere.
He conocido aves amistosas, como el abanico maorí que una vez me siguió por un sendero, y las he conocido antipáticas, como el carancho meridional chileno que se lanzó en picado para arrancarme la cabeza cuando juzgó que llevaba demasiado rato mirándolo. Los correcaminos se asocian para matar serpientes de cascabel y comérselas. Los abejarucos comen abejas. Los tirahojas tiran hojas.
Los araos de Brünnich se sumergen hasta los 200 metros de profundidad en el agua. Los halcones peregrinos se lanzan en picado a 385 kilómetros por hora. El junquero puede pasarse toda la vida junto al mismo estanque, mientras que la reinita cerúlea puede migrar a Perú y regresar al mismo árbol de Nueva Jersey en el que anidó el año anterior.
Las aves se parecen mucho a los humanos
Las aves no son unos peluches a los que apetece acariciar, pero en muchos sentidos se parecen más a nosotros que otros mamíferos. Construyen viviendas complejas en las que crían a sus hijos. En invierno se van de vacaciones a lugares cálidos. Las cacatúas son astutas –resuelven acertijos que darían quebraderos de cabeza a un chimpancé–, y a los cuervos les gusta juguetear. (En días muy ventosos los he visto dando volteretas en al aire por pura diversión, y hay un vídeo de YouTube que me encanta en el que un cuervo en Rusia se desliza por un tejado nevado con un trineo improvisado con una tapa de plástico).
Y luego están los cantos con los que las aves, como nosotros, lo llenan todo. En las ciudades de Europa trinan los ruiseñores; en el centro de Quito, los zorzales; en Chengdu, los charlatanes canoros. Los carboneros cabecinegros disponen de un idioma complejo para comunicar, no solo a sus congéneres, sino a cualquier otro pájaro que esté cerca, si perciben más o menos peligro de los depredadores. Unas aves-lira de Australia oriental cantan una melodía que seguramente aprendieron sus antepasados hace un siglo de un colono flautista. Si uno toma muchas fotos de un ave-lira, ese ejemplar pronto añadirá el clic de la cámara a su repertorio.
Pero las aves también poseen una habilidad que todos desearíamos y que solo tenemos en sueños: vuelan. Las águilas aprovechan las corrientes térmicas; los colibríes se detienen en el aire; las codornices rompen a volar de repente. En conjunto, sus rutas de vuelo envuelven el planeta como 100.000 millones de filamentos, de árbol a árbol y de continente a continente.
Después de criar, el vencejo común se pasa casi un año en el aire, volando hasta el África subsahariana y de vuelta a Europa, comiendo, mudando y durmiendo sin posarse una sola vez. Los albatros jóvenes pueden estar hasta 10 años sobrevolando el océano antes de volver a tierra firme para criar. El correlimos gordo, una especie limícola de talla pequeña, vuela todos los años de Tierra del Fuego al Ártico canadiense y viceversa; un individuo veterano, llamado B95 por la anilla que lleva en la pata, ha volado más kilómetros de los que separan la Tierra de la Luna.
El habitat de las aves
Hay, sin embargo, una capacidad crucial que nosotros tenemos y de la que carecen las aves: el dominio del entorno. Ellas no pueden proteger humedales, gestionar pesquerías ni climatizar nidos. Solo cuentan con los instintos y capacidades físicas que les ha legado la evolución. Y que les han dado un resultado excelente durante mucho tiempo: 150 millones de años de experiencia tenían cuando aparecimos los seres humanos.
Si pudiésemos ver todas y cada una de las aves del mundo, veríamos el mundo entero
Pero ahora los seres humanos estamos cambiando el planeta –su superficie, su clima, sus océanos– tan deprisa que las aves no pueden adaptarse por la vía evolutiva. Tal vez cuervos y gaviotas estén encantados en nuestros vertederos; mirlos y tordos, en nuestros corrales de engorde; petirrojos y bulbules, en nuestros parques urbanos. Pero el futuro de la mayoría de las especies de aves depende de que nos comprometamos a conservarlas. ¿Son lo bastante valiosas como para que nos compense el esfuerzo?
Hablar de valor, en pleno Antropoceno, es hablar casi exclusivamente de valor económico, de utilidad para los seres humanos. Y sin duda las aves en estado salvaje nos resultan útiles: algunas porque son comestibles, otras porque se comen insectos y roedores dañinos, y otras porque desempeñan funciones de vital importancia –polinizan plantas, esparcen semillas, sirven de alimento para depredadores mamíferos– en esos ecosistemas naturales que tienen un valor como destino turístico o como almacén de dióxido de carbono.
