Cuánto dolor debió de sentir Alfonso III el Magno, rey de Asturias, al final de su vida, cuando se dirigía a Compostela a rendir cuentas de conciencia al apóstol. Su reinado de 40 años había sido uno de los más largos y brillantes de la Alta Edad Media y convirtió Asturias en una poderosa monarquía que se extendía por gran parte de la meseta castellana. Pero en 909 su propio hijo, el primogénito García, secundado por su suegro el conde Nuño Fernández, lo expulsó del trono. Alfonso se retiró a la localidad asturiana de Villaviciosa, donde reunió a la corte y su familia para anunciarles su renuncia al trono.
El monarca depuesto no quiso abrir la herida de la guerra civil. Entre la sangre y la concordia escogió la paz, a pesar de que la guerra formaba parte de la cultura de la época y cualquier conflicto, por pequeño que fuera, se resolvía con el uso de las armas. Pero el rey asturiano, más prudente que temerario, prefirió retirarse a reflexionar sobre el amargo final de su reinado.
Alfonso III accedió al trono cuando aún no había cumplido los veinte años, tras ser elegido en una asamblea nobiliaria en Oviedo, siguiendo la tradición visigoda. Enseguida se vio envuelto en una serie de luchas sangrientas por el poder. La Crónica de Sampiro cuenta que los cuatro hermanos de Alfonso se rebelaron y, una vez sometidos, fueron condenados a perder la vista. Otras fuentes explican que, a la muerte de su padre Ordoño, usurpó el trono un noble gallego, Froila Bermúdez, y sólo después de que los ovetenses se rebelaran contra él y le dieran muerte pudo Alfonso –que entre tanto se había casado con Jimena, de la familia real de Pamplona– entrar en la capital asturiana y asumir la corona.
Al ascender al trono, Alfonso III reprimió una revuelta de sus hermanos, a los que hizo cegar
Reimpulso a la Reconquista
El nuevo monarca recibió de sus antecesores una misión: la lucha contra los musulmanes. Los reyes asturianos se creían continuadores de los monarcas visigodos de Toledo y por ello iniciaron en las montañas de Covadonga la recuperación de las tierras "usurpadas". Un siglo antes Alfonso I había dado un primer gran impulso a la Reconquista, pero luego la expansión del reino tan sólo había avanzado unas leguas, hasta las tierras al norte de Burgos.
Bajo Alfonso III, el avance se reanudó. El nuevo monarca transformó el mapa político de la península gracias a las contundentes victorias contra los ejércitos del emirato cordobés. Llevó la frontera hasta el Duero y el dominio cristiano alcanzó las villas de Coimbra, Zamora, Valladolid y Roa, es decir, la Tierra de Campos. Alfonso el Magno también mandó incursiones que llegaron a Sierra Morena y las cuencas del Guadiana y del Ebro.
Las crónicas cristianas describen las contundentes victorias contra los musulmanes, entre las que destacan las de Polvoraria y Valdemora (878), Pancorbo y Castrojeriz (883) y la del foso de Zamora (901). La razón de esos éxitos se otorgaba en buena parte a la caballería asturiana y a la destreza de sus guerreros para blandir las largas espadas de doble filo, mucho más eficaces que las cordobesas de filo sencillo.
El repoblador del terreno ganado
Las conquistas, sin embargo, no eran suficientes. Había que consolidar las posiciones ganadas a los árabes, y eso en un extenso territorio que durante decenios había sido una tierra de nadie entre los dominios cristianos y los musulmanes, despoblada y expuesta al peligro de las aceifas o incursiones militares sarracenas. Para prevenir estas últimas, Alfonso III alcanzó acuerdos con algunos caudillos árabes, aprovechando la grave crisis que sufrió el emirato de Córdoba. El propio emir Muhammad se vio obligado a firmar una larga tregua con la corte de Oviedo. Pero el rey era consciente de que para la defensa de los territorios conquistados lo más importante no eran los puestos avanzados de fuertes murallas, sino unas villas prósperas con una población segura y estable que diera apoyo al ejército y pudiera trabajar las tierras. Lo que se requería era, pues, una política de repoblación.
