Sobrevive el pez llamado Venecia. Se queja. Baila. Se disfraza. Se baña. Esa eterna resaca, ese posible final, mantiene a la Serenísima al capricho de las mareas altas. ¿Flota?, piensa uno al pasear camino del salón más bello de Europa, como llamó Napoleón Bonaparte a la Plaza de San Marcos, la única "plaza", el resto son "campos" o "campielos". No flota, se sujeta sobre miles de árboles clavados en el fondo, como si fuera un decorado poderoso, suspendido en el aire o en las olas. Contengamos pues la respiración.
Todo es una obra de arte. Y San Marcos, la puerta de entrada al museo. Allí debemos empezar este viaje, porque allí es donde llegaban los barcos con sus mercancías y donde Venecia se muestra excesiva para deslumbrar a los que acuden por primera vez. Su Serenísima exagera con el Campanile, el punto más alto de la ciudad, mirador y faro, desde el que Galileo hizo las pruebas para el primer telescopio del mundo. Exagera la Torre del Reloj, pues según las leyendas les arrancaron los ojos a los artesanos para que no repitieran la obra en ninguna otra ciudad. Exagera la Biblioteca Marciana con su decoración. Exageran los arcos repetidos de la plaza, exagera la columna del león alado, símbolo de la Bienale. Exagera el laberinto del Palacio Ducal, donde conviene hacer la ruta de los lugares secretos y conocer los salones, paredes, techos y hasta las celdas donde Giacomo Casanova estuvo detenido. Exageran los turistas comiendo helados. Y hasta las gaviotas exageran con sus graznidos para recordarnos que estamos flotando en el mar. Exagera en toda su belleza y toda es cierta, teatral y grandiosa.
Un destino indispensable
Venecia es una de esas ciudades que hay que visitar, al menos, una vez en la vida. Todo es titánico y singular, como la basílica de San Marcos, llena de esculturas, pinturas y mosaicos. Los mercaderes que ganaban en los negocios debían "hacer un regalo" y embellecer aún más el edificio. Y así sucedió hasta el paroxismo.
Somos privilegiados paseando por esa plaza donde podríamos pasar el día entero, de un sitio a otro, como fantasmas de una fiesta renacentista. Por eso estará bien cruzar uno de los arcos porticados, allá donde asoma un piano de cola, para sentarnos en el Caffè Florian, el más antiguo de Italia, al estilo Marcel Proust con su magdalena. Podremos allí, y no solo por los precios, soltar alguno de los suspiros que nos han quedado al pasar minutos antes por el Puente de los Suspiros que conecta el Palacio Ducal con el edifico de las prisiones. Lord Byron, que era un romántico, claro, dijo que los presos veían por última vez la luz al cruzar ese puente y… suspiraban porque jamás volverían a verla. Será verdad. O no.
El Caffè Florian se mantiene tal cual, suspendido en el tiempo. Durante el carnaval se llena de María Antonietas y Gatopardos. Como recomendación, para no sufrir las hordas, conviene pasear la máscara fuera del epicentro. En tiempos de Goethe, el carnaval llegó a durar cuatro meses. Era un absoluto desenfreno donde todo estaba consentido. Aristócratas y viajeros de toda Europa llegaban en busca de placer y diversión. Ahora, durante 17 días, la gran fiesta veneciana es una belleza, una ópera en plena calle.
Entre los muchos lugares que conviene visitar la primera vez en Venecia, incluyo La Fenice, uno de los grandes teatros de ópera del mundo. Situado a corta distancia de la plaza San Marcos, le persigue la mala fortuna porque ha sido destruido por el fuego en más de una ocasión, la última en 1996; su reconstrucción corrió a cargo del célebre arquitecto Aldo Rossi.
En el sestiere (barrio) de Castello se halla el Arsenale. Menos visitado, menos fotografiado, menos trillado para la retina del viajero. El poderío naval de aquella Venecia clásica y de sus astilleros nos ha dejado un barrio rojizo, amurallado y defendido por canales naturales. Las naves alojan la Bienal de Arte y no hay espacio más grandioso para mostrarse entre columnas y mármol hecho para la eternidad. Presume Venecia también ahí, con su Porta Magna y los dos leones esculpidos a cada lado.
La monumental basílica de Santa Maria della Salute, una de las más queridas por los venecianos, construida para agradecer el final de la peste
Saltemos a otro lugar, la Dogana. La antigua aduana, en Dorsoduro. Aquí se juntan los dos canales de Venecia: el Gran Canal y el Canal de la Giudecca; el resto se llaman ríos. Allí nos encontramos otro exceso: la monumental basílica de Santa Maria della Salute, una de las más queridas por los venecianos, construida para agradecer el final de la peste en la que fallecieron 80.000 personas. Podemos acceder tras cruzar el puente de la Academia y pasar por la Galería y la Colección Peggy Guggenheim. Es un paseo maravilloso, lleno de callejones y rincones para dejarse fotografiar. La basílica nos indica el camino, se ve desde cualquier lugar. La visita es gratis y, aunque el interior sea más austero, contiene obras de Tiziano y Tintoretto.