A veces también se argumenta que las poblaciones de aves son, como el proverbial canario de la mina, importantes indicadores de salud ecológica. ¿Pero realmente necesitamos que desaparezcan los pájaros para saber cuándo una marisma está gravemente contaminada, un bosque, talado y quemado, o un caladero, esquilmado? La triste realidad es que las aves salvajes, en sí mismas, nunca contribuirán a la economía humana. ¡Quieren comerse nuestra fruta!
Lo que sí revelan las poblaciones de aves es la salud de nuestros valores éticos. Una razón para afirmar que las aves en estado salvaje son importantes es que constituyen nuestro último y mejor vínculo con un mundo natural que retrocede por momentos. Son las representantes de cómo era la Tierra antes de que llegáramos las personas.
Comparten antepasados con los animales más grandes que han pisado nuestro planeta: el camachuelo que se posa en el alféizar de una ventana es un dinosaurio minúsculo maravillosamente adaptado. El pato del estanque de un parque se parece en el aspecto y en el graznido a los patos de hace 20 millones de años, del Mioceno, cuando las aves dominaban el planeta.
En un mundo cada vez más artificial, en el que los cielos son surcados por drones implumes y los Angry Birds vuelan en la pantalla de nuestro móvil, no siempre parece lógico proteger a los antiguos reyes de la naturaleza. ¿Pero acaso el beneficio económico ha de ser nuestro criterio supremo? Cuando el rey Lear desciende del trono, ruega a sus dos hijas mayores que le concedan algún vestigio de su antigua majestad. Estas le responden que no lo ven necesario, y el viejo rey exclama: «¡Oh, no hay que razonar sobre la necesidad!». Relegar las aves al olvido es renegar de nuestros orígenes.
Decir «Lo siento por los pájaros, pero las personas son lo primero» puede significar dos cosas. Por un lado, que aunque los seres humanos no somos mejores que los demás animales, nuestra naturaleza fundamentalmente egoísta siempre hará lo que haga falta con tal de replicar nuestros genes y maximizar nuestro placer, y que no importa el efecto que tengan nuestros actos sobre el resto del mundo no humano.
Esta es la perspectiva de los realistas cínicos, para quienes preocuparse por las demás especies es un ejercicio de sentimentalismo irritante. Es una forma de pensar que no admite refutación y que está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a reconocer que es un egoísta.
Por otro lado, «las personas son lo primero» también puede significar lo contrario: que nuestra especie es la única que merece monopolizar los recursos del mundo porque no somos como los demás animales, porque tenemos conciencia y libre albedrío, y la capacidad de recordar el pasado y dibujar el futuro. Esta perspectiva puede encontrarse tanto en personas creyentes como en humanistas laicos, y tampoco es demostrable ni refutable.
Egoísmo humano
Pero suscita una pregunta: si merecemos mucho más que los demás animales, ¿nuestra capacidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, y de sacrificar deliberadamente una mínima parte de nuestra comodidad por un bien mayor, no debería hacernos más sensibles a las demandas de la naturaleza? ¿Acaso esa capacidad única no lleva aparejada una responsabilidad también única?
Hace unos años, en un bosque del nordeste de la India, oí –y luego sentí dentro del pecho– un zumbido rítmico y profundo. Sonaba a algo inmenso, pero lo causaba el aleteo de una pareja de cálaos bicornes que se acercaban volando para posarse en un árbol cargado de frutos.
Tenían un gigantesco pico amarillo y potentes muslos blancos, lo que hacía pensar en un cruce de tucán y oso panda. Mientras trepaban por el árbol, comiendo tranquilamente, sentí una emoción intensa, diría que era felicidad pura. Nada tenía que ver con mis deseos y posesiones. Nacía de la mera existencia del cálao, al que, seguro, yo no importaba menos.
El hecho de ser radicalmente diferentes es parte integral de la belleza y el valor de las aves. Siempre están entre nosotros, pero nunca son uno de nosotros. Son los otros animales dominantes del mundo que ha producido la evolución, y su indiferencia para con nosotros debería servirnos como recordatorio de que no somos la medida de todas las cosas.
Las historias que contamos del pasado e imaginamos del futuro son constructos mentales que a las aves ni les van ni les vienen. Ellas simplemente viven en el presente. Y en el presente –aunque nuestros gatos, ventanas y pesticidas las matan cada año por miles de millones, y aunque algunas especies, sobre todo en las islas oceánicas, se han perdido sin remisión– su mundo sigue estando muy vivo. En cada rincón del globo, en nidos más pequeños que una nuez o más grandes que un pajar, los polluelos rompen el cascarón y ven la luz.
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