Esta ciudad del nordeste tanzano es una especie de capital de los safaris. Su situación a pocos kilómetros del valle del Rift y del Kilimanjaro la han convertido en un punto de encuentro para viajeros de todo el mundo, un lugar donde alquilar vehículos con chófer, planificar rutas, contratar guías y adquirir telas multicolores y objetos de presunta madera de ébano.
Nuestro viaje en busca de la gran fauna africana comienza en el Parque Nacional del Lago Manyara, cien kilómetros al sudoeste de Arusha. Esta reserva apenas cubre 113 km2, pero su espectacularidad se hace evidente antes incluso de entrar en su interior. Una franja de selva recibe al visitante con sombras que alivian del sol ecuatorial y son el hogar de animales tan singulares como los varanos del Nilo (un lagarto de grandes dimensiones), los cálaos de cara plateada o los cercopitecos diadema, unos monos en alerta permanente porque esta selva en miniatura también esconde leopardos.
El mundo oscuro de la jungla termina de golpe ante la extensión del lago Manyara, un área encharcada que varía desde los 240 km2 en época de lluvia hasta casi desaparecer en la temporada seca, a mediados de octubre. La vista es sensacional: la selva a nuestras espaldas, un precioso bosque de acacias a la derecha, una sabana herbácea enfrente, un espectacular escarpe de 600 metros de altura al fondo, y el maravilloso lago de aguas someras a la izquierda. Hasta 11 hábitats distintos en una reserva de algo más de 300 km2, todo un muestrario de la naturaleza del África ecuatorial.
El cinturón blanco del Manyara
En función de la época en que se visite, el lago Manyara ofrece diferentes paisajes y animales. Grandes manadas de herbívoros mantienen una población de leones que se ha hecho famosa por subirse a los árboles. Hay jirafas, grupos de babuinos, hipopótamos que se concentran en un hippo poole a la salida de la selva… Cuesta creer que quepa tal variedad en tan poco terreno. Desde lo alto del escarpe se observa el mosaico de colores y texturas del parque. Un cinturón blanco rodea el lago demostrando la salinidad de sus aguas. En el centro, una enorme mancha rosada señala los miles de flamencos que se alimentan aquí la mayor parte del año. Manyara no tiene un solo rincón que no rebose vida. Y apenas hemos iniciado el safari.
Saliendo del parque retomamos el rumbo oeste. La antigua pista de tierra es ahora una carretera asfaltada. Más comodidad en el viaje y menos tiempo entre parques. Pero las planicies que hace apenas quince años eran terreno salvaje están ahora salpicadas de casas, corrales, huertos y, por supuesto, gente. Inevitable herencia del asfalto. Simpáticos vendedores saludan desde las polvorientas cunetas.
Karatu, la mayor población que aparece en la ruta hacia la reserva natural de Ngorongoro, ofrece una agradable pausa entre gente sonriente y de charla animada. Tras el descanso se asciende a través de una selva cerrada y brumosa hasta el borde del famoso cráter.
Al coronarlo, la niebla se abre y aparece lo que se ha descrito con justicia como el nuevo Arca de Noé: una enorme caldera de 20 kilómetros de diámetro donde más de 25.000 animales de diferentes especies viven todo el año. Incluso desde arriba, a más de 600 metros del fondo, es posible identificar grandes manadas de búfalos, grupos de elefantes e incluso los escasos rinocerontes negros que pastan bajo la seguridad de las paredes volcánicas.
Unos masais y sus preciadas vacas escoltan la bajada al cráter. La tribu, antaño dispersa por todo el Serengeti, fue realojada en las tierras altas del Área de Conservación del Ngorongoro y ahora pastorean sus reses en los nueve volcanes que engloba la reserva. Un grupo de leones descansan junto a un búfalo que han cazado a primera hora. Los masai siguen su camino sin darles la menor importancia.
Algo más allá, junto al lago salino del interior del cráter, un rinoceronte camina y se acerca al grupo de leones, que parecen no notar su presencia. Un elefante gigantesco, uno de los últimos tusker que quedan aún con vida en el continente, cruza la pista y se interna en un bosque de acacias amarillas. Sus enormes colmillos destacan en las sombras del bosque como un espectro de otros tiempos. Y quizá sea esa la mejor definición del parque. Porque todo el cráter parece una reliquia de la feracidad perdida del continente africano.
Rumbo al Serengeti
Desde que el Área de Conservación del Ngorongoro se separó del Serengeti en 1959 su fama no ha dejado de crecer. Veinte años más tarde fue declarado Patrimonio de la Humanidad y hoy, con carreteras nuevas y una gran variedad de alojamientos, recibe alrededor de 400.000 visitas al año. Esta afluencia de viajeros asegura la continuidad del lugar pero ha obligado a crear nuevas restricciones. Hay zonas vedadas, tiempos máximos de permanencia junto a ciertos animales, un horario rígido de entrada y salida al cráter, y muchos vehículos en el paisaje.
