Un sonido antiguo nos sobrecoge erizando nuestro vello de euforia. A una decena de brazas a babor, un rorcual común asoma su picuda mandíbula y, tras curvarse ligeramente, su espiráculo exhala dos chorros de vapor. "Sabía que me iba a impresionar –me dice Sara–, pero no esperaba verlas tan cerca como para escucharlas. ¡Es muy emocionante!". Sara es vallisoletana y ha venido atraída por los verdes del norte, el azul profundo del océano y el eco de los gigantes del mar. "Pensaba que para ver ballenas había que ir a la Península Valdés o a Islandia –continúa–; jamás habría creído que se podían ver en el Cantábrico".
Junto con ella un racimo de personas se agolpan en la borda para contemplar, extasiadas, los movimientos suaves de la segunda criatura más grande del planeta. Se ha acercado a curiosear y, pese a sus 22 metros de largo, se mueve con agilidad y dulzura, despreocupada ante nuestra presencia. El Hegaluze Barria, nuestro barco, va con el pasaje completo. Ha partido hace un par de horas desde el puerto de Bermeo y ahora se encuentra con un abismo bajo su quilla.
Un litoral muy particular
La plataforma continental frente a la costa vasca es muy corta. En pocas millas el lecho marino se desploma más de 2.000 metros, formando la fosa de Capbreton, un inmenso cañón subacuático. Las corrientes frías del fondo chocan con sus paredes y ascienden a la superficie cargadas de alimento que atrae a infinidad de especies, entre ellas, los cetáceos.
En el Cantábrico se pueden avistar rorcuales, calderones, delfines comunes, listados y mulares, y con suerte orcas, cachalotes y yubartas
Al rorcual se le ha añadido un numeroso grupo de delfines comunes haciendo cabriolas y jugando a esquivar el casco a toda velocidad. Son dos de las más de diez especies que se pueden avistar en el mar Cantábrico, incluidos calderones, delfines listados y mulares, rorcuales aliblancos y, con mucha suerte, orcas, cachalotes y hasta yubartas, también llamadas ballenas jorobadas. A estas se suman bancos de bonitos y atunes, peces luna, peces espada, tiburones y un abanico de aves como alcatraces, halcones, frailecillos, pardelas, gaviotas, charranes, págalos, cormoranes, alcas, paíños o araos.
La navegación dura entre cuatro y seis horas. Se inicia con una charla introductoria a bordo y está coordinada por los voluntarios de Ámbar, la Sociedad para el Estudio y la Conservación de la Fauna Marina, quienes se afanan en otear el horizonte en busca de cualquier soplo, aleta, lomo o salto que delate la presencia de un cetáceo. Estos expertos atienden al pasaje aclarando sus dudas y sin que quede por satisfacer cualquier curiosidad sobre biología marina.
Las salidas siguen un estricto código que respeta en todo momento las pautas de comportamiento de los animales. Ellos mandan, es su medio, nosotros los estamos viendo en libertad y esto es, quizá, lo más conmovedor, apasionante y sugerente de esta experiencia. El capitán anuncia que ponemos rumbo al sur, es hora de regresar. Pero antes de llegar a puerto aún tenemos la mayúscula sorpresa de contemplar dos enormes zifios de Cuvier, una especie singular y poco común pero que, por suerte, es fácil de avistar en esta costa.
Más allá de los avistamientos de cetáceos
El barco atraca en el pantalán del muelle y desembarcamos con una sonrisa que delata felicidad. Ha sido una mañana espléndida. De repente recordamos que estamos en Bermeo, en plena Reserva de la Biosfera de Urdaibai, frente a la isla de Ízaro y en la bocana izquierda de la ría de Gernika. Tras la preceptiva peregrinación por los pintxos de las tascas del puerto y las visitas al casco antiguo, al Casino y a la Torre Ercilla, hoy sede del Museo del Pescador, nos dirigimos al coqueto pueblo de Mundaka.
Desde la ermita de Santa Catalina, en un marco incomparable de arenales, marismas y olas tuberas que hacen las delicias de surferos de todo el orbe, enumeramos las cosas que nos quedan por ver el fin de semana. Las paredes verticales del cabo Ogoño invitan a contemplar la costa desde el faro de Matxitxako, y a ascender la escalinata de piedra que separa el continente de la ermita de San Juan de Gaztelugatxe. También es recomendable dar un paseo por la isla de Txatxarramendi, así como seguir viendo aves desde los escondrijos del Urdaibai Bird Centre, desde el que observar al águila pescadora, la espátula o la cigüeña negra.
Apetece asimismo perderse por el encinar cantábrico y subir a las ermitas de San Miguel de Ereñozar y de San Pedro de Atxarre, con vistas interminables que se confunden entre la tierra, el mar, la historia y la leyenda. Esto espolea de nuevo el impulso explorador que nos conduce ahora hasta el poblado romano de Forua, al oppidum de la Edad de Hierro de Marueleza y al prerromano del Santuario de Gastiburu donde, según la tradición, se reúnen las brujas.
El pueblo de Gernika se asienta en la cabecera de su ría, con su famoso roble sagrado y la Casa de Juntas. No muy lejos se halla el Castillo de Arteaga, cuya hechura neogótica, fruto del romanticismo francés, habla de la reconstrucción mandada por la emperatriz Eugenia de Montijo. Pero antes tenemos que sorprendernos con el Bosque Pintado de Oma, obra de Agustín Ibarrola, arte en la naturaleza convertido en magia.
Hacia el final del viaje surge la tentación de descender la corriente en kayak hasta la playa de Laida, y bañarnos junto a las dunas de Laga, y visitar las canteras rojas de Ereño, y mirar hacia arriba en la iglesia-fortaleza de Nabarniz, y sentir vértigo entre las empinadas callejuelas de Elantxobe, y desconcertarnos con las mareas en el puerto de Ea, y…. Tal vez entonces comencemos a pensar que con un fin de semana no es suficiente, que habrá que regresar para disfrutar de estas tierras de Vizcaya. Entre tanto, las ballenas continuarán con sus rutas migratorias frente a la costa y los delfines esperarán nuevas embarcaciones con las que jugar en su proa.
Fotografías: Getty Images, Age Fotostock, Leire Ruiz, Gari Bilbao, Miguel Marrón / Ámbar Elkartea
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