«Si el avión estuviese allí, lo habría visto», dice Robert Ballard, refiriéndose al vehículo autónomo de superficie (ASV, por sus siglas en inglés) de 4 metros de largo que había largado desde su buque de exploración de 64 metros de eslora, el E/V Nautilus.
Ballard está sentado en su camarote del Nautilus y señala hacia el mapa del fondo marino que ocupa la pantalla de su ordenador. El ASV, una nave por control remoto equipada con sonar multihaz, había generado aquella imagen submarina mientras bordeaba el arrecife que rodea Nikumaroro, la remota isla del Pacífico en la que buscaban el Lockheed Electra 10E de Amelia Earhart.
Transcurridas más de cuatro décadas desde el descubrimiento de chimeneas hidrotermales y fumarolas negras en el lecho marino, tres décadas de la localización del Titanic y casi 20 años del hallazgo del patrullero comandado por John F. Kennedy en la Segunda Guerra Mundial, el Explorador de National Geographic sigue a sus 78 años dedicado a desentrañar los grandes misterios del océano. Earhart, desaparecida mientras trataba de circunvolar por primera vez el globo siguiendo el ecuador, lleva más de ocho décadas en paradero desconocido. En 2019, antes de emprender la expedición, Ballard había anunciado que si el avión estaba allí, lo encontraría.
«Fuimos a por todas», dice mientras el Nautilus se aleja de la isla. Muestra una quietud rara en él tras un período de extenuante trabajo, pero enseguida encara la pantalla y empieza a explicar las imágenes. Sobre su escritorio hay una ilustración de las Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. A su izquierda, un monitor conectado a los vehículos dirigidos por control remoto (ROV) que él mismo ayudó a diseñar hace de portilla por la que admirar las profundidades del océano.
Ballard buscó el avión de Earhart con la meticulosidad que lo caracteriza, centrando su atención en la costa noroccidental de la isla de 7,5 kilómetros de largo en la que una fotografía tomada en 1937 mostraba lo que parecía el tren de aterrizaje de un Electra asomando del arrecife. Los drones orientaron sus cámaras hacia las olas que rompían sobre el arrecife, el ASV inspeccionó el agua hasta unos 230 metros de profundidad y los ROV Hercules y Argus examinaron las escarpadas pendientes durante su descenso de casi 1.500 metros hasta el fondo del océano. El Nautilus, con su sonar multihaz, rodeó la isla cinco veces; el ASV, tres; los drones, una. Ballard y su equipo lo observaron todo desde los monitores del barco.
Y el avión de Earhart no apareció.
«Que no se diga que no echamos el resto», declara Ballard, recordando que su hallazgo del Titanic en 1985 fue en el tercer intento y que en 1989 necesitó dos expediciones para dar con el Bismarck, el mayor acorazado nazi. «Unas veces me sale a la primera –dice–. Y otras tengo que…».
Y de pronto cambia el chip. «Aprendí mucho –prosigue–. Fui eliminando posibilidades. Fue muy divertido».
Ballard no permite que un contratiempo –nada, en realidad– le ponga freno. Pero con 157 expediciones a sus espaldas, el hombre que divulgó al público la exploración de las profundidades se ha puesto a hacer balance. Esta primavera publicará unas memorias y estrenará un documental, en ambos casos con National Geographic. Su equipo del Ocean Exploration Trust cuenta con financiación para la próxima década, esté o no él al timón.
«Estoy empezando a liberarme, a dar rienda suelta al cerebro, y asusta un poco», confiesa.
A los 12 años, Ballard vio la película Veinte mil leguas de viaje submarino, en la que el misterioso capitán Nemo surca las olas en el lujoso submarino Nautilus. «Me cautivó», recuerda. Aunque pasó su infancia rebuscando, pescando y haciendo surf en las playas del sur de California, jamás se le había ocurrido que existiese todo un mundo bajo la superficie del mar. Dijo a sus padres que de mayor quería ser el capitán Nemo.
Pero el camino del sueño a la realidad no fue fácil. Hijo mediano de un ingeniero aeronáutico y una brillante ama de casa, Ballard llevaba mal los estudios. Tenía dificultades con la lectoescritura.
En cuanto se marcó como objetivo convertirse en oceanógrafo, supo que tenía un propósito en la vida. «Entendí que mi única oportunidad de lograr las cosas era a base de cabezonería», cuenta. Le fue bien en la Universidad de California en Santa Bárbara, pero no lo suficiente para acceder a un posgrado en el Instituto Scripps de Oceanografía, en el que soñaba entrar desde que era niño.
