John Ford quería contemplar el mundo a vista de ballena. Un día de verano de 1978, una manada de orcas nadaba rauda y veloz hacia una playa de guijarros de la isla de Vancouver, en la Columbia Británica. El joven biólogo las esperaba enfundado en el traje de neopreno y con el esnórquel a punto. La espectral procesión blanquinegra se aproximaba como una flota de submarinos a toda máquina. Ford se ajustó las gafas y se metió en el mar. En unas aguas de apenas tres metros de profundidad, las orcas frenaron y se colocaron de costado. Con el cuerpo semisumergido y agitando los lóbulos de la aleta caudal, empezaron a revolverse y contonearse. Una por una fueron frotándose el costado y el vientre contra las piedras, como osos rascándose contra los pinos.
Ford, que hoy tiene 66 años, lleva más de cuatro décadas estudiando las orcas, que son los delfines de mayor tamaño y pertenecen al orden de los odontocetos, los cetáceos dentados. Desde aquella primera visión subacuática, ha asistido en innumerables ocasiones al mismo espectáculo, el llamado «frotamiento en la playa». No sabe con seguridad por qué los animales se comportan así. Sospecha que es una forma de fortalecer el vínculo social. Pero hay una cuestión de mayor enjundia que lo ha perseguido toda su carrera: ¿cómo es que estas orcas exhiben esta peculiar conducta, pero no sus vecinas sureñas, casi idénticas a ellas?
El frotamiento en la playa es rutinario en las orcas que forman esa población, llamadas residentes norteñas porque en verano y otoño surcan las aguas epicontinentales (las que hay sobre la plataforma continental, menos profundas) entre el Canadá continental y la isla de Vancouver. No así entre sus vecinas más al sur. Este ritual nunca se ha documentado entre las orcas que hay alrededor de la frontera con el estado de Washington, donde yo resido.
Las orcas de Washington, denominadas residentes sureñas, poseen sus propias convenciones. Celebran «ceremonias de saludo», en las que se encaran en filas, muy apretadas unas junto a otras, y acto seguido se entregan a fiestas submarinas de restregaduras mutuas y llamadas. Un comportamiento que a su vez nunca se ha visto en el norte. Las residentes sureñas son verdaderas acróbatas, amigas de los saltos mortales y los barrigazos. Las residentes norteñas son mucho menos saltarinas. Algunos años las sureñas empujan salmones muertos con la cabeza. Las norteñas no: de vez en cuando se lían a cabezazos entre sí, cual carneros de las Rocosas. «Se echan a nadar una contra la otra hasta que se estampan», relata Ford.
Las dos poblaciones ni siquiera conversan con el mismo léxico. Las residentes norteñas emiten prolongados chillidos estridentes y metálicos que recuerdan a un globo soltando el aire. Las sureñas añaden gritos de mono y graznidos de ganso. Para un oído tan entrenado como el de Ford, las frecuencias y las entonaciones se parecen tan poco entre sí como el mandarín y el suajili.
Sin embargo, en todos los demás aspectos significativos, las residentes norteñas y sureñas son indistinguibles. Se pasan meses enteros ocupando mares adyacentes. Sus territorios se solapan. Aunque en el planeta existen muchos tipos de orcas, estas dos poblaciones comparten una genética prácticamente idéntica. Desde el norte del Pacífico hasta los mares periantárticos, las orcas también presentan diferencias dietéticas. Las hay que comen tiburones, marsopas, pingüinos, mantas. En la Patagonia se lanzan contra las costas rocosas y se llevan crías de elefante marino de las playas. En la Antártida trabajan en equipo para hacer caer a las focas de Weddell de los témpanos de hielo. Pero tanto las residentes norteñas como las sureñas son piscívoras y se alimentan mayoritariamente de una sola especie: de salmón real.
¿Cómo es posible que dos grupos que comparten ubicación geográfica sean genéticamente similares y, sin embargo, tan distintas en el habla y la conducta? Durante años, Ford y algunos de sus colegas apenas osaban enunciar en voz alta las implicaciones de esta paradoja. ¿Era posible que aquellos complejos seres sociales no obedeciesen exclusivamente al automatismo heredado que es el instinto genético? ¿Estaban aquellas orcas transmitiendo caracteres específicos, influidos por algo más que su entorno o su ADN? ¿Era posible que los cetáceos poseyesen sus propias «culturas»?