Alfonso III consolidó el poder sobre las tierras ganadas a los árabes creando villas prósperas y favoreciendo su actividad comercial
Fue así como, una vez alcanzada la paz con los musulmanes, Alfonso III empezó la gran tarea repobladora en sus nuevos territorios. Los cristianos recuperaron murallas, aldeas, iglesias y tierras de labor abandonadas desde hacía mucho. Los campos empezaron a desbrozarse y se fomentaron los asentamientos con cartas pueblas y fueros. La tierra era para el que la trabajara y supiera defenderla a partir de las fórmulas jurídicas de la presura (ocupación) y el escalio (roturación). Las aldeas se llenaron de mozárabes andalusíes, astures, vascones y cántabros, gentes libres no sujetas a señores feudales. Y también de clérigos, pues las órdenes monásticas tuvieron gran protagonismo como dueñas de tierras de labor e impulsoras de los asentamientos.
Revolución económica
De esta manera, Alfonso III fue tejiendo la estructura de su Estado, con un ordenamiento jurídico que reconocía y regulaba los derechos, las obligaciones y los privilegios de las gentes; con murallas y fueros que daban seguridad a la población y mercados que incentivaban la actividad comercial en los nuevos burgos. El rey Magno no sólo había consolidado la tarea repobladora, sino que había hecho algo más difícil: transformar la economía tradicional, fundamentalmente agraria y ganadera, en una actividad comercial basada en el intercambio gracias a la seguridad de la paz.
Hasta ese momento, los campesinos de la zona fronteriza intensificaban la producción ante la amenaza de las incursiones musulmanas que arrasaban con todo. Pero aquella meseta despoblada, de aldeas destrozadas y campos quemados, se convirtió a partir de entonces en un lugar próspero de encuentro e intercambio.
Alfonso III destacó también por el impulso que dio a las artes, en particular la arquitectura. Si su abuelo Ramiro I había levantado su palacio a los pies del monte Naranco de Oviedo, él ordenó fundar una nueva basílica en Compostela para acoger el cuerpo del apóstol, estimulando con ello el entonces incipiente Camino de Santiago. También construyó nuevos monasterios en Sahagún, Dueñas y Cardeña, y erigió (o reformó) diversos templos, fortalezas y baños en ciudades como Oviedo, Zamora, Simancas, Toro o Sahagún. El recuerdo del rey astur es hoy especialmente visible en el templo prerrománico de San Salvador de Valdediós, que conserva la lápida de consagración (893) y una cruz de la victoria labrada en la piedra, símbolo del monarca. La cruz original de madera, cubierta de oro y piedras semipreciosas, es un rico trabajo de orfebrería donado por Alfonso y su esposa Jimena a la catedral de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la Cámara Santa ovetense.
Muerte y sucesión
No está claro si todos los hijos de Alfonso III participaron en su destronamiento, aunque así parece sugerirlo el que ante la rebelión del hijo mayor los demás se mostraran pasivos. En todo caso, tres se repartieron el reino: García I gobernó León, Álava y Castilla; Fruela II se mantuvo al frente de Asturias, y Ordoño II se hizo con el control de Galicia.
La muerte del soberano, tal como se narra en las crónicas, aparece envuelta en un halo legendario. El cronista Sampiro cuenta que, tras ser depuesto, el rey peregrinó a Compostela y al volver obtuvo de su hijo García I permiso para dirigir una nueva incursión contra los musulmanes. Volvió victorioso, pero sólo para morir repentinamente en Zamora. Paradojas de la vida: su hijo García I falleció al cabo de cuatro años igual que su padre, de manera repentina en Zamora tras vencer a los árabes en una incursión.
Para saber más
La formación medieval de España. Miguel Ángel Ladero Quesada. Alianza, Madrid, 2006.
Califas y reyes. España, 796-1031. Roger Collins. Crítica, Barcelona, 2013.
via http://bit.ly/JKJLOL http://bit.ly/2WS8lrX
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