La llamaron B6, y le habían colocado una marca debajo de la cola para seguir su trayectoria. Era una aguja colipinta (Limosa lapponica), un ave de unos 70 centímetros de envergadura que no destaca precisamente por tener un plumaje vistoso ni un comportamiento excepcional, y es que estas aves limícolas pasan el día capturando pequeños invertebrados, insectos, moluscos, crustáceos y gusanos que quedan atrapados en las aguas someras.
Pero en un momento dado, el reloj biológico les indica que tienen que partir muy, muy lejos. Y es ahí donde emprenden una épica travesía de miles de kilómetros. La protagonista de nuestra historia era entonces un ejemplar de unos 4 meses de edad. Alzó el vuelo un día 13 de octubre de 2022 desde el delta del Yukon-Kuskokwim, en el mar de Bering, en Alaska, y emprendió un largo camino hasta la otra punta del mundo.
Un equipo de ornitólogos del Servicio Geológico de Estados Unidos, el Instituto Max Planck de Ornitología y el Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos seguían de cerca sus aleteos a través de la señal de satélite. Querían saber hasta dónde llegaría… Nunca pensaron que podría volar tan lejos sin detenerse.
Los datos de seguimiento mostraron que B6 había estado 11 días volando sin parar, una hazaña que le llevó a batir el récord mundial de migración aviar sin escalas. Había acumulado un total de 264 horas de vuelo, mucho más que la mayoría de aviones de larga distancia, y había recorrido 13.560 kilómetros sin escalas desde las costas de Alaska hasta Tasmania. ¿Cómo pudo resistir tamaña proeza?
La clave está en la grasa. Igual que otras aves migratorias, esta especie limícola acumula en los órganos abdominales y bajo la piel una capa de hasta 3 centímetros de grosor de esta sustancia adiposa durante semanas previas a la partida. Cuando emprenden el largo viaje, más de la mitad de su peso corporal es grasa. Además, durante la travesía va reduciendo el volumen de los órganos, que recuperan su tamaño después de llegar a su destino.
Esa reserva de energía permite a la aguja colipinta aguantar un largo trecho sin necesidad de hacer escalas de avituallamiento. No es la única especie que se las ingenia con una insólita estrategia. El ánsar indio (Anser indicus), por ejemplo, es un ave acuática que cría en Asia Central, pero inverna mucho más lejos de allí, en India y Myanmar. Algo que no tendría que ser ningún inconveniente para un ave migratoria. El problema es que para llegar a su destino tiene que salvar una barrera casi imposible de franquear: el Himalaya. ¿Cómo lo consigue? Expandiendo unos sacos aéreos que tienen junto a los pulmones, maximizando así el aporte de oxígeno, una habilidad que ha convertido a estas aves en unas campeonas de la apnea.
La evolución ha permitido a las aves adaptarse a las circunstancias para llevar a cabo largas migraciones, y la humanidad lleva siglos admirando estos épicos viajes. Hoy, las últimas investigaciones científicas están ayudando a que los comprendamos mejor. Sabemos, por ejemplo, que casi la mitad de las aves que existen son migratorias, pero las rutas y la duración de sus viajes varían en función de las especies y de sus necesidades. Algunas aves, como la aguja colipinta, no necesitan parar ni un segundo para descansar. Otras, como el rabihorcado grande (Fregata minor), echan pequeñas cabezadas de unos 12 segundos en pleno vuelo. Algunas viajan de día, otras de noche; las hay que se guían por las estrellas, otras por el campo magnético terrestre, pero siempre encuentran su camino. Por ello, el Día Internacional de las Aves Migratorias es una ocasión especial para poner en valor la importancia de la conservación de los espacios naturales habitados por la avifauna, máxime teniendo en cuenta que algunas aves recorren miles de kilómetros para llegar hasta ellos.
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