Cuando llegué por primera vez a Katmandú, supe instintivamente que algo iba a sucederme. Y sucedió. Me extravié en el alucinante tejido urbano de la ciudad y Atma Ram Pandey vino a rescatarme. El joven brahmin me llevó a su casa y me presentó a su familia. Nunca olvidaré ese momento. Desde la ventana abierta, se me ofrecía la gran estupa de Swayambhunath, envuelta en los melancólicos velos del atardecer. Y desde entonces, Swayambhunath siempre ha sido para mí el símbolo de la magia y el ensueño de aquellos días.
Hijo de un cascarrabias sacerdote borrachín, Atma Ram conoce al dedillo cada piedra, rincón y deidad del valle de Katmandú, y ¿qué mejor guía para un lugar donde los dioses moran en cada esquina? Y mucho más que eso. Aquí los dioses viven henchidos de una felicidad plena y a menudo delirante, pues hay pocos lugares en el mundo tan tántricos como el valle de Katmandú.
Desde el mirador que me brinda la terraza de la casa de Atma Ram, me dedico a conjeturar sobre la naturaleza del espléndido marco que me rodea. Al visitante profano simplemente le fascina la abundancia y riqueza de formas que encuentra en cada esquina de la ciudad medieval. No es sólo la profusión de palacios y templos, monasterios y estupas, lo que despierta nuestra admiración. Aquí los dioses expresaron su felicidad otorgando a los habitantes del valle el don más sublime: el de saber crear belleza.
Recorriendo los centros de devoción de la ciudad, uno franquea las moradas de todos sus dioses. Un buen inicio es la gran estupa de Swayambhunath. Cualquier recorrido por el valle de Katmandú que se precie no debe pasar por alto este lugar. En los cuatro lados de su estructura están pintados los ojos de Buda. Su mirada es de una inmensa compasión.
Compasión mezclada con asombro es lo que uno siente al visitar Pashupatinath, la casa de la muerte. En los ghats del complejo, junto al río Bagmati, la población trae a sus difuntos para la ritual cremación hindú. Este es el reino del poderoso dios Shiva, creador y destructor de todas las cosas.
La otra gran estupa del valle es la Bodhnath, reverenciada por budistas tibetanos. Si la visitas por la tarde, te unirás a cientos de tibetanos que la circunvalan entre recitados de mantras y el temblor de miles de velas. El recinto al completo huele a manteca clarificada y a chang, la cerveza tibetana de cebada, lo que denota que la estupa no solo propicia rezos.
La joya artística más visitada de Katmandú es su Durbar Square, todo un bosque arquitectónico de templos y palacios. Lamentablemente fue de lo más afectado por el terremoto. Varios de sus templos principales se vinieron abajo y otros se mantienen en pie apuntalados. Durbar Square es el principal punto de encuentro de la urbe y los restos de los edificios se disimulan tras las filas de los vendedores y de los ricksshaws. Sentarse en las escalinatas de un templo -o de lo que queda de él- y contemplar el flujo de media humanidad es un pasatiempo al que pocos se resisten.
Si la ciudad de Katmandú nos lleva a otra dimensión, esperad a ver lo que os aguarda más allá de sus límites. En un área de apenas 500 km cuadrados, que no resulta nada dificil recorrer en un día, el valle de Katmandú posee la mayor densidad de joyas artísticas que se encuentran en Asia. A pesar de su exigüidad, en el siglo X el valle contaba con tres ciudades-reinos independientes: Katmandú, Bhaktapur y Patán.
Patán ofrece el prodigio de haberse construido en circulos concéntricos alrededor de su Palacio Real. Cuatro arterias principales irradian desde el palacio hacia las cuatro estupas situadas en los cuatro estupas situadas en los cuatro puntos cardinales. Levantadas por el emperador Ashoka en el siglo III, ello convierte a Patán en la ciudad budista más antigua del mundo.
Patán es realmente la cuna del arte y la arquitectura del valle. Su Durbar Square, que al contrario que en Katmandú apenas sufrió los efectos del terremoto, y el Palacio Real son el ejemplo más espectacular de de la arquitectura newar. En Patán algunos templos están apuntalados pero, milagrosamente, todos se mantienen en pie.
Si en Patan nos embriaga su belleza, otra ciudad situada al oeste del valle tiene el poder de trasladarnos a un pasado revivido: Bhaktapur. Caminando por sus calles parece que estemos soñando pero no es así. Hay que pagar una entrada para entrar en el casco histórico (15 dólares) y gracias a ellos mantiene una calma y unos modos de vida medievales.
El terremoto no pudo con Bhaktapur. La plaza Taumadhi Tole y todos los templos y edificios se mantienen en buen estado. Bhaktapur fue la capital del valle de los siglos XIV al XVI y su Durbar Square es de proporciones monumentales. Pasear por sus calles ausentes de tráfico, bajo la niebla matutina o la luz dorada de la tarde, es un placer inmenso. Si tenéis oportunidad y tiempo hay que quedarse un par de noches. El recuerdo os reconfortará toda la vida. Bhaktapur es igual al Katmandú de hace 40 años y vale la pena descubrir la razón de su leyenda.
Han pasado casi dos años desde el fatídico día en que la tierra se puso a temblar, y Nepal sigue allí, más bella y radiante que nunca, y espera a los viajeros con los brazos más abiertos que nunca. Nos necesitan. Demostremos nuestra solidaridad y no les demos la espalda. Se lo merecen.
CÓMO IR. Qatar Airways es la opción más recomendable. Vuelos diarios desde Barcelona y Madrid vía Doha.
CUÁNDO IR. Se puede visitar durante todo el año. De abril a junio descarga el monzón.
DÓNDE DORMIR. Hyatt Regency de Katmandú En las cercanías de Boudhanath.
DÓNDE COMER. Para comer auténtica cocina del país la mejor opción es Bhojan Griha Katmandú.
CONSULADO NEPAL EN MADRID. Capitán Haya, 35. info@nepal.es
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