Mientras un grupo de elefantes cruza la pista a la salida del lodge, retomamos el safari rumbo al Serengeti, nombre que en masai significa "llanura sin fin". Una excelente descripción para los 13.000 km2 de naturaleza y libertad que se abren en el horizonte. Serengeti es la meta de todo amante de la fauna salvaje: tiene la mayor concentración de leones de África, posee kilométricas extensiones para ver guepardos en plena carrera y multitudinarias manadas de antílopes, cuenta con la migración animal más sobrecogedora del mundo…
Entre enero y marzo, tras las primeras lluvias, el parque recibe a los visitantes con más de un millón y medio de ñus diseminados por las praderas cercanas a la puerta de entrada de Naabi Hill. Durante esos meses, en ese sector del parque nacen el 80% de los ñus del Serengeti, un acontecimiento que atrae a los grandes predadores. De manera que pasar un día observando ñus en estas llanuras suele premiar al espectador con una cacería de leones, una posterior pelea entre estos y las hienas, y un final repleto de buitres, chacales y marabús disputándose los restos del animal.
La uniforme llanura se ve interrumpida hacia el norte por la silueta de los kopjes, formaciones graníticas que surgen como islas en medio de la sabana. Los leones, leopardos y guepardos suben a estas moles pétreas para otear en busca de presas. Y en uno de ellos, dentro del área de Seronera, se levanta el Seronera Wildlife Lodge, que apenas se ve hasta tenerlo delante. Escondido para minimizar su impacto visual y con terrazas que se asoman al extraordinario paisaje, este hotel es la antítesis de la zona de acampada sin servicios que se encuentra en el mismo lugar. Por el hotel no corren los leones, pero sí damanes, animalillos que parecen conejos de indias pero que son en realidad parientes cercanos de los elefantes.
Desde Seronera hacia el norte el paisaje va adquiriendo relieve y las praderas abiertas se cubren de árboles. Las llanuras en las que se concentraban las enormes manadas de herbívoros y sus predadores dejan paso a un bosque abierto donde los cuellos de las jirafas destacan como periscopios y los grandes grupos de elefantes parecen
verdaderas rocas en movimiento. Los vehículos desaparecen. La naturaleza salvaje te rodea. Y la esencia del África que soñaste de niño se apodera de ti y de tus sentidos.
Los días en Serengeti siempre resultan insuficientes. Todavía queda una última sorpresa antes de regresar a Arusha. Desandando la ruta realizada, descendemos el Ngorongoro y pasamos con nostalgia frente al lago Manyara para desviarnos poco después hacia una nueva reserva.
El paisaje de Tarangire está marcado por la presencia de baobabs y elefantes. Imposible entender el parque sin ellos
La riqueza del Tarangire
Tarangire, a solo 118 kilómetros de Arusha, es el sexto parque nacional de Tanzania en extensión (2.850 km2), aunque merece un puesto más alto en número de especies, especialmente en la época seca, de junio a noviembre, cuando alrededor de 55.000 herbívoros se concentran junto al río que da nombre al parque buscando los últimos recursos de agua disponibles.
El paisaje de Tarangire está marcado por la presencia de baobabs y elefantes. Imposible entender el parque sin ellos. Los grandes árboles concentran todo tipo de leyendas locales y pueden llegar a vivir más de 600 años. Su silueta de ramas como raíces y tronco rechoncho se asocia invariablemente a los elefantes. Los paquidermos se acercan a rascar su gruesa piel en la corteza y afilan sus colmillos desgajando troncos que ya eran viejos cuando Stanley, Livingstone y otros míticos exploradores africanos llegaron al continente. El problema surge cuando los humanos dejan sin apenas espacio a los elefantes y las manadas se concentran en gran número en las pocas reservas donde se les permite vivir.
Tarangire se considera uno de los parques con más elefantes de toda Tanzania. Más de 3.000 llegan desde el norte del país en busca del agua del río, haciendo las delicias de los viajeros. Tal concentración repercute negativamente en los baobabs, cuyos enormes troncos sufren el embate de los mayores mamíferos de la Tierra. Y no se ven jóvenes baobabs.
Alojados en uno de los preciosos campamentos del parque, situado sobre una suave colina, disfrutamos de la vista del río y sus animales. Un león ha elegido la misma posición para marcar su territorio durante la noche robándonos unas horas de sueño. Mirando desde el mismo lugar el visitante siente que su espíritu se ha prendido en el rugido del león, en la sombra de los baobabs heridos, en el paso lento de los elefantes. Por la cálida temperatura nadie diría que, a pocos kilómetros, la mole del Kilimanjaro se atreve a exhibir al sol sus nieves eternas. Con más de 5.000 metros, el techo de África puede ser una emocionante segunda fase del viaje por Tanzania.
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