Viajé por primera vez a Colombia en aquella convulsa década de los 80, los denominados "años de plomo", y cuando regresé en 2010 lo que encontré fue un país irreconocible. Un país seguro para viajar, lleno de atractivos y de gente encantadora, que además, por razones obvias, apenas había sido maleado por el turismo de masas.
Esa misma sensación la percibo cada vez que aterrizo en Bogotá, la puerta de entrada al país si vienes de Europa. Aquella ciudad que vivió años bunkerizada y donde moverse de un sitio a otro era deporte de riesgo, es ahora una urbe cosmopolita y noctámbula, con los mismos problemas de tráfico o seguridad que pueda tener otra capital de ocho millones de habitantes.
En Bogotá puedes salir de noche por Rosales, por Santa Bárbara o por el Barrio Chico con la misma soltura o con la misma precaución con que lo harías en cualquier otra capital de Sudamérica; puedes llamar a un taxi a través de la app de tu teléfono, sentarte en las agradables terrazas de la plaza de Usaquén o del parque de la 93 o pasear tranquilo por el pequeño pero interesante barrio de La Candelaria –el casco histórico–, que con sus fachadas de colores y sus balcones de madera es el escaso vestigio restante de la ciudad colonial.
De la ciudad de Bogotá me gusta su clima: los conquistadores españoles solían establecer sus capitales en las medianías para huir del bochorno tropical e insano de la costa. Me gustan las montañas verdes y selváticas que la rodean; me gusta también ir al Museo Botero, al Museo del Oro y, sobre todo, me gusta cenar en Andrés Carne de Res, el restaurante-bailadero más divertido y alocado al sur de Río Grande, aunque los precios vayan ya parejos a su astronómica fama.
Bogotá, punto de partida
La capital colombiana reposa a más de 2.500 metros de altitud, en el fértil altiplano cundiboyacense, y es un buen punto de partida para explorar algunos de los más bellos "pueblos patrimonio" de Colombia. Se trata de catorce localidades que han sabido conservar la esencia de la arquitectura tradicional y que hoy son pequeños museos de una vida rural extinguida en las grandes urbes. Como Villa de Leyva, unas tres horas y media por carretera al norte de Bogotá.
En Villa de Leyva todas las edificaciones son de estilo colonial, con sus muros enjalbegados y sus ventanas y balcones pintados de verde. Del conjunto arquitectónico sorprende sobre todo la Plaza Mayor, que más que una plaza parece un océano de adoquines constreñido entre los pequeños acantilados blancos de las casitas coloniales. Inmensa, desproporcionada, es la plaza más grande de Colombia y podría afirmar sin lugar a dudas que la que ocupa mayor superficie también de cualquier otro pueblo del mundo que tenga solo 15.000 habitantes.
Camino de la bonita Villa de Ley-va merece la pena detenerse unas horas a visitar Ráquira, conocido como el pueblo de los alfareros. Las coloridas fachadas de la plaza y la calle principal de Ráquira están ocupadas por tiendas donde venden menaje de barro, hamacas, textiles y toda suerte de artesanías. O seguir otras cuatro horas más hacia el norte hasta llegar a otro famoso "pueblo patrimonio", Barichara, en el departamento de Santander. Aquí vuelve a repetirse la misma escenografía: una planimetría cuadriculada de calles empedradas y casitas encaladas de planta baja con alféizares pintados de llamativo color en las que la historia hace tiempo que se detuvo.
Colombia es el primer productor de café del mundo. Y la mayor cantidad sale de una región muy concreta: el denominado Eje Cafetero
Si se pregunta a los viajeros actuales por una palabra que relacionen con Colombia, ¿cuál ganaría? Casi con seguridad: café. Colombia es el primer productor de café del mundo. Y la mayor cantidad sale de una región muy concreta: el denominado Eje Cafetero, un triángulo montañoso en la cordillera Occidental entre las ciudades de Armenia, Pereira y Manizales donde se cultiva, dicen, el mejor café de Colombia.
El eje, rebautizado como Paisaje Cultural Cafetero a raíz de su declaración como Patrimonio de la Humanidad en 2011, es la Colombia rural de haciendas, arrieros y chapoleras (nombre local para las campesinas), un mundo aparte donde el tiempo se mide en "tabacos". Un hombre suele tardar en fumarse un puro-tabaco en torno a una hora. De manera que puedes estar a "tabaco y medio" de distancia de tu objetivo o puedes tardar "tres tabacos" en terminar la tarea que te ha asignado el patrón.
Este paisaje domesticado y modelado por el ser humano compone un escenario de suaves y verdes colinas con interminables plantaciones de café, tan perfectas y tan simétricas como las cuadrículas de un crucigrama. Por acá y por allá, en medio de ese mar de arbustos, despuntan viejas haciendas. Son casas de maderas centenarias con dos pisos, veranda, un porche fresco y almacenes agrícolas donde se selecciona, se seca y se envasa el café recolectado, siempre a mano y grano a grano, según un ritual que lleva décadas escenificándose en esta región colombiana.