La mera idea se antojaba una herejía. Los antropólogos siempre habían considerado que la cultura –la capacidad de acumular y transferir socialmente el conocimiento– era estrictamente humana. Pero más de un investigador había documentado ya que las aves canoras aprenden dialectos y los transmiten de generación en generación, de modo que Ford propuso la posibilidad de que ocurriese algo semejante en los grupos de orcas. Y entonces llegaron a sus oídos los hallazgos de unos biólogos que estudiaban una especie diferente en la otra punta del mapa: el cachalote. Aquellos científicos llevaban un tiempo tratando de demostrar que algunas especies de cetáceos actúan y se comunican de manera diferente en función de cómo se han criado. Parecía como si aquellos cetáceos cultivasen diversas tradiciones, del mismo modo que algunos humanos comen con palillos y otros utilizan tenedor.
Hoy en día muchos científicos están convencidos de que algunas ballenas y delfines, al igual que los humanos, poseen culturas diferenciadas. Ven indicios de ello en los cachalotes de las Galápagos y el Caribe, en las yubartas del Pacífico Sur, en las belugas del Ártico y en las orcas de la costa occidental de Canadá y de la zona norte de Estados Unidos. Es una posibilidad que suscita nuevos planteamientos sobre la evolución de ciertas especies marinas. Quizá las tradiciones culturales ayuden a impulsar cambios genéticos, alterando la naturaleza fundamental de los cetáceos. Pero la idea también modifica nuestra concepción de aquello que nos separa de estas criaturas acuáticas. La cultura de las ballenas está alterando, se podría decir, los vetustos conceptos de nosotros mismos.
Los humanos somos una especie narcisista. A lo largo de la historia hemos vacilado entre ver a los animales a través de la lente de nuestro propio comportamiento y negarnos a aceptar que exista la más mínima semejanza entre ellos y nosotros. Y esto es especialmente cierto en el caso de los cetáceos. Solemos considerarlos casi humanos, o totalmente distintos de nosotros. Pasamos de la antropomorfización a la insistencia en nuestra propia singularidad. Ninguno de los dos extremos, huelga decirlo, es totalmente exacto.
Los cetáceos habitan un lugar extraño que estamos empezando a comprender. Es difícil imaginar un hogar menos parecido al nuestro. El océano profundo es para nosotros un universo más ignoto que la superficie de la Luna. Tiene montañas y ríos, pero pocas fronteras. La vida atraviesa un plano vertical. Es tan oscuro que la vista apenas reviste valor. Hay relaciones que se forjan netamente a través del sonido.
Y, sin embargo, mientras invertimos miles de millones en escudriñar el cielo en busca de vida extraterrestre, los misterios que desentrañamos bajo las olas revelan que en nuestro hogar hay «extranjeros», seres que nos son ajenos, más semejantes a nosotros de lo que sospechábamos. Las alianzas entre los cetáceos, los matices de sus conversaciones y los cuidados que dispensan a sus crías nos resultan misteriosamente familiares.
Algunos incluso exhiben francas muestras de luto. En 2018, una orca residente sureña conocida como Tahlequah se pasó 17 días empujando con el hocico el cadáver de su cría recién nacida, muerta al poco de nacer. «Durante años los científicos se cuidaron mucho de utilizar términos emocionales, como feliz, triste, juguetón o enfadado, a la hora de describir conductas zoológicas», escribe Joe Gaydos, supervisor de un programa universitario desarrollado en el estado de Washington para proteger la fauna marina a través de la ciencia y la educación. Pero Gaydos y muchos biólogos expertos en cetáceos creen que la conducta de Tahlequah era una manifestación de pena.
Cuando el fotógrafo Brian Skerry expresó su interés por explorar la cultura de estos notables animales, me vino a la mente un grupo concreto. Vivo a seis kilómetros del Puget Sound, un estrecho donde tres manadas de orcas residentes sureñas pasan parte del año nadando como rayos en formaciones apretadas, cual escuadrones de Thunderbirds de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Cuando asoman sus aletas dorsales cerca de la orilla, se congregan multitudes de curiosos que, cámara en ristre, se desviven por inmortalizar un salto memorable, una embestida acrobática. ¿Qué secretos esconderán estos cetáceos? Si los conociésemos más, ¿mejoraría nuestra convivencia?
Los científicos saben desde hace tiempo que muchas de las conductas de los cetáceos han sido adoptadas de sus mayores o de sus iguales. Se trata de comportamientos aprendidos, nada demasiado sorprendente. El propio Aristóteles sabía que los animales aprendían unos de otros. Las aves canoras criadas lejos de sus familias «no emiten al cantar la misma voz que sus progenitores», escribió el filósofo. Charles Darwin observó que con el tiempo es necesario cambiar de sitio las trampas, dado que los animales salvajes «saben imitar sus precauciones recíprocas».