La arteria principal de Venecia
Santa Maria della Salute es un buen lugar para iniciar el recorrido por el Gran Canal y recrearse desde las aguas con las fachadas de los palacios más imponentes: Gritti, Ca’Dario, Salviati, Stern, Giustinian, Cavalli, Amman… y así decenas. Son la cara de Venecia. Alguno se puede visitar, como el impresionante Ca’Rezzonico, que alberga el Museo del Settecento Veneziano. Ca’Doro o Palacio Contarini deja boquiabiertos a los visitantes. La familia se encargó de dejar claro que tenían prestigio y dinero. Gótico, mármoles blancos, paredes de azul ultramar y con los relieves de pan de oro, brillaba al sol y se reflejaba en las aguas del Gran Canal. Hoy sigue siendo excesivo.
Pasamos por otro de los enclaves más icónicos de Venecia: el puente de Rialto. Está suficientemente señalizado desde casi cualquier rincón de la ciudad. Donde ahora abren tiendas de souvenirs, en otro tiempo había negocios y bancos de mercaderes. La potencia económica puso todo su empeño ahí, en el primer puente construido sobre las aguas del Canal. "Se terminará cuando yo tenga tres piernas", "me prendo fuego si esto lo acaban", decían en 1588. Y sí, se terminó. Por eso en un capitel hay un hombre con tres piernas o una mujer sentada en una hoguera. Al otro lado del puente se encuentra uno de los mercados más frecuentados por los venecianos: el mercado de Rialto. La vida está ahí, entre alcachofas –atentos a cómo las limpian– y fruta fresca.
Que no sea por puentes. Amén de Rialto, grandioso de día, fabuloso de noche, sobresalen el de la Academia, el de los Descalzos y, el más polémico, el de Calatrava. Recordemos que en los 120 islotes que componen la ciudad hay más de 450 puentes. Merece la pena cruzar uno más pequeño y sencillo, el que conduce al antiguo gueto judío. Un barrio peculiar donde encontraremos los primeros "rascacielos" del mundo. Como no había espacio, los edificios se expandieron a lo alto.
El Cannaregio permite pasear más tranquilamente, lejos del bullicio. Un barrio de venecianos ideal para el aperitivo. Optamos por los ciccettis (pinchos) y un vino mientras vemos pasar los barcos de los vecinos con la compra, o yendo y viniendo del trabajo. Brindaremos "a la sombra", como se le llama al tinto, porque ahí lo dejaban los comerciantes. Pidamos pues un’ombra de vino.
Islas de Venecia
De regreso a San Marcos vale la pena perderse por callejones hasta dar con la librería Acqua Alta (Campiello del Tintor), que ha hecho de las inundaciones de invierno su atractivo: los libros están amontonados en góndolas y bañeras. Al fondo de la librería flotante, allá tras el laberinto de libros y trastos húmedos, encontraremos una escalera hecha con tomos de novelas y enciclopedias mojadas… Subamos peldaño a peldaño. Un faro de cultura y esencia veneciana. O vayamos a alguna de sus islas cercanas. Thomas Mann lo tuvo claro: el Lido. Hagámosle caso.
A diez minutos en vaporetto, haciendo barrera entre la laguna y el Adriático, se estira la playa de la novela Muerte en Venecia. Paseemos por la arena fina, la decadencia y el lujo. Podemos contemplar el Excelsior, donde ahora se alojan las estrellas de cine durante la Mostra. En el centro de la isla de Lido está Malamocco, una pequeña Venecia en miniatura. Y muy cerca, otro islote, San Lázaro de los Armenios. La orden religiosa cuida el convento y acoge a grupos de viajeros. Desde allí se consiguen unas vistas increíbles de Venecia. Dan ganas de arrodillarse ante tanta belleza, como seguramente le pasó a Lord Byron, que escapaba a ese lugar para buscar inspiración.
"¿Cómo es el paraíso?", se preguntó Roberto Bolaño. "Como Venecia, espero. Un sitio que se usa y se desgasta y sabe que nada perdura", dijo. Por eso Venecia se muestra loca, cara, romántica, desmedida, coqueta, pomposa y bella. Venecia es sublime porque lo sabe, lo quiere y se quiere. El exceso de esplendor está en cada esquina. Los venecianos están constantemente expuestos a maravillas. Así caminan, serenísimos, sonámbulos. Por ese motivo un paseo de pocas horas basta para dejarte exhausto. Los viajeros tenemos suerte: podemos pasearla sin coches ni motos. Solo los barcos pasarán a nuestro lado, los traghetti, los taxis de agua y las góndolas. Venecia es un laberinto. Perderse, el premio.
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