La salvación le llegó con el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva del Ejército, en el que se había inscrito cuando estudiaba la carrera. Cuando llegó el momento de pasar al servicio activo, solicitó el traslado a la Marina. Se lo concedieron y lo destinaron a Massachusetts para servir de enlace con organizaciones de investigación tales como el Instituto Oceanográfico de Woods Hole. «Por alguna razón –escribe en sus memorias–, acabé en el lugar perfecto».
«El submarino desciende plácidamente hacia el fondo de la dorsal, 2.700 metros por debajo de nosotros», escribía Ballard en su primer artículo para la Geographic, publicado en el número de mayo de 1975. Describía su descenso en el Alvin, el angosto sumergible operado por Woods Hole, en el marco del proyecto FAMOUS. Aquella expedición francoestadounidense fue la primera en explorar la dorsal Medioatlántica, la cordillera más larga del planeta. Ballard, uno de los 10 científicos de la misión, constató con sus propios ojos que la teoría de la tectónica de placas, por entonces controvertida, era correcta.
Él siempre ha preferido ver –«observación visual directa», le llama– a teorizar, y el Alvin era la herramienta perfecta para la ciencia que quería llevar a cabo. Era el único sumergible operado por un instituto oceanográfico estadounidense y alcanzaba los 3.600 metros de profundidad. Si quería explorar las aguas profundas, tenía que seguir en Woods Hole con su «minisubmarino blanco». Tras abandonar la Marina, se doctoró en la Universidad de Rhode Island y se incorporó a Woods Hole en calidad de investigador científico.
Su aproximación visual a la ciencia abriría la puerta a nuevos mundos. En 1977 Ballard se sumó a la expedición que pretendía estudiar por qué al norte de las Galápagos se habían tomado muestras que indicaban la presencia de cantidades desconcertantes de agua a temperaturas elevadísimas. Se llevó a la expedición el Alvin y un nuevo robot llamado Angus, un vehículo remolcado con tres cámaras capaz de alcanzar los 6.000 metros de profundidad. El equipo descubrió las chimeneas hidrotermales, fisuras en el fondo del océano de las que manaba agua hirviendo.
También encontraron vida allí donde menos se lo esperaban, a casi 2.700 metros de profundidad y en total oscuridad. Almejas enormes. Mejillones colosales. Gusanos tubícolas gigantes, todos ellos cerca de chimeneas hidrotermales que expulsaban sulfuro de hidrógeno. Se alimentaban de aquel gas maloliente mediante un proceso hasta entonces desconocido, la llamada quimiosíntesis, cuya existencia ignoraban Ballard y su equipo hasta que la vieron con sus propios ojos.
Ballard se propuso aprender a predecir dónde podrían localizarse las chimeneas hidrotermales. En el proceso descubrió otro fenómeno hasta entonces desconocido. En una expedición en aguas de la Baja California, su equipo se topó con lo que parecían ser chimeneas submarinas que expelían humo negro. El agua en torno a ellas estaba tan caliente que la punta del termómetro del Alvin
se fundió. Las chimeneas estaban formadas por sulfuros polimetálicos –minerales precipitados cuando entran en contacto con el agua marina fría– y su composición revelaba que por el suelo oceánico circulaban enormes cantidades de agua.
Los descubrimientos de Ballard eran revolucionarios, pero los sumergibles tripulados presentaban claras desventajas. Para empezar, el largo trayecto hasta el fondo del océano y de vuelta a la superficie no dejaba mucho tiempo para la exploración en sí. Y lo que es más importante, entrañaban su riesgo. Durante el proyecto FAMOUS se produjo un incendio en un sumergible francés, con Ballard a bordo, y el Alvin quedó atrapado en una fisura. En una misión a la fosa de las Caimán, Ballard iba en un batiscafo de la Marina que colisionó contra una pared de roca y sufrió la rotura de un tanque de gas. Tardaron seis horas en volver a la superficie; hasta el último momento, la tripulación no tuvo claro si vivirían para contarlo. Ballard empezó entonces a preguntarse si no sería mejor trabajar con robots provistos de cámaras.
En 1977 Ballard decidió buscar el Titanic, pero su primer intento estuvo a punto de acabar en catástrofe. En vez de sumergibles, usó 900 metros de tubos que hizo llegar hasta el lecho marino a través de la torre de perforación de un barco llamado Seaprobe. Del tubo más profundo pendía una cápsula con equipos de sonar y cámaras valorados en 600.000 dólares que había pedido prestados. Pero Ballard no llegó a iniciar siquiera la búsqueda del lujoso transatlántico: en plena noche la estructura se vino abajo –torre, tubos, equipo prestado–, y en su mayor parte acabó en el fondo del Atlántico.