Paisajes cafeteros en Colombia
Hay varios "pueblos patrimonio" en el Paisaje Cafetero, aunque el más famoso es sin duda Salento, en el departamento de Quindío. Salento es un pueblo tranquilo, coqueto y turístico, con su Calle Real llena de fachadas coloridas de estilo antioqueño –con zaguán, patio interior, grandes ventanales y tejas de barro cocido– y de tiendas de artesanos que trabajan la plata, la guadua (un tipo de bambú muy grueso) y el bejuco, cuyas raíces se aprovechan para hacer cestos.
Sigamos con la encuesta imaginaria. Y si la pregunta fuera ¿dígame una ciudad de Colombia? Creo que tampoco habría dudas con la respuesta: Cartagena de Indias. Cartagena es la perla del Caribe colombiano, la visita inexcusable, la ciudad que por sí sola justificaría un viaje a Colombia. La joya, junto con La Habana y San Juan de Puerto Rico, de la arquitectura colonial en América. Una ciudad mágica de palacios e iglesias, de buganvillas y balcones, de patios frescos y ventanas con celosías de madera, de murallas y baluartes que igual podrían estar aquí, en el Caribe, que en Extremadura o en Andalucía. Hay que dar un paseo nocturno por el centro amurallado de Cartagena, pasar bajo la Puerta del Reloj, deambular por la plaza de los Coches, dejarse caer por la catedral y subir por el camino de ronda de sus murallas para empaparse de este urbanismo de plazuelas y soportales que transportan al viajero unos cuanto siglos atrás.
Cartagena es también la ciudad icono de Gabriel García Márquez (1927-2014). Aquí empezó Gabo su carrera de periodista, aquí pergeñó alguna de sus más célebres novelas y aquí se encuentra su casa –una bella mansión colonial del casco viejo y encarada al mar Caribe–, que preparó para ese placentero retiro que al final el cáncer frustró.
¿El Macondo de García Márquez?
Recomendaría varias excursiones en torno a Cartagena. Como las playas que rodean la ciudad no son precisamente las mejores del Caribe, la salida más clásica visita la isla del Rosario, un pequeño archipiélago coralino al que se va y vuelve en un día para darse un chapuzón en aguas transparentes. O a Palenque, pueblo fundado por negros cimarrones cuya peculiar cultura viva le valió el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Pero si se busca una experiencia diferente, hay que ir a Mompox, un "pueblo patrimonio" perdido en un meandro del río Magdalena, a unos 250 kilómetros de Cartagena. Tan perdido que la manera más fácil y rápida de llegar a él desde Cartagena es remontando el río en lancha durante ¡seis horas! Por carretera, hasta que acaben un determinado puente, se tarda bastante más.
Mompox fue uno de los puertos fluviales más importantes del río Magdalena durante la colonia. Ese trasiego comercial hizo que florecieran ricas casas con ventanales enrejados y también patios frescos y luminosos. Pero a finales del siglo XVIII los sedimentos acumulados en el cauce dificultaban la navegación y los barcos de grandes panzas repletas de mercancías cambiaron de ruta. Mompox cayó en el olvido y ahí sigue, abrasado por el calor del trópico, con las mismas calles y plazas, las mismas casas coloniales de barro y cañabrava y las mismas iglesias barrocas como si el reloj se hubiera detenido en un soleado mediodía de hace 200 años. Si buscáramos en Colombia el Macondo de Cien años de soledad, sería Mompox.
La lista de lugares que ver en Colombia es interminable. Es el único país sudamericano que se asoma al Pacífico y al Caribe y, además, se extiende entre los Andes y la región del Amazonas. Por eso la diversidad de ecosistemas que ofrece es apabullante. Uno de los más singulares es el Parque Nacional Tayrona, en la provincia de Santa Marta. Una estrecha franja costera de vegetación tropical entre el mar Caribe y la Sierra Nevada de Santa Marta, que se eleva hasta 5.775 metros de altitud. Es la montaña más alta del mundo junto al mar y sus crestas atesoran nieves perpetuas y varios kilómetros cuadrados de glaciares. ¡Hielos a poco más de
40 kilómetros en línea recta del mar cálido y tropical por excelencia!
Sin embargo, no muy lejos de allí el viajero tropieza con los desiertos de La Guajira. En apenas un suspiro se pasa de los bosques tropicales húmedos de la Sierra Nevada de Santa Marta y del Parque Nacional Tayrona a un desierto que recuerda mucho al Cabo de Gata español. Echas una cabezada en el coche de línea y te duermes –literalmente– abrazado por la selva y te despiertas rodeado de cactus.
En este viaje quedarían por visitar las islas caribeñas –frente a la costa de Nicaragua– de San Andrés y, sobre todo, de Providencia, habitada por descendientes de esclavos negros que hablan una mezcla de inglés, español y dialectos africanos. Quedaría Leticia, la capital del Amazonas colombiano. Quedarían Barranquilla y Medellín, las urbes modernas y dinámicas... Por eso, lo mejor es ir y comprobarlo personalmente. Pero ¡ojo!, como decía un arriesgado pero exitoso eslogan: "Colombia, el riesgo es que te quieras quedar".
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