Los genes determinan la forma y la función de un organismo dado, codificando las instrucciones de sus comportamientos y características esenciales; el aprendizaje social, en cambio, es una sabiduría adquirida, el desarrollo de conexiones neuronales gracias a las cuales los animales aprenden del conocimiento ajeno. Suele haber consenso científico en que, para poder hablar de cultura, deben verificarse comportamientos aprendidos socialmente y compartidos ampliamente, y que además persistan en el tiempo. Cuando los grupos de animales transmiten múltiples comportamientos aprendidos, pueden desarrollar conjuntos de hábitos totalmente distintos de los de sus congéneres. Por ejemplo, la capacidad de lanzar es genética, pero lanzar una bola curva exige un aprendizaje social, y jugar al béisbol en vez de jugar al cricket es cultura.
El peligro, no obstante, estriba en confundir cultura con inteligencia. Los científicos no coinciden a la hora de dirimir si la inteligencia es o no un ingrediente esencial de la cultura. El aprendizaje social es transversal en el reino animal, y no se restringe a las criaturas que consideramos «inteligentes»: cetáceos, primates, cuervos, elefantes. Es posible que los abejorros escojan las flores en función del comportamiento de abejas experimentadas. Las mangostas aprenden a cascar huevos o a aplastar escarabajos de sus familiares.
Pero es evidente que la inteligencia ayuda. Y, a los humanos, la capacidad de aprendizaje de los cetáceos nos llamó la atención muy pronto. Durante décadas visitamos en masa los delfinarios, donde aplaudimos a orcas, belugas o delfines mulares que cantan o pasan por el aro en piscinas gigantes. Estos frívolos intentos de explotar sus habilidades apenas arañan la superficie de sus talentos. En 1972 un científico que estudiaba una cría de delfín mular llamada Dolly se estaba fumando un cigarrillo durante un descanso y exhaló el humo hacia la ventana del recinto del animal. «Se quedó asombrado cuando vio que la cría nadaba inmediatamente hacia su madre, regresaba a donde estaba él y soltaba una bocanada de leche que formó una nube en el agua, produciendo un efecto similar al del humo del tabaco», comunicaron entonces los investigadores.
Entre algunos cetáceos, la inteligencia puede constituir incluso una respuesta evolutiva a la cultura, desde el momento en que los animales sociales difunden la sabiduría adquirida sin límites geográficos. Para que exista cultura, los individuos deben idear nuevas formas de hacer las cosas y que sus iguales compartan esas innovaciones. Y los cetáceos pueden ser astutos innovadores. A finales de la década de 1990 unos cuantos cachalotes hambrientos que estaban en aguas de Alaska discurrieron nuevas formas de alimentarse: arrancando el bacalao negro de los palangres de los barcos pesqueros. Un equipo de científicos grabó con cámaras submarinas cómo uno de ellos agarraba delicadamente un sedal con sus enormes fauces, tiraba un poco de él y deslizaba la boca por la línea hasta que las vibraciones soltaban un pez. La que fuera una práctica infrecuente se popularizó con rapidez. En 1980 se vio en el golfo de Maine a una yubarta practicando una forma nueva de caza. Antes de envolver en burbujas los bancos de lanzones con el propósito de desorientarlos, la ballena golpeó la superficie del agua con la cola. Las yubartas utilizan a menudo la técnica de las burbujas, pero el golpe caudal era nuevo. No está claro qué beneficio reporta, pero en 2013 los científicos documentaron el uso de la innovadora técnica al menos en 278 yubartas.
Durante mucho tiempo los científicos creyeron que los animales eran incapaces de compartir conocimientos entre generaciones de manera amplia y sostenida. Esa idea empezó a ponerse en entredicho en 1953, cuando una joven hembra de macaco, Imo, fue vista en la isla japonesa de Koshima lavando una batata en un arroyo. Hasta entonces los macacos japoneses de la isla se limitaban a retirar la tierra de los alimentos con las manos. Pronto los científicos documentaron a docenas de macacos lavando la comida. Mucho después de la muerte de Imo, los macacos seguían llevando batatas a orillas del mar para mojarlas.
Posteriormente, en 1999, Andrew Whiten, un científico cognitivo de la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, publicó un artículo revolucionario junto con varios primatólogos, entre ellos Jane Goodall. Observaban que decenas de tradiciones de los chimpancés –acicalarse, bailar bajo la lluvia (pavoneándose ante los primeros signos de precipitación), abrir nueces con rocas o ramas a modo de martillo, sacar termitas de los termiteros usando ramitas– se verificaban en algunas comunidades de estos primates, pero no en otras. «Si observas a un chimpancé el tiempo suficiente y ves estos comportamientos, puedes identificar su procedencia con bastante seguridad», me dice Whiten. Y precisamente observando el comportamiento de las personas es como a menudo identificamos la cultura humana.