Pero él no se amilanó. Localizar el Titanic era el Everest de la exploración oceánica, «la misión con mayúsculas para todos nosotros», escribe. Competitivo y ambicioso, ni se planteó rendirse.
Una vez más, las Fuerzas Armadas le allanaron el camino. La Marina financiaría el desarrollo de los ROV de Ballard con la condición de tener acceso a ellos y a la pericia del propio oceanógrafo de cara a ciertas misiones secretas.
El primer ROV desarrollado fue el Argo, un robot que transmitía vídeo en directo, lo que permitía decidir sobre la marcha dónde convenía explorar. La Marina vio en él la herramienta perfecta para examinar los pecios de dos submarinos nucleares –el Thresher y el Scorpion– hundidos en el Atlántico Norte. Y Ballard vio en aquellas misiones, que se mantuvieron en secreto hasta finales de los años noventa, el trampolín para buscar el Titanic. El almirantazgo le concedió 15 días para buscarlo, siempre y cuando documentase primero el estado en el que se hallaba el Scorpion.
La labor de Ballard con aquellos submarinos fue crucial para su hallazgo del Titanic. En las expediciones del Thresher en 1984 y del Scorpion en 1985 aprendió cómo se dispersaban bajo el agua los restos de un naufragio. Los objetos más pesados caen al fondo del mar, y las corrientes arrastran los más ligeros a mayor distancia, con lo cual se crea un campo de detritos con forma de cometa.
En vista de que tenía poco tiempo, y consciente de que un equipo financiado por un magnate tejano del petróleo estaba muy cerca de dar con el Titanic, Ballard se asoció con un grupo francés, que exploró la zona de búsqueda con un sofisticado sistema de sonar. Daba por hecho que los franceses encontrarían el barco y él acudiría a posteriori para captar las imágenes. Pero los franceses no dieron con el pecio.
Ballard creó entonces una cuadrícula de búsqueda para el Argo basada en las dimensiones que según sus cálculos debía presentar el campo de detritos del Titanic. Después, su equipo emprendió la fase que él llama «cortar el césped»: recorrer la cuadrícula por completo, yendo y viniendo de un lado a otro. Es una labor tediosa… hasta que da frutos. Hacia la una de la madrugada del 1 de septiembre de 1985 encontraron la aguja en el pajar: una caldera semienterrada entre otros restos.
El hallazgo causó sensación. Desde ese instante Ballard siempre sería, con agridulces resultados, «el hombre que encontró el Titanic», un apodo que eclipsaría hasta el más importante de sus logros científicos. Aquella publicidad avivó en él una llama que se había encendido por primera vez tras un encuentro con el presidente de National Geographic Society, Melville Grosvenor. Aquel día de 1972, Grosvenor le había propuesto escribir para la revista. Ballard había llevado a los científicos a contemplar las maravillas de las profundidades marinas y Grosvenor opinaba que el público también debía tener la posibilidad de admirarlas.
Al principio de su carrera, Ballard había invitado a periodistas y fotógrafos a sus expediciones y participado en varios especiales televisivos de National Geographic sobre su trabajo, lo que le valió el desprecio de sus colegas académicos. Las críticas le escocieron, pero perseveró en su enfoque divulgativo. Y entonces se propuso conectar con los niños, que a raíz del hallazgo del Titanic le escribían miles de cartas. Tal vez podría orientar aquella fascinación infantil hacia la ciencia y la exploración. Además, dice, «si no eres capaz de explicar a un niño de cinco años lo que estás haciendo, es que no sabes lo que estás haciendo».
Aquella misión adquirió todavía más importancia para él a raíz de una tragedia.
Ballard se había casado con Marjorie Hargas en 1966 y la pareja tenía dos hijos, Todd y Douglas. El matrimonio había acusado cierta fatiga con el paso de los años, pero Ballard estaba encantado con sus chicos. Cuando crecieron un poco, empezó a llevárselos a sus expediciones, primero a Todd, el mayor, quien estuvo con él en la primera búsqueda del Bismarck, de la que volvieron sin haber dado con el acorazado nazi, y en el segundo y fructífero intento, en junio de 1989. Pero tres meses después de aquel hallazgo, Todd, que aún no había cumplido 21 años, murió en un accidente de tráfico. El matrimonio de Ballard terminó poco después.
Destrozado, el oceanógrafo se volcó en el Proyecto JASON, que había lanzado ese mismo año e incluía transmisiones en directo para estudiantes desde una expedición arqueológica en el Mediterráneo, con imágenes proporcionadas por su ROV más moderno, el Jason. Pronto programó una segunda expedición con el Jason al lago Ontario y una tercera a las Galápagos. National Geographic participaba en el proyecto, y la representante de la Sociedad era una joven llamada Barbara Earle. En 1991 Earle y Ballard se casaron; los hijos del matrimonio –Benjamin y Emily– acompañarían a su padre en sus expediciones.
Ballard se dedicaba por fin a tiempo completo a hacer hallazgos, y el público lo acompañaba en sus viajes. En el Mediterráneo identificó una antigua ruta comercial gracias a las ánforas dispersas sobre el lecho marino, y descubrió una nave fenicia. En el mar Negro localizó una embarcación antigua perfectamente conservada y halló pruebas de una inundación que habría resultado familiar al mismísimo Noé. En el Pacífico localizó el U.S.S. Yorktown y el PT 109 de Kennedy. Recorría el mundo cual capitán Nemo. Solo le faltaba su propio Nautilus. Intentó adquirir un buque de investigación de la Alemania del Este que parecía haber sido equipado como barco espía. Cuando confesó que no podía pagar el precio de venta, su propietario, el multimillonario neoyorquino Vincent Viola, se lo regaló. Fascinado por el Cuerpo de Descubrimiento de Lewis y Clark, Ballard creó un Cuerpo de Exploración, el equipo que manejaría las herramientas tecnológicas del Nautilus en expediciones por todo el mundo.
También emuló a Lewis y Clark en otro sentido. Al igual que hiciera con la pareja de exploradores decimonónicos, el Gobierno estadounidense encargó a Ballard la cartografía de una parte de su territorio: la zona económica exclusiva (ZEE), las aguas contiguas que se extienden desde la costa hasta las 200 millas náuticas (320 kilómetros). Por eso fue a Nikumaroro en 2019: el Nautilus estaba cartografiando la ZEE de la Samoa Americana y la isla de Howland, el territorio no incorporado en que Earhart pretendía aterrizar en 1937. El encargo de cartografiar la ZEE también ha dado a Ballard la oportunidad de llevar a cabo un proyecto a lo largo del litoral de California en busca de cuevas submarinas susceptibles de albergar indicios de los primeros humanos que recorrieron la costa en dirección sur.
Pero su búsqueda más acuciante en la actualidad quizá sea la de sí mismo. Toda su vida se ha preguntado por qué su cerebro parece funcionar de forma tan distinta a la de los demás. Pese a haber escrito 26 libros y más de 150 artículos, académicos y de divulgación, la lectoescritura continúa siendo un quebradero de cabeza para él.
Y entonces, en marzo de 2015, oyó una entrevista radiofónica de los autores de un libro sobre dislexia. Adquirió el volumen y se lo leyó de una sentada; al terminarlo se echó a llorar, relata, «porque aquellas páginas me explicaban a mí mismo». Comprendió que había creado un mundo a su medida, un universo que requiere un pensamiento espacial, visualizar la realidad en tres dimensiones. Es capaz de plantarse en el puente de mando de su nave y sintetizar decenas de pantallas en una sola imagen mental. Durante su primera inmersión a bordo del Alvin en dirección al Titanic, el sumergible perdió el sonar, pero Ballard seguía sabiendo hacia dónde ir.
El océano es «un mundo de oscuridad total, pero para mí no es oscuro –dice–. Yo lo veo».
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Décadas de descubrimientos
Durante los casi 60 años que ha dedicado a la exploración, Robert Ballard ha llevado a cabo 157 expediciones (algunas de las cuales se muestran en la ilustración). Contribuyó a verificar la teoría de la tectónica de placas y encontró el pecio del Titanic. Recientemente ha buscado el avión de la piloto Amelia Earhart y ha explorado aguas estadounidenses en su incesante intento de sacar a la luz los misterios ocultos del océano.
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National Geographic Society, comprometida con la divulgación y la protección de las maravillas de nuestro planeta, lleva más de 40 años financiando las expediciones oceánicas del Explorador Robert Ballard.
Rachel Hartigan, redactora de National Geographic, prepara un libro sobre la búsqueda de Amelia Earhart.
Este artículo pertenece al número de Mayo de 2021 de la revista National Geographic.
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