Las alianzas entre cetáceos, los matices de sus conversaciones, su modo de buscar pareja y los cuidados que dispensan a sus crías nos resultan familiares. Los misterios que desentrañamos bajo las olas revelan unas criaturas similares a nosotros.
No todo el mundo lo tiene tan claro. Algunos investigadores sostienen que variables genéticas o ambientales podrían haber dado pie a algunos de estos comportamientos. No todos los chimpancés pertenecían a la misma subespecie. Su territorio abarcaba desde la costa de Guinea hasta Uganda, que distan 4.500 kilómetros entre sí, lo bastante alejados, sugieren algunos expertos, como para que las discrepancias ecológicas influyan en las conductas de los primates.
Pero una nueva forma de concebir el comportamiento de la fauna salvaje y la cultura de grupo, una visión menos antropocéntrica, estaba echando raíces. Y a medida que Whiten y otros reforzaban su tesis inicial, para los escépticos era cada vez más difícil refutar sus afirmaciones, especialmente si versaban sobre criaturas del tamaño de un autobús urbano que utilizan el sonido para localizar presas a mil metros de profundidad.
Ver destacado "Los cantos de ballena, descodificados. Parte 1".
Ver destacado "Los cantos de ballena, descodificados. Parte 2".
«¡Hey! ¡Hey! ¡Aquí!», exclama Shane Gero, y empieza a contar. Ocho cachalotes cabecean a babor, medio sumergidos en el azul cobalto caribeño. Son de color gris plomo, lisos y cilíndricos como el fuselaje de un avión. Los cetáceos se están tomando un respiro, en sentido literal. Acaban de salir a la superficie para llenar de oxígeno su colosal cabeza cuadrada. Pronto se sumergirán y utilizarán parte de ese aire para conversar.
Estamos en el Balaena, un velero de 12 metros de eslora que se balancea frente a la costa de Dominica, nación insular de las Antillas. Los picos de este minúsculo país, empapados de lluvia y hoy envueltos en niebla, son en parte el motivo de que estemos aquí. Sus verdes cotas ponen freno a los vientos y hacen que las aguas profundas de sotavento siempre estén calmas, lo que crea las condiciones ideales para el estudio de los cachalotes. Y Gero, que zigzaguea por la cubierta descalzo, quizá sea el humano que más familias de cachalotes ha estudiado en la historia.
Leviatanes
Desde 2005 este profesor asociado de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, y de las universidades canadienses de Carleton y Dalhousie acude una y otra vez a este refulgente remolino de sargazo y espuma para estudiar a estos leviatanes. En lugar de encontrar una «encarnación monomaníaca» de «fuerzas perversas», como describe Herman Melville al cachalote en Moby Dick, Gero ve animales pacíficos y juguetones. Es capaz de identificar a docenas de ellos a simple vista. Está Canopener, que juega con los investigadores, acercándose al barco antes de girarse de lado para observar a la tripulación. También está Digit, una hembra que estuvo a punto de morir cuando se enredó en unos aparejos de pesca que le apresaron la cola; cerca estuvo de perderla por amputación, y a todo esto sin poder bucear para alimentarse. (Hoy ya está totalmente recuperada). La que tiene la aleta caudal dentada se llama Knife; el que la tenía con una extraña forma de cuchara era Spoon.
Los cachalotes que conoce Gero son «especialistas insulares» locales, me cuenta. Los sigue en sus desplazamientos por los cañones submarinos de Dominica entre las islas de Guadalupe y Martinica. Los ha visto dormir, parir, amamantar, hacer sus primeras inmersiones, jugar, morir. Los ha grabado alcanzando más profundidad que la mayoría de los submarinos. Conoce sus vidas perfectamente. Pero hoy, tras más de una semana en el mar, amanecemos y los cachalotes habituales se han ido, sustituidos por los ocho forasteros que surcan las olas a nuestro alrededor. Gero es sociable por naturaleza, pero nunca lo había visto tan eufórico. Grita a los estudiantes que larguen los hidrófonos, unos grabadores acústicos submarinos. Les advierte de que preparen las cámaras para fotografiar las aletas caudales, que, como si de huellas dactilares se tratasen, permiten identificar a cada individuo en el momento de la inmersión.
Estos nuevos cachalotes son animales que Gero apenas conoce, vagabundos itinerantes de otra comunidad. De vez en cuando comparten espacio con los habituales, pero nunca interactúan con ellos. Para mí son majestuosos y elegantes, pero no muy diferentes de los autóctonos que avistamos ayer. Para Gero son la prueba inequívoca de que Dominica alberga tradiciones cetáceas paralelas: dos culturas tan divergentes como las de los agricultores y los cazadores-recolectores nómadas.
Este conocimiento tiene su origen en el hombre que timonea nuestro velero, el mentor de Gero, Hal Whitehead. Con el ala del sombrero alzada por el viento sobre una rizada mata de pelo, este profesor de la Universidad Dalhousie dirige nuestra embarcación con un ojo puesto en nuestros visitantes. Los cachalotes viajan en unidades sociales permanentes lideradas por hembras(los machos son expulsados al entrar en la adolescencia) y compuestas por diez o doce individuos. En los años ochenta y noventa Whitehead siguió el rastro de varias de estas unidades sociales a lo largo y ancho de las Galápagos, aunque en parte era una excusa para vivir en el mar. Pero con el tiempo «despertaron realmente mi interés», confiesa. Junto con Luke Rendell, investigador de la Universidad de Saint Andrews, empezó a desentrañar sus misterios culturales a base de documentar los patrones de sus conversaciones.
Los cachalotes usan el que es el mayor cerebro del planeta para gestionar el mayor sistema de sonar de la naturaleza. Expulsan aire a presión por el hocico, generando unos chasquidos que encadenan en codas rítmicas, como una especie de mensaje en morse. Cada coda dura unos segundos. Algunas se componen de tres chasquidos; otras, de doce o más. Whitehead ha grabado miles de chasquidos a lo largo de varias décadas.
No tenía la menor idea de lo que estos cetáceos decían, pero un día, en su laboratorio de Nueva Escocia, Whitehead sintetizó en un gráfico los datos de las grabaciones de todos aquellos grupos. Y detectó una tendencia: más o menos la mitad de ellos componían un repertorio común de llamadas. Sus codas presentaban patrones similares. Otras unidades utilizaban arreglos diferentes. «Me quedé boquiabierto», recuerda Whitehead. Rendell también lo entendió. Aquellas pequeñas unidades de cachalotes formaban parte de algo más grande: clanes de cientos o miles de individuos. Y cada clan hablaba su propio dialecto.
¿Por qué aquellos animales, que en muchos casos jamás habían coincidido, usaban las mismas llamadas? Porque constituían lo que se podría llamar un apodo colectivo, teorizaron los investigadores, una forma de decir: «Soy uno de vosotros». Sabían que los grupúsculos pasaban temporadas con otros de su mismo clan, pero nunca con los de otros clanes. Y en la impenetrable oscuridad del mar, el sonido es el modo de reconocerse.
Whitehead sospechaba que las codas de chasquidos eran equivalentes a los marcadores de identidad cultural de los humanos. Algo así como la parafernalia que lucen los hinchas de cada equipo de fútbol. «Los seguidores del Manchester United se pasean con su bufanda roja; los del Manchester City, con su bufanda azul», me explica Whitehead mientras cae el atardecer sobre el Caribe. No se conocen entre sí y no se mezclan. Sin embargo, esos mismos hinchas recalan en los mismos pubs para ver el partido. «Esto sugiere que los cetáceos manejan un instrumento de alta complejidad que reviste enorme importancia para ellos», dice.
Con el tiempo, Whitehead, Rendell y otros expertos documentaron igualmente que los cachalotes pertenecientes a dos clanes distintos de las Galápagos exhibían hábitos sorprendentemente diferentes. Los de un clan surcaban el mar en formaciones ondulantes; los del otro nadaban en líneas más rectas. Un clan se mantenía cerca de la costa; el otro se alejaba a mar abierto. Durante los períodos de El Niño, cuando el agua sube de temperatura, los cachalotes de ambos clanes tenían dificultades para encontrar suficiente comida, pero a los de un clan les costaba más que a los del otro.
En palabras de Gero, para los cachalotes parece «haber cierta frontera entre "nosotros" –refiriéndose a los de un clan–, que aprendemos los unos de los otros y hacemos las cosas así, y "ellos" –los del otro clan–, que no aprenden de nosotros y hacen las cosas de otra manera».
La idea de que los cetáceos posean culturas, y ya no digamos que se segreguen en grupos culturales como hacemos los humanos, levantó ampollas cuando Whitehead y Rendell la presentaron en 2001. «Es triste ver cómo se aprovecha un material empírico tan rico sobre unas criaturas tan maravillosas para imponer una agenda teórica tan pobre», se burlaba un antropólogo británico.
Veinte años después queda cierto escepticismo. «Yo no negaría que los cachalotes o las orcas tengan cultura, pero sí matizaría que los indicios de que exista son más convincentes en muchas otras especies animales», como las yubartas y las aves canoras, afirma Peter Tyack, científico del Instituto Oceanográfico de Woods Hole que estudia la comunicación entre cetáceos. La genética, el desarrollo animal y el entorno pueden ejercer efectos complejos que dificultan la vinculación definitiva entre conducta y cultura. «Es esencial que los científicos reconozcamos con honradez y humildad lo poco que sabemos sobre las culturas de cualquier especie animal».
Así y todo, los científicos expertos en cetáceos tienden a adoptar cada vez más la teoría de White-head, apunta Sarah Mesnick desde la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos. «Está ganando aceptación, porque cada vez más expertos observan lo mismo», dice.
Gero, por ejemplo, halló diferencias similares entre clanes de cachalotes en un mar totalmente diferente al de su mentor: el Caribe. Y el conocimiento detallado que Gero logra acumular sobre cada individuo en concreto no hace sino apuntalar la tesis de Whitehead.
Una tarde divisamos a una hembra de cachalote llamada Rounder. Está flotando en la superficie con dos crías, una propia y otra ajena. Las crías no saben sumergirse a gran profundidad en busca de calamares, explica Gero, por lo que un adulto se queda en la superficie a su cargo cuando las unidades van de caza. En otras palabras, estamos viendo cómo Rounder hace de niñera.
Cada unidad organiza esos cuidados a su manera. En algunas, las hembras vigilantes dan de mamar a las crías. En otras solo las vigilan, pero no amamantan a las que no sean suyas. En el grupo de Rounder, madres y abuelas comparten las tareas de vigilancia y amamantamiento, pero solo para las crías de su estirpe. En otro grupo, una hembra hace de nodriza de dos crías a la vez, aunque ninguna sea hija suya.
Gero también descubrió que las pequeñas unidades en las que se dividen los clanes parecen emitir codas familiares específicas, casi como si fuesen apellidos, mientras que los individuos se comunican con patrones de chasquidos dotados de sutiles variaciones características, que podríamos comparar con nombres. Guiándose única y exclusivamente por esos chasquidos, Gero identifica en un 80 % de las veces qué individuo de la unidad es el que está hablando, «una probabilidad muy superior a la identificación al azar», apunta.
Incluso tiene grabaciones de crías de cachalote emitiendo chasquidos sin sentido, cuando todavía no han perfeccionado su repertorio. Ensayaban el dialecto de su clan, como los bebés humanos que balbucean antes de aprender a decir «mamá». Estaban adquiriendo normas culturales ante sus ojos.
De vuelta en casa, una tarde me dispongo a catar por mí mismo un bocado de cultura cetácea. Me pongo los auriculares y abro un archivo. Lo que oigo a continuación es un sonido bajo y gutural, como el grave ronquido de un saxofón bajo sumergido en el agua. El gemido burbujeante comienza a ascender hasta convertirse en un chillido aéreo, como el de una caracola que sopla un niño. Pronto los sonidos cambian por completo y se vuelven oscuros y melódicos primero, etéreos y vaporosos después. Oigo lo que parece una rasqueta de goma acariciando un vidrio. Una nota aguda termina con un gorjeo que recuerda al finísimo gemido de un cachorrillo que bosteza. Se oye un croar grave, como un eructo lento y prolongado.
Es el canto de un macho de yubarta. Me lo envió Ellen Garland, una colega de Rendell de la Universidad de Saint Andrews. Hace unos años, una melodía muy parecida a esta recorrió el Pacífico Sur, desencadenando una revolución cultural en toda regla.
Los machos de yubarta aprenden canciones unos de otros. Y les van los ritmos nuevos. Como fanáticos de la cultura pop, siempre están al quite de lo que se cuece, ávidos de nuevas melodías pegadizas. La velocidad con que las yubartas adoptan esos nuevos arreglos sonoros «es asombrosa», me dice Garland una mañana, cuando la llamo por teléfono. Como también lo es el alcance geográfico de los cantos. A veces una canción se extiende de lado a lado de una cuenca oceánica.
Los científicos llevan estudiando en serio los cantos de las ballena desde al menos la década de 1960. Fue entonces cuando el biólogo Roger Payne remolcó un hidrófono con su velero en plena noche en aguas de las Bermudas y captó espectrales gemidos reverberantes. Las yubartas trompetean, ladran y gimen, y hacen ruidos como de un gatito maullante. Pero en su estructura básica, las sofisticadas sinfonías de las yubartas pueden ser perturbadoramente similares a las nuestras.
Los cantos de las yubartas recurren a la rima y al ritmo, incluyen fraseos y melodías. Hay temas seguidos de variaciones y reanudaciones de esos enunciados originales. Las ballenas existen desde hace 50 millones de años. Hasta hace unas décadas era prácticamente imposible que personas y yubartas oyesen sus respectivas melodías. «Pese a ello, las ballenas utilizan en sus canciones muchas de las leyes de la composición que seguimos los humanos en las nuestras», escribió Payne en su libro Entre ballenas. Un solo canto de ballena puede durar media hora. Una sola ballena puede cantar toda una tarde.
Garland llegó a saber todo lo que hoy sabe sobre las ballenas dando un rodeo por el cielo. Para un proyecto de su época universitaria en su Nueva Zelanda natal clasificó las vocalizaciones de los zorzales comunes y descubrió así su talento para la catalogación acústica. Años más tarde aplicó su pericia auditiva a las ballenas.
Los cantos de las yubartas forman parte de los rituales de apareamiento. Y los investigadores daban por hecho que todos los individuos de una zona determinada compartían la misma canción cada año. «Pero nosotros nos topamos con todo lo contrario», asegura Garland. Valiéndose de espectrogramas que transforman las frecuencias sonoras en imágenes, revelando la amplitud y los patrones de las canciones de las ballenas, Garland analizó melodías recogidas durante años en todo el Pacífico Sur. Revisó los cantos de yubartas de la Polinesia Francesa y a continuación prosiguió con Australia, a 6.000 kilómetros de distancia.
Y percibió algo muy curioso. Las canciones parecían originarse en Australia. Evolucionaban a medida que las ballenas empezaban a retocarlas. Como compositores, añadían hipos, silbidos, nuevas estrofas. Y de pronto, al igual que ocurre cuando un tema pop se pone de moda de la noche a la mañana, aquella nueva canción recorría miles de kilómetros de boca en boca, moviéndose de Nueva Caledonia a Tonga, y al año siguiente de allí a las Islas Cook.
La melodía que acababa en la Polinesia Francesa era parecida a la canción surgida en Australia. Pese a los mínimos retoques introducidos en el camino, la versión final no distaba más que la versión acústica de un éxito original. Sin embargo, era irreconocible con respecto a la canción a la que sustituía. Aquella nueva producción tenía tan poco en común con su predecesora «como los Rolling Stones con Justin Bieber», me dice Garland.
Ella se quedó de una pieza. Hoy sospecha que las ballenas responden a lo novedoso de la canción. De la misma manera que los hípsters buscan nuevas bandas indies, los machos de ballena parecen ir a la caza de nuevas melodías para destacar entre la multitud. Pero al final todos los machos abandonan su canción y adoptan la nueva.
Es un tipo de progresión con la que nadie contaba, un excepcional momento en el reino animal de veloz cambio transformacional, una revolución cultural en toda regla. Las aves que se integran en una bandada nueva tienden a adoptar los cantos de sus anfitriones, dice Garland. Pero cuando una ballena salta al escenario y estrena un temazo original, los lugareños abandonan su vieja balada y se lanzan a cantar la nueva. Garland recurre a una analogía: imagínese que se va a vivir a un país vecino y, de pronto, todo el mundo abandona su himno nacional y adopta el de usted.
«Es una cosa rarísima, rarísima», dice.
La pregunta fundamental que surge ahora es si algunas de estas comunidades de cetáceos sobrevivirán lo suficiente para que lleguemos a entender sus culturas. Pocos lo tienen tan claro como Ford, el biólogo canadiense experto en orcas. Cuando era adolescente trabajó en el Acuario de Vancouver dando de comer a focas y belugas. Más tarde descubriría dialectos específicos de orcas antes de dirigir la investigación sobre los cetáceos de la Costa Oeste para el Gobierno canadiense.
Cuando en una de nuestras múltiples conversaciones le pregunto por la resiliencia, Ford me cuenta una anécdota. Las orcas viajan toda su vida en manadas familiares matrilineales y aprenden cómo y qué comer observando a sus congéneres. En 1970, cuando todavía se capturaban orcas salvajes en la región para exhibirlas en delfinarios, un equipo de cazadores acorraló a cinco ejemplares en una cala de la Columbia Británica. Dos orcas fueron trasladadas a un parque acuático. Las tres restantes se negaron a comer el salmón que les ofrecían sus cuidadores. Una acabó muriendo. Las supervivientes se resistieron a comer pescado durante nada menos que 79 días.
Las orcas estaban «atrapadas en aquella inercia conductual», me dice Ford. Los cuidadores ignoraban que las de la costa occidental de Canadá y de la parte norte de Estados Unidos siguen tres dietas diferentes: las residentes sureñas y norteñas se alimentan de salmón; las de alta mar comen tiburón, y las transeúntes –u orcas de Bigg– solo cazan mamíferos marinos. A diferencia de otros cetáceos cuya cultura les ofrece flexibilidad, estas orcas no quieren o no pueden cambiar de dieta ni aun cuando las opciones se reducen. «Es un simple ejemplo de lo arraigadas que están estas culturas», afirma Ford.
Este es uno de los motivos de que en 2019 veintitantos científicos –incluidos Ford, Garland, Whiten y Whitehead– reclamaran un cambio de rumbo en la conservación mundial. En la revista Science instaron al mundo a incorporar el factor cultural en las decisiones sobre la gestión de la vida salvaje. La Convención sobre Especies Migratorias elabora ya un plan para que los países sudamericanos protejan a los cachalotes del Pacífico oriental, centrándose en las necesidades de cada clan en concreto. Son enfoques «esenciales para mantener la integridad y diversidad natural de los ecosistemas de la Tierra», afirman los autores.
Mi región está intentándolo, pero otra cultura se interpone: la nuestra.
Estados Unidos y Canadá ya tratan a las orcas piscívoras sureñas y norteñas como poblaciones distintas pese a sus semejanzas genéticas y su proximidad geográfica. Las norteñas, amigas de propinarse cabezazos y frotarse contra los guijarros de las playas, poco tienen que ver con las manadas saltarinas que a veces se avistan en aguas de Seattle. Reconocemos que los mares –y los humanos– necesitamos de unas y de otras.
Pero ellas se enfrentan a futuros muy diferentes. Desde los años setenta se ha disparado el número de orcas en la zona norte, más rural. Las sureñas, en cambio, están en peligro crítico.
Diezmadas por las capturas para surtir los delfinarios de los años sesenta y principios de los setenta, las residentes sureñas sufren hoy el ruido del tráfico marítimo. La urbanización abarrota sus costas, vierte sedimentos en sus aguas y contamina su hogar. Sustancias químicas tóxicas se acumulan en su grasa corporal. Todo ello se ve agravado por la drástica escasez de alimento en la que se traduce el desplome de las poblaciones de salmón real, consecuencia de años de pesca, represamiento de ríos, urbanización y cambio climático.
Desapareciendo del planeta
Estos sofisticados y extraños seres están desapareciendo literalmente ante nuestros propios ojos, de manera no muy diferente a como sucumbió el preincaico imperio de Tiahuanaco, que no dejó constancia escrita de su desmoronamiento en la América del Sur del siglo XII. No sabemos qué puede desaparecer con ellos. Ignoramos el porqué de su conducta y de su diferencia respecto de otros cetáceos. Pero al menos hemos empezado a reconocer que está en juego una riqueza cuya importancia aún no comprendemos del todo.
----
National Geographic Society, comprometida con la divulgación y la protección de las maravillas de nuestro planeta, financia desde 2014 la labor que lleva a cabo Brian Skerry, Explorador y Fellow de la Sociedad, para concienciar sobre la importancia de los océanos.
----
LOS SECRETOS DE LAS BALLENAS
Siga a Brian Skerry en sus viajes para documentar la cultura de los cetáceos. Vea los cuatro episodios en Disney+ a partir del 22 de abril, Día de la Tierra.
----
Nuestro redactor Craig Welch describió un viaje que hizo en coche eléctrico de costa a costa de Estados Unidos en el número de abril de 2020.
El fotógrafo Brian Skerry publicó sus fotos de marrajos en el número de agosto de 2017.
----
Secrets of the whales: El libro
Brian Skerry viajó desde el Ártico hasta el Pacífico Sur para captar imágenes espectaculares e íntimas de varias especies de cetáceos, que desvelan la complejidad de su vida y sus sociedades. Disponible en internet y en librerías a partir del 6 de abril.
----
CÓMO AYUDAR
Descubra la nueva iniciativa de National Geographic orientada a dar soluciones: natgeo.com/planet. Estas organizaciones sin ánimo de lucro que trabajan por los cetáceos se cuentan entre las que hemos apoyado a lo largo del tiempo:
The Dominica Sperm Whale Project
Los investigadores de este proyecto han pasado miles de horas observando a las familias de cachalotes que viven en el mar Caribe para comprender mejor sus culturas sin igual. thespermwhaleproject.org
Whale Trust Maui
Los científicos de esta organización estudian las pautas de conducta asociadas a la reproducción y la comunicación (incluidos los cantos de las yubartas) para desarrollar mejores métodos de protección. whaletrust.org
Alaska Whale Foundation
Creada en 1996 para estudiar las yubartas en el sudeste de Alaska, actualmente esta fundación lleva a cabo un trabajo de investigación sobre diversos animales marinos y ecosistemas costeros de toda la región. alaskawhalefoundation.org
Este artículo pertenece al número de Mayo de 2021 de la revista National Geographic.
via https://ift.tt/JKJLOL https://ift.tt/32F7uiN
No hay comentarios:
Publicar